En barrena
Aunque tenía los ojos cerrados, Beetle sabía qué estaba sucediendo: olía a carne de dragón quemada. No se trata de un buen olor cuando uno está volando sobre el dragón que se quema, a unos quinientos metros de altura. De hecho, no es un buen olor en ningún momento, en particular para el dragón.
El rayo había impactado contra Escupefuego con un restallido ensordecedor, y a todos los había recorrido una descarga eléctrica que les había sacudido hasta el último hueso. Después de eso, todo se había sucedido a una velocidad extrema y, sin embargo, Beetle lo rememoró más tarde como si hubiera transcurrido a cámara lenta. Recordaba haber visto el rayo que serpenteaba hacia él, luego la demoledora descarga que había recorrido a Escupefuego en el momento en que el rayo había hecho impacto y la cabeza del dragón se había alzado de dolor. Después, una sacudida violenta, un tirabuzón y una vertiginosa caída libre cuando el dragón se precipitó desde el cielo, directamente hacia el faro. Fue en ese momento cuando, en la cúspide misma del faro después de ver al hombrecillo de ojos enormes que los miraba con expresión de terror, Beetle había cerrado los ojos. Iban a estrellarse contra el faro, y no quería verlo. No quería y basta.
Pero Septimus no podía darse ese lujo, pues tenía los ojos abiertos del todo. Al igual que Beetle, también él vio al hombrecito que había en lo alto del faro; de hecho, cuando Escupefuego se precipitaba hacia el faro, los ojos de ambos se encontraron, y los dos se preguntaron si aquello sería lo último que iban a ver en su vida. Y cuando, en el último instante posible, Septimus había logrado desviar a su entorpecido dragón para que no chocara contra el faro, se olvidó instantáneamente del vigilante y del faro, ya que toda su concentración se dirigió a mantener a Escupefuego en el aire.
A cada aleteo, Septimus intentaba con todas sus fuerzas mentales hacer que Escupefuego continuara volando. El dragón pasó a toda velocidad junto a la negra torre empapada de agua, se cruzó ante el brillante haz de luz y se volvió a internar en la noche. Y entonces, Septimus vio algo: una pálida franja de arena en forma de media luna que reflejó la luz durante el breve instante en que las nubes se abrieron.
Emocionado, se volvió hacia Jenna, que tenía el semblante pálido de la impresión.
—¡Aterriza! —gritó, al tiempo que señalaba hacia delante—, ¡Vamos a lograrlo! ¡Lo sé!
Jenna no pudo oír ni una palabra de lo que dijo Septimus, pero vio su expresión aliviada y emocionada y le hizo un gesto con una mano cerrada que apuntaba hacia arriba con el pulgar. Se volvió a mirar a Beetle con la intención de repetir la señal y se llevó un susto: Beetle había desaparecido, casi; solo podía verle la coronilla. La cola de Escupefuego estaba completamente caída, y Beetle con ella. La sensación de optimismo de Jenna se evaporó. Si Escupefuego tenía la cola herida, ¿durante cuánto tiempo podría continuar volando?
Septimus siguió alentando al dragón para ir hacia la arena plateada, que se acercaba cada vez más. Escupefuego oyó a Septimus y se esforzó por avanzar, pero su laxa cola inútil lo lastró hacia abajo hasta que se encontró casi rozando la cresta de las olas del mar turbulento.
La tormenta estaba pasando ya, y se llevaba los rayos y la torrencial lluvia hacia el Puerto, donde calaría a Simón Heap, que dormía bajo un seto vivo del camino que iba al Castillo. Pero el viento continuaba siendo fuerte y el oleaje violento, y aunque Escupefuego se esforzaba por volar a través del agua pulverizada, las fuerzas comenzaron a abandonarlo.
Septimus se abrazó al cuello del dragón.
