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Correo

E n la Torre del Mago, Marcia tomaba un desayuno muy tardío. Sobre la mesa, junto con las migajas de tostadas esparcidas y una malhumorada cafetera (que se había enemistado con la bandeja de las tostadas por una cuestión de ascendencia), había una cápsula de vidrio —limpiamente partida en dos mitades por la línea de puntos rojos—, y una tira enrollada de papel muy fino. En el suelo, junto a sus pies, una paloma picoteaba un montoncito de grano.

En la cocina de la maga extraordinaria se evidenciaban las tensiones de la semana anterior. Dentro del fregadero había una pila de vajilla sin lavar y por el suelo se veía un surtido de migajas, para gran deleite de la paloma. Marcia estaba aún un poco distraída aquella mañana; mientras removía las gachas, la cafetera había logrado echar a codazos de la mesa a la bandeja de las tostadas sin que ella se diera cuenta.

La propia Marcia no parecía estar en su mejor forma. Tenía oscuras ojeras, su túnica púrpura estaba arrugada y no se había peinado el cabello con el esmero habitual. Y eso de que tomara un desayuno tardío era algo casi inaudito, salvo tal vez el día de la fiesta del solsticio de invierno. Pero Marcia no había dormido mucho la noche anterior. Después de que a medianoche hubiera expirado el plazo que el propio Septimus se había impuesto para regresar, ella había pernoctado en el diminuto mirador que había en el tejado de la biblioteca de la Pirámide, con la esperanza de avistar un dragón que regresara. Pero no vio nada hasta que, con las primeras luces del alba, descubrió la oscura silueta de una paloma del Correo de las Palomas que volaba con determinación hacia la Torre del Mago.

La paloma había llegado con un mensaje en una cápsula. Marcia había dejado escapar un suspiro de alivio cuando, al abrirlo, había visto el nombre de Septimus (extrañamente pegajoso) en el exterior del diminuto rollito. Había desenvuelto la tira de fino papel, leído el mensaje y, con una inmensa sensación de alivio, se había quedado dormida ante el escritorio.

Marcia tragó ahora el último sorbo de café y volvió a leer el mensaje:

Querida Marcia. Llegado sano y salvo. Todos aquí. Todo bien pero regreso retrasado. Escupefuego muy cansado. Estamos en el barco de Milo. Aún no hemos salido, pero lo haremos lo antes posible. Besos de tu aprendiz superior, Septimus. P. D.: Por favor, dile a la señora Beetle que Beetle está bien.

Era fácil de leer; cada letra estaba pulcramente encajada dentro de una casilla de una cuadrícula. «Tal vez —pensó Marcia con una sonrisa irónica— debería hacer que Septimus escribiera así en el futuro». Sacó la pluma del bolsillo para escribir la respuesta y barrió con las bocamangas las migajas restantes de la mesa. Malhumorada, Marcia gritó para que el recogedor y la escoba fueran a barrer. Cuando el recogedor y la escoba entraron a toda prisa, Marcia rellenó con cuidado la cuadrícula de respuesta que había en la parte posterior del mensaje:

Septimus, nota recibida. Buen viaje. Te veré en el Puerto al regreso del Cerys. Marcia.

Marcia enrolló la tira de papel y volvió a meterla en la cápsula. Hizo girar las dos mitades de vidrio la una contra la otra y las mantuvo unidas hasta que se hubieron sellado otra vez.

Sin hacer caso del ruido que se producía en torno a sus pies, donde la escoba barría una bandeja de tostadas presa del pánico hasta meterla en el recogedor y se negaba a soltarla, Marcia cogió la paloma y volvió a colocarle la cápsula en la anilla de la pata. Sujetó bien al ave, que picoteaba, encantada, unas cuantas migajas de tostada descarriadas que se le habían quedado pegadas a una manga de la túnica, fue hasta la pequeña ventana de la cocina y la abrió.

