Pinza-plaf
Eran las dos cosas. Miarr, humano pero cuya gaticonexíón se remontaba a muchas generaciones en el pasado, luchaba por su vida.
Miarr era un hombre pequeño, ligero, que pesaba poco, cinco Miarrs pesaban lo que el Gordo Crowe y dos Miarrs pesaban lo que Delgado Crowe. Lo cual significaba que, contra los gemelos Crowe, Miarr estaba en una inferioridad numérica de siete a uno.
Miarr se hallaba apostado en la plataforma de vigilancia cuando los Crowe y Jakey Fry habían entrado con las sogas y las habían arrojado al suelo. Miarr había preguntado para qué eran aquellas sogas.
—Para nada de tu incumbencia; ni te van a servir a donde vas a ir —le habían contestado.
Una mirada al aterrado rostro de Jakey Fry había bastado para explicarle a Miarr todo lo que necesitaba saber. Así que había subido a toda velocidad el poste de pie (un poste con apoyapiés colocados a cada lado), había abierto una trampilla y se había refugiado en un lugar al que, en condiciones normales, nadie se habría atrevido a seguirle: la arena de la luz.
La arena de la luz era un espacio circular en la misma cima del faro. En el centro del círculo ardía la esfera de luz, una gran esfera de brillante luz blanca. La luz estaba circundada por una estrecha pasarela de mármol blanco. Detrás de la luz, en la parte del faro que se hallaba unida a la isla, había un enorme disco curvo de plata resplandeciente, que Miarr pulía cada día. En el lado que daba al mar había dos enormes lentes de cristal, que Miarr también pulía cada día. Las lentes estaban colocadas unos metros detrás de las dos aperturas en forma de almendra, los ojos, a través de los cuales se concentraba la luz. Los ojos eran cuatro veces más altos que Miarr y seis veces más anchos. Estaban abiertos hacia el cielo y, mientras Miarr cerraba la trampilla y le ponía el seguro, entró una fresca brisa estival perfumada de aire marino que entristeció al hombre gato. Se preguntaba si aquella sería la última mañana en que olería el aire del mar.
La única esperanza de Miarr era que los Crowe tuvieran demasiado miedo y no subieran hasta la arena de la luz. Después de muchas generaciones, la familia de Miarr se había adaptado a la luz y habían desarrollado unos oscuros párpados secundarios, los párpados de luz, a través de los cuales podían ver sin que la luz los cegase. Pero cualquiera que careciera de esa protección y mirase directamente la luz descubriría que su brillo quemaba los ojos y dejaba cicatrices en el centro de la visión, de modo que, para siempre, verían la forma de la esfera de luz en una negra ausencia de visión.
Pero cuando empezó a oír un martilleo debajo de la trampilla, Miarr supo que su esperanza era vana. Se acurrucó al lado de la luz y escuchó el ruido de los puñetazos de Delgado Crowe en el fino metal de la trampilla, que estaba hecho para no dejar pasar la luz, no a prueba de Crowes. Sabía que no resistiría mucho tiempo.
De repente la trampilla se salió de sus goznes y Miarr vio la afeitada cabeza de Delgado Crowe asomar por el agujero de la pasarela, con dos óvalos azules oscuros sobre los ojos que le daban el aspecto de uno de esos insectos gigantes que invaden las peores pesadillas. Miarr estaba aterrado, se percató de que, fuera lo que fuese aquello que los Crowe se dispusieran a hacer, lo habían planeado con detalle. Delgado Crowe se aupó hasta la pasarela y Miarr esperó, decidido a ir en dirección contraria a la que Delgado Crowe tomara. Y así podrían seguir durante un buen rato, pensó. Pero las esperanzas de Miarr pronto se desvanecieron. La cabeza de Gordo Crowe, completada por los ojos de insecto, apareció por la trampilla. Con pavoroso horror y asombro, Miarr observó a Delgado Crowe tirar fuerte de su hermano a través del pequeño agujero y subirlo hasta la pasarela, donde se quedó tirado, ovillado, como un pescado sobre una losa.
Miarr cerró los ojos. «Este —pensó— es el fin de Miarr».
Entonces los Crowe empezaron su numerito: la pinza-plaf Era algo que habían practicado muchas veces en un oscuro callejón del Puerto. La pinza empezaba cuando, muy despacio, se acercaban a la aterrada víctima uno por cada lado. La víctima miraba a uno, luego al otro, intentando con desesperación decidir qué dirección tomaría, y entonces, en el momento preciso en que tomaba la decisión, los Crowe se abalanzaban sobre ella. ¡Plaf!
Y así fue con Miarr. Se apretó contra la pared opuesta a la trampilla y, a través de los párpados de luz, vio cómo sus pesadillas se hacían realidad: poco a poco, pisando con cuidado por la pasarela de mármol, con unas sonrisitas tensas y flexionando los dedos, los Crowe le acechaban, uno por cada lado, y se acercaban inexorablemente.
