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Modales de magia

Acompañada por un enérgico sonido metálico y el clic de un contador que llegaba al trece, Marcia abrió la puerta del Manuscriptorium y entró en la oficina abierta al público.

La oficina estaba desierta y tenía un aspecto descuidado. Marcia se percató del importante trabajo que en realidad hacía Beetle como encargado de la oficina del Manuscriptorium, ya que el lugar siempre estaba limpio y bien organizado, y aunque ante la ventana no dejaba de haber una alta pila de libros y papeles (y de vez en cuando un bocadillo de salchicha), tenía un aspecto cuidado, como si a alguien le importara de verdad.

Marcia se acercó con paso decidido hasta la mesa, que estaba llena de papeles, migas y envoltorios de caramelo desparramados, y dio unos rápidos golpecitos sobre ella con los nudillos. Luego se examinó los nudillos con asco; estaban pegajosos y olían a regaliz. A Marcia no le gustaba el regaliz.

—¡¿Quién atiende aquí?! —gritó con impaciencia—. ¡¿Quién atiende?!

La puerta de la mampara de madera y cristal que separaba el Manuscriptorium en sí de la oficina de entrada se abrió con brusquedad y nada menos que la jefa de los escribas herméticos, la señorita Jillie Djinn en persona, apareció con un aire de indignación entre el crujir de su túnica de seda azul oscuro.

—Esto es un lugar de estudio y concentración, señora Marcia —dijo enojada—. Por favor, respételo. ¿Ha venido a pagar su deuda?

—¿Deuda? —Marcia se puso a la defensiva—. ¿Qué deuda?

—La factura número 0000003542678b aún está pendiente. Por la ventana.

Marcia resopló.

—Creo que usted y yo tenemos que discutirlo.

—Tendrá que discutirlo usted, yo no —dijo Jillie Djinn—, No hay nada que discutir.

—Lo que usted diga —respondió Marcia, copiando una palabra y una entonación que Septimus había empezado a usar últimamente—, bueno, tengo una cita para visitar las Bóvedas.

Marcia aguardó, repiqueteando con el pie, dando muestras de impaciencia. Jillie Djinn suspiró. Miró a su alrededor en busca del libro de citas y por fin lo sacó de debajo de una montaña de papeles que había sobre la mesa. Pasó con deliberada parsimonia las gruesas páginas de color crema.

—Veamos… ¡Ah, sí! bueno, acaba de perder esa cita por dos minutos y… —La jefa de los escribas herméticos consultó el reloj que colgaba de su oronda cintura— cincuenta y dos segundos.

A Marcia se le escapó un sonido de exasperación.

Jillie Djinn no le hizo el menor caso.

—Sin embargo, puedo darle una cita dentro de diecisiete días a las… déjeme ver… tres treinta y uno para ser exactos.

—Ahora —espetó Marcia.

—No es posible —replicó Jillie Djinn.

—Si Beetle estuviera aquí…

—El señor Beetle ya no trabaja aquí —dijo Jillie Djinn en tono gélido.

—¿Dónde está su nuevo encargado? —preguntó Marcia.

Jillie Djinn pareció incómoda. Merrin llevaba dos días sin aparecer. Incluso empezaba a dudar del acierto de su último nombramiento.

—Esta… hummm… ocupado en otro lugar.

—¿De veras? ¡Qué sorpresa! Bueno, como anda usted tan escasa de personal, me parece que tendré que bajar a las Bóvedas sin que nadie me acompañe.

—No. Eso no es posible. —La jefa de los escribas herméticos se cruzó de brazos y miró fijamente a la maga extraordinaria atreviéndose a contradecirla.

Marcia aceptó el desafío.

—Señorita Djinn, como bien sabe, tengo derecho a inspeccionar las Bóvedas en cualquier momento, y solo pido una cita por una cuestión de cortesía. Sin embargo, parece ser que aquí, por desgracia, no hay cortesía que valga. Tengo la intención de bajar a las Bóvedas ahora mismo.

—Pero si solo hace una semana que estuvo aquí —protestó Jillie Djinn.

—¡Que razón tiene! Y tengo intención de volver cada semana, cada día, cada hora y siempre que lo considere necesario. Hágase a un lado.

Y diciendo eso, Marcia pasó y abrió la puerta del delgado tabique que conducía al Manuscriptorium. Veintiún escribas levantaron la mirada. Marcia se detuvo, lo pensó un momento, luego arrojó una gran moneda de oro, una corona doble, sobre la mesa de la oficina.

—Eso debería bastar para poder arreglar su ventana, señorita Djinn. Y páguese un corte de pelo decente con el cambio.

