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Modales de bruja

Merrin Meredith había cometido el error de ocultarse en la entrada de la tienda de Lenguas Muertas de Larry. A Larry no le gustaban los intrusos y había salido cual araña que percibe el temblor de una apetitosa mosca en su telaraña. Al encontrarse a un escriba del Manuscriptorium en el portal, se quedó desconcertado.

—¿Ha venido por una traducción? —refunfuñó.

—¿Qué? —chilló Merrin dándose la vuelta.

Larry era un hombre fornido y pelirrojo que tenía una mirada agreste debido a que había estudiado muchos textos violentos escritos en lenguas muertas.

—¿Traducción? —repitió—. Y si no fuera así, ¿qué?

En aquel estado de nerviosismo, Merrin lo tomó como una amenaza y empezó a recular para alejarse del portal.

—¡Ahí está! —chilló la voz aguda de Barney presa de la emoción—, ¡Está en casa del señor Larry!

Merrin consideró por un instante meterse corriendo en la tienda de Larry, pero este ocupaba prácticamente todo el hueco de la puerta y le impedía el paso, así que salió a toda prisa hacia espacios más desiertos de la Vía del Mago y corrió el riesgo.

Al cabo de pocos segundos, Barney Pot estaba colgado de la túnica de Merrin como un pequeño terrier. Merrin se debatía por librarse de Barney, pero cuanto más lo hacía, más se aferraba Barney a él, hasta que apareció un gran rottweiler vestido con una colcha de retazos y le atrapó. Merrin soltó una palabrota muy fea.

—¡Merrin Meredith, no digas eso delante de niños pequeños!

Merrin hizo una mueca.

Tía Zelda miró a Merrin a los ojos, algo que Zelda sabía que a Merrin no le gustaba nada. El chico apartó la mirada.

—A ver, Merrin —dijo con severidad—. No quiero que me digas ninguna mentira. Sé lo que has hecho.

—Yo no he hecho nada —murmuró Merrin, mirando a todas partes menos a tía Zelda—. ¿Qué estáis mirando con esas caras de pez? —gritó—, ¡Largaos!

Aquello iba dirigido a un grupo de espectadores que se había congregado, la mayoría de los cuales había seguido a tía Zelda por la Vía del Mago después de su discusión con Marcia. No se dieron por aludidos; se lo estaban pasando en grande y no estaban dispuestos a que Merrin les aguara la fiesta. Uno o dos se sentaron en un banco vecino para mirar cómodamente.

—Ahora escúchame, Merrin Meredith…

—Ese no es mi nombre —murmuró Merrin con evidente resentimiento.

—Claro que es tu nombre.

—No.

—Bueno, como te llames, escúchame. Antes de que te suelte tendrás que hacer dos cosas.

Merrin se animó. Así que la vieja bruja iba a soltarle, ¿en serio? Su temor a que lo volvieran a llevar a aquella apestosa y vieja isla en mitad de los maijales y que lo obligasen a comer bocadillos de col para el resto de su vida empezó a desvanecerse.

—¿Qué cosas? —preguntó airado.

—Primero, pedirás disculpas a Barney por lo que le has hecho.

—Yo no le he hecho nada. —Merrin se miró los pies.

—Oye, deja de hacer el tonto, Merrin. Sabes muy bien lo que has hecho. Le atracaste, por el amor del cielo. Y le quitaste su, o mejor dicho, mi mantente a salvo.

—Algún mantente a salvo —murmuró.

—Entonces lo admites. Ahora discúlpate.

La multitud congregada era cada vez mayor y lo único que Merrin quería era salir de allí.

—Lo siento —murmuró.

—Discúlpate como es debido —exigió tía Zelda.

—¿Eh?

—Te sugiero que digas: «Barney, siento mucho haberte hecho una cosa horrible y espero que me perdones».

Merrin repitió, muy a regañadientes, las palabras de tía Zelda.

—Está bien, Merrin —dijo Barney alegremente—. Te perdono.

—¿Puedo irme ya? —preguntó Merrin enfurruñado.

