Una actuación
La celebración de Milo adoptó la forma de un banquete muy bochornoso organizado sobre la cubierta, a plena vista de los muelles de la Dársena Doce. Se tendió un toldo rojo con borlas de oro, bajo el cual colocaron una larga mesa, puesta con todo refinamiento: un mantel de lino blanco, copas de plata, cubertería dorada, pilas de fruta (no toda real) y un bosque de velas. En torno a la mesa había seis sillas de respaldo alto, con un remate que guardaba un sospechoso parecido con unas coronas pequeñas. Milo se había situado en la cabecera de la mesa, con Jenna a su derecha. Septimus se sentaba a continuación de Jenna, y Beetle, muy propio y esplendoroso con su chaqueta de almirante, quedaba como un poco varado en el otro extremo, cerca de Escupefuego, dormido, y de los ocasionales soplos de aliento de dragón. A la izquierda de Milo estaba Snorri, con el Ullr Nocturno tranquilamente tumbado a los pies y, junto a ella, Nicko.
Milo era el único que hablaba, cosa que daba igual porque todos los demás se sentían demasiado azorados como para decir nada. Abajo en el muelle se estaba reuniendo una creciente multitud que observaba el espectáculo con divertido interés, de modo muy parecido a como la gente observa los chimpancés del zoológico. Jenna intentó que sus ojos se encontraran con los de Septimus, deseosa de una mirada solidaria, pero Septimus clavaba resueltamente la vista en el plato con expresión ceñuda. Jenna miró a los que estaban sentados en torno a la mesa, pero ninguno quiso mirarla a los ojos, ni siquiera Beetle, que parecía haber hallado algo muy interesante que contemplar en lo alto del mástil más cercano.
Jenna se sentía muy incómoda; comenzaba a desear no haberse topado con Milo en el sórdido café de la Dársena Uno. Pero en su momento había parecido todo muy emocionante: ser invitada al barco de Milo, el deleite de Nicko y Snorri por estar a bordo del Cerys, y la maravillosa sensación, tan apreciada tras los últimos, penosos días, de que la cuidaran, de dormir en una cama cómoda y despertar sabiendo que estaba a salvo.
Y luego la emoción que sintió cuando Milo le dijo que el Cerys era suyo, aunque había estropeado un poco eso cuando, más tarde, le había dicho que, como era natural, no podía ser su barco de verdad hasta que no cumpliera veinticinco años, la edad a la que se podía registrar una propiedad. Eso era, pensó Jenna, típico de la mayoría de las cosas que ofrecía Milo: siempre retenía algo bajo su control. De repente, una ola de vergüenza invadió a Jenna. Se encontraba con tres de las personas a las que más quería —Jenna excluía a Snorri de esa lista—, y estaba obligándoles a soportar aquella representación, y todo porque se había dejado engatusar por las atenciones de Milo.
El banquete transcurrió con agónica lentitud. Milo, como era habitual, los agasajó con su reserva de historias de mar, muchas de las cuales ya habían oído antes, y que siempre parecían acabar con Milo triunfando a expensas de otros.
Y mientras Milo continuaba su monótona narración, el cocinero del barco les suministraba una sucesión de platos demasiado elaborados, cada uno más adornado y cargado que el anterior, demás, no muy distintos de las pelucas que llevaban los funcionarios de Dársena Doce. Cada plato iba acompañado por un gesto ostentoso de los marineros —ahora vestidos con los ropones de gala blancos y azules— y, peor aún, por un discurso horriblemente embarazoso de Milo, que insistía en dedicarle cada plato a uno de ellos, empezando por Jenna.
Para cuando llegó la hora del postre —que iba a serle dedicado a Beetle—, los mirones de la multitud comenzaban a tornarse vocingleros y a intercambiar comentarios, ninguno de ellos particularmente favorable. Mientras deseaba más que nada en el mundo poder desaparecer en ese mismo momento, Beetle, con las orejas de color rojo vivo, observó cómo salía por la escotilla un marinero que llevaba con orgullo el postre en alto. Era una creación excepcional y rara, una gran bandeja con algo negro y tembloroso, posiblemente una medusa, aunque también podía tratarse de un hongo arrancado de las profundidades de la bodega. El marinero depositó la bandeja en el centro de la mesa con gesto reverente. Todos la contemplaron, atónitos. Conmocionados, todos se habían dado cuenta de que aquello parecía, tal vez incluso lo era, un escarabajo gigante hervido, pelado y colocado sobre un lecho de algas marinas.
