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Al faro

A la mañana siguiente, muy lejos de la Torre del Mago, un barco negro con velas rojas se aproximó al Faro de la Roca del Gato. Aquella misteriosa nave pasó inadvertida a todo el mundo, excepto al farero, que lo observaba con una sensación de temor.

—Casi hemos llegado. Ya podéis salir.

Jakey Fry asomó la cabeza como si fuera una bombilla rara que colgara de la escotilla superior. Un brillante haz de luz solar se clavó como una daga, y Lucy Gringe y el Chico Lobo parpadearon. No habían visto la luz del sol durante lo que les había parecido años, aunque en realidad habían sido poco más de tres días. Es cierto que habían disfrutado de algo de luz gracias a una vela que Jakey pry les había bajado cada noche cuando les llevaba la parca cena de pescado —¡ay, cómo odiaba Lucy el pescado!— para jugar a las cartas con ellos, pero solo según el Libro de Reglas de Jakey Fry, que básicamente significaba que, pasara lo que pasase, Jakey Fry siempre ganaba.

—¡Daos prisa! Pa dice que subáis ya —exclamó Jakey entre dientes—. Coged vuestras cosas y apresuraos.

—No tenemos cosas —replicó Lucy, que tenía una tendencia a ponerse puntillosa cuando se enojaba.

—Bueno, pues entonces daos prisa.

De la cubierta llegó un bramido, y la cabeza de Jakey desapareció.

—¡Ay, Pa, ya suben! ¡Ay, ahora mismo! ¡Pronto! —Volvió a asomar la cabeza. Parecía asustado—. Subid la escalera o todos lo lamentaremos.

Mientras el Merodeador cabeceaba y se balanceaba en las olas, Lucy y el Chico Lobo subieron la escalera dando tumbos y se arrastraron hasta la cubierta. Respiraron maravillados el fresco aire marino, ¿cómo era posible que oliera tan bien? Y la luz, ¿cómo era posible que fuera tan brillante? Lucy se hizo sombra con la mano hueca, miró a su alrededor intentando recuperar sus facultades y lanzó una exclamación. En el brillante cielo azul se erguía la negra columna maciza de un faro que parecía crecer de las rocas, como el tronco de un árbol gigante. Los cimientos de piedra poco a poco daban paso a inmensos bloques de granito picado cubiertos de alquitrán espeso y llenos de percebes incrustados. Lucy, a quien siempre le fascinaba cómo se hacían las cosas, se preguntaba cómo podía alguien haber construido semejante torre si el mar no dejaba de golpear contra las rocas. Pero lo que más le fascinó a Lucy fue la cúpula del faro: parecía la cabeza de un gato. Tenía dos triángulos construidos con ladrillos que a Lucy le parecieron las orejas y, lo más raro de todo, dos ventanas en forma de almendra se abrían en el faro a modo de ojos; de ellos salían dos haces de luz tan brillante que Lucy podía verlos a pesar de la luz del sol.

Con una sacudida de las que revuelven el estómago, el Merodeador cayó en el seno de una ola, el sol quedó tapado por el faro y una sombra heladora se proyectó sobre ellos. El siguiente oleaje los subió tan alto que los ojos de Lucy quedaron a la altura de la base recubierta de algas del faro. Luego el Merodeador cayó como una piedra en una poza de agua hirviendo, y todo el rato el barco se balanceaba de un lado a otro. De repente Lucy se sintió muy, muy mareada. Justo a tiempo, corrió hacia una amura del barco y vomitó por la borda. El capitán Fry, que estaba de pie sujetando el timón como si tal cosa, soltó una risotada que pareció un bramido.

—Las mujeres en los barcos —dijo y se carcajeó— ¡no sirven para nada!

Lucy escupió en el mar, luego se dio media vuelta, con ojos furibundos.

—¿Qué has…?

El Chico Lobo había pasado el tiempo suficiente en compañía de Lucy como para saber cuándo estaba a punto de explotar.

—Basta, Lucy —le dijo entre dientes sujetándola por el hombro.

Lucy fulminó con la mirada al Chico Lobo. Movió la cabeza como un caballito enfadado, se zafó del Chico Lobo y se dirigió hacia el capitán. Al Chico Lobo le dio un brinco el corazón. Ya estaba armada. Lucy estaba a punto de ser arrojada por la borda.

A Jakey Fry le gustaba Lucy, aunque era grosera con él y le llamaba «cerebro de pulga» y «cara bicho». Adivinó lo que se avecinaba y de un salto le cerró el paso.

—Lucy, necesito ayuda —le apremió—. Tú eres fuerte. Lánzanos la amarra, ¿quieres?

Lucy se detuvo, algo impaciente. Había una mirada de desesperación en los ojos de Jakey.

—Por favor, señorita Lucy —suspiró Jakey—. ¡Que no se le suban los humos! Por favor.

