Invisible
Theodophilus Fortitude Fry abrió la puerta de la taquilla y fue recibido por una especie de chillido ahogado.
—¡Ya os tengo! —cacareó triunfal, para añadir de inmediato—: ¡Oh!, ¿dónde demonios están esos culos de rata?
El capitán, perplejo, escudriñó con la mirada la extraña y cambiante penumbra de aquel cuartito; habría jurado que había visto entrar a aquellos muchachos allí dentro. Asomándose por encima del hombro del Chico Lobo, Lucy vio la expresión desconcertada del capitán y se dio cuenta de que no podía verles. Asombrada, reprimió otro grito ahogado y puso buen cuidado en no mover ni un músculo. En aquel momento, se dio cuenta de la increíble inmovilidad del Chico Lobo. Casi podía sentir las oleadas de concentración que emanaban de él, y estaba segura de que esa era la razón por la cual el patrón no podía verles. El Chico Lobo era más de lo que parecía a simple vista, resolvió Lucy. A decir verdad, en aquel preciso instante, el Chico Lobo no parecía nada a simple vista para el patrón, y ella tampoco. Aquello era rarísimo. Para asegurarse, le sacó la lengua a Theodophilus Fortitude Fry. No hubo el menor rastro de reacción, salvo un tic nervioso en su ceja izquierda.
Lucy contuvo una risita. La ceja del capitán Fry parecía una enorme oruga peluda, y el loro del cuello se contraía como si estuviera a punto de comérsela.
El Chico Lobo no había reparado ni en la ceja ni en el loro. Estaba muy concentrado. Tía Zelda había enseñado a Jenna, a Septimus y a Nicko un pequeño surtido de hechizos de protección de magia básica, y, hacía poco, había hecho lo mismo con el Chico Lobo. Al muchacho no le había resultado fácil, pero había puesto mucha atención y había practicado a diario.
Y ahora, por primera vez, estaba utilizando en serio su escudo de invisibilidad y funcionaba.
Así pues, cuando Theodophilus Fortitude Fry miró en el armario, no vio nada más que un leve remolino en la oscuridad: pero él sabía que aquello era cosa de Magia. El capitán Fry se había topado muchas veces con la Magia a lo largo de su agitada vida, y le causaba un extraño efecto: un tic en la ceja izquierda.
El capitán Fry era un firme defensor de resolver los problemas de una manera práctica, y en aquella ocasión no iba a ser menos: se dispuso a introducir la mano en el armario para comprobar si estaba tan vacío como aparentaba. De pronto, mientras metía el brazo, se sintió abrumado por un pánico inexplicable, aterrorizado por la idea de que un zorro pudiera arrancarle la mano a mordiscos. Un escalofrío empezó a descenderle por el cuello, poniéndole la piel de gallina, y Theodophilus Fortitude Fry se apresuró a retirar la mano. Entonces se detuvo. Sabía que había oído un rechinar dentro del cuarto. Demasiado asustado como para volver a meter la mano, el capitán Fry sopesó la posibilidad de que hubiera sido la puerta del armario. Se puso a empujar y a tirar de la puerta adelante y atrás, adelante y atrás. La primera vez no hizo ruido, pero Lucy Gringe se dio cuenta enseguida de lo que estaba sucediendo, y la puerta, con toda cortesía, empezó a rechinar cada vez que correspondía.
Theodophilus Fortitude Fry se dio por vencido. Tenía cosas más importantes en que pensar que el paradero de un par de mocosos desastrados. Si por él fuera, podían quedarse en aquel condenado faro y pudrirse allí. Enfadado, cerró la puerta de golpe, salió del cuarto de literas dando fuertes pisotones y prosiguió la larga ascensión hasta lo alto del faro.
El Chico Lobo y Lucy salieron del armario conteniendo un ataque de risitas quedas.
—¿Cómo lo has hecho? —boqueó Lucy—, ¡Ha sido increíble! ¡Él no ha visto nada!
—Cuando has empezado a rechinar, no podía creérmelo —susurró el Chico Lobo—, ¡Ha sido buenísimo!
—Sí, qué gracia, ñi, ñi, ñiiiiii…
—Chist, no hace falta que me lo demuestres. Nos va a oír. ¡Ay! Suéltame el brazo.
—Hay algo en la ventana —siseó Lucy—. ¡Mira!
—¡Oh!