Milo estaba disfrutando del momento. Con la copa en la mano y acompañado por esporádicos aplausos y silbidos de la multitud del muelle, se levantó para dedicarle el postre a Beetle, que estaba considerando seriamente saltar por la borda. Pero, cuando Milo abría la boca para comenzar el discurso, Escupefuego saltó.
Fue un momento que Beetle atesoraría en la memoria durante mucho tiempo.
Escupefuego se había despertado con un hambre tremenda y no iba a hacer remilgos a la comida. Su hocico pasó con decisión por un lado de Beetle, y su larga lengua verde serpenteó a lo largo de la mesa. Snorri, que aún estaba nerviosa, chilló. Milo se levantó de un salto y golpeó sin efecto el morro de Escupefuego con su servilleta, mientras el dragón absorbía el escarabajo de gelatina, y luego la servilleta, con un ruidoso sonido de succión. Pero un postre de gelatina en forma de escarabajo y una servilleta de lino fino no iban a dejar satisfecho a un dragón hambriento. Con la esperanza de encontrar algo más que comer, Escupefuego continuó sorbiendo, y, con un ruido como el del agua que desaparece por un sumidero, aunque mil veces más fuerte, comenzaron a desparecer las galas que adornaban la mesa.
—¡Las copas no! —chilló Milo, mientras recogía a toda prisa las copas de plata que tenía más cerca.
De la multitud que se agolpaba rápidamente sobre el muelle ascendió una tormenta de carcajadas. Al ver que el mantel de lino desaparecía en la babeante boca de Escupefuego, Milo soltó las copas, aferró un extremo del mantel y tiró de él. De la multitud de abajo llegaron aclamaciones y algunos gritos de aliento.
En torno a la mesa, nadie más movió ni un músculo. En las comisuras de la boca de Septimus comenzó a aletear una sonrisa mientras contemplaba cómo su plato viajaba por la mesa hacia el dragón, a pesar de los denodados esfuerzos de Milo. Miró a Nicko, sentado al otro lado de la mesa y, para su sorpresa y deleite, vio los elocuentes signos de una risa reprimida. Y entonces, con un ensordecedor sonido sibilante, todo lo que había sobre la mesa desapareció en la boca de Escupefuego. A Nicko se le escapó un explosivo bufido y luego cayó de la silla en un paroxismo de risa. Snorri, que estaba habituada a un Nicko más serio, lo miraba con expresión confundida mientras él se estremecía, tumbado sobre la cubierta. Procedente del muelle, el sonido de risa que le respondió se propagó como una ola.
Milo contemplaba, consternado, el destrozo en que había acabado su velada. Escupefuego miraba con decepción la mesa desnuda. En su estómago entrechocaban cosas afiladas y él continuaba teniendo hambre. Milo, que no estaba del todo seguro de si el dragón tenía reparos en comer gente, cogió a Jenna de una mano y comenzó a retroceder haciendo que se levantara.
Ella se soltó de la mano.
—No —le espetó.
Milo pareció sorprendido y un poco herido.
—Tal vez —dijo—, deberíamos buscarle otro alojamiento a tu dragón.
—No es mi dragón —aclaró Jenna.
—Ah, ¿no? Pero tú dijiste…
—Ya sé que lo dije, pero no debería haberlo dicho. Yo solo soy la copiloto. Es el dragón de Sep.
—¡Ah! Bien, en ese caso, ¿comprendes que el dragón está sujeto a las regulaciones de cuarentena del Mercado Fronterizo? Por supuesto, mientras el bicho esté a bordo…
—Mientras «él» esté a bordo —corrigió Jenna.
—Bueno, mientras él esté a bordo, las regulaciones no proceden; pero en cuanto el bicho…
—Él.
—… él ponga… eh… —Milo bajó la mirada para comprobar que Escupefuego tenía pies, en efecto—, el pie en tierra firme… él… tendrá que ser llevado a cuarentena.
Septimus se puso de pie.
