El pináculo
Mientras Septimus se encaminaba hacia lo desconocido con Syrah, muy por debajo del mar, el Chico Lobo y Lucy se encontraban profundamente sumidos en su propio mundo ignoto. Respirando aire viciado que olía a cuero, al tiempo que el frío del mar les entumecía los pies, estaban sentados detrás de Miarr mientras el Tubo Rojo atravesaba las profundidades, ronroneando. Cada uno miraba por una ventana de grueso cristal donde veía una extraña combinación de su pálido reflejo boquiabierto y la oscuridad del mar detrás. Muy por encima de ellos —tan lejos que les hacía sentir un raro vértigo pero al revés—, veían la luz que se movía lentamente por la superficie del agua como una luna que viajara por un cielo sin estrellas.
—Señor Miarr —dijo Lucy—. Señor Miarr.
La atildada cabeza de Miarr apareció en torno al borde del alto asiento, con los ojos amarillos destellando en el resplandor rojo.
—¿Sí, Lucy Gringe? —La voz extrañamente crepitante le puso a Lucy la carne de gallina.
—¿Por qué su voz está rara? —preguntó Lucy—, Es extraña.
Miarr señaló una anilla de alambre que le rodeaba el cuello.
—Es por esto. Es lo que debe llevar puesto el piloto. Es para que resulte más fácil hablar con mucha gente dentro del Tubo, tras un rescate. Si es necesario hacerse oír en una tormenta e informar a los barcos del peligro que entrañan las islas, también transmite el sonido al exterior. Mi voz no es potente, pero con esto sí lo es. —La cabeza de Miarr volvió a desaparecer detrás del asiento.
Ahora que Lucy sabía por qué la voz de Miarr sonaba tan rara, se relajó un poco.
—¿Señor Miarr?
—¿Sí, Lucy Gringe? —La voz de Miarr revelaba que estaba sonriendo.
—¿Por qué estamos a tanta profundidad? Es espeluznante.
—Quiero seguir la luz sin ser visto. Esos merodeadores son mala gente.
—Lo sé —dijo Lucy—, pero ¿no podríamos acercarnos aunque sea un poquito más a la superficie? Seguro que no nos verán.
—Es más seguro permanecer aquí —crepitó la voz de Miarr.
Lucy miró al exterior y observó cómo el haz de luz atravesaba el agua de color añil e iluminaba bosques de algas que ondulaban como tentáculos a la espera de poder arrastrar gente a sus garras. Lucy se estremeció. Había tenido tentáculos suficientes para una buena temporada. De repente, algo con una gran cabeza triangular moteada y dos enormes ojos blancos salió disparado de entre las algas, ascendió nadando hasta la ventanilla y se dio un cabezazo contra ella. El Tubo Rojo se sacudió.
Lucy gritó.
—¿Qué es eso? —exclamó el Chico Lobo con voz ahogada.
—Es un pez vaca —replicó Miarr—, Sabe a rayos.
Los ojos saltones del pez vaca miraron al interior con expresión melancólica.
—Puaj, es asqueroso. —Lucy se estremeció—. Apuesto a que entre las algas viven toneladas de ellos.
Pero fue la visión de tentáculos auténticos —gruesos tentáculos blancos con ventosas rosadas— que emergían del bosque de algas y se rizaban al avanzar hacia el Tubo Rojo lo que hizo que Lucy acabara por perder el control.
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaargh! —chilló.
—¡Arriba! —crepitó la voz de Miarr, y salieron disparados para ascender por encima de los tentáculos y las algas, hacia aguas más luminosas.
El Tubo Rojo continuó su camino; el piloto seguía con destreza al Merodeador, manteniendo el rumbo a unos seis metros por debajo de la luz. Calculaba —y tenía razón— que ninguno de los tripulantes miraría con demasiada atención el resplandor que los seguía.
Ahora rodeados por agua verde claro y peces de aspecto más familiar, Lucy y el Chico Lobo se recostaron en los respaldos y comenzaron a disfrutar de la sensación de volar por debajo del agua, como dijo el Chico Lobo, serpenteando entre rocas de afilada punta que se extendían hacia el sol, para detenerse justo por debajo de la superficie. Miarr les ofreció una caja de emergencia que contenía —para deleite de Lucy—, una bolsa de pasas bañadas en chocolate entre los paquetes de pescado seco y botellas de agua. Las pasas bañadas en chocolate tenían un leve sabor a pescado, pero a Lucy no le importó: el chocolate era chocolate. Sin embargo, cambió de opinión al darse cuenta de que las pasas de uva eran diminutas cabezas de pescado.