El Chico Lobo y Lucy retrocedieron. Un par de manos frágiles, ensangrentadas y magulladas, con unas uñas antaño largas y curvadas y ahora rotas y dobladas, se aferraban al diminuto alféizar de la ventana del cuarto de literas. Bajo la mirada de Lucy y el Chico Lobo, las maltrechas manos avanzaron por el borde, poco a poco, hasta que los dedos palparon el reborde interior y se curvaron para afianzarse. Segundos después, la cabeza de Miarr, cubierta de pulcra piel de foca, quedaba enmarcada en el óvalo de la ventana, con el rostro congestionado por el miedo. Se encaramó y, como un murciélago retorciéndose bajo el alero, se embutió por la ventana y cayó al suelo como un fardo exhausto.
En un instante, Lucy Gringe estaba junto a Miarr. Miró el rostro ligeramente peludo, los cerrados ojos almendrados y las extrañas orejitas puntiagudas que sobresalían de la capucha de piel de foca y no supo decir si la capucha formaba o no parte de él.
—¿Qué es? —susurró intigrada, volviendo la vista hacia el Chico Lobo.
Al Chico Lobo se le pusieron los pelos de punta. Aquel ser olía a gato, pero la forma derrumbada en el suelo le recordaba más a un murciélago que a otra cosa.
—No lo sé —susurró—. A lo mejor es humano, digo yo.
Los ojos amarillos de Miarr se abrieron de golpe como un par de persianas, y se llevó un dedo a los labios.
—Chissst… —les hizo callar.
Lucy y el Chico Lobo retrocedieron sorprendidos.
—¿Cómo? —susurró Lucy.
—Chissst —repitió Miarr con urgencia.
Miarr sabía que, en el faro, los sonidos viajaban de las formas más extrañas. Uno podía tener una conversación estando en la plataforma de vigía con alguien que se encontrara al pie del faro y tener la sensación de que estaba a tu lado. También sabía que, en cuanto cesara el repiqueteo de los pasos del capitán, los Crowe oirían con facilidad los susurros procedentes del cuarto de literas. Y algo le decía que aquellas dos criaturas desaliñadas (Lucy y el Chico Lobo no tenían buena pinta, la verdad) que había en el cuarto de literas tampoco deseaban ser descubiertas. Pero tenía que cerciorarse. Haciendo un esfuerzo, Miarr trató de incorporarse.
—¿Estáis… con ellos? —preguntó señalando hacia arriba.
—De ninguna manera —repuso Lucy, sacudiendo la cabeza.
Miarr sonrió, cosa que tuvo el extraño efecto de cimbrear sus orejitas puntiagudas y dejar al descubierto dos largos caninos inferiores que le llegaban hasta el labio superior. Un horrible pensamiento cruzó la mente de Lucy mientras miraba a Miarr.
—¿Te han tirado desde arriba? —preguntó.
Miarr asintió.
—Asesinos —masculló el Chico Lobo.
—Te ayudaremos —le dijo Lucy a Miarr—, Si nos damos prisa, podemos llegar abajo, quitarles el barco y dejarlos a todos ahí arriba. Luego, si quieren, ya se pueden tirar los unos a los otros. Favor que nos harían.
Miarr sacudió la cabeza.
—No. Nunca dejaré mi luz —dijo con desfallecida y susurrante voz—, Pero vosotros debéis iros.
Lucy lo contempló indecisa. Sabía que estaban perdiendo unos minutos preciosos, que en cualquier momento podrían oír cuatro pares de botas bajando las escaleras para ir en su busca, Pero se resistía a dejar a su suerte al maltrecho hombrecillo y que tuviera que enfrentarse a… ¡a saber qué!
—Si se quiere quedar, él sabrá lo que hace —susurró el Chico Lobo—. Ya has oído lo que ha dicho; tenemos que irnos. Vamos, Lucy, es nuestra única oportunidad.
Muy a su pesar, Lucy se dispuso a marcharse.
El hombrecillo, acurrucado en el suelo, emitió un siseo bajo.
—Miarr os desea lo mejor —susurró.
—¿Miarr? —preguntó Lucy.
—Miarr —susurró el hombre gato, sonando más a gato que a hombre.
—Oh —dijo Lucy, quedándose atrás—. Oh, me recuerdas a mi adorable gato.
—Vamos, Lucy —susurró el Chico Lobo con urgencia desde el descansillo.