—Eso no será necesario —intervino—. Escupefuego se marchará ahora mismo. Gracias por habernos acogido, pero ahora que Escupefuego ha despertado, tenemos que marcharnos. ¿No es cierto, Beetle?
Beetle estaba ocupado en apartar de sí el mojado hocico de Escupefuego.
—Quita, Escupefuego. Ah… sí, tenemos que marcharnos. Pero gracias, señor Banda. Gracias por permitir que nos quedáramos en su barco. Quiero decir, en el barco de Jenna. Ha sido realmente… interesante.
Milo estaba recuperándose e hizo una cortés reverencia.
—Eres muy bienvenido, escriba. —Se volvió hacia Septimus—, Pero sin duda, aprendiz, no tienes intención de volar de inmediato. He navegado por los siete mares durante muchos largos años y puedo deciros que huelo una tormenta en el aire.
Lo que Septimus había oído de los siete mares le bastaría para mucho tiempo, y para muchísimo más lo que había oído sobre las capacidades de Milo para predecir el tiempo atmosférico.
—Volaremos por encima de ella —anunció, mientras se acercaba a Beetle—. ¿Verdad, Beetle?
Beetle asintió con la cabeza con aire inseguro.
Milo pareció desconcertado.
—Pero no existe ningún «encima» de la tormenta —insistió Milo.
Septimus se encogió de hombros y acarició el hocico del dragón.
—A Escupefuego no le importa encontrarse con una tormentilla, ¿verdad, Escupefuego?
El dragón bufó y un hilo de baba de dragón cayó sobre las preciosas cintas púrpura de Septimus dejando una mancha oscura que ya nunca se podría quitar.
Cinco minutos más tarde, Escupefuego estaba posado cómo una gigantesca gaviota en la amura de estribor del Cerys, y en el muelle se apiñaba una multitud aún más numerosa y emocionada. Septimus se encontraba protegido dentro del hueco del piloto, situado tras el cuello del dragón, y Beetle se hallaba sentado más atrás, hacia la cola, metido detrás de las alforjas. Sin embargo, el asiento del copiloto estaba aún desocupado.
Jenna se encontraba de pie junto a Escupefuego, embozada en la capa para protegerse del viento frío que había comenzado a entrar en la dársena.
—Quédate aquí esta noche, Sep —le rogó—. Por favor. Escupefuego puede pasar una noche más sobre la cubierta. No quiero que tú y Beetle os marchéis en medio de la oscuridad.
—Debemos irnos, Jenna —replicó Septimus—. No hay manera de que Escupefuego vaya a dormir esta noche. Solo va a crear problemas. Y si lo ponen en cuarentena… bueno, no quiero ni pensarlo. Además, queremos irnos, ¿no es cierto, Beetle?
Beetle había estado observando los negros nubarrones que velaban la luna y no se sentía tan seguro. Al otro lado de la escollera veía cómo las olas se hacían cada vez más grandes, y se preguntaba si Milo no tendría razón respecto a que se avecinaba una tormenta.
—Tal vez Jenna tenga razón, Sep. Tal vez deberíamos quedarnos esta noche.
—Tenéis que esperar hasta mañana —intervino Milo—. La tripulación encadenará al dragón al palo mayor por esta noche —Beetle, Septimus y Jenna intercambiaron miradas horrorizadas—, y mañana —continuó Milo—, con el dragón bien sujeto, celebraremos un grandioso desayuno de despedida sobre la cubierta para despediros con estilo. ¿Qué os parece?
Septimus sabía con total exactitud qué le parecía eso.
—No, gracias —dijo—. ¡Preparado, Escupefuego!
Escupefuego desplegó por completo las alas y se inclinó hacia delante, en dirección al viento. El Cerys se escoró de un modo espectacular, y se oyó el chillido de alguien que estaba en el muelle.
—¡Cuidado! —bramó Milo, mientras se aferraba a una barandilla.
Septimus bajó la mirada hacia Jenna.
—¿Vienes, copiloto? —preguntó.
Jenna negó con la cabeza, pero en su expresión había algo de pesar que hizo que Beetle se envalentonara.
—Jenna —le animó—, ven con nosotros!