Los escribas intercambiaron miradas y reprimieron sonrisas. Marcia avanzó por las hileras de los altos escritorios, muy consciente de que veintiún pares de ojos seguían su más mínimo movimiento. Abrió la puerta secreta camuflada entre las estanterías y desapareció en el pasadizo que conducía a las Bóvedas. La puerta se cerró a sus espaldas.

—¡Miaaau! —dijo Partridge.

Para deleite de Partridge, la recién nombrada encargada de inspección, Romilly Badger, soltó una risita.

Abajo en las Bóvedas, Marcia descubrió dos cosas, una agradable y otra mucho menos placentera.

La sorpresa agradable fue que Tertius Fume, el grosero y prepotente fantasma de las Bóvedas, no estaba en su puesto. Por una vez en su vida Marcia pudo entrar en las Bóvedas sin que le importunaran con exigencias de contraseña alguna. A Marcia le gustaba estar a solas en las Bóvedas. Encendió dos candiles, dejó uno sobre la mesa de la entrada para que la guiase en el regreso y se internó con el otro en lo más profundo de las mohosas cámaras abovedadas que discurrían bajo la Vía del Mago. Como gesto de cortesía, por lo general se enviaba a un escriba a las Bóvedas como acompañante de la maga extraordinaria, para que fuera a buscar todo aquello que ella quisiera, pero aquel día, como había advertido Marcia, la cortesía brillaba por su ausencia en el Manuscriptorium. Sin embargo, como todos los magos extraordinarios, Marcia tenía una copia del plano de las Bóvedas y estaba feliz de abrirse paso a través del laberinto de cajas, baúles y tubos metálicos, todos pulcramente almacenados y etiquetados desde hacía cientos de años.

Las Bóvedas contenían los archivos del Castillo, y la Torre del Mago no tenía nada que se le pudiera comparar. Este hecho siempre había sido motivo de presunción entre los jefes de los escribas herméticos, aunque también un motivo de fastidio, pues los magos extraordinarios tenían derecho a entrar en las Bóvedas en cualquier momento, y en algunos mapas antiguos (guardados en secreto en la oficina de la planta superior del jefe de los escribas herméticos), las Bóvedas aparecían como una pertenencia de la Torre del Mago.

Marcia descubrió lo que estaba buscando, la caja de ébano que contenía El mapa vivo de lo que hay debajo. En los últimos tiempos había habido algunos problemillas porque se habían desellado algunas escotillas de los Túneles de Hielo, y Marcia había estado vigilando todo aquello. A la luz del candil rompió el sello de cera, sacó una enorme hoja de papel y desenrolló con cuidado el mapa. El mapa mostraba todas las escotillas de los Túneles de Hielo selladas, e incluía túneles que no aparecían en el mapa básico que se daba al encargado de inspección. Marcia observó el mapa, sin poder dar crédito a sus ojos: el túnel más importante de salida del Castillo estaba desellado por los dos extremos.

Minutos más tarde, la puerta secreta de las estanterías se abrió de golpe y Marcia irrumpió en el Manuscriptorium. Todos los escribas levantaron la mirada. Las plumas se detuvieron en el aire, la tinta goteaba, sin que prestaran atención, sobre su trabajo; contemplaron a la maga extraordinaria avanzar a toda prisa por entre los escritorios y desaparecer en el estrecho pasadizo de siete recodos que conducía a la Cámara Hermética.

Un murmullo nervioso se extendió por la habitación, ¿qué diría la jefa de los escribas herméticos de eso? Nadie, ni si quiera la maga extraordinaria, entraba en la Cámara Hermética sin permiso. Los escribas esperaban que se desencadenara la inevitable explosión.

Pero, para su sorpresa, no se produjo. Por el contrario, Jillie Djinn apareció en la entrada del pasadizo con un aspecto algo aturullado.

—Señorita Badger, ¿podría venir a la Cámara, por favor?

Seguida por miradas compasivas de sus compañeros, Ro-milly Badger se deslizó de su asiento y siguió a Jillie Djinn por el pasadizo.

—¡Ah!, señorita Badger —dijo Marcia cuando Romilly entró en la Cámara Hermética detrás de Jillie Djinn.

La Cámara era una habitación pequeña, redonda, pintada de blanco y amueblaba de manera sencilla con un espejo de aspecto antiguo apoyado contra la pared y una mesa desnuda en el centro. Jillie Djinn se refugió detrás de la mesa, mientras Marcia se paseaba como una pantera enjaulada, de esas color púrpura tan peligrosas.

—¿Sí, señora Overstrand? —preguntó Romilly convencida de que estaba a punto de seguir los pasos de su predecesor y ser despedida de modo sumario.

