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La tormenta

Beetle no estaba sentado en la posición más cómoda en la que uno podía montar a lomos de un dragón. Se encontraba detrás de las alas y en una pendiente que descendía hacia la cola, lo cual significaba que, debido a que Escupefuego usaba la cola para controlar la trayectoria del vuelo, Beetle era movido arriba y abajo como un yoyó. De todos modos, estaba estrechamente encajado entre dos púas muy altas, y no dejaba de repetirse que no había manera de que pudiera caerse, pero aun así no se sentía convencido del todo.

Después de que Escupefuego despegara, Beetle se había girado para mirar atrás, más allá de la enorme cola del dragón, y ver cómo los barcos del puerto se hacían cada vez más pequeños hasta no parecer más grandes que diminutos juguetes. Luego se había concentrado en las parpadeantes luces del Mercado Fronterizo, enhebradas como un collar a lo largo de la orilla. Beetle había contemplado cómo se hacían cada vez más mortecinas y, cuando la noche se cerró finalmente detrás de ellos y desapareció el último débil destello, una sensación de miedo se había apoderado de él. Se estremeció y se arropó más con la capacaliente, aunque sabía que no tenía frío, sino que estaba asustado.

Estar asustado era algo que a Beetle no le había sucedido nunca antes, hasta donde podía recordar. Había habido momentos dentro de los Túneles de Hielo, en especial durante las primeras excursiones, en los que se había sentido un poquitín preocupado, y tampoco se había sentido demasiado pletórico en el bosque helado, en el camino hacia la Casa de los Foryx, pero no creía haber experimentado nunca la sensación de miedo que ahora estaba instalándose como una gorda serpiente enroscada en la boca de su estómago.

Escupefuego continuó volando sin parar. Pasaron horas —que a Beetle le parecieron años—, pero el miedo no cedió. Ahora, Beetle se daba cuenta de por qué se sentía tan mal. Ya había cabalgado antes sobre Escupefuego, con Septimus, en viajes ilegales a los Labrantíos, y una vez incluso habían llegado hasta Riachuelo Inhóspito, lo cual había sido escalofriante. Incluso se había sentado exactamente donde estaba ahora cuando todos habían volado desde la Casa de los Foryx hasta el Mercado Fronterizo, pero siempre habían volado bajo, y podía ver el suelo a sus pies. Ahora, en la oscuridad y a gran altura sobre el mar, el gran vacío que los rodeaba por todas partes lo abrumaba y lo hacía sentir como si su vida pendiera de un hilo. Y no mejoraba precisamente las cosas el hecho de que estuviera arreciando el viento y, cuando una potente ráfaga golpeó a Escupefuego y lo hizo girar escorado, la serpiente del estómago de Beetle se enroscó un poco más tensa.

Beetle decidió dejar de mirar hacia la noche y concentrarse, en cambio, en Septimus y Jenna, pero solo podía ver a esta última, y no es que viera mucho de ella. También iba envuelta en una capacaliente y lo único que indicaba quién iba dentro de ella era un ocasional mechón de pelo que escapaba para flotar en el viento. Septimus estaba fuera de la vista, en la depresión del cuello del dragón, y oculto tras la ancha púa del piloto. Beetle se sentía extrañamente solo. No le habría sorprendido descubrir repentinamente que era el único que viajaba sobre Escupefuego.

Septimus, sin embargo, estaba bien. Escupefuego volaba bien, y las ráfagas de viento, que se hacían cada vez más fuertes y frecuentes, no parecían molestar al dragón. Era cierto que le parecía oír truenos lejanos, pero se dijo que probablemente era el ruido que hacían las alas de Escupefuego. Ni siquiera se preocupó demasiado cuando los acometió un chubasco de lluvia helada. Era fría y escoció cuando se convirtió brevemente en granizo, pero Escupefuego la atravesó. Sin embargo, fue el repentino restallar del rayo lo que conmocionó a Septimus.

Con el sonido de un millón de sábanas al rasgarse, el rayo salió serpenteando de las nubes que tenían delante. Durante una fracción de segundo, iluminado por el destello, Escupe-fuego refulgió con un color verde brillante, con las alas rojas transparentes surcadas por una tracería de huesos negruzcos, mientras las caras de sus jinetes se hacían visibles en un blanco fantasmal.

Con la cabeza en alto y las fosas nasales dilatadas, Escupe-fuego retrocedió ante el destello, bamboleándose. Durante un momento aterrador, Beetle sintió que se deslizaba hacia atrás. Se aferró a la púa que tenía delante y tiró para volver a su sitio al tiempo que el dragón se estabilizaba, bajaba la cabeza y continuaba volando.

Una parte de la confianza de Septimus comenzó a disiparse. Ahora oía un retumbar constante de truenos y ante sí veía las trémulas cintas de los rayos que corrían por la cumbre de las nubes. No se podía escapar de aquello, Milo tenía razón: estaban volando hacia la tormenta.

Jenna le dio a Septimus unos golpecitos en un hombro.

—¿Podemos rodearla? —chilló.

Septimus se giró para mirar hacia atrás, pero solo vio un tridente de rayo que descendía y erraba por muy poco la cola de Escupefuego. Ya era demasiado tarde; de repente, la tormenta los rodeaba por todas partes.

—Lo haré descender… volar cerca del agua… menos ventoso… —fue lo único que Jenna pudo oír cuando el viento le arrebató a Septimus las palabras de la boca.