Al cabo de diez minutos, con la ayuda de Lucy, consumada lanzadora de amarras, el Merodeador estuvo amarrado a dos bolardos de hierro macizo clavados en los farallones de un pequeño atracadero tallado en la roca, al pie del faro. Jakey Fry echó un vistazo hacia el barco y se preguntó, algo preocupado, si habría dejado bien las amarras. Era difícil decirlo. Demasiado largas y el Merodeador se estrellaría contra las rocas, demasiado cortas y se quedaría colgado cuando bajara la marea, y si se equivocaba en uno y otro sentido, tendrían problemas.

—¡Sube por esa escalerilla! —gritó el capitán a Lucy.

—¿Qué? —exclamó Lucy mirando la oxidada escalerilla de hierro, ribeteada de fango y algas marinas, en cuyo peldaño superior estaba suspendido Jakey Fry, que parecía ansioso.

—Ya lo has oído. Sube esa escalera. ¡Ya!

—Vamos, Lucy —dijo el Chico Lobo que estaba desesperado por poner otra vez el pie en tierra firme, aunque solo fuera una roca viscosa en medio del mar.

Duchada por el agua pulverizada de las olas, Lucy puso el pie en la escalera, seguida de cerca por el Chico Lobo y el capitán Fry. Delgado Crowe se quedó batallando con cuatro enormes rollos de soga, que por fin consiguió aupar por la escalera con la ayuda de Jakey y del Chico Lobo.

Guiados por el capitán Fry, subieron por un angosto sendero que se hundía en las rocas y serpenteaba hacia el faro. El alivio que el Chico Lobo sintió por pisar tierra firme duró poco. Al final del sendero divisó una oxidada puerta de hierro enclavada en el pie del faro y, mientras pisaba la fría sombra que proyectaba el faro, con los brazos doloridos del peso de la cuerda que le obligaban a llevar, sintió como si él y Lucy se encaminaran hacia una prisión.

El capitán Fry llegó el primero a la puerta e hizo señas de impaciencia a Delgado Crowe. Delgado Crowe soltó la cuerda y agarró la ruedecilla de hierro que había en el centro de la puerta. Giró la rueda con fuerza. Durante unos segundos nada cambió, salvo los ojos de Delgado Crowe, que se le abultaron tanto que el Chico Lobo creyó que, con un poco de suerte, se le saldrían de las órbitas. Y entonces, con un chirrido procedente del interior de la puerta, esta empezó a abrirse. Delgado Crowe puso un huesudo brazo en la puerta y empujó. Milímetro a milímetro la herrumbrosa puerta se abrió despacio, chirriando mientras lo hacía, y les invadió una vaharada de aire mohoso.

—Entrad —gruñó el capitán Fry— ¡Y rápido!

Le dio al Chico Lobo un empellón, pero fue prudente dejando que Lucy entrase por su propio pie.

El interior del faro parecía una caverna subterránea. Por las viscosas paredes discurrían riachuelos, y en alguna parte se oía el goteo del agua al caer. Muy por encima de ellos se erguía un inmenso vacío en el que colgaba una frágil escalera de caracol metálica, adherida nerviosamente a las curvadas paredes de ladrillo. La única luz procedía de una puerta entreabierta, e incluso esta desapareció enseguida cuando Delgado Crowe la cerró de un empujón. Con un ruido hueco y metálico la puerta golpeó en su marco de metal, y ellos se sumieron en la oscuridad.

El capitán Fry maldijo y dejó caer su rollo de soga con un golpetazo.

—¿Cuántas veces tengo que decirte que no cierres la puerta hasta que yo encienda la luz, cerebro de caca? —preguntó sacando con gran ruido su caja de yesca y frotando el pedernal, con poco éxito.

—Yo lo haré, Pa —se ofreció Jakey Fry lleno de preocupación.

—No, tú no, yo lo haré. ¿Crees que no sé encender una lamparita de mierda? Aparta de mi camino, idiota.

El porrazo que se dio Jakey cuando su padre lo lanzó contra la pared arrancó una mueca de dolor de Lucy y del Chico Lobo. Al amparo de la oscuridad, Lucy se dirigió hacia el sonido. Encontró a Jakey y le puso un brazo sobre el hombro. Jakey intentó no sollozar.

De repente, de alguna parte a una altura media de la torre, el Chico Lobo y Lucy oyeron un portazo y luego el repiqueteo de unas punteras de acero sobre los escalones de hierro. Pisadas fuertes empezaron a bajar los escalones con un ruido metálico que reverberaba y sacudía la escalera, transmitiendo el sonido de arriba abajo. El Chico Lobo y Lucy estiraron el cuello y observaron un círculo de luz tenue por encima de ellos, que se iba acercando un poco más a cada vuelta.