Marcia plantificó sin miramientos a la paloma sobre el alféizar de la ventana. El ave se sacudió para ordenar las plumas que le habían despeinado y luego, con estruendo de alas, se elevó por el aire y se alejó aleteando hacia los desordenados tejados de los Dédalos. Sin percatarse del sonido del recogedor, que vaciaba su contenido en el bajante de basura de la cocina, ni de la danza victoriosa de la cafetera entre los platos sucios, Marcia observó a la paloma, que sobrevolaba el brillante mosaico que conformaban los jardines de los tejados y cruzaba el río para acabar perdiéndose de vista sobre los árboles de la otra orilla.

Había, no obstante, otro mensaje del que debía ocuparse. Las agujas del reloj de cocina (una sartén que Alther había convertido y que Marcia no tenía corazón para tirar) estaban ascendiendo hacia las doce menos cuarto y Marcia sabía que tenía que darse prisa. Entró en el salón y, del ancho estante semicircular que había encima de la chimenea, cogió una rígida tarjeta del Palacio que estaba apoyada contra una vela.

A Marcia no le gustaban los mensajes del Palacio, ya que generalmente eran de Sarah Heap con alguna quisquillosa pregunta sobre Septimus. Sin embargo, aquel mensaje, llegado a muy temprana hora de esa mañana, no era de Sarah, aunque resultaba tan, si no más, irritante que los de ella. Era de tía Zelda, escrito en una espesa tinta negra imposible de pasar por alto, y decía:

Marcia:

Tengo que Verte con suma urgencia. Iré a la Torre del Mago hoy a mediodía.

Zelda Heap Conservadora

Marcia miró el mensaje una vez más y experimentó el habitual parpadeo de irritación que acompañaba todo lo que tenía que ver con tía Zelda. Frunció el ceño. Tres minutos después de mediodía tenía una importante cita en el Manuscriptorium. Iba en contra de todos sus principios llegar temprano a una cita con Jillie Djinn, pero esta vez merecía la pena; si se daba prisa, podría llegar al Manuscriptorium antes de que Zelda llegara con sus pesados andares ruidosos a la Torre del Mago. En ese preciso momento, podía pasar sin una bruja blanca que le farfullara tonterías brujeriles; de hecho, siempre podía pasar sin una bruja blanca que le farfullara tonterías brujeriles.

Marcia se echó sobre los hombros la nueva capa de verano, hecha de fina lana y ribeteada de seda, y salió precipitadamente de sus aposentos, cosa que pilló por sorpresa a la gran puerta púrpura. Mientras atravesaba el rellano a toda velocidad camino de la escalera de caracol de plata, la puerta se cerró con mucho cuidado, pues a Marcia no le gustaban los portazos. La escalera de caracol se detuvo en seco y aguardó, de modo educado, a que ella pisara el primer escalón. Más abajo, en escalones inferiores, una serie de magos ordinarios vieron sus recorridos interrumpidos de repente. Dieron golpecitos de impaciencia con los pies mientras más arriba, en el piso veinte, la maga extraordinaria entraba en la escalera.

—¡Rápido! —ordenó Marcia a la escalera, y luego, al pensar en la posibilidad de darse de bruces contra Zelda, añadió—: ¡Emergencia!

La escalera silbó al entrar en acción y girar hasta alcanzar la máxima velocidad, momento en que los magos que aguardaban más abajo avanzaron de golpe. Dos de ellos, que no tuvieron tiempo de aferrarse a la barandilla central, salieron despedidos de la escalera sin ceremonias al llegar al siguiente rellano. Los demás tuvieron que ascender hasta lo más alto de la torre, y volver a bajar cuando Marcia se hubo bajado en el Gran Vestíbulo. Se firmaron tres formularios de queja que se le entregaron al mago de guardia, quien los sumó a la pila de formularios similares relacionados con el uso que la maga extraordinaria hacía de la escalera.

Marcia atravesó a toda prisa el patio de la Torre del Mago, aliviada al no hallar ni rastro de Zelda, que siempre era fácil de ver a causa de su ondulante tienda de retales. Cuando entró en las sombras de la Gran Arcada, donde el repiqueteo de sus puntiagudos zapatos de piel de serpiente pitón resonó contra las paredes de lapislázuli, miró el reloj… y se estrelló contra algo blando, sospechosamente ondulante y lleno de retales.