De lo siguiente que Beetle se dio cuenta fue de que el dragón caía como una piedra. Estaba convencido de que lo había alcanzado un rayo; la serpiente que tenía en la boca del estómago comenzó a anudarse; cerró los ojos con fuerza y, al hacerse más fuerte el rugido de las olas y sentir que el agua de mar pulverizada le salpicaba el rostro, aguardó el inevitable chapuzón. Al no producirse, Beetle se arriesgó a abrir los ojos…

y deseó no haberlo hecho. Una muralla de agua tan alta como una casa se dirigía directamente hacia ellos.

Septimus también la había visto.

—¡Arriba! ¡Vamos! ¡Arriba, Escupefuego! —chilló, al tiempo que le propinaba al dragón dos fuertes taconazos en el flanco derecho.

Escupefuego no necesitaba que se lo dijera, ni que lo taconeara. Las murallas de agua le gustaban tan poco como a sus pasajeros. Salió disparado hacia lo alto justo a tiempo, y la gigantesca ola pasó por debajo y los roció con agua pulverizada.

Septimus hizo ascender a Escupefuego un poco más, para que volara justo fuera del alcance de las gotitas de agua, y se asomó a mirar el mar. Nunca lo había visto así, con profundos senos y agitadas montañas de agua cuyas cumbres eran barridas por el viento y convertidas en sábanas horizontales de espuma. Septimus tragó con dificultad. Aquello era serio.

—¡Continúa adelante, Escupefuego! —gritó—. ¡Continúa! Pronto saldremos de esto.

Pero no salieron pronto. Septimus no había pensado ni por un momento en lo grande que podía ser la tormenta. Las tempestades eran siempre algo que pasaba por alto, pero ahora comenzaba a preguntarse cuántos kilómetros de ancho podría tener realmente la tormenta y, más importante aún, ¿viajaba en la misma dirección que ellos o cruzaba el rumbo que ellos seguían?

Continuaron volando. El viento aullaba y las olas rugían y se estrellaban como ejércitos enemigos que los lanzaban de un lado a otro en medio de su batalla. Violentas ráfagas de viento tironeaban de las alas de Escupefuego, las cuales Septimus comenzaba a ver que eran bastante delicadas: solo fina piel de dragón y una ligera tracería de huesos. Cada vez que una ráfaga de agua azotaba a Escupefuego, eran lanzados hacia un lado o, peor aún, hacia atrás, de lo que costaba mucho más recuperarse y dejaba a Beetle boqueando de terror. Septimus sabía que Escupefuego estaba cansándose. El cuello del dragón caía, y al tocarlo con las manos sentía los músculos anudados y agotados.

—¡Adelante, Escupefuego, adelante! —gritó Septimus, una y otra vez, hasta quedar ronco.

Continuaron volando a través del viento y la lluvia torrencial, dando respingos cada vez que retumbaba el trueno y saltando al oír cada restallar de rayo.

Fue entonces cuando Septimus creyó ver la luz de un faro a lo lejos. La miró fijamente para asegurarse de que no se trataba de otro destello de rayo, pero el resplandor que iluminaba el horizonte no era ningún destello, sino que ardía con luz estable y brillante. Al fin, Septimus pensó que tenían una posibilidad de salvarse. Al recordar lo que Nicko le había dicho del viaje de regreso a casa, cambió el rumbo y dirigió a Escupefuego hacia la luz… y hacia las fauces del viento.

En la parte posterior del dragón, Beetle percibió el cambio de rumbo y se preguntó a qué se debería, hasta que vislumbró la luz que había allá delante. De repente se sintió más animado: tenía que tratarse del Faro de la Duna Doble. Lo inundaron cálidas y felices imágenes del acogedor Puerto, cada vez más próximo, e incluso comenzó a abrigar la esperanza de que tal vez —si tenían suerte— la Pastelería del Puerto y del Muelle podría estar aún abierta y podría convencer a uno de sus primos para que les diera cama a todos para pasar la noche.

Mientras Beetle se perdía en su ensoñación de una cama tibia y seca y un pastel del Puerto y el Muelle, Septimus tam-bien se sintió esperanzado porque tuvo la certeza de que la tormenta estaba amainando. Hizo que Escupefuego ascendiera una vez más para poder tener una mejor vista del sitio al que se dirigían.

La luz brillaba con fuerza en la noche, y Septimus sonrió; era como él había esperado. Había dos luces muy cerca la una de la otra, tal y como las había descrito Nicko, y entonces supo dónde estaban. Continuaron volando en línea recta hasta que estuvieron tan cerca que incluso pudo ver las peculiares puntas parecidas a orejas que adornaban la parte superior de la torre del faro. Pero cuando hacía ascender a Escupefuego un poco más antes de cambiar el rumbo, la tormenta dijo su última palabra. Se oyó un tremendo restallar justo encima de ellos, cayó un serpenteante rayo y, esta vez, dio en el blanco: Escupefuego salió despedido, dando vueltas. Los envolvió un acre olor a carne de dragón quemada, mientras Escupefuego caía del cielo.

Fueron lanzados en picado hacia el faro. Y cuando estaban cayendo, Beetle volvió a la realidad; y se dio cuenta de que la luz no estaba alojada en la desvencijada estructura metálica del Faro de la Duna Doble, sino que eran dos luces situadas en lo alto de una ennegrecida torre de ladrillos adornada por dos puntas que, según pensó Beetle en su estado de terror, parecían orejas de gato.

Mientras caían girando hacia el mar, Beetle vio que no los aguardaban las acogedoras luces del Puerto, sino solo negrura.