—Señorita Badger, la señorita Djinn me informa de que la llave para sellar las escotillas de los Túneles de Hielo no está disponible en este momento. En otras palabras, se ha perdido. ¿Estoy en lo cierto?

—Yo, esto…

Romilly no estaba segura de lo que debía decir. Lo único que sabía era que llevaba solo cuatro días como encargada de inspección y no había podido poner el pie en los Túneles de Hielo debido a lo que la jefa de los escribas herméticos calificaba de «una dificultad técnica».

—Señorita Badger, ¿ha visto realmente la llave desde su nombramiento? —le preguntó Marcia.

—No, señora Overstrand, no la he visto.

—¿Y no le parece raro?

—Bueno, yo… —Romilly captó la mirada taladrante de Jillie Djinn y titubeó.

—Señorita Badger —insistió Marcia—, se trata de un asunto urgente y apreciaría cualquier información, por insignificante que pueda parecerle.

Romilly respiró hondo. Ya estaba. En media hora estaría en la calle, con la pluma del Manuscriptorium en la mano, buscando otro empleo, pero tenía que decir la verdad.

—Es el nuevo escriba, ese lleno de granos que algunos dicen que se llama Merrin Meredith, aunque él dice que es Daniel Plunter. Bueno, el día después de que Beetle se marchara, el día en que me nombraron encargada de inspección, fui a echar un vistazo a la caja fuerte de la llave, es decir, la caja donde se guarda la llave cuando no estamos en los túneles, y él estaba allí. Cuando me vio se metió algo en el bolsillo y se escabulló enseguida. Se lo conté a la señorita Djinn, pero ella dijo que no pasaba nada. Y supuse que así era, aunque pensé que parecía culpable… —Romilly volvió a titubear. Sabía que, a ojos de Jillie Djinn, había hecho algo imperdonable.

Jillie Djinn fulminó a Romilly con la mirada.

—Si está insinuando que el señor Hunter cogió la llave, puedo asegurarle que eso no es posible —le espetó—. Hay una cerradura en la caja fuerte de la llave que solo un jefe escriba hermético puede abrir.

—Salvo… —dijo Romilly.

—¿Sí, señorita Badger? —preguntó Marcia.

—Creo que el señor… esto… Hunter, bien podía saber cómo abrirla.

—¡Tonterías! —dijo Jillie Djinn.

—Creo que el fantasma de las Bóvedas podría habérselo dicho —aventuró Romilly con cautela.

—¡No sea ridicula! —soltó Jillie Djinn atropelladamente.

A Romilly no le gustaba que la llamaran ridicula.

—Bueno, en realidad, señorita Djinn, creo que el fantasma de las Bóvedas sí se lo dijo. Oí que el señor Hunter se jactaba de que él y… esto…

—Tertius Fume —intervino Marcia en su ayuda.

—Sí, eso es. El y Tertius Fume están así. —Romilly entrelazó los dos dedos índice—. Aseguró que el fantasma le había transmitido los códigos antiguos. Foxy, quiero decir, el señor Fox, no le creyó. El señor Fox está a cargo de los armarios de amuletos raros, así que le preguntó al señor Hunter cuál era el de apertura, y el señor Hunter lo sabía. El señor Fox se puso furioso y se lo contó a la señorita Djinn.

—¿Y qué le dijo la señorita Djinn, si puede saberse? —preguntó Marcia dejando al margen a Jillie Djinn.

—Creo que la señorita Djinn le dijo al señor Fox que cambiara la cerradura —respondió Romilly—, El señor Hunter se pasó el resto del día diciéndonos que si necesitábamos saber algo que se lo preguntáramos a él porque él sabía más incluso que la jefa de los escribas herméticos.

Jillie Djinn hizo un ruido del que no se avergonzaría un camello furioso.

Marcia fue más lúcida.

—Muchas gracias, señorita Badger. Le agradezco su sinceridad. Soy consciente de que esto puede haberla colocado en una situación difícil aquí, pero confío en que no tenga ningún problema. —Marcia dirigió una mirada fulminante a Jillie Djinn—, de todos modos, si lo tuviera, siempre habrá un puesto para usted en la Torre del Mago. Buenos días, señorita Djinn. Tengo asuntos urgentes que atender.

Marcia salió majestuosamente del Manuscriptorium y se apresuró por la Vía del Mago. Mientras pasaba rauda por la Gran Arcada, una figura gruesa le salió al paso.

—Zelda, por el amor del cielo, apártate de… —Marcia se detuvo, percatándose de repente de que no era Zelda Heap quien estaba frente a ella en las sombras de la arcada. Embozado en una manta multicolor estaba Simón Heap, el sobrino nieto de Zelda Heap.