—He dicho dos cosas, Merrin Meredith. —Tía Zelda se volvió hacia los espectadores—. Si no les molesta, buena gente, me gustaría tener una conversación confidencial con este joven-cito. ¿Serían tan amables de dejarnos unos momentos a solas?

Los espectadores parecían decepcionados.

Merrin se recuperó.

—Asuntos importantes del Manuscriptorium —les informó—. Alto secreto y todo eso. Adiós.

Los espectadores se esfumaron de mala gana.

Tía Zelda sacudió la cabeza exasperada, aquel chico le ponía nerviosa. Antes de que Merrin pudiera escapar, tía Zelda le puso una pesada bota en el dobladillo de la túnica, que arrastraba por el suelo.

—¿Qué? —preguntó Merrin con exigencias.

Tía Zelda bajó la voz.

—Ahora devuélveme la botella.

Merrin volvió a mirarse las botas otra vez.

—Dámela, Merrin.

De muy mala gana, Merrin sacó la botellita de oro del bolsillo y se la dio. Tía Zelda la inspeccionó y vio con desazón que el sello estaba roto.

—La has abierto —observó enojada.

Por una vez Merrin parecía culpable.

—Pensé que era perfume —explicó—, Pero fue horrible. Podía haber muerto.

—Eso es verdad —asintió tía Zelda, devolviéndole la botellita dorada vacía y mucho más ligera—. Mira, Merrin. Esto es importante, y no quiero que me mientas, ¿lo entiendes?

Merrin asintió con semblante desabrido.

—¿Le dijiste al genio que tú eras Septimus Heap?

—Sí, claro que se lo dije. Ese es mi nombre.

Tía Zelda suspiró. Era una horrible noticia.

—No. Ese no es tu verdadero nombre, Merrin —insistió armándose de paciencia—. Ese no es el nombre que te puso tu madre.

—Era el nombre por el que me llamaron durante diez años —respondió—. He llevado más tiempo ese nombre que él.

A pesar del inevitable enojo que le producía, tía Zelda sentía cierta compasión por Merrin. Lo que decía era verdad, le habían llamado Septimus Heap durante los primeros diez años de su vida. Tía Zelda sabía que Merrin lo había pasado mal, pero eso no le daba derecho a aterrorizar y a robar a los niños pequeños.

—Basta ya, Merrin —le instó en tono severo—. Quiero que me digas qué respondiste cuando el genio te preguntó: «¿Cuál es tu deseo, oh, amo?».

—Sí, bueno…

—Bueno, ¿qué? —Tía Zelda no quería ni imaginar el tipo de cosas que Merrin podía haberle pedido al genio que hiciera.

—Le dije que se marchara.

Tía Zelda sintió una súbita sensación de alivio.

—¿Le dijiste que se marchara?

—Sí. Me llamó estúpido, así que le dije que se marchara.

—¿Y lo hizo?

—Sí. Luego me dejó encerrado dentro, y acabo de salir ahora. Fue horrible.

—Lo tienes bien merecido —dijo tía Zelda con énfasis—. Ahora una última cosa y luego podrás irte.

—Y ahora, ¿qué?

—¿Cómo era el genio?

—Como un plátano. —Merrin se echó a reír—, ¡Como un estúpido plátano gigante!

Y al decir eso, se liberó de tía Zelda y echó a correr hacia el Manuscriptorium.

Tía Zelda lo dejó escapar.

—Bueno, creo que eso limita el campo —murmuró—. Cogió a Barney Pot de la mano y le dijo: —Barney, ¿querrías ayudarme a buscar un estúpido plátano gigante?

Barney se echó a reír.

—¡Oooh, sí, por favor!

En la Gran Arcada, Marcia estaba casi sin habla, algo que pocas veces ocurría.

—Simón Heap —dijo de manera glacial—, vete ahora mismo antes de que…

—Marcia, por favor, escúchame —suplicó Simón—. Esto es importante.