—¡Uuuf! —exclamó tía Zelda con voz ahogada—. Haz el favor de mirar por dónde vas, Marcia.

Marcia gimió.

—Llegas temprano —dijo.

Las campanillas del reloj del Patio de los Pañeros comenzaron a sonar por encima de los tejados.

—Creo que descubrirás que llego a la hora exacta, Marcia —declaró tía Zelda, mientras las campanillas del reloj sonaban doce veces—. Confío en que hayas recibido mi mensaje.

—Sí, Zelda, lo he recibido. Sin embargo, ante el deplorable estado del Servicio de Raticorreos y, en consecuencia, la enorme cantidad de tiempo que un mero mago tarda en llevar un mensaje a través de los marjales, por desgracia me fue imposible responder para informarte de que ya tenía otro compromiso.

—Bueno, entonces es buena cosa que haya tropezado contigo —dijo tía Zelda.

—Ah, ¿sí? Bueno, lo siento muchísimo, Zelda. Me encantaría charlar un poco, pero tengo que salir corriendo.

Marcia partió, pero Zelda, que podía ser rápida caminando cuando quería, saltó ante ella e impidió que saliera del arco.

—No tan rápido, Marcia —espetó tía Zelda— Creo que te interesa oír esto. Tiene que ver con Septimus.

Marcia suspiró. ¿Y qué no tenía que ver con él? Pero se detuvo y esperó para oír lo que tía Zelda tenía que decir.

Tía Zelda sacó a Marcia a la luz del sol de la Vía del Mago. Sabía cómo se transmitían por el patio de la Torre del Mago las voces que sonaban bajo la Gran Arcada y no quería que la oyera ningún mago fisgón, y en su opinión todos los magos eran fisgones.

—Está ocurriendo algo —susurró tía Zelda, con una mano sobre un brazo de Marcia para retenerla.

Marcia adoptó una expresión perpleja.

—Es lo habitual, Zelda —observó.

—No intentes hacerte la lista, Marcia. Me refiero a Septimus.

—Bueno, sí, resulta obvio que así es. Ha volado en solitario hasta el Mercado Fronterizo. Eso es, con total seguridad, que suceda algo.

—¿Y no ha regresado?

Marcia no veía por qué iba a ser de la incumbencia de tía Zelda dónde anduviera Septimus, y se sintió muy tentada de responder que sí había vuelto, pero siempre respetuosa con el Código del mago extraordinario, Sección I, cláusula IIIa («Un mago extraordinario nunca promulgará una falsedad con conocimiento de causa, ni siquiera a una bruja»), replicó, de modo muy escueto:

—No.

Tía Zelda se inclinó hacia Marcia con aire de conspiración y esta retrocedió un paso, porque la primera despedía un fuerte olor a col, humo de leña y fango de las marismas.

—He visto a Septimus —susurró.

—¿Que lo has visto? ¿Dónde?

—No sé dónde. Ese es el problema. Pero lo he visto.

—Ah, esas viejas visiones.

—No hay por qué ser tan desdeñosa con respecto a la visión, Marcia. La visión es algo que sucede. Y resulta que ahora, escúchame; antes de que se marchara, vi algo terrible. Así que le di a Barney Pot…

—¡Barney Pot! —exclamó Marcia—. ¿Qué puede tener que ver Barney Pot con todo esto?

—Si dejaras de interrumpirme, tal vez lo averiguarías —dijo tía Zelda, desdeñosa. Se volvió como si buscara algo—. ¡Ah, ahí estás!, Barney, querido. Vamos, no seas vergonzoso. Cuéntale a la maga extraordinaria qué sucedió.

Barney Pot salió de detrás del voluminoso vestido de tía Zelda. Estaba azorado. Tía Zelda lo empujó hacia delante.

