Sirah Syara
Ni Jenna, ni Beetle ni Septimus vieron llegar al Merodeador aquella mañana; estaban durmiendo en el escondite. La gruesa capa de hierba que Septimus había puesto sobre la lona había impedido que el calor del sol los despertara y, al final, se habían levantado casi a mediodía.
Beetle había caminado entre las aguas de la marea en retirada hasta llegar a una roca grande y plana por arriba, que ya consideraba su roca de pesca, y en poco más de media hora había pescado tres de los peces negros y plateados que tan bien les habían venido el día anterior. Mientras Beetle pescaba, Septimus había avivado el fuego en la playa y ahora volteaba despacio el pescado sobre las ascuas incandescentes de la madera de deriva. Beetle dibujaba distraído en la arena con el gnomo de agua, mientras Jenna, en pie, miraba hacia el mar con el ceño fruncido.
—¡Qué raro! —dijo.
—Debería parecerse al trineo de la Torre del Mago —dijo Beetle—, pero el agua no deja de salpicar y desbarata los trazos.
—No, no me refiero a tu dibujo, Beetle. Allí. Mira… —Jenna señaló hacia el mar.
—¿Que mire el qué? —dijo Beetle, que era un poco miope.
—El faro —respondió ella—. Está oscuro.
—Sí —dijo Beetle, intentando que los patines del trineo quedaran derechos en la arena—. Lo cubren con alquitrán. Sirve para evitar que el agua del mar se filtre por los ladrillos.
Septimus se puso en pie y se hizo sombra con la mano hueca sobre los ojos.
—La luz no se ve —anunció Septimus.
—A eso me refería —dijo Jenna.
—Me pregunto por qué…
—Quizá el sol brilla demasiado…
—Quizá…
Se comieron el pescado, acompañado de más pan siempre tierno de Marcia y un poco del chocolate caliente de Jenna. Beetle llegó a la conclusión de que tenía que pescar un pez más grande.
—Por allí hay aguas bastante más profundas —dijo, señalando hacia el Pináculo—, Apuesto lo que quieras a que hay peces más grandes. No me importaría ir a echar un vistazo a ver qué pica por allí. ¿Alguien quiere venir?
—Iré contigo —dijo Jenna.
—¿Sep?
Septimus sacudió la cabeza.
—No, prefiero quedarme.
—Venga, Sep —le animó Jenna—. Todavía no te has movido de aquí.
—No, Jen —atajó Septimus con cierto pesar—. Debo quedarme con Escupefuego. No parece encontrarse muy bien; esta mañana ni siquiera ha bebido agua. Id Beetle y tú.
—Bueno… está bien, Sep —admitió Jenna—, Si lo tienes claro…
Septimus tenía claro que no debía dejar a Escupefuego, pero no tenía tan claro el tener que quedarse solo de nuevo. Pero eso, se dijo, era una tontería.
—Sí, no hay problema. Me quedo aquí con Escupefuego, todo irá bien.
Septimus contempló cómo Jenna y Beetle se alejaban a grandes zancadas por la playa. Al llegar al final del golfo, treparon por el borde de rocas y saludaron con la mano.
Septimus les devolvió el saludo, mientras los veía saltar al otro lado y desaparecer de la vista. Después, se volvió para cuidar a Escupefuego.
Empezó por examinar la cola del dragón. Las capacalientes tenían un color oscuro y, al tocarlas, las notó muy rígidas y muy pegadas a las escamas. Septimus no estaba seguro de lo que debía hacer. Temía que, si las arrancaba, el remedio fuera peor que la enfermedad, así que las dejó como estaban. Se puso a olfatear. Había algo que no olía bien, pero se dijo que podía tratarse del olor de las algas marinas que le había puesto sobre la herida. Decidió que, si el olor empeoraba por la tarde, tendría que examinarlo.
En el extremo del cubo protector del dragón, las cosas no tenían mejor aspecto. Escupefuego tenía los ojos fuertemente cerrados y, a pesar de que Septimus trató de estimularlo diciéndole: «Escupefuego, despierta y bebe un poco», el dragón no reaccionó. Septimus prefirió pensar que quizá Escupefuego estaba enfurruñado por tener que llevar aquel cubo en la cabeza, pero no estaba muy seguro de ello. Le pareció que el dragón respiraba con cierta dificultad y se preguntó si tendría calor, pero las rocas lo mantenían a la sombra casi por completo y tenía las escamas bastante frescas. Septimus cogió el gnomo de agua. Entreabrió un poco el labio inferior de Escupefuego y le roció la boca con un poco de agua, pero no estaba seguro de que el dragón la hubiera tragado, ya que la mayor parte volvía a fluir despacio hacia fuera, para acabar formando manchas oscuras sobre la roca. Desconsolado, Septimus se sentó. Acarició la nariz del dragón y murmuró:
—Te pondrás bien, Escupefuego, estoy seguro. Y no te dejaré solo hasta que te encuentres mejor, te lo prometo.
