La Oficina de Correos de las Palomas
La Oficina de Correos de las Palomas era un edificio de piedra, largo y bajo, que hacía de frontera entre las Dársenas Doce y Trece. En la planta baja estaba situada la auténtica oficina de correos, y encima de esta, el palomar, el hogar de cientos de palomas mensajeras. Dos enormes faroles, coronados por palomas, flanqueaban la amplia puerta principal de la oficina. Su largo y blanco tejado brillaba con la luz de los faroles recién encendidos y, a medida que Septimus y Beetle se iban acercando, Septimus advirtió que la blancura reluciente del tejado no era más que una gruesa capa de caca de paloma que olía fatal.
Septimus y Beetle entraron en el edificio, agachándose justo a tiempo para evitar lo que en el gremio de correos se conoce como «codazo de paloma» (siempre algo mejor visto que el «cabezazo de paloma»).
En la oficina de correos reinaba una silenciosa actividad. Una hilera de lámparas blancas funcionales siseaba muy suave sobre sus cabezas, y a Beetle le recordaba el sótano de Ephaniah Grebe. A lo largo de la oficina siete mostradores presentaban unos rótulos en los que se podía leer: ENVIAR, RECIBIR, RETRASADOS, PERDIDOS, ENCONTRADOS, ESTROPEADOS Y QUEJAS. En todos ellos había una o dos personas esperando, excepto en reclamaciones, donde aguardaba una larga cola.
Septimus y Beetle se dirigieron hacia el mostrador de enviar. Esperaron con paciencia detrás de un joven marinero, que acabó pronto, y, ya con menos paciencia, tras un anciano que no solo tardó mucho en escribir su mensaje, sino que además estuvo un buen rato discutiendo sobre el precio. Al final, se fue refunfuñando para ponerse a la cola de quejas.
Por fin se acercaron al mostrador, donde, sin decir palabra, un huraño funcionario —un hombre de aspecto gris y mirada como de palomo agrio— les dio un formulario y un lápiz. Beetle presentó la solicitud, y después Septimus, con mucho cuidado, rellenó el formulario:
Destinatario: Marcía Overstrand, maga extraordinaria
Dirección: Último piso, Torre del Mago, Castillo, Pequeño País Húmedo al otro lado del mar
Remitente: Septimus Heap
Dirección del remitente: El Cerys, camarote 5, Dársena Doce, Mercado Fronterizo
Mensaje (solo una letra, espacio o signo de puntuación por casilla):
Querida Marcia. Llegado sano y salvo. Todos aquí. Todo bien pero regreso retrasado. Escupefuego muy cansado. Estamos en el barco de Milo. Aún no hemos salido, pero
LO HAREMOS LO ANTES POSIBLE. BESOS DE TU APRENDIZ SUPERIOR, Septimus. P. D.: Por favor, dile a la señora Beetle que Beetle está bien.
Servicio requerido (seleccionar solo uno):
Ordinario Expreso
Septimus rodeó con un círculo Expreso y le devolvió el formulario al hombre. El funcionario lo comprobó, frunció el ceño y, malhumorado, señaló con un dedo la casilla: Remitente.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Mi nombre —respondió Septimus, que había firmado con su habitual garabato ilegible y lleno de florituras.
El funcionario suspiró.
—Bueno, no es un mal principio, supongo. Entonces, ¿qué letras serían en realidad?
—¿Quiere que escriba otra vez mi nombre? —preguntó Septimus, tratando de no perder la paciencia.
—Mejor lo hago yo —le espetó el funcionario.
—De acuerdo.
—Bien, ¿cómo es?
—¿Cómo es el qué?
—Su nombre, hijo, ¿cuál es? Necesito saberlo para escribirlo aquí abajo, ¿lo ve? —dijo muy despacio el hombre después de suspirar otra vez.
Septimus comprendía ahora por qué la cola de reclamaciones era la más larga.
—Septimus Heap —respondió.