—¡Escupefuego —susurró—, ya casi hemos llegado, casi hemos llegado! —La oscura forma de una isla, perfilada por la blancura de una larga franja de arena, se alzaba tortuosamente cerca—. Solo un poco más, Escupefuego. Puedes hacerlo. Sé que puedes…
El dragón extendió las desgarradas alas a pesar del dolor que esto le provocaba, recobró de algún modo el control de la cola durante unos cuantos segundos y, mientras sus tres jinetes lo animaban a continuar, pasó rasando las últimas olas de la pleamar, y se precipitó sobre un lecho de blanda arena, justo al otro lado de un afloramiento de rocas.
Nadie se movió. Nadie habló. Se quedaron sentados, presas de la conmoción, sin apenas atreverse a creer que tenían tierra firme bajo los pies o, más bien, bajo la barriga de Escupefuego, ya que las patas del dragón estaban abiertas y enterradas en los profundos surcos de arena que había abierto al aterrizar, y yacía, exhausto, con todo el peso apoyado en el ancho vientre blanco.
Las nubes se abrieron una vez más, y la luna bañó con su luz los contornos de una pequeña isla y una bahía arenosa suavemente curvada. La destellante arena parecía blanca a la luz de la luna —y la playa parecía maravillosamente plácida—, pero el estruendo de las olas que rompían contra las rocas y el agua salobre que les salpicaba la cara les recordaba que acababan de escapar por muy poco.
Con un gran suspiro estremecedor, Escupefuego apoyó la cabeza en la arena. Septimus se obligó a moverse y bajó del asiento del piloto, seguido de inmediato por Jenna y Beetle. Durante un horrible momento, Septimus pensó que Escupe-fuego tenía roto el cuello, porque nunca lo había visto tenderse así; ni siquiera durante los sueños más profundos y llenos de ronquidos, el dragón presentaba aquella curva en el cuello, que ahora yacía sobre la arena como un trozo de cuerda vieja. Septimus se arrodilló y posó las manos sobre la cabeza de Escupefuego, mojada de lluvia y agua salobre pulverizada. Tenía los ojos cerrados y no se abrieron como hacían siempre cuando Septimus lo tocaba. Septimus parpadeó para contener las lágrimas; había algo en Escupefuego que le recordaba el aspecto de la nave Dragón cuando el rayocentella de Simón había impactado contra ella.
—Escupefuego, ay, Escupefuego, ¿estás… estás bien? —susurró.
Escupefuego respondió con un sonido que Septimus no había oído nunca antes —una especie de rugido medio ahogado—, que hizo volar por el aire una nube de arena. Septimus se puso de pie y se sacudió la arena de la empapada capacaliente.
Jenna lo miró, consternada.
—Está… está mal, ¿verdad? —dijo, temblando, mientras le goteaba agua de la cola de rata de su pelo.
—No… lo sé —replicó Septimus.
—La cola no tiene muy buen aspecto —dijo Beetle—, Deberías echarle un vistazo.
La cola de Escupefuego estaba destrozada. El rayo la había alcanzado justo antes del extremo en forma de punta de flecha, y había dejado una horrible masa de escamas, sangre y hueso, con la punta misma casi completamente cercenada. Septimus se acuclilló para echarle un vistazo desde más cerca. No le gustó lo que vio. Las escamas del tercio posterior de la cola estaban ennegrecidas y quemadas, y donde había impactado el rayo vio trozos de hueso blanco que destellaban a la luz de la luna. Debajo la arena ya estaba oscura y pegajosa de sangre de dragón. Con mucha delicadeza, Septimus posó una mano sobre la herida. Escupefuego soltó otro rugido medio ahogado e intentó apartar la cola.
—Chissst, Escupefuego. —Septimus intentó calmarlo—. Todo irá bien. Chist. —Apartó la mano y se la miró. La tenía brillante de sangre.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó Beetle.
