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La isla

A la mañana siguiente, Jenna, Beetle y Septimus despertaron bajo un improvisado refugio hecho con capacalientes que habían montado a toda prisa junto a Escupefuego cuando la fatiga se había hecho sentir al fin. Salieron a gatas y se sentaron en la playa, donde respiraron la suave brisa salobre y se bañaron en el tibio sol, mientras miraban la escena que tenían delante. Era de una belleza sobrecogedora.

La tormenta había dejado tras de sí un aire que parecía lavado, y en el brillante cielo no se veía ni una sola nube. El mar azul oscuro destellaba con un millón de danzantes puntos de luz e inundaba el ambiente con el sonido de su suave flujo y reflujo mientras las pequeñas olas lamían la playa para luego retirarse y dejar tras de sí brillante arena mojada. A la izquierda se extendía una larga y suave curva de arena blanca con montículos de dunas detrás, las cuales daban paso a una meseta de hierba sembrada de rocas que conducía hasta una colina cubierta de árboles. A la derecha estaban las rocas redondeadas que habían evitado por muy poco la noche anterior y el charco de Escupefuego.

—¿No es fantástico esto? —susurró Jenna en el breve silencio que se produce después de que las olas hayan llegado a la playa y antes de que vuelvan a retirarse al mar.

—Sí… —dijo Beetle, con expresión soñadora.

Septimus se levantó y fue a comprobar cómo estaba Escupefuego. El dragón aún dormía, tumbado en una hondonada que se formaba tras las rocas, protegido del sol. Su respiración era regular y daba gusto tocar las escamas tibias. Septimus se sintió más tranquilo, pero cuando retrocedió hasta el charco, esa tranquilidad disminuyó. El agua del charco era de un color rojo apagado y, a través del agua teñida, la cola de Escupe-fuego no tenía buen aspecto. Estaba torcida hacia abajo, y la púa del extremo descansaba en el fondo arenoso del charco de las rocas. Esto preocupó a Septimus, porque Escupefuego mantenía el puntiagudo extremo de la cola siempre levantado, y la curva natural de la cola habría hecho que, en condiciones normales, la púa asomara fuera del agua en lugar de permanecer laxa e inanimada en el fondo. Con consternación, Septimus se dio cuenta de que tenía la cola rota.

Pero lo peor de todo era que la parte de la cola posterior a la fractura —o la «parte distal», como la habría llamado Marcellus— no tenía buen color. Las escamas se habían vuelto de un verde más oscuro, habían perdido la iridiscencia, y la púa del extremo, por lo que podía ver de ella bajo el agua, estaba casi negra. En la superficie del agua flotaban trozos de escamas muertas de dragón, y cuando se tumbó sobre la roca y se asomó para mirar desde más cerca, se dio cuenta de que del charco manaba un suave hedor a descomposición. Había que hacer algo.

Jenna y Beetle estaban desafiándose el uno al otro a nadar, cuando Septimus se reunió con ellos. Se sintió un poco como Jillie Djinn interrumpiendo a una pandilla de escribas risueños cuando emergió de entre las rocas y declaró:

—Esa cola tiene muy mal aspecto.

Jenna estaba empujando a Beetle hacia el mar, y se detuvo en seco.

—¿Mal aspecto? —preguntó—. ¿Cómo de malo?

—Será mejor que vengáis a echar un vistazo.

Los tres estaban de pie al borde del charco y miraban el agua, alicaídos.

—Jopeta… —dijo Beetle.

—Lo sé —replicó Septimus—, Y si se pone más «jopeta», va a perder la punta de la cola… o algo peor. Tenemos que hacer algo, y pronto.

—Tú eres el experto, Sep —dijo Beetle—. Dinos qué debemos hacer, y lo haremos. ¿No es cierto, Jenna?

Jenna asintió con la cabeza, conmocionada ante el agua de aspecto fangoso.

Septimus se sentó en la roca y contempló el charco, pensativo.