Con arduo trabajo el funcionario consiguió sacar un bote cola y pegar un pedazo de papel sobre tan ofensiva firma.
Luego hizo deletrear a Septimus tres veces su nombre, y lo escribió entre grandes aspavientos. Por fin acabó y tiró el mensaje dentro de una caja que decía: sellar y despachar. Un grato suspiro de alivio general acompañó a Septimus cuando pagó el coste del servicio y se alejó del mostrador.
—¡Oiga usted! ¡Septimus Heap —gritó alguien.
Septimus se dio media vuelta y vio al funcionario del mostrador de recibir que le hacía gestos.
—Tengo un mensaje para usted.
—¿Para mí? —Septimus se acercó al mostrador.
El funcionario del mostrador de recibir, antiguo lobo de mar, con una barba blanca y frondosa, era sin duda una gran mejora con respecto al funcionario del mostrador de enviar. El encargado sonrió.
—Es usted Septimus Heap, ¿verdad?
Septimus asintió, confundido.
—Sí, pero no estoy esperando ningún mensaje.
—Bueno, entonces es su día de su suerte —dijo el funcionario y le entregó a Septimus un pequeño sobre con su nombre impreso en él al estilo de la Oficina de Correos de las Palomas—, Firme aquí, por favor.
El ex capitán empujó un trocito de papel hacia Septimus, que lo firmó algo tímido y se lo devolvió al funcionario, que no hizo más comentarios.
—Gracias —dijo Septimus.
—De nada —respondió el funcionario con una sonrisa—, estamos abiertos hasta medianoche por si quiere enviar respuesta. El siguiente, por favor.
Septimus y Beetle se detuvieron bajo un farol, lo bastante alejado de la Oficina de Correos de las Palomas. Tras echar una ojeada para comprobar que no hubiera palomas posadas por allí arriba, Septimus abrió el sobre, que tenía las palabras OCP SOBRE DE SEGURIDAD MENSAJE NO ESTÁNDAR estampadas en rojo. Sacó un trozo de papel desgarrado y, mientras leía, en su rostro se fue formando una expresión de incredulidad.
—¿Qué dice? —preguntó Beetle.
—No lo entiendo, es una receta de sopa de col.
—Dale la vuelta —sugirió Beetle—, está escrito por el otro lado.
—¡Oh, oooh!, es de tía Zelda, pero ¿cómo sabe ella que?…
—¿Qué dice tía Zelda?
—«Querido Septimus: aquí te pongo las instrucciones de tu amuleto de mantente a salvo, olvidé dárselas a Barney Pot. No dudes en usarlo si lo necesitas. Será noble y leal. Con amor, tía Zelda».
»¡Oh! ¡Qué lata, qué lata, qué lata!
—¿Qué lata qué, Sep? —preguntó Beetle.
—El amuleto mantente a salvo. Un chiquillo llamado Barney Pot trató de dármelo, pero yo no quise aceptarlo. No iba a aceptar de un extraño un supuesto mantente a salvo y, mucho menos, después de haber cogido por error la piedra de la búsqueda de alguien a quien sí conocía.
—Pero no era de un extraño, era de tía Zelda —observó Beetle irritado.
—Esto lo sé ahora, pero entonces no lo sabía —respondió Septimus enfadado—, Barney nunca me dijo que fuera de parte de tía Zelda, solo me dijo que era de parte de una señora. Podría haber sido cualquiera.
—Bueno, ya verás cómo no tendrá importancia, Sep. No creo que lo necesites.
—Sí, supongo… pero parece que tía Zelda creyó que lo iba a necesitar. No sé por qué.
Beetle caminaba silencioso mientras regresaban al Cerys.
—¿Cuáles son exactamente esas instrucciones, Sep? —preguntó cuando se acercaban al enorme barco, ahora resplandeciente a la luz de los faroles de cubierta.
Septimus se encogió de hombros.
—¿Qué importa? De todos modos tampoco tengo el mantente a salvo.