Septimus intentó recordar su medicina. Recordó a Marcellus diciéndole que todas las criaturas vertebradas estaban constituidas según lo que él llamaba «el mismo plan», que todas las reglas de la medicina que funcionaban con los seres humanos también funcionarían con ellos. Recordó lo que Marcellus le había dicho acerca de lo que había que hacer en caso de quemadura: inmersión inmediata en agua salada durante todo el tiempo posible. Pero no estaba seguro de si las heridas abiertas debían sumergirse también. Septimus se puso de pie, indeciso, consciente de que tanto Jenna como Beetle estaban esperando que hiciera algo.
Escupefuego rugió una vez más e intentó mover la cola. Septimus tomó una decisión. El dragón había sufrido quemaduras. Estaba dolorido. El agua salada fría le calmaría el dolor y detendría el avance de la quemadura y, si no recordaba mal, también era un buen antiséptico.
—Debemos meter la cola dentro de ese charco —dijo, mientras señalaba un charco grande que se encontraba retirado del rompiente, entre las rocas que habían evitado por poco.
—No le gustará —comentó Beetle, y se pasó una mano por el pelo, como hacía siempre que intentaba resolver un problema.
Frunció el entrecejo, mientras el pelo se le erizaba como un cepillo para deshollinar chimeneas. Beetle sabía que en ese preciso momento no debería estar pensando en cosas como el pelo, pero realmente esperaba que Jenna no se hubiera fijado.
Jenna sí que se había fijado en el pelo de Beetle. Le había hecho sonreír por primera vez aquella noche, pero era lo bastante prudente como para no decir nada.
—¿Por qué no vas a hablar con Escupefuego, Sep? —sugirió ella—. Explícale lo que vamos a hacer, y luego Beetle y yo podremos levantarle la cola y meterla en el charco.
Septimus parecía dudar.
—Tiene una cola realmente pesada —dijo.
—Y nosotros somos realmente fuertes, ¿no es cierto, Beetle?
Beetle asintió con la cabeza, con la esperanza de que el pelo no se le sacudiera demasiado. Sí que lo hizo, pero Jenna mantuvo la vista muy fija en la cola.
—De acuerdo —accedió Septimus.
Volvió a arrodillarse junto a la inerte cabeza del dragón.
—Escupefuego —dijo—, debemos detener el avance de la quemadura de tu cola. Jenna y Beetle van a levantártela para meterla en agua fría. Puede que te escueza un poco, pero luego te sentirás mejor. Tendrás que arrastrarte un poco hacia atrás, ¿de acuerdo?
Para alivio de Septimus, Escupefuego abrió los ojos. El dragón posó sobre él una mirada vidriosa durante algunos segundos y luego volvió a cerrarlos.
—¡Adelante! —les gritó Septimus a Beetle y a Jenna.
—¿Estás seguro? —preguntó el primero.
—Sí —asintió Septimus—, Adelante.
Beetle se hizo cargo de la parte herida de la cola —que sabía que sería la más pesada, con diferencia— y Jenna se ocupó de la punta en forma de flecha, que aún estaba caliente al tacto.
—Contaré hasta tres y entonces la levantaremos, ¿vale? —propuso Beetle.
Jenna asintió con la cabeza.
—Uno, dos y tres… ¡Uuufff! ¡Pesa mucho!
Dando traspiés bajo el peso muerto de la enorme cola escamosa, Jenna y Beetle retrocedieron con pasos espasmódicos hacia el charco, que brillaba, liso y suave a la luz de la luna. Les dolían los músculos de los brazos a causa del peso, pero no se atrevían a dejar caer la cola antes de haber llegado al agua.
—Sep, es preciso que… gire… un poco —dijo Jenna, jadeante.
—¿Que gire?
—Hummm.
—¿Izquierda o derecha?
—Hummm… derecha. ¡No, izquierda, izquierda!
Y así, bajo la dirección de Septimus, Escupefuego arrastró las patas para girar a la izquierda, aunque eso le causaba dolor, y su cola se desplazó de manera obediente hacia la derecha, arrastrando consigo a los dos esforzados ayudantes.