Los Crowe hicieron retroceder a Miarr hacia los ojos del faro, tal como él había imaginado. Al fin se quedó de pie en el espacio que quedaba entre los ojos, con la espalda contra la pared, y se preguntó por qué ojo lo arrojarían. Echó un vistazo a las rocas que le aguardaban mucho más abajo. «Hay un buen trecho hasta abajo —pensó—, un buen trecho». Se despidió en silencio de su luz.
¡Plaf! Los Crowe se abalanzaron sobre él. Trabajando de manera solidaria, era la única ocasión en que se comportaban así, agarraron a Miarr y lo levantaron. Miarr soltó un maullido de terror y, abajo en el faro, en la cuarta plataforma, Lucy y el Chico Lobo lo oyeron y se les puso la piel de gallina. Los Crowe, sorprendidos por la ligereza del hombre gato, perdieron por un momento el equilibrio. Miarr se retorció violentamente y rebufó, más como una serpiente que como un gato, hasta que logró escapar y voló por los aires, saliendo por el ojo izquierdo al cielo vacío. Durante una fracción de segundo, que al Miarr le pareció una eternidad, quedó suspendido en el aire entre el empujón de los Crowe y la fuerza de la gravedad. Vio cuatro raras imágenes de sí mismo reflejadas en los ojos de insecto de los Crowe: parecía que estaba volando y gritando al mismo tiempo. Vio su preciosa esfera de luz por la que estaba seguro de que sería la última vez, y luego vio una ráfaga negra mientras la pared del faro pasaba destellando a una velocidad de vértigo.
Miarr giró en el aire al más puro estilo felino para encarar el suelo y, mientras caía, la fuerza del viento le forzó los miembros hasta que los brazos y las piernas adquirieron forma de estrella, haciendo que su capa de piel de foca se extendiera como un par de alas de murciélago. El descenso en picado de Miarr se convirtió en un delicado planeo y, si una ráfaga de viento no le hubiera golpeado contra un lado del faro, lo más probable era que hubiera aterrizado sobre el Merodeador, que estaba justo debajo.
Y así fue como Miarr usó una vez más sus originales siete vidas; todavía le quedaban seis (había usado una cuando, siendo niño, se había caído en el atracadero, y otra cuando su primo había desaparecido).
Lucy y el Chico Lobo no oyeron el escalofriante golpetazo de Miarr contra la pared del faro. Quedó enmascarado por el ruido metálico de los pasos de Theodophilus Fortitude Fry, que se aproximaban. Lucy y el Chico Lobo no se habían movido del descansillo. El terrible maullido procedente de las alturas les había provocado un escalofrío a ambos y, mientras el capitán Fry se acercaba a la curva previa al descansillo, el Chico Lobo susurró:
—Los siguientes seremos nosotros.
Lucy asintió, boquiabierta.
El Chico Lobo empujó la puerta que estaba detrás de ellos y, para su sorpresa, esta se abrió. Lucy y él se deslizaron dentro a toda prisa y se encontraron en una pequeña habitación amueblada con tres pares de literas desnudas y un armario que parecía una taquilla. El Chico Lobo cerró la puerta en silencio y empezó a correr el pestillo, pero Lucy lo detuvo.
—Si lo haces, él sabrá sin ninguna duda que estamos aquí dentro —susurró—. Nuestra única oportunidad es que mire y no nos vea. De ese modo, creerá que hemos seguido adelante.
Los pasos se acercaban.
El Chico Lobo pensó deprisa. Sabía que Lucy tenía razón. También sabía que Theodophilus Fortitude Fry iba a registrar cada milímetro del cuarto de literas, y no se le ocurría dónde podían esconderse él y Lucy. Las literas metálicas estaban desprovistas de cualquier cubierta, ni siquiera tenían colchones, y el único lugar que ofrecía algún escondite era la taquilla, donde seguro que el capitán miraría.
Los pasos se detuvieron en el descansillo.
El Chico Lobo agarró a Lucy, la apretujó dentro de la taquilla y cerró la puerta. Lucy parecía horrorizada.
—¿Por qué haces esto? —Movió los labios sin pronunciar sonido alguno—. Seguro que mirará aquí.
—¿Se te ocurre alguna idea mejor? —dijo entre dientes el Chico Lobo.
—Salta sobre él —murmuró Lucy—, Golpéalo en la cabeza.
—Chist. —El Chico Lobo se llevó el índice a los labios—. Confía en mí.
Lucy pensó que no le quedaba otra alternativa. Oyó abrirse la puerta del cuarto de literas y los pesados pasos del capitán al entrar. Los pasos se detuvieron justo delante de la taquilla y el sonido de una respiración agitada se filtró a través de la delgada puerta.
—Ya podéis salir de ahí ahora mismo —ordenó la ronca voz del capitán—. Tengo cosas mejores que hacer que jugar al escondite.
No hubo respuesta.
—Os lo digo a los dos. Hasta ahora he sido bastante benévolo, pero será peor para vosotros si no salís.
La manija de la puerta traqueteó de manera furiosa.
—Os doy otra oportunidad. No digáis que no os lo he advertido.
La puerta se abrió.
Lucy abrió la boca para gritar.