—Esto es lo que pienso que deberíamos hacer —dijo, al cabo de un rato—. Primero recogemos algas marinas y buscamos un trozo de madera largo y recto. Luego (y esto no va a ser agradable), nos metemos en el charco y sacamos la cola fuera. Entonces podré examinarla como es debido. Voy a tener que limpiarle toda la porquería, y eso no será agradable para Escupefuego, así que vais a tener que quedaros junto a su cabeza y hablarle. Le rellenaré la herida con algas porque contienen muchas sustancias curativas. Si tiene la cola rota, de lo cual estoy casi seguro, tendremos que entablillársela, ya sabéis, vendársela con la madera para que no pueda moverla. Y después solo podremos esperar que mejore y no se le… —La voz de Septimus se apagó.

—¿Qué no se le qué, Sep? —preguntó Beetle.

—Caiga.

Jenna lanzó una exclamación ahogada.

—O algo peor, que contraiga lo que Marcellus solía llamar «mortal supuración negra maloliente».

—¿Mortal supuración negra maloliente? —preguntó Beetle, impresionado—. Ostras, ¿qué es eso?

—Es lo que parece. Se pone todo…

—Basta —dijo Jenna—. La verdad es que no quiero saberlo.

—Mira, Sep —dijo Beetle—, tú dinos qué hay que hacer y lo haremos. Escupefuego se pondrá bien, ya lo verás.

Dos horas más tarde, Jenna, Beetle y Septimus se encontraban sentados, empapados y exhaustos, en la áspera hierba que había más arriba de las rocas. Allá abajo yacía un dragón con una cola de aspecto muy raro. Beetle comentó que parecía una serpiente que se hubiera tragado una piedra, con el interés adicional de que alguien había envuelto el bulto de la piedra en una gran tela roja y le había hecho un lazo.

—No es un lazo —objetó Septimus.

—Vale, entonces un gran nudo —concedió Beetle.

—Tenía que asegurarme de que las capacalientes no se movieran. No quiero que le entre arena.

—Escupefuego se ha portado muy bien, ¿verdad? —comentó Jenna.

—Sí —convino Septimus—, Es un buen dragón. Siempre escucha cuando sabe que se trata de algo serio.

—¿Piensas que todavía es algo serio? —preguntó Beetle.

Septimus se encogió de hombros.

—No lo sé. He hecho todo lo posible. Su aspecto mejoró mucho cuando le quité toda la porquería y…

—¿Te importaría dejar de hablar de porquería, Sep? —preguntó Jenna, con cara de náusea. Se puso de pie e inspiró profundamente para aclararse la cabeza—, ¿Sabéis qué? Si vamos a estar varados en un sitio durante varias semanas, se me ocurren lugares peores. Esto es tan hermoso…

—Sospecho que estaremos varados aquí hasta que Escupe-fuego mejore —dijo Beetle.

La asombrosa posibilidad de pasar largas y ociosas semanas en un lugar tan hermoso como esa isla y en compañía de la princesa Jenna, y de Sep, claro está, lo abrumó. No acababa de creérselo.

Jenna estaba inquieta.

—Vayamos a explorar un poco. Podríamos caminar por la playa e ir a ver qué hay al otro lado de aquellas rocas del final —dijo señalando un afloramiento rocoso distante que señalaba el confín izquierdo de la bahía.

Beetle se puso en pie de un salto.

—Me parece una idea genial —dijo—, ¿Vienes, Sep?

Septimus negó con la cabeza.

—Cuidaré de Escupefuego. Hoy no quiero dejarlo solo. Marchaos sin mí.

Jenna y Beetle dejaron a Septimus sentado junto al dragón y echaron a andar a lo largo de la playa, resiguiendo la línea de algas, madera de deriva y conchas que habían sido depositadas allí por la tormenta.

—Y bien… ¿qué recuerdas haber leído sobre las islas en tus Historias Ocultas? —Beetle recogió una concha grande y cubierta de pinchos para ver qué había dentro—. Por ejemplo, ¿vive alguien aquí?