De pronto, Septimus oyó algo que se movía en las dunas de arena a su espalda. Se puso en pie de un brinco.
—Sal de ahí, dondequiera que estés —dijo con todo el aplomo del que fue capaz, escudriñando las dunas en apariencia desiertas. Entrecerró los ojos, lo mejor para ver cosas, como solía decir Marcia, y allí, entre las dunas, no muy lejos, vio algo. Una chica, estaba seguro de que era una chica, vestida de verde.
Como si supiera que había sido vista, la chica empezó a caminar hacia él. Septimus observó cómo la cabeza subía y bajaba a medida que avanzaba por las dunas, y en cuanto superó la cima de la última duna de la playa que se extendía debajo, pudo distinguir a una chica alta, delgada y descalza que vestía una andrajosa túnica verde.
Septimus rodeó el cubo de Escupefuego y saltó a la arena. La chica caminaba despacio hacia él y, en cuanto estuvo un poco más cerca, Septimus pudo distinguir que vestía lo que parecía ser una túnica de aprendiz muy anticuada, de la época en la que aún se bordaban con símbolos mágicos. Dos franjas púrpura descoloridas en el ribete de cada manga proclamaban que también era una aprendiz superior. Sus largos y despeinados cabellos enmarcaban un fatigado rostro cubierto de pecas. Septimus tuvo la clara sensación de que ya la había visto antes, pero… ¿dónde?
La muchacha se detuvo delante de él. Sus ojos verdes le miraron con cierta ansiedad y, seguidamente, realizó la breve reverencia formal con la que, según recordó de inmediato, se saludaban los aprendices en tiempos de Marcellus.
—Septimus Heap —afirmó la muchacha.
—¿Sí? —replicó Septimus con cautela.
—Ya nos… hemos… visto antes. Me… alegro de… volver a verte. —La chica habló, pensó Septimus, como si no estuviera habituada a hablar.
—¿Quién eres? —preguntó.
—Soy… Syrah. Syrah Syara.
El nombre también le resultaba familiar. Pero ¿de dónde?
—No te acuerdas de mí, ¿verdad? —preguntó la chica.
—Creo que sí me acuerdo, pero no sé…
—¿De la Torre del Mago? —sugirió la muchacha.
¡Eso es! Septimus se acordó de los cuadros que había visto en las paredes de la Torre del Mago, cuando estaba a punto de escapar del asedio; en especial aquel de la chica lanzándole un puñetazo a Tertius Fume. Sacudió la cabeza con incredulidad. No podía ser la misma, aquello había sucedido cientos de años atrás.
—Te saludé —dijo la chica.
—¿Que me saludaste? —Ahora Septimus estaba confundido del todo.
—Sí. Por eso sé quién eres. Eres… el aprendiz de alquimia, el que desapareció misteriosamente. Pero te felicito. Supongo que regresaste y ocupaste mi lugar junto a Julius.
—¿Julius? —preguntó Septimus, perplejo.
—Julius Pike, el que ahora es vuestro mago extraordinario. —Syrah suspiró con tristeza—. Ay, lo que daría yo por ver una vez más a mi querido Julius.
Septimus sintió que todo su mundo se tambaleaba. ¿Qué estaba diciendo aquella tal Syrah, que Septimus había vuelto de nuevo a aquella época? Septimus hizo un esfuerzo por conservar la calma. Se dijo que no había sucedido nada que sugiriera siquiera que hubiera retrocedido en el tiempo otra vez, a menos… a menos que la tormenta tuviera algo que ver…
O quizá el extraño faro con el que habían estado a punto de chocar… o incluso el relámpago, tal vez. O quizá… quizá cuando uno había estado en un tiempo determinado podía verse arrastrado de vuelta allí sin que se diera cuenta. No, se dijo, aquello no era posible. La única explicación era que Syrah fuera un fantasma. Una aparición de aspecto muy consistente, la verdad, pero era evidente que la vida en la isla resultaba de lo más saludable para los fantasmas.
—Tienes un dragón —observó Syrah.
—Sí —corroboró Septimus.
—Tengo que confesarte una cosa. Os he estado vigilando, a ti y a tu dragón.
—Lo sé. ¿Por qué no te limitaste a venir y saludar?
Syrah no respondió.
—Tu dragón tiene metida la cabeza en un cubo. Deberías quitárselo.
—Ni hablar —dijo Septimus—. Costó mucho ponérselo.
—¿Se lo pusiste tú? Eso es una crueldad.
