Miarr
Miarr miró al exterior desde la plataforma de observación de la Luz de la Roca del Gato, un faro precariamente asentado sobre una roca que sobresalía en medio del mar y cuya parte superior se parecía a la cabeza de un gato, ya que incluso tenía orejas y dos brillantes haces de luz que salían por sus ojos.
Miarr estaba de guardia, otra vez. Por insistencia propia, Miarr hacía las guardias todas las noches y también muchas de las guardias diurnas. No confiaba en su compañero vigilante más allá de la distancia a la que podía lanzarlo, y dada la diferencia de tamaño existente entre ellos esa distancia no sería muy grande, a menos que… Una leve sonrisa aleteó en la delicada boca de Miarr al permitirse su ensoñación favorita: lanzar al Gordo Crowe al exterior a través de uno de los ojos. Eso sí que sería lanzarlo realmente muy lejos. ¿A qué distancia estaban las rocas de abajo? Miarr conocía la respuesta a la perfección: ciento cuatro metros, para ser exactos.
Miarr sacudió la cabeza para despejarla de aquellos engañosos pensamientos. El Gordo Crowe jamás llegaría siquiera hasta la luz; no había manera de que pudiera colarse a través de la diminuta abertura de lo alto de la torre, que conducía desde la plataforma de observación a la arena de luz. El Flaco Crowe, por otra parte, no tendría ningún problema. Miarr se estremeció ante el pensamiento del Flaco Crowe colándose hasta su preciosa luz como una comadreja. Si tuviera que elegir entre los gemelos Crowe —que era una elección que preferiría no hacer jamás—, escogería siempre al gordo. El flaco era malvado.
Miarr se encasquetó el ajustado gorro de piel de foca de modo que le cubriera las orejas y se embozó la capa. Hacía frío en lo alto del faro, y la tormenta lo hacía temblar. Apretó la pequeña nariz plana contra el cristal y miró hacia la tormenta, con los grandes ojos redondos muy abiertos para penetrar la oscuridad con su aguda visión nocturna. El viento aullaba y la lluvia azotaba los gruesos cristales verdes de las ventanas de la plataforma de observación. Los dos haces de luz resaltaban el vientre de las negras nubes de tormenta que formaban un ininterrumpido manto, tan bajo que Miarr estaba seguro de que las orejas del faro tenían que tocarlo. Una silenciosa cortina de luz atravesó las nubes y el pelo de la cerviz de Miarr crepitó a causa de la electricidad. Una ráfaga de granizo repiqueteó contra el cristal, y lo hizo saltar de sorpresa. Era la tormenta más violenta que había visto en mucho tiempo; compadecía a cualquiera que estuviese ahí fuera esa noche.
Miarr se paseó con pies ligeros por la plataforma de observación para otear el horizonte. En una noche semejante sería demasiado fácil que un barco fuera empujado hasta quedar demasiado cerca del faro y de la zona de peligro. Y si eso sucedía él tendría que bajar hasta el bote de rescate e intentar guiar al barco hacia aguas seguras, tarea que no resultaría fácil en una noche como esa.
A través del cavernoso pozo de la escalera le llegaba el eco de los potentes ronquidos catarrales del Gordo Crowe, que dormía en el pequeño camarote de abajo. Miarr suspiró pesadamente. Sabía que necesitaba un ayudante, pero no tenía ni idea de por qué el capitán del Puerto le había enviado a los gemelos Crowe. Desde que su compañero vigilante, su primo Mirano —el último miembro de su familia que quedaba, aparte de él mismo—, había desaparecido en la noche de la primera visita del nuevo barco de suministro, el Merodeador, Miarr se había visto obligado a compartir su faro con lo que en su momento consideró que eran criaturas poco mejores que monos. Desde la llegada de los Crowe, Miarr, por respeto a los simios, había revisado esa opinión. Ahora creía que eran poco mejores que babosas, con las que tanto el Gordo Crowe como el Flaco Crowe guardaban un parecido notable.
Así que ahora, en las profundidades del faro, en lo que en otra época había sido el acogedor camarote dormitorio suyo y de Mirano, Miarr sabía que el Gordo Crowe ocupaba lo que tiempo atrás había sido su cómodo camastro de plumón de ganso. Miarr, que no había dormido como es debido desde la desaparición de Mirano, frunció el ceño con expresión de infelicidad. Como todos los vigilantes, él y Mirano se habían turnado para dormir en la misma cama, y pasado solo unas pocas horas juntos cuando se sentaban en la plataforma de observación para tomar su comida nocturna de pescado, antes del cambio de guardia. Ahora Miarr dormía —o intentaba dormir— sobre un montón de sacos apilados en una cámara que había al pie del faro. Siempre atrancaba la puerta con una barra, pero la idea de que un Crowe anduviera suelto por su hermoso faro le impedía relajarse.