—No lo sé. —Jenna rió—. Supongo que tendrás que sacudirla y ver qué sale.

—¿Eh? ¡Qué gracioso! De hecho, no creo que me gustara conocer a quienquiera que viva aquí. Apuesto a que será grande y con pinchos. —Beetle volvió a depositar la concha sobre la arena y de ella salió corriendo un pequeño cangrejo.

—Esta mañana estaba pensando en ello, antes de que empezara el lío de la porquería de la cola —comentó Jenna, mientras cruzaba con cuidado por la zona de algas para alcanzar la arena más firme que había más abajo—. Pero no sé si vive alguien aquí. Ahora recuerdo que solo leí la primera parte del capítulo que hablaba de las islas. Fue cuando sucedió todo ese lío del espejo, y luego perdimos a Nicko… y cuando llegué a casa mi tutora estaba enfadada porque había perdido mucho tiempo y me hizo empezar directamente por el tema siguiente, así que no llegué a leer el resto. ¡Porras!

Jenna pateó, enojada, un enredo de algas.

—Lo único que recuerdo es que hay siete islas, que fueron en otro tiempo una sola, y que se inundaron cuando el mar penetró y rellenó todos los valles. Pero tiene que haber algún tipo de secreto, porque el capítulo se titulaba «El secreto de las Siete Islas». ¡Qué fastidio! Tengo que leer un montón de cosas aburridas y lo único que me habría sido de auténtica utilidad es lo único que no llegué a leer.

—Bueno, simplemente tendremos que descubrir cuál es el secreto. —Beetle sonrió.

—Lo más probable es que sea algo aburrido de verdad —dijo Jenna—, La mayoría de los secretos lo son, cuando los descubres.

—No todos —matizó Beetle, que seguía a Jenna por entre las algas, en dirección al mar—. Algunos de los secretos del Manuscriptorium son muy interesantes. Pero, por supuesto, se supone que no debo contarlos… o, más bien, no debía. Bueno, en realidad, aún se supone que no debo contarlos… jamás.

—Así que todavía son secretos, lo que significa que aún son interesantes. En cualquier caso, Beetle, a ti te gustan los rollos como esos, eres inteligente. A mí no hacen más que aburrirme. —Jenna rió—. Te echo una carrera.

Beetle salió corriendo tras Jenna.

—¡Yupiiiiiiiiiiii! —gritó Beetle. Jenna pensaba que él era inteligente… ¿no era una pasada?

Septimus estaba sentado sobre las rocas tibias, recostado contra el fresco cuello de Escupefuego, mientras el dragón dormía plácidamente. La respiración de un dragón dormido tiene algo muy relajante, en especial cuando ante él se extienden una desierta franja de arena blanca y, al otro lado, un sereno mar azul. Lo único que oía Septimus, ahora que Jenna y Beetle habían desaparecido allende las rocas del otro extremo de la bahía, era el lento susurro de las olas puntuado por el resollante ronquido de Escupefuego. El cansancio de la última semana comenzaba a hacerse sentir en Septimus. Sosegado por la tibieza del sol, sus ojos se cerraron y su mente comenzó a flotar a la deriva en el mundo de los sueños.

—Septimuuus. —La voz de una muchacha, alegre y melódica, atravesó su somnolencia—, Septimus —lo llamó suavemente— Septimuuus.

Septimus se sobresaltó, entreabrió los ojos, miró la playa vacía y dejó que volvieran a cerrársele.

—Septimus. Septimus.

—Lárgate, Jen. Estoy dormido —murmuró.

—Septimuuus.

Septimus abrió los ojos medio adormilado y volvió a cerrarlos. No había nadie allí, se dijo. Estaba soñando…

De pie en las dunas que se levantaban más allá de las rocas, una muchacha delgada, vestida de verde, miraba al dragón y al muchacho de abajo. Luego se deslizó dunas abajo y avanzó silenciosamente hasta la tibia roca plana, donde se sentó durante un rato y vigiló a Septimus, mientras dormía, exhausto, al sol.