Mirando hacia atrás con pesar, Lucy corrió tras él, pero, al llegar a su lado, un sonoro repicar desde lo alto anunció el descenso de Theodophilus y Jakey Fry. El Chico Lobo juró para sí. Demasiado tarde.
El Chico Lobo empujó a Lucy de vuelta a las sombras del cuarto de literas. Sin hacer ruido, entornó la puerta, de manera que la figura caída del hombre gato no pudiera verse si, por un golpe de suerte, a Jakey y al capitán les diera por mirar precisamente hacia allí. Con los corazones desbocados, Lucy y el Chico Lobo esperaron mientras los pasos repiqueteaban sobre los peldaños metálicos, cada vez más cerca. A Theodophilus Fortitude Fry, como es lógico, se le daba mejor bajar escaleras que subirlas; en menos de un minuto, Lucy y el Chico Lobo oyeron sus pesados pasos llegando al descansillo. En el cuarto de literas, nadie movió un músculo.
Theodophilus Fortitude Fry ni siquiera aminoró el paso. Pasó por delante de la puerta del cuarto de literas, seguido de cerca por Jakey, y se dirigió hacia el siguiente tramo de escalones. Lucy y el Chico Lobo esbozaron sonrisas de alivio, e incluso Miarr dejó ver un par de caninos. Esperaron hasta que el lejano sonido de la puerta de abajo les indicó que el patrón y su hijo habían salido del faro.
Acto seguido, más arriba, en lo alto del faro, empezaron a oírse una serie de sonoros y rítmicos golpes secos. Miarr alzó la vista, con la preocupación reflejada en sus ojos amarillos. Los sonidos llegaban-a través de la ventana abierta; algo estaba golpeando la pared exterior.
Con mucho esfuerzo, Miarr consiguió incorporarse. Sacó como pudo una llave de entre los pliegues de su capa y se la ofreció a Lucy.
—Aún podéis escapar —susurró—. Utilizad la embarcación de rescate. Bajo las escaleras por las que habéis venido, hay dos puertas. Una negra y otra roja. Usad la roja; os conducirá al embarcadero. Encontraréis instrucciones en la pared. Leedlas con atención. Buena suerte.
Pam, pam. Los sonidos se estaban acercando.
Lucy miró la llave.
—Gracias. Muchas gracias —susurró.
Pam, pam.
Miarr asintió.
—Que os vaya bien —dijo.
Pam, pam, clang. Los sonidos estaban cada vez más cerca.
—Ven con nosotros, Miarr. Por favor —dijo Lucy.
Miarr sacudió la cabeza. Un ruido metálico especialmente estrepitoso hizo temblar la pared del cuarto de literas. Un rayo de cegadora luz blanca entró por la ventana, y Miarr profirió un grito—
—¡Mi luz! ¡No la miréis! ¡No la miréis!
Lucy y el Chico Lobo se protegieron los ojos, y Miarr replegó sus párpados de luz. Como un péndulo enorme, la deslumbrante esfera de luz, engastada en un arnés de sogas atadas con nudos que solo los marineros conocen, entró oscilando en el campo de visión.
—Se están llevando mi luz —jadeó Miarr, sin poder dar crédito a lo que sucedía.
La luz descendía con lentitud, apareciendo y desapareciendo de la vista, golpeando contra los flancos del faro en su ir y venir. A cada trompazo, Miarr se estremecía como si le doliera. Al final, no pudo soportarlo más. Se tiró al suelo, se embozó en la capa de piel de foca tapándose los ojos y se hizo un ovillo.
Lucy y el Chico Lobo fueron más fuertes. Corrieron hacia la ventana, pero Miarr alzó la cabeza y emitió un siseo de aviso.
—¡Chissst! Esperad hasta que la luz esté más lejos —susurró—. Cubrios los ojos y mirad por entre los dedos. No la miréis directamente. Y luego… oh, por favor, decidme qué le están haciendo a mi luz.
Volvió a ovillarse y se tapó la cabeza con la capa.
Lucy y el Chico Lobo esperaron impacientes hasta que los golpes contra los muros del faro se fueron atenuando, y entonces, cubriéndose los ojos con las manos y mirando por entre los dedos, echaron un vistazo afuera. Encima de ellos, a contra luz sobre el brillante cielo, contemplaron la grotesca visión de las cabezas con ojos de insecto de los gemelos Crowe asomándose por cada uno de los ojos del faro, mientras manipulando con cuidado las sogas, bajaban la preciada esfera de luz hasta el suelo.