—¡Ahora atrás… atrás!
Con gran lentitud y dolor, el dragón, Jenna y Beetle retrocedieron arrastrando los pies por una estrecha brecha que había entre las rocas, en dirección al charco.
—Un… paso… más —gruñó Beetle.
¡Plof! La cola de Escupefuego se metió en el charco que se formaba en la roca, levantando una buena cantidad de agua. El dragón alzó la cabeza y rugió de dolor; el agua le escocía muchísimo más de lo que había dicho Septimus. Se oyó un siseo grave procedente del charco, del que manó vapor, cuando el calor que quemaba profundamente la carne del dragón se disipó a través del agua. Una colonia de pequeños pulpos que habían quedado atrapados en el charco de marea se tornaron rojos y salieron disparados a refugiarse en una grieta de la roca, donde pasaron una noche desdichada, blancos de miedo y atrapados por la cola de Escupefuego.
El dragón se relajó cuando el agua fría comenzó a detener el avance de la quemadura e insensibilizar la cola. Agradecido, dejó caer el hocico sobre un hombro de Septimus, derribándolo de inmediato. Escupefuego abrió los ojos otra vez para observar cómo Septimus se levantaba y luego descansó la cabeza en la arena, y Septimus vio que el cuello del dragón había recuperado la curvatura natural. Al cabo de un minuto también los ronquidos del dragón volvieron a hacer acto de presencia y, por una vez, Septimus se alegró de oírlos.
Con Escupefuego dormido, Jenna, Beetle y Septimus se dejaron caer junto a él. Ninguno de ellos habló demasiado. Miraban hacia mar adentro y contemplaban la luz de la luna sobre las olas, que ahora se habían calmado un poco y rompían sobre la arena con un susurro constante. A lo lejos veían los haces de luz del extraño faro que los había guiado hasta un lugar seguro, y Septimus se preguntó qué estaría haciendo allí el hombrecillo de la ventana.
Jenna se levantó. Se quitó las botas y atravesó con los pies descalzos la franja de arena fina que la separaba del mar. Beetle la siguió de inmediato. Jenna se detuvo en el borde del agua y se volvió para mirar detrás de sí. Sonrió cuando Beetle se reunió con ella.
—Es una isla —dijo.
—Ah —replicó él. Suponía que Jenna la había visto desde el aire y se sintió un poco azorado por haber cerrado los ojos.
—Lo percibo. Hay algo… insular en ella. ¿Sabes?, leí acerca de algunas islas en las clases de Historia Oculta —dijo Jenna—. Me pregunto si será una de ellas.
—¿Historia Oculta? —preguntó Beetle, intrigado.
Jenna se encogió de hombros.
—Cosas de reina. Muy aburridas durante la mayor parte del tiempo. ¡Caramba, sí que está fría el agua! Se me han entumecido los pies. ¿Te parece que vayamos a ver qué está haciendo Sep?
—De acuerdo.
Beetle siguió a Jenna cuando desanduvo sus pasos para volver junto al dragón, deseoso de preguntarle algo más sobre eso de «cosas de reina», pero sin atreverse a hacerlo.
Entre tanto, Septimus se dedicaba a labores domésticas. Le había quitado a Escupefuego las empapadas alforjas y había extendido el contenido sobre la arena. Se sintió muy impresionado, y conmovido, ante lo que halló. Se dio cuenta de que durante las oscuras veladas de invierno sentados junto al fuego, cuando había hablado del tiempo que había pasado en el Ejército Joven, Marcia no solo había escuchado sus descripciones de las maniobras nocturnas, sino que las había recordado, hasta el punto de prepararle el contenido de diversas mochilas de supervivencia. Para asombro de Septimus, Marcia había reunido el perfecto Equipo de Supervivencia para Cadete del Ejército Joven en Territorio Hostil, con algunos añadidos bastante simpáticos, como un autorrenovable fízzbom especial, un paquete gigante de golosinas variadas de Ma Custard y un elegante gnomo de agua. Él mismo no habría podido hacerlo mejor. Estaba contemplando todo aquello con aprobación, cuando Beetle y Jenna se sentaron a su lado.