Ya fuera por el susto de saber que los Túneles de Hielo estaban desellados y la llave se había perdido o por aquella especie de resolución desesperada que detectaba en los ojos de Simón, Marcia se avino a escucharle.

—Muy bien. Cuéntamelo y luego vete de aquí.

Simón titubeó. Se moría de ganas de pedirle a Marcia que le devolviera a Chucho, su bola rastreadora, para poder enviarla en busca de Lucy, pero ahora que estaba allí, sabía que no podía pedírselo. Si quería que Marcia le escuchara tenía que olvidar a Chucho.

—He oído algo en el Puerto que creo que deberías saber —empezó a decir.

—¿Y? —Marcia daba golpecitos con el pie como muestra de impaciencia.

—Algo pasa en el Faro de la Roca del Gato.

Marcia miró a Simón con repentino interés.

—¿El Faro de la Roca del Gato?

—Sí…

—Salgamos de la Arcada —dijo Marcia—, El sonido viaja por el aire. Podemos caminar por la Vía del Mago. Te irás en el transbordador de la Puerta Sur, supongo; puedes contármelo mientras paseamos.

Y así, Simón se encontró paseando junto a la maga extraordinaria a la vista de cualquier habitante del Castillo que pasara por allí; algo con lo que había estado soñando toda su vida.

—Conoces al fantasma de las Bóvedas, Tertius Fume. Creo que tiene algo que ver en esto…

Marcia parecía muy interesada.

—Continúa —le dijo.

—Bueno, ya sabes que yo… esto… solía ir al Manuscriptorium cada semana… —Simón se sonrojó y descubrió que sentía un súbito interés por la configuración de los adoquines que pavimentaban la Vía del Mago.

—Sí —le atajó Marcia con brusquedad—. Soy muy consciente de tus visitas al Manuscriptorium. Entrega de huesos, ¿no era eso?

—Sí, eso era. Yo… yo lo siento, de verdad que lo siento. No sé porqué yo…

—No quiero tus disculpas. Lo que importa son los actos de la gente, Simón, no sus palabras.

—Sí, claro. Bueno, cuando estuve allí, Tertius Fume me preguntó si quería ser su siervo. Necesitaba a alguien que hiciera «una gestión» por él, así lo expresó. Y yo me negué.

—Era poca cosa para ti, ¿no es cierto?

Simón se sintió aún más incómodo. Marcia estaba en lo cierto. Simón había informado con altivez a Tertius Fume de que tenía asuntos mucho más importantes que atender.

—Hummm, Bueno, lo cierto es que pocas semanas más tarde vi a Tertius Fume en el viejo embarcadero del Manuscriptorium. Hablaba con alguien que tenía aspecto de pirata. Ya sabes, un aro de oro en la oreja, un loro tatuado en el cuello, ese tipo de cosas. Entonces pensé: «El viejo cara de cabra…», perdón, «Tertius Fume ha encontrado a su siervo».

—Por mí puedes llamarle «viejo cara de cabra», si quieres —convino Marcia—, Pero dime, Simón, ¿qué sabes sobre la Roca del Gato?

—Bueno, esto… sé lo que brilla por fuera… y también lo que hay detrás.

Marcia arqueó las cejas.

—Ah, ¿sí?

Simón parecía avergonzado.

—Lo siento, pero como llegué hasta donde llegué cuando estaba un poco… bueno… loco, sé un montón de cosas. Sé cosas que no debería saber, pero las sé. Y no puedo ignorarlas; tú ya sabes a lo que me refiero. Pero si ahora puedo utilizarlas para hacer el bien, entonces tal vez… bueno, tal vez pueda hacer las cosas como es debido. Tal vez.

Simón dirigió una mirada furtiva a Marcia, pero no obtuvo respuesta.

—Bueno sé cosas sobre las Islas de la Sirena y sobre las profundidades, y… esto… cosas.

—¿En serio? —El tono de Marcia era gélido—, ¿Y por qué vienes a contármelo a mí? ¿Por qué ahora?