A Beetle, a quien fascinaban los amuletos y todos sus misterios y que albergaba la esperanza de convertirse un día en el especialista en amuletos del Manuscriptorium, sí que le importaba, y mucho. Ante su insistencia, Septimus desplegó otro trozo de papel escrito con la más esmerada caligrafía de tía Zelda, como la que utilizaba para escribir las instrucciones del Chico Lobo. Mientras lo leía, Septimus iba poniendo cara de asombro.
—¿Qué dice, Sep? —preguntó, impaciente, Beetle.
—¡Diantres! Dice: «Septimus: úsalo bien y será tu fiel servidor para siempre jamás. Las instrucciones son las siguientes:
»1. Desprecinta la botella en un lugar bien ventilado, a poder ser que sea un gran espacio abierto.
»2. Si la desprecintas en el exterior, comprueba que la zona esté bien protegida del viento.
»3. Una vez el genio esté fuera de…».
—Un genio, ¡oh, Dios mío! —exclamó Beetle—, Tía Zelda va y te envía un mantente a salvo vivo. No puedo creerlo.
Septimus guardaba silencio. Leyó el resto de las instrucciones para sí con una horrible sensación de remordimiento.
—Un genio, no puedo creer que lo rechazaras —dijo Beetle—. ¡Oh, uau, menuda oportunidad!
—Ahora ya es demasiado tarde —le gruñó Septimus.
Dobló las instrucciones y se las guardó con sumo cuidado en el cinturón de aprendiz.
Beetle insistió con poco tacto.
—Siempre pensé en lo fantástico que sería tener un genio a mi entera disposición. Y ya nadie tiene ninguno, Sep, son increíblemente escasos. A la mayoría los dejaron salir y nadie sabe cómo recuperarlos hoy en día; salvo otro genio, claro, y no te lo van a decir. ¡Ufff, caray, vaya manera de perder una oportunidad!
Septimus ya había tenido suficiente. Se volvió hacia Beetle.
—Mira, tú mantén la boca cerrada, ¿quieres, Beetle? De acuerdo, no lo cogí, y sí, quizá fue una estupidez, fin de la historia.
—Oye, cálmate Sep, no he dicho que fuese una estupidez, pero mira… tal vez…
—Tal vez, ¿qué?
—Tal vez deberías enviar un mensaje a tía Zelda diciéndole que no lo aceptaste. Tía Zelda intentará que Barney Pot se lo devuelva cuanto antes. ¿Te imaginas que él va y lo abre?
Septimus se encogió de hombros muy malhumorado.
—Es importante, Sep —insistió Beetle—. Si tía Zelda lo había preparado para ti, había despertado al genio para contarle un montón de cosas sobre ti: todo sobre tu familia, tu aspecto, lo maravilloso que eres y lo privilegiado que sería el genio al poder servirte durante el resto de sus días, y bla, bla, bla. He visto una copia escrita de un despertar y es como un auténtico contrato legal, y si la otra parte del contrato no está presente, entonces el genio puede considerarse liberado. O sea, que si ese chico Barney se pone a curiosear y suelta al genio, va a ser un grave problema. El genio será libre para causar estragos, y puedes apostar a que lo hará. La única persona que tal vez podría controlarlo sería quien lo hubiera despertado.
—Tía Zelda —dijo Septimus.
—Así es. Tienes que decírselo, Sep.
Septimus y Beetle habían llegado al Cerys. Un marinero de uniforme blanco inmaculado saludó a Septimus con una reverencia cuando puso el pie en la pasarela. Y volvió a repetir el saludo cuando Septimus decidió de repente volver sobre sus pasos.
—De acuerdo. —Septimus suspiró—. Tienes razón, iremos a enviarle un mensaje. Y si ese funcionario vuelve a hacerse el gracioso le…
Beetle cogió del brazo a Septimus.
—Sí, Sep —dijo—. Yo también le…