Por encima del agua, no muy lejos de allí, Beetle estaba teniendo poco éxito con los peces de aspecto familiar. Él y Jenna estaban sentados en una gran meseta de roca situada junto a aguas muy profundas, tan profundas que el habitual verde pálido del mar era de un intenso azul oscuro. Contemplaban cómo el mar chapoteaba contra las rocas y se asomaban a las profundidades para ver cómo las algas que crecían sobre las rocas se movían como adormecidas en las corrientes submarinas. De vez en cuando veían un pez que nadaba por las profundidades con lánguidos movimientos, despreciando con altivez las ofrendas de Beetle. Allá abajo había cosas mucho mejores para comer que el bocadillo de anzuelo hundido en cabeza de pescado, decía Jenna.
Beetle estaba decepcionado. Después del éxito obtenido desde su roca de pesca, había comenzado a verse a sí mismo como un pescador experto, pero ahora se daba cuenta de que no era tan fácil como él había pensado. Recogió el hilo.
—Tal vez deberíamos volver junto a Sep y ver cómo está Escupefuego —dijo.
Jenna consintió con rapidez, ya que la pesca no le parecía la más fascinante de las ocupaciones.
Atravesaron la meseta rocosa, saltaron hasta la playa cubierta de piedras que quedaba más abajo y avanzaron con cuidado por entre la madera de deriva hasta el siguiente afloramiento de rocas. La marea estaba bajando y dejaba a la vista una larga hilera de rocas que se extendían hasta el mar en una suave curva, como si un gigante hubiera arrojado de manera descuidada un collar de perlas negras descomunales. La ristra acababa en una alta roca en forma de columna que Jenna reconocía como la que habían visto desde la playa donde habían aterrizado y había llamado Pináculo.
—Mira, Beetle —dijo—. Esas rocas son como las piedras que se ponen para pasar un río. Podríamos ir por encima de ellas hasta el mismísimo Pináculo. Tal vez incluso podríamos escalarlo y saludar a Sep desde arriba. Sería divertido.
Aquella no era precisamente la idea que Beetle tenía de la diversión, pero no le importaba; si Jenna quería hacerlo, él también lo haría de buen grado. Jenna bajó hasta la primera roca.
—¡Esto es genial! —exclamó, con una carcajada— Vamos, Beetle. ¡Nos vemos allí!
Beetle observó partir a Jenna, saltando de roca en roca, donde sus pies descalzos se posaban con seguridad sobre las resbaladizas superficies cubiertas de algas. Con menor seguridad, partió tras ella, pasando de una a otra roca con mayor cuidado. Para cuando llegó al pie del Pináculo, Jenna ya estaba en la cúspide.
—Venga, sube, Beetle —le animó ella—. Es muy fácil. Mira, hay escalones.
Había, en efecto, apoyos para los pies tallados en la roca y una enorme anilla de hierro herrumbroso a un lado.
Beetle ascendió por los rudimentarios escalones y se reunió con Jenna en lo alto. Ella tenía razón, pensó. Sí que era divertido. No tanto como un doble viraje con derrape en los Túneles de Hielo, pero casi. Le encantaba sentarse tan por encima del agua, sintiendo la brisa fresca en el pelo, escuchando la llamada de las gaviotas, el rumor de las suaves olas de allá abajo… y, en especial, le encantaba estar sentado allí con Jenna.
—Mira, allí está nuestra bahía, pero no veo a Sep por ninguna parte.
—Es probable que esté con Escupefuego —dijo Beetle.
—Hum, espero que Escupefuego se encuentre bien. Esta mañana tenía un olor bastante asqueroso, ¿verdad? Quiero decir más asqueroso de lo habitual.
—Sí —asintió Beetle—. Pero no he dicho nada. Sé lo quisquilloso que se pone Sep con esas cosas.
—Lo sé. Esto es maravilloso, ¿verdad? Cuando Escupefuego mejore, tenemos que traer aquí a Sep. Es una pasada.
Jenna miró a su alrededor para abarcarlo todo. Estaba sorprendida de lo estrecha que era la isla. Entre lo que ella consideraba «su» bahía y la costa del otro lado de la isla, solo había un estrecho banco de tierra sembrado de rocas. Levantó la mirada hacia la única elevación, que se alzaba detrás de ellos, y que también estaba sembrada de rocas y coronada por un pequeño soto de árboles retorcidos, raquíticos debido al castigo del viento.