—Y... ay, es horrible —balbuceó Simón—, Lucy se ha escapado con un chico… y ahora me acuerdo de quién es, es un amigo de… de mi hermano, tu aprendiz. Una vez me dio en un ojo con una catapulta. No tu aprendiz, su amigo. Da lo mismo, él, el amigo, no mi hermano, se ha escapado con mi Lucy, y están en un barco que pertenece al capitán Fry, que tiene un loro tatuado en el cuello y cuyas iniciales son T. F. F. y lleva las provisiones a la Roca del Gato.

Marcia tardó un momento en asimilar lo que Simón le contaba.

—Así que… deja que me aclare. ¿Me estás diciendo que Tertius Fume tiene un siervo que ha ido al Faro de la Roca del Gato?

—Sí, y antes de que zarpase, vi al siervo hablando con Una Brakket. Le dio un paquete.

—¿Una Brakket? —Marcia puso cara de disgusto.

—Sí. Estoy seguro de que tú también lo sabes; ni ella ni Tertius Fume son amigos del Castillo.

—Hummm… ¿Cuánto hace que ese tal capitán Fry, ese siervo, ha zarpado?

—Hace dos días. He venido lo antes que he podido. Hubo una terrible tormenta y…

—Bueno, gracias —le atajó Marcia—, Ha sido muy interesante.

—¡Ah, bien! Bueno, si puedo hacer algo más…

—No, gracias, Simón. Si te das prisa llegarás a punto para tomar el próximo transbordador que cruza hasta el Puerto. Adiós.

Y tras decir aquello, Marcia se dio media vuelta y empezó a subir con paso decidido la Vía del Mago.

Simón corrió hacia el transbordador sintiéndose algo deprimido. Sabía que no debía haber esperado nada, pero había albergado la esperanza de que tal vez Marcia se interesara más por él, le pidiera su opinión; e incluso le permitiera quedarse en el Castillo a pasar la noche. Pero no lo había hecho, y no la culpaba por ello.

Marcia caminaba por la Vía del Mago, sumida en sus pensamientos. La visita al Manuscriptorium, junto con la sorpresa de encontrarse a Simón Heap, le había dado mucho que pensar. Marcia estaba convencida de que Tertius Fume tenía algo que ver con el secreto desellado de los Túneles de Hielo, y estaba segura de que no era una coincidencia que su siervo se dirigiera en aquel mismo momento hacia el Faro de la Roca del Gato. Tertius Fume andaba tramando algo.

—¡Malvada cabra vieja! —murmuró para sus adentros.

Marcia estaba tan absorta en sus pensamientos que no vio delante de ella a un hombre alto y delgado con un ridículo sombrero amarillo que corría, así que chocó contra él y los dos salieron volando por los aires. Antes de que Marcia pudiera ponerse en pie se encontró rodeada por un grupo de preocupados o, mejor dicho, emocionados espectadores que, demasiado asombrados para ayudarla, se quedaron pasmados mirando a su maga extraordinaria tendida sobre la Vía del Mago. Por una vez, Marcia se alegró de oír la voz de tía Zelda.

—¡Aúpa! —dijo tía Zelda ayudando a Marcia a ponerse en pie.

—Gracias, Zelda. —Se sacudió el polvo de su capa nueva y miró a los espectadores—. ¿Es que no tienen casa? —les espetó.

Se alejaron mansamente, guardándose las historias para contárselas a sus familiares y amigos. (Estas historias fueron los orígenes de la leyenda de un misterioso y poderoso mago amarillo que, después de una épica batalla, tumbó a la maga extraordinaria en la fría Vía del Mago, solo para ser capturado por un pequeño y heroico muchachito).

Cuando la multitud se hubo dispersado, Marcia tuvo una extraña visión. Un hombre muy raro con uno de los sombreros más estrambóticos que había visto en la vida, y Marcia había visto muchos sombreros en su vida, estaba tumbado en el suelo tratando de levantarse. Le costaba un poco debido a que Barney Pot tenía una rodilla en cada una de sus muñecas.