Septimus suspiró.
—Mi dragón tiene una herida muy grave en la cola. El cubo es para impedir que muerda las vendas.
—¡Oh, entiendo! Yo una vez tuve un gato y…
—Ah, ¿sí? —dijo Septimus con cierta brusquedad.
Quería que Syrah se marchara. Fantasma o no, su charla sobre Marcellus y Julius Pike le había perturbado. Escudriñó las lejanas rocas, esperando ver a Jenna y a Beetle y que le devolvieran a la realidad, ¿dónde se habían metido?
Pero Syrah no parecía tener intenciones de marcharse. Daba la impresión de estar fascinada por Escupefuego. Trepó a las rocas y empezó a caminar despacio en torno al dragón. Septimus se sintió molesto.
—Necesita descansar —le dijo—. Es mejor no molestarle.
Syrah se detuvo y miró a Septimus.
—Tu dragón se está muriendo —dijo.
—¿Qué? —exclamó Septimus.
—Su cola huele como el hediondo limo negro.
—Creí que el olor era de las algas.
Syrah sacudió la cabeza.
—No, es el limo. Por eso ha intentado quitárselo a mordiscos. Un dragón sabe este tipo de cosas.
—No… —Pero Septimus sabía que Syrah tenía razón.
Syrah posó su mano en el brazo de Septimus. El contacto fue cálido, amistoso y aterrador para Septimus: estaba viva. Y si Syrah estaba viva, ¿en qué tiempo se encontraban? Estaba tan conmocionado que no se percató a la primera de lo que le estaba diciendo.
—Septimus —le dijo—, yo puedo salvarle la vida a tu dragón.
—¿Puedes? ¡Oh, gracias, muchas gracias! —Una gran oleada de esperanza inundó a Septimus.
—Pero hay una condición.
—Ah —articuló Septimus, mientras su ánimo volvía a hundirse.
—Hay algo que quiero que hagas, a cambio. Y ya te digo que se trata de algo peligroso.
—¿De qué se trata?
—No puedo decírtelo.
Septimus se enfrentó a la firme mirada de Syrah. No sabía qué hacer ante aquella extraña muchacha que le miraba con la misma mezcla de esperanza y desesperación que él sentía.
—Y si no acepto hacer lo que quiera que sea, ¿salvarás a Escupefuego?
Syrah respiró hondo.
—No —respondió.
Septimus se quedó mirando a Escupefuego: su desastrado, tozudo, patoso y gran dragón, al que había visto salir del huevo, un huevo que le había dado Jenna. Su dragón locuelo, tragón y gruñón, que se había zampado la mayoría de las capas de los magos ordinarios en la Torre del Mago; el dragón que había salvado a Marcia de su sombra y que le había hecho cosas inconfesables a su alfombra… su precioso dragón se estaba muriendo. En lo más hondo, reconoció que ya lo sabía por la mañana, desde el momento en el que Escupefuego se había negado a beber. Septimus tragó con dificultad. No podía dejar morir a Escupefuego, no podía. Si existía la menor posibilidad de que Syrah salvara a su dragón, tenía que aprovecharla. No tenía elección.
—Haré lo que tú quieras, si salvas a Escupefuego. No me importa lo que sea: lo haré. Haz que Escupefuego viva. Por favor.
Syrah fue rápida y profesional. Desenvolvió las vendas, y al caer el último retazo de harapo de capacaliente, Septimus retrocedió tambaleándose. El olor a carne podrida era abrumador. La herida estaba empapada de limo. Los huesos se asomaban como pálidas islas amarillas en medio de un purulento mar negro verdoso, y escamas que antes estaban sanas se desprendían como hojas muertas dejando al descubierto la aún más inquietante carne negra y fofa que había debajo. Además de la conmoción por el estado de la cola de Escupefuego, Septimus estaba avergonzado por el fracaso de sus habilidades médicas.
Syrah pudo leerlo en su expresión.
—Ya sé que Marcellus te enseñó algo de medicina, y estoy segura de que hiciste todo lo posible, pero no debes culparte —dijo—. El hediondo limo negro aparece, como se suele decir, como un lobo en mitad de la noche y se lleva a la gente incluso de las manos de los mejores médicos.
—¿Qué puedes hacer tú, entonces? —preguntó Septimus.
—Combinaré Magia y medicina. Julius, el querido Julius, me lo enseñó. Es una técnica muy poderosa; Julius y Marcellus la desarrollaron juntos. El efecto de la magia y de la medicina combinadas es más potente de lo que uno podría esperar. Fue lo último que aprendí. Julius me enseñó cómo combinarlas justo el día antes de la extracción…
La voz de Syrah se fue apagando por momentos, a medida que se perdía en sus recuerdos.