—Vamos, querido, dile a Marcia qué sucedió. No te morderá.

Barney no estaba convencido.

—Hum… yo… esto… —fue todo lo que logró decir.

Marcia suspiró con impaciencia. Ya casi llegaba tarde y lo último que necesitaba en ese preciso momento era escuchar los tartamudeos de Barney Pot.

—Lo lamento, Zelda. Estoy segura de que Barney tiene una historia fascinante que contar, pero la verdad es que tengo que marcharme. —Marcia se quitó de encima la mano con que tía Zelda la retenía.

—Marcia, espera. Pedí a Barney que le diera a Septimus mi amuleto mantente a salvo vivo.

Esto hizo que Marcia se detuviera en seco.

—¡Por todos los cielos, Zelda! ¿Un mantente a salvo viviente? ¿Quieres decir… un genio?

—Sí, Marcia. Es lo que acabo de decir.

—Madre mía. La verdad es que no sé qué decir… —Marcia parecía perpleja y confusa—. No tenía la menor idea de que tuvieras algo semejante.

—Lo consiguió Betty Crackle. No quiero ni pensar cómo. Pero el caso es que Septimus no quiso aceptarlo. Y ayer recibí una carta de Barney.

Tía Zelda rebuscó en sus bolsillos, sacó una hoja de papel arrugada que a Marcia le pareció que desprendía un sospechoso olor a caca de dragón y la puso en la reacia mano de la maga extraordinaria.

Marcia sujetó la nota con el brazo extendido (no solo porque no podía soportar el olor a caca de dragón, sino también porque no quería que Zelda se diera cuenta de que necesitaba gafas), y leyó:

Querida señorita Zelda:

Espero que esto le yegue lo siento muxo muxo pero en aprendes aprrcndis aprendiz no quizo coger el amuleto de seguridad que me dio usté y entonces lo cogió un escriba y yo quiero que usté lo zepa porque no quiero se una lagartija.

De Barney Pot.

P. D.: pofavó diga si puedo ayudar por que me gustaría.

—¿Una lagartija? —preguntó Marcia, mirando a Barney perpleja.

—No quiero ser una lagartija —susurró Barney.

—Bueno, Barney, ¿y quién quiere serlo? —observó Marcia. Le devolvió la nota a Zelda—, No sé por qué haces tantos aspavientos, Zelda. Gracias al cielo que Septimus no lo aceptó y después de todos los problemas que hubo con la piedra de la búsqueda, no habría esperado que lo aceptara. Es buena cosa que el escriba sí lo haya aceptado para mantenerse a salvo: al menos alguien ha tenido sentido de la responsabilidad. Francamente, Zelda, no es justo darle un mantente a salvo vivo a alguien tan joven, no es nada justo. Yo, te lo puedo garantizar, no permitiría que Septimus tuviera un genio. Ya tenemos suficientes problemas con ese desgraciado dragón suyo, sin que ande dando vueltas por aquí un ente fastidioso. Y ahora, tengo que marcharme, de verdad. Tengo una importante cita en el Manuscriptorium.

Dicho esto, Marcia se alejó por la Vía del Mago.

—¡Vaya! —exclamó tía Zelda hacia un grupo de mirones que estaban muy emocionados por haber visto a su maga extraordinaria actuar de acuerdo con su reputación de respondona, y estaban deseando solazar a sus amigos con la historia.

Tía Zelda se abrió camino a empujones con impaciencia a través de la pequeña aglomeración. Y cuando emergió con Barney Pot colgado del vestido como una pequeña lapa, él gritó:

—¡Allí está! ¡El escriba! ¡El escriba que cogió el mantente a salvo.

Un muchacho desaliñado, larguirucho y vestido con un mugriento uniforme de escriba, que estaba en medio de la Vía del Mago, vio emerger de la aglomeración una voluminosa tienda hecha de retales, dio media vuelta y echó a correr.

—¡Merrin! —gritó tía Zelda, con una voz que recorrió toda la Vía del Mago—, ¡Merrin Meredith, quiero hablar contigo!