—¡Lo tenemos! —exclamó tía Zelda con voz triunfante—. ¡Bien hecho, Barney!

Barney sonrió. Le encantaba la dama de la tienda. Nunca se había divertido tanto, nunca en su vida. Juntos habían perseguido al hombre plátano a través de callejones y tiendas, y Barney no le había perdido la pista ni una sola vez. Y ahora no solo lo habían atrapado, sino que además habían salvado a la maga extraordinaria.

—De acuerdo, Marcia —convino tía Zelda, que sabía cómo controlar a un genio—. Cógelo de un brazo, yo le cogeré del otro; no le gustará. Aún tienes una celda sellada en la Torre del Mago, ¿no?

—Sí, la tenemos. Dios bendito, Zelda, ¿de qué demonios va todo esto?

—Marcia, tú agárralo, ¿quieres? Es el genio de Septimus, que se ha escapado.

—¿Qué? —Marcia se quedó mirando a Jorge Nido, que le dedicó una embaucadora sonrisa de dentífrico.

—Un caso de confusión de identidad, señora, se lo puedo asegurar. Soy un pobre viajero de tierras lejanas. Estaba paseando y mirando escaparates por la maravillosa avenida de este encantador Castillo cuando me abordó esta mujer enloquecida, vestida como una tienda, y me lanzó a su gamberro. Apártate, ¿quieres? —Jorge Nido movía con desesperación los pies, pero Barney Pot no estaba dispuesto a moverse.

—Zelda, ¿estás segura? —preguntó Marcia, mirando a tía Zelda, que ahora había inmovilizado a Jorge Nido.

—Claro que estoy segura, Marcia. Pero si quieres una prueba, la tendrás.

Tía Zelda sacó con mucha parsimonia la botella dorada de Jorge Nido y la destapó. El genio palideció.

—No, no, tened piedad. ¡Os lo ruego, no me volváis a meter ahí! —gimoteó.

En un momento Marcia estaba en pie al lado de tía Zelda y el genio de Septimus estaba en lo que Marcia llamaba: «custodia protectora».

Mientras Jorge Nido desfilaba por la Vía del Mago, fuertemente escoltado por Marcia y tía Zelda, con Barney Pot muy orgulloso a la cabeza, la gente dejaba lo que estaba haciendo y los miraba. La aglomeración de mirones se reagrupó y los siguieron todo el camino hasta la Gran Arcada, pero Marcia ni lo notó. Estaba demasiado ocupada haciendo planes para el genio, y mientras los repasaba, Marcia supo que era un buen plan. Solo necesitaba vendérselo a tía Zelda, que, como despertadora, era necesario que estuviera de acuerdo.

—Zelda, ¿queréis tú y Barney venir a tomar el té en mis dependencias? —dijo Marcia mientras entraban en las frías sombras de la arcada tapizada de lapislázuli.

Tía Zelda la miró con suspicacia.

—¿Por qué?

—Hace mucho tiempo que tú y yo no tenemos una conversación como es debido, y me gustaría devolverte de algún modo tu amabilidad y tu hospitalidad de hace unos años en los marjales. ¡Qué tiempos tan felices!

Tía Zelda no recordaba la estancia de Marcia de aquel modo tan halagüeño. Estuvo tentada de rechazar la invitación, pero sintió que antes debía preguntárselo a Barney.

—Bueno, Barney, ¿tú qué dices?

Barney asintió, con el rostro radiante y maravillado.

—¡Oh, sí, por favor! —exclamó.

—Gracias, Marcia —dijo tía Zelda, sabiendo a ciencia cierta que lo lamentaría—. Eres muy amable.

Mientras Jorge Nido languidecía en la celda sellada de la Torre del Mago, Marcia sentó a Barney con un tablero de partifichas en miniatura y su pastel de chocolate preferido. Luego explicó su plan a tía Zelda. Marcia tuvo que ser casi más educada de lo que podía soportar, pero al final mereció la pena: consiguió lo que quería.

Pero Marcia solía conseguir lo que quería siempre que se lo proponía.