Jenna vacilaba. Detestaba ver partir a Septimus sin ella, pero había aceptado regresar en el Cerys con Milo. Y también estaba Nicko; quería estar con él mientras navegaba camino de casa. Indecisa, miró a Nicko; él le dedicó una sonrisa torcida, y rodeó a Snorri con un brazo.
—Por favor, ven con nosotros, Jenna —dijo Beetle con total sencillez y sin tono de súplica.
—Por supuesto que no puede ir con vosotros —le espetó Milo—, Su sitio está aquí, en su barco. Y con su padre.
Eso la decidió.
—Al parecer, no es mi barco, después de todo —dijo Jenna, mirando a Milo con el ceño fruncido—, Y tú no eres mi verdadero padre. Lo es papá. —Dicho esto, rodeó a Nicko con los brazos—. Lo siento, Nik. Me marcho. Que tengas buen viaje, y ya te veré en el Castillo.
Nicko le dedicó una amplia sonrisa y señaló hacia el cielo con los pulgares.
—Que sea bueno también para ti, Jenna —dijo—. Cuídate.
Jenna asintió con la cabeza. Luego levantó los brazos para aferrarse a la púa del dragón y se izó hasta el sitio del copilo-to, situado justo detrás de Septimus.
—Vamos, Sep —dijo.
—¡Esperad! —chilló Milo.
Pero Escupefuego no hacía caso de nadie que no fuera su piloto y, a veces —si estaba de buen humor—, su copiloto. Y por supuesto no hacía caso de nadie que propusiera encadenarlo durante la noche.
En la Dársena Doce, todo se detuvo para presenciar el despegue de Escupefuego. Cientos de pares de ojos observaron cómo el dragón se inclinó hacia fuera del barco, alzó las alas y, al bajarlas, se elevó despacio en el aire. Una tremenda ráfaga de aire descendente recalentado y apestoso a sobaco de dragón barrió la cubierta, haciendo toser y sufrir arcadas a Milo y a su tripulación, mientras desde el muelle se elevaba una ola de aplausos.
Escupefuego volvió a levantar las alas y se alzó aún más, y las alas desplegadas comenzaron a batir el aire lenta y poderosamente mientras el dragón ganaba altura-de modo constante. Volando contra el viento en un amplio arco, Escupefuego atravesó la dársena justo por encima de los mástiles y partió sobrevolando la escollera. Por un breve instante las nubes desvelaron la luna, y la multitud del muelle lanzó una exclamación ahogada cuando la silueta del dragón con tres pequeñas figuras encima pasó serenamente por delante del círculo blanco del satélite y se dirigió mar adentro, mientras Milo se quedaba mirándola.
Milo les gritó unas pocas órdenes a los marineros para que despejaran las cubiertas, y luego desapareció por una escalerilla y dejó a Nicko y a Snorri en cubierta, en medio del proceso de limpieza.
—Espero que estén a salvo —susurró Snorri a Nicko.
—Yo también —asintió Nicko.
Ambos se quedaron mirando el cielo hasta que la lejana mota que era el dragón desapareció dentro de una nube, y ya no pudieron verla. Cuando al fin apartaron la mirada, la cubierta estaba limpia, ordenada y desierta. Se acurrucaron juntos contra el frío viento que entraba desde el mar y observaron cómo se apagaban los faroles del Mercado Fronterizo para pasar la noche, y las franjas de luz que se adentraban en el mar a lo largo de la orilla se hicieron más finas al quedar encendidas solo las llamas de las antorchas. Escucharon cómo se apagaban los sonidos de voces, hasta que lo único que pudieron oír fue el crujido de las tablas de los botes, el chapoteo de las olas, y el tañido de las cuerdas tensas en las vergas de madera cuando las hacía sonar el viento.
—Zarparemos mañana —anunció Nicko, que dirigía una mirada anhelante hacia el mar.
Snorri asintió con la cabeza.
—Sí, Nicko. Mañana nos marcharemos.
Y allí permanecieron sentados, hasta muy adentrada la noche, envueltos en las suaves mantas que Milo guardaba en un baúl de cubierta. Observaron cómo, una a una, las estrellas desaparecían en el banco de nubes que se aproximaba. Luego, acurrucados junto a Ullr para calentarse, se quedaron dormidos.
Por encima de ellos se amontonaban las nubes de tormenta.