Miarr se sacudió para librarse de aquellos infelices pensamientos; no servía de nada cavilar sobre los viejos buenos tiempos, cuando la Luz de la Roca del Gato era una de las cuatro luces vivientes, y Miarr tenía más primos, hermanos y hermanas que dedos en manos y pies para contarlos. No era bueno pensar en Mirano, ya que había desaparecido para siempre. Miarr no era tan estúpido como pensaban los Crowe; no creía la historia de que Mirano se había hartado de su compañía y se había escabullido en el bote hacia las brillantes luces del Puerto. Miarr sabía que su primo estaba, como solían decir los vigilantes, nadando con los peces.
Miarr se acuclilló junto a la gruesa ventana curva y clavó la mirada en la oscuridad. Allá abajo veía que las olas se hacían cada vez más grandes, demasiado para poder aguantarse, y rompían con un estruendo ensordecedor, lanzando al aire grandiosas nubes de espuma, algunas de las cuales incluso salpicaban el cristal de vigilancia. Miarr sabía que el pie del faro estaba ahora bajo el agua; se lo indicaban los profundos estremecimientos y golpes que habían comenzado a reverberar a través de los bloques de granito de lo alto, golpes que ascendían hasta hacerse sentir a través de las almohadillas de sus pies calzados con botas de fieltro, hasta lo alto de su cabeza cubierta de piel de foca. Pero al menos ahogaban los ronquidos del Gordo Crowe, y los alaridos del viento se llevaban todos los pensamientos de Miarr relacionados con su primo perdido.
Miarr metió una mano en el impermeabilizado bolsillo de piel de foca que llevaba colgado del cinturón, sacó la cena —tres pescados pequeños y una galleta marinera— y empezó a masticar. Durante todo el tiempo, con los ojos muy abiertos, vigilaba el mar iluminado por los dos grandes haces de luz que barrían las hinchadas montañas de agua. Pensó que aquella iba a ser una noche interesante.
Miarr acababa de tragarse el último pescado —cabeza, cola, espinas y todo—, cuando se dio cuenta de lo muy interesante que iba a ser la noche. Normalmente, Miarr vigilaba el agua, pues ¿qué podía haber de interesante en el cielo? Pero aquella noche las olas montañosas desdibujaban los límites entre el agua y el cielo, y los grandes ojos de Miarr lo abarcaban todo. Estaba un poco distraído en quitarse una delgada espina que se le había encajado entre los delicados puntiagudos dientes, cuando uno de los haces de la luz iluminó brevemente la forma de un dragón. Miarr lanzó una exclamación ahogada de incredulidad. Volvió a mirar, pero no vio nada. Ahora Miarr estaba preocupado. Cuando un vigilante comenzaba a imaginar cosas, era mala señal: un indicio seguro de que sus días de vigilante estaban contados. Y cuando él se marchara, ¿quién vigilaría la luz? Pero al momento siguiente, todos los temores de Miarr se desvanecieron. Con tanta claridad como si fuera de día, el dragón había vuelto a cruzarse en el camino del haz y, como una gigantesca mariposa nocturna de color verde lanzada hacia una llama, se estaba dirigiendo directamente hacia la luz. Miarr lanzó un maullido de asombro, porque entonces no solo vio al dragón, sino también a sus jinetes.
Un repentino retumbar de trueno que estalló justo encima sacudió el faro, un brillante relámpago serpenteante descendió del cielo, y Miarr vio que el rayo hería la cola del dragón con un cegador destello azul. El dragón giró fuera de control y, horrorizado, Miarr se quedó mirando cómo el dragón y sus jinetes, silueteados por un iridiscente manto de carga eléctrica azul, se precipitaban directamente hacia la plataforma de observación. La luz iluminó brevemente los rostros aterrorizados de los jinetes del dragón, y luego el instinto se hizo con el control y Miarr se lanzó al suelo, esperando el inevitable choque cuando el dragón se estrellara contra el cristal.
Pero el choque no se produjo.
Miarr se puso de pie delicadamente. Los dos haces de la luz no iluminaban más que el cielo preñado de lluvia en lo alto y las coléricas olas abajo. El dragón y sus jinetes habían desaparecido.
como una gigantesca mariposa nocturna de color verde lanzada hacia una llama, se estaba dirigiendo directamente hacia la luz. Miarr lanzó un maullido de asombro, porque entonces no solo vio al dragón, sino también a sus jinetes.
Un repentino retumbar de trueno que estalló justo encima sacudió el faro, un brillante relámpago serpenteante descendió del cielo, y Miarr vio que el rayo hería la cola del dragón con un cegador destello azul. El dragón giró fuera de control y, horrorizado, Miarr se quedó mirando cómo el dragón y sus jinetes, silueteados por un iridiscente manto de carga eléctrica azul, se precipitaban directamente hacia la plataforma de observación. La luz iluminó brevemente los rostros aterrorizados de los jinetes del dragón, y luego el instinto se hizo con el control y Miarr se lanzó al suelo, esperando el inevitable choque cuando el dragón se estrellara contra el cristal.
Pero el choque no se produjo.
Miarr se puso de pie delicadamente. Los dos haces de la luz no iluminaban más que el cielo preñado de lluvia en lo alto y las coléricas olas abajo. El dragón y sus jinetes habían desaparecido.