Al cabo de diez minutos, Escupefuego estaba envuelto en una crisálida mágica. Septimus había estado observando cómo Syrah evaporaba el hediondo limo negro, convertido en un maloliente chorro de vapor negro cuyo tufo había permanecido en el aire hasta que Syrah casi hubo terminado. Había observado a Syrah trabajar como un ducho cirujano, manejando una variedad de cuchillos, tenedores y cucharas obtenidos del Equipo de Supervivencia para Cadete del Ejército Joven en Territorio Hostil, para extraer con ellos toda clase de innombrables sustancias (Septimus tomó buena nota para no utilizar los utensilios durante la cena). Después pudo ver cómo Syrah rociaba sobre la herida unas cuantas gotas de aceite verde procedente de una diminuta ampolla plateada para, acto seguido, crear una neblina mágica púrpura con tintes verdes. La neblina se extendió por la cola herida y la cubrió con una especie de gelatina transparente y de brillo tenue, algo que Septimus jamás había visto. Cuando la gelatina estuvo dispuesta, Syrah le mostró cómo las escamas empezaban a volverse verdes y la carne, ante sus propios ojos, empezaba a regenerarse sobre los huesos. Ahora, en el aire flotaba un fresco y limpio olor a menta.
—Toma. —Syrah le tendió la ampolla plateada—. Es una esencia que acelera la curación. Veo que tiene desgarradas las alas en algunos sitios. Cuando tenga más fuerzas, llévalo a algún sitio en el que pueda extender las alas y ponle una gota de aceite en cada desgarrón; el aceite se los soldará. Pero, de momento, dejémosle dormir mientras su cola se recompone. —Sonrió—. No te preocupes, Septimus. Vivirá.
—Oh. Yo… bueno, muchas gracias. —Abrumado por completo, Septimus se puso a buscar, de pronto y a toda prisa, el gnomo de agua.
Esta vez, Escupefuego bebió. Bebió hasta que a Septimus le dolió el brazo de sostener el pesado gnomo; pero a Septimus no le importó. Escupefuego viviría, y eso era lo único que contaba.
Syrah contempló a Escupefuego mientras bebía.
—Marcellus le dio a Julius uno de esos el día de la Fiesta del Solsticio de Invierno, pero no era exactamente como este —dijo Syrah cuando Septimus puso por fin en el suelo el gnomo de agua—, era un poco más…
—¿Tosco? —preguntó Septimus.
—Eso mismo. —Syrah sonrió por primera vez.
Septimus sacudió la cabeza. Todas sus certezas se venían abajo como las hojas en otoño. Marcellus regalando un tosco gnomo de agua; si aquello era posible, cualquier cosa lo era.
—He cumplido mi promesa —dijo Syrah—. ¿Cumplirás tú la tuya?
—Sí —respondió Septimus—, Lo haré. ¿Qué quieres que haga?
—¿Conservas todavía tu llave de alquimia?
Septimus se sorprendió.
—Sí, la tengo. Pero ¿cómo supiste que yo tenía la llave?
—Todo el mundo lo sabía —dijo Syrah, con los ojos iluminados por el recuerdo de días más felices—. Cuando te fuiste, muchos pensaron que te habías fugado, pero en la Torre del Mago se decía que Marcellus te había dado su llave a cambio de un pacto secreto. No se habló de otra cosa durante semanas.
Septimus sonrió. La Torre del Mago no había cambiado nada, seguía siendo un foco de cotilleo.
—Pero Marcellus nunca habló de ello, ya sabes; ni siquiera con Julius, que era su amigo más íntimo. Creo que a Julius le molestó bastante. —Al recordar a su tan amado Julius Pike, Syrah pareció entristecerse—, ¿Podrías enseñarme la llave, por favor? —preguntó—. Me encantaría verla.
Septimus buscó en el interior de su túnica y sacó su llave de alquimia de alrededor de su cuello. Se puso el pesado disco de oro en la palma de la mano, de forma que Syrah pudiera verlo. Brillaba a la luz del sol, con su peculiar clave decorada con el símbolo alquímico del sol —y del oro—: un punto en el centro de un círculo.
—Es preciosa —dijo Syrah.
—Sí, sí que lo es. Entonces, ¿qué es lo que quieres que haga? —preguntó Septimus, volviendo a colgarse la llave alrededor del cuello.
—Ven conmigo y te lo explicaré. Tu dragón, Escupefuego, dormirá hasta que regresemos.
Septimus le dio un golpecito en el hocico a Escupefuego, a modo de despedida, y luego saltó a la playa tras Syrah, siguiéndola mientras se internaban por las dunas de arena.
Su temor por Escupefuego se había disipado, pero ahora empezaba a temer por sí mismo.