Con toda precaución, Lucy y el Chico Lobo miraron hacia abajo y vieron al capitán Fry y a Jakey. El capitán Fry agitaba los brazos como un molino de viento enloquecido, dirigiendo el último tramo del descenso de la esfera de luz hasta que quedó apoyada en las rocas, justo por encima del Merodeador.
De pronto, Lucy y el Chico Lobo se agacharon, retirándose de la ventana, y el chasquido de las sogas cayendo desde lo alto del faro inundó el cuarto de literas. El ruido metálico de los escalones empezó de nuevo. Un furibundo siseo de Miarr se perdió entre el repicar de las botas con puntera de acero, mientras los Crowe pasaban sin echar siquiera una mirada.
Durante la siguiente media hora, Lucy y el Chico Lobo se dedicaron a narrar en directo a Miarr todo lo que veían. Cada comentario era acogido con un gemido sordo. Vieron cómo hacían rodar la esfera de luz, todavía envuelta en sogas, hasta el borde de las rocas para luego arrojarla al agua. Se zambulló con un chapoteo y luego emergió de pronto, como la boya de un pescador, con su luz brillante tornando el agua que la rodeaba de un hermoso verde translúcido. Vieron cómo los Crowe se enfrascaban en asegurar las cuerdas que iban desde la luz hasta la popa del Merodeador y cómo, cuando el capitán Fry estuvo satisfecho, subían a bordo. Por último, vieron a Jakey Fry soltar amarras y saltar abordo. Jakey izó las velas, y el Merodeador se puso en marcha, con su estrafalaria presa meciéndose tras él como una gigantesca pelota playera.
Lucy y el Chico Lobo contemplaban cómo se alejaba.
—Es como si hubieran robado la luna —susurró Lucy.
Miarr la oyó.
—Han robado el sol —sollozó—. Mi sol.
Soltó un maullido desesperado que les puso los pelos de punta.
—¡Miaaaaaaaaauuuuuu! —chilló—. Antes muerto que ver cómo se llevan mi luz.
Lucy se apartó de la ventana. Se arrodilló junto a Miarr, que seguía hecho una bolita de piel de foca; parecía, pensó, un erizo grandote que se hubiera despojado de sus púas.
—No seas tonto —le dijo—. ¿Qué es eso de morirse? Además, no lo has visto. Has estado ahí tendido con los ojos cerrados.
—No necesito verlo. Lo siento. Aquí. —El puño de Miarr se cerró sobre su pecho—. Me han arrancado el corazón y se lo han llevado en un barco. ¡Oh, quisiera estar muerto! ¡Muerto!
—Pues no estás muerto —dijo Lucy—. Además, si estuvieras muerto, no tendrías posibilidad de recuperarla, ¿no te parece? Estando vivo, sí puedes, ¿no?
—Pero ¿cómo? —sollozó Miarr—, ¿Cómo?
—Nosotros podemos ayudarte, ¿verdad? —Lucy miró al Chico Lobo.
Los ojos del Chico Lobo se abrieron como platos, como si dijeran: «¿Te has vuelto loca?».
—¡Miaaaaaaaaauuuuuu! —maulló Miarr.
Lucy, familiarizada con las artes de los chillones, sabía muy bien qué tenía que hacer. Sin dificultad alguna, asumió el papel que solía adoptar la señora Gringe.
—Ya está bien, señor Miarr. No sigas con eso. Nadie te escucha —dijo con severidad.
Miarr enmudeció, estupefacto. Nadie le había hablado así desde la muerte de su abuela.
—Eso está mejor —dijo Lucy, en su perfecto papel de señora Gringe—. Ahora siéntate, límpiate la nariz y pórtate bien. Así podremos ponernos a pensar en algo.
Como un niño obediente, Miarr se sentó, se restregó la nariz con la manga de su capa de piel de foca y miró a Lucy con expectación.
—¿Cómo vais a recuperar mi luz? —preguntó, con toda seriedad, mirándola con sus grandes ojos amarillos.
—Bueno, esto… Primero necesitaremos la embarcación de rescate, es evidente, y luego necesitaremos… —Miró al Chico Lobo en busca de ayuda.
—Un plan —dijo este, con una sonrisa sarcástica—. Es evidente.
Lucy Gringe le sacó la lengua. Un muchacho sabihondo y un hombre gato propenso a las rabietas no iban a impedir que se las viera con un par de matones y su ofensivo patrón. Ni hablar.