—Cualquiera pensaría que Marcia ha estado en el Ejército Joven —comentó Septimus—. Ha incluido todo lo que habría puesto yo.
—Tal vez haya estado —comentó Jenna, sonriente—. Grita de la misma manera.
—Al menos no dispara de la misma manera —reflexionó Septimus, con una mueca.
Septimus levantó una caja pequeña que tenía un alambre circular en la parte superior.
—Mirad, tenemos un hornillo con el nuevo hechizo que Marcia estaba haciendo, fuego al toque. Solo tienes que tocarlo así. —Hizo la demostración, y de la parte superior de la caja surgió una llama que recorrió el alambre—, ¡Ay, quema!
Septimus se apresuró a poner el hornillo sobre la arena y lo dejó encendido para enseñarles el resto del contenido de las alforjas.
—Mirad, hay comida para una semana por lo menos, platos, cacerolas, tazas, material para construir un refugio, y mirad, incluso tenemos un gnomo de agua. —Septimus alzó la figurita de un hombrecillo barbudo con gorro puntiagudo.
—¿Es uno de los groseros? —preguntó Beetle.
—Para nada —replicó Septimus, con una carcajada—. ¿Imaginas que Marcia dejaría salir por la puerta a uno de esos? El agua sale de su regadera. ¿Ves?
Septimus inclinó la figura y, en efecto, de la diminuta regadera del gnomo de agua manó un chorrito de agua dulce. Jenna cogió uno de los vasos de cuero y lo sostuvo bajo el chorrito hasta que estuvo lleno, para luego vaciarlo de un trago.
—Sabe bien —dijo.
Con el contenido de un surtido de paquetes etiquetados como WizDri, Septimus preparó lo que llamó «estofado del Ejército Joven, aunque mucho mejor». Se sentaron a contemplar cómo hervía el estofado dentro de la cacerola colocada sobre el hornillo, hasta que el aroma hizo que ya resultara imposible contemplarlo solamente. Se lo comieron con el pan siempre tierno de Marcia y lo hicieron bajar con chocolate caliente (preparado por Jenna con ayuda de su amuleto del chocolate, en algunas conchas de mar a modo de recipiente).
Sentados en torno al parpadeante hornillo de fuego al toque, bebiendo chocolate caliente en silencio, todos se sentían contentos de un modo sorprendente. Septimus recordaba otra ocasión, en otra playa: la primera vez que había probado aquel chocolate o se había sentado en torno a un fuego sin que hubiera alguien que le estuviera chillando; había sido el principio de su nueva vida, aunque por entonces, recordó con tristeza, a él le había parecido el fin del mundo.
Jenna se sentía feliz. Nicko estaba a salvo. Pronto zarparía hacia el hogar, y acabaría todo el lío que había empezado cuando ella había llevado a Septimus a ver el espejo del vestidor. Ya no sería culpa suya.
Beetle se sentía de fábula. Si unos meses antes alguien le hubiera dicho que estaría sentado en una playa desierta —bueno, desierta salvo por el dragón que roncaba y por su mejor amigo—, a la luz de la luna, con la princesa Jenna, le habría contestado que dejara de decir necedades e hiciera algo útil, como limpiar la librería de libros salvajes. Pero allí estaba. Y justo a su lado se encontraba la princesa Jenna. Y la luna… y el suave chapoteo del mar y… pffffttt… ¿Qué había sido eso?
—¡Escupefuego! —Septimus se puso en pie de un salto—. Puaj, qué mal huele… Supongo que tiene el estómago un poco alterado. Será mejor que vaya a enterrarlo.
Marcia, previsora, les había proporcionado una pala.