Cinco largos minutos más tarde, el gemelo de Delgado Crowe bajó el último peldaño y, por fin, el capitán Fry consiguió encender la lámpara. La llama destellaba hacia arriba y alumbraba los rasgos del Gordo Crowe, que, a pesar de las lorzas de carne, se parecía muchísimo a su hermano. Gordo Crowe alumbró con su propia lámpara a Lucy y al Chico Lobo.

—¿Para qué son? —gruñó en una voz que no se diferenciaba en nada de la de Delgado Crowe.

—No sirven para nada —refunfuñó su gemelo—. ¿Estás preparado, cara cerdo?

—Sí, cerebro de rata, más que preparado. Me está volviendo loco —respondió Gordo Crowe.

—Pero no por mucho tiempo, ¡je, je! —se carcajeó Delgado Crowe.

El resplandor de la lámpara iluminó la cara del capitán, pintándola de un feo amarillo.

—Bueno, haced que estos idiotas se muevan, pues. Y prestad atención para hacerlo bien. No quiero pruebas.

Lucy y el Chico Lobo se cruzaron unas miradas de preocupación: ¿pruebas de qué?

—¿Viene él con nosotros? —preguntó Gordo Crowe, señalando al Chico Lobo, que anhelaba dejar el rollo de soga en el suelo.

—No seas estúpido —dijo el capitán—, A estos dos no les confiaría ni mi última caballa mohosa. Coge su cuerda y empieza a andar.

—Pues, entonces, ¿para qué sirven? —preguntó Gordo Crowe.

—Para nada. Luego vosotros dos los podréis meter en vereda —anunció el capitán Fry.

El Gordo Crowe sonrió.

—Será un placer, jefe.

Lucy dirigió al Chico Lobo una mirada de pánico. El Chico Lobo se sintió mareado. Estaba en lo cierto; el faro era una prisión.

Los gemelos Crowe y Jakey Fry subieron los escalones.

—¡Esperad! —gritó el capitán Fry. Jakey y los Crowe se detuvieron—, Un día os vais a olvidar la cabeza —refunfuñó el capitán—. Coged esto. —Sacó del bolsillo una maraña de cinta negra con unos óvalos de cristal azul oscuro—. Uno para cada Crowe. Ponéoslos ya sabéis cuando. No quiero que os quedéis ciegos justo cuando tenemos un trabajito que hacer.

Delgado Crowe estiró un brazo huesudo y cogió lo que en realidad eran un par de viseras protectoras.

Jakey Fry parecía preocupado.

—¿Y para mí no hay una, Pa? —preguntó.

—No, esto es un trabajo de hombres. Tú lleva la soga y haz lo que te diga, ¿lo entiendes?

—Sí, Pa. Pero ¿para qué son?

—No me hagas preguntas y no te diré mentiras. Sube las escaleras, chico. ¡Ya!

Tambaleándose bajo su montaña de cuerda, Jakey dejó al capitán Fry en el pozo del faro vigilando al Chico Lobo y a Lucy.

Al cabo de unos minutos, que transcurrieron en un tenso silencio, mientras escuchaba el goteo del agua y los ecos metálicos de las pisadas que se alejaban, el capitán Fry tuvo un pensamiento desagradable: estaba en inferioridad numérica. En general, Theodophilus Fortitude Fry no habría considerado que una chica contara como adversario, pero aquella vez le pareció que sería prudente contar a Lucy Gringe. Y también había algo raro en el chico, algo salvaje. Al capitán se le erizaron los pelos de la nuca, lo que provocó que el loro tatuado se estremeciera. De repente no quería pasar ni un segundo más a solas con el Chico Lobo y Lucy Gringe.

—Bueno, vosotros dos, ya podéis empezar a subir esos escalones —masculló y le dio al Chico Lobo un empujón en la espalda.

El Chico Lobo se aseguró de que Lucy pasaba primero y luego la imitó. Theodophilus Fortitude Fry les seguía de cerca, el sonido de su respiración esforzada pronto apagó los pasos metálicos que subían la escalera de caracol muy por encima de ellos. Era un largo trecho hasta arriba, y la ascensión estaba pasando factura al capitán Fry, que ya estaba sin resuello. Lucy y el Chico Lobo siguieron subiendo y enseguida le sacaron mucha ventaja.

Los escalones, que parecían no tener fin, se interrumpían en un descansillo cada siete espirales. Cada descansillo tenía una puerta que conducía hacia fuera. Lucy y el Chico Lobo se habían detenido un instante en el cuarto descansillo para recuperar el aliento, cuando un rayo de luz cegadora entró disparado desde la misma cima del faro, seguido, a los pocos segundos, de un aterrador —¿o era aterrado?— maullido. En la brillante luz blancoazulada, Lucy y el Chico Lobo intercambiaron unas miradas de horror.

—¿Qué ha sido eso? —movió los labios el Chico Lobo.

—Un maullido de gato —le respondió moviendo los labios también.

—Un grito humano —susurró el Chico Lobo.

—¿O las dos cosas? —musitó Lucy.