—Sí, es muy especial —convino Beetle.
Permanecieron sentados durante un rato, escuchando las llamadas de las gaviotas que salpicaban el silencio, y observando el chispeante mar.
—¡Allí hay un barco! —anunció Beetle de repente.
Jenna se levantó de un salto.
—¿Dónde?
Beetle se puso de pie con cuidado para tener una vista mejor. En la cima del Pináculo no había demasiado espacio. Se cubrió los ojos para protegerlos del sol, que pareció mucho más brillante cuando miró la barca.
—Allá —le informó, al tiempo que señalaba un pequeño barco de pesca con velas rojas que acababa de aparecer a la vista en el extremo norte de la isla.
—Es tan brillante… —dijo Jenna, entornando los ojos con una mueca—. Apenas puedo mirarla.
—No la mires —le instó Beetle, de repente—. Es demasiado brillante. Creo… vaya, ¡qué raro!… ¡creo que traen a remolque una gran lámpara!
En la suave brisa de las primeras horas de la tarde, el Merodeador avanzaba con extremada lentitud hacia su destino. El capitán Fry había navegado hasta el norte de la isla para poder aproximarse sin peligro y evitar así unas famosas rocas, pero el viento había amainado y por ese motivo habían tardado mucho más de lo previsto. Pero en ese momento, por fin, tenían el punto de destino a la vista.
—¡Jakey! —gritó—. Mantén la vigilancia. ¡Estamos acercándonos a las Acechadoras!
Las Acechadoras eran una sarta de rocas puntiagudas que se encontraban dispersas en torno al Pináculo, justo por debajo de la superficie del agua.
Jakey se hallaba tumbado sobre el bauprés, con los pies colgando, y observaba el mar verde claro. Estaba tan lejos como podía de la extraña luz que se mecía tras ellos, y tan apartado como le era posible de su padre y de los Crowe, que parecían aún más amenazadores, ocultos tras sus gafas oscuras. Nadie se había molestado en darle a Jakey un par de gafas, así que se había pasado todo el viaje apartando la vista de la luz, y con los ojos medio cerrados. Mantenía la mirada fija en el agua, asombrado de lo clara que estaba y del hecho de poder ver el lecho del mar a través de ella. No había mucho que ver, solo arena lisa, algún cardumen de peces que pasaban a gran velocidad, y… ¡vaya!, ¿qué era eso? Jakey lanzó un grito.
—¿Babor o estribor? —gritó el patrón, al suponer que Jakey había visto una roca.
—Ninguno… ¡ahí va, es enorme!
—¿Dónde, pedazo de idiota, dónde está? —El patrón Fry se esforzaba para que el pánico no aflorara a su voz.
Jakey observaba una larga forma rojo oscuro que ascendía desde las profundidades. Nunca jamás había visto un pez tan grande, ni con esa forma. Se deslizó con suavidad por debajo de la barca hacia la luz, y Jakey apartó la mirada.
—¡Se ha marchado! —gritó—. ¡Creo que era una ballena!
—¡Muchacho idiota! —gritó el patrón Fry—, Por aquí no hay ballenas.
De repente, Delgado Crowe lanzó un grito.
—¿Qué? —El patrón Fry, tan cerca de la meta, estaba nervioso.
—¡Allí hay más de esos malditos críos!
—¿Dónde?
—Sobre el Pináculo, patrón. Donde vas a poner la luz.
—Sé muy, pero que muy bien dónde quiero poner la luz, gracias, señor Crowe —gruñó el capitán Fry—. Y voy a ponerla allí dentro de muy poco, con o sin crios.
—Sin crios es mejor —dijo Delgado Crowe—, ¿Quieres que los elimine?
—¡Acechadora! —gritó Jakey.
El capitán Fry aferró la caña del timón.
—¿Dónde? —gritó—, ¿A babor o a estribor, muchacho?
—A estribor —chilló Jakey.
El capitán Fry empujó la caña para alejarla de sí, y el Merodeador pasó al lado de las puntiagudas rocas que acechaban bajo la superficie.
Jakey Fry alzó la mirada hacia el Pináculo. Se estaban acercando. Pensó que la de arriba se parecía a Lucy, aunque no veía cómo eso era posible. Pero si era Lucy, esperaba que se apartara de allí con rapidez. De hecho, esperaba que se apartara de allí con rapidez quienquiera que fuese.
Con gritos cuidadosamente planificados de «¡Acechadora a babor!» y «¡Acechadora a estribor!», Jakey Fry se aseguró de que el Merodeador saliera de la línea de visión del Pináculo, con la esperanza de que Lucy Gringe —si de ella se trataba—, tuviera tiempo para desaparecer.
Con la emoción de estar a punto de llegar a su destino, el patrón Fry había olvidado algo que todos los marineros saben: el sonido se transmite fuerte y claro por encima del agua. Beetle y Jenna habían oído hasta la última palabra que se había pronunciado a bordo del Merodeador, y no estaban dispuestos a esperar allí a que los «eliminaran». Bajaron del Pináculo y desanduvieron a toda velocidad el camino, pasando por las piedras que asomaban del agua, hasta la orilla. Una vez sobre las rocas, echaron a correr, en busca de algún lugar donde ocultarse, hacia la extensión de dunas de arena que se desplegaba al pie de la colina boscosa. Para cuando el Merodeador volvió a aparecer a la vista, el Pináculo estaba desierto de nuevo.
Se dejaron caer en la blanca arena de las dunas y recobraron el aliento.
—Aquí no pueden vernos —jadeó Beetle.
—No —dijo Jenna—. Me pregunto qué estarán haciendo.
—Nada bueno, eso seguro.
—Ese barco que viene hacia aquí es horrible. Da la sensación de que… de que… —Buscaba las palabras adecuadas.
—De que nos han invadido —sugirió Beetle.
—Exactamente. Me gustaría que se marcharan.
A Beetle también.
Observaron la llegada del Merodeador. El barco era una oscura silueta gorda sobre la chispeante agua azul. Los dos trinquetes triangulares estaban ligeramente hinchados, la enorme vela mayor formaba un ángulo recto con el barco y la pequeña vela de estay asomaba por la popa en su verga, como una cola corta. La seguía una gran bola de luz que competía con el sol de la tarde… y ganaba.
El Merodeador llegó por fin al Pináculo, que destacaba como un oscuro dedo, más alto que nunca en la bajamar. Jenna y Beetle observaron a la pesada figura que bajó a la plataforma de desembarco y ató la barca a la anilla de hierro. Luego el Merodeador viró para meterse tras la roca, de modo que no pudieron ver más que el bauprés y los trinquetes que sobresalían por un lado, y la brillantez de la luz por el otro.
Durante la hora siguiente, desde detrás de las dunas, Jenna y Beetle observaron, con los ojos medio cerrados, una estrafalaria operación. Vieron que izaban laboriosamente con cabrestante una brillante bola hasta lo alto del Pináculo, donde la sujetaban con una red de cuerdas para dejarla en precario equilibrio sobre la cima plana.
—¿Qué están haciendo? —preguntó Jenna.
—Creo que quieren provocar naufragios —replicó Beetle.
—Provocar naufragios, ¿te refieres a lo que solían hacer en las Rocas Salvajes en los tiempos antiguos?
—Sí —repuso Beetle.
Como todos los niños del Castillo, había crecido con los cuentos de la aterradora costa rocosa del otro lado del Bosque, y de la gente salvaje que vivía de atraer los barcos hacia su perdición.
—Pero lo extraño de verdad es que están usando lo que parece una antigua esfera de luz. ¿De dónde pueden haberla sacado?
—Del faro —observó Jenna—. ¿Recuerdas que esta mañana no hemos visto la luz? La han robado del faro.
—Claro —convino Beetle—, ¡Ahí va!, ese faro tiene que ser muy antiguo. ¡Qué raro es este sitio!
—Y se pone cada vez más raro. Mira eso de ahí.
Jenna señaló hacia el mar, donde, a la derecha del Pináculo, salía del agua un largo cilindro rojo con una curvatura en la parte superior. Beetle y Jenna observaron cómo el cilindro giraba hasta apuntar al Pináculo y se detenía. Entonces se quedó inmóvil. El único movimiento era el de las blancas crestas de diminutas olas que rompían sobre una roca roja que estaba situada junto al cilindro.
—Es un tubo de observación —explicó Beetle—. Tenemos uno… quiero decir… ellos tienen uno como ese en el Manuscriptorium. Desciende a la sala del hechizo inestable para que podamos… para que puedan vigilar lo que sucede.
—¿Así que hay alguien que nos observa desde debajo del mar? —preguntó Jenna.
—Eso parece —replicó Beetle—, Como has dicho, esto se pone cada vez más raro.