~~ 15 ~~

El Cerys

Septimus se levantó a la mañana siguiente, convencido de que Marcia le llamaba. Se sentó muy erguido, con los pelos de punta y su nombre resonando en los oídos. ¿Dónde estaba? Y entonces se acordó.

Recordó haber subido a bordo del Cerys y a Jenna abrazándole sin dejar de reír. Recordó que Jenna le había cogido de la mano y le había presentado a un hombre alto, de cabellos oscuros, al que reconoció como padre de Jenna, Milo Banda, y cayó en la cuenta de que el Cerys era su barco; por eso le resultaba familiar.

¡Y menudo barco!

Jenna se lo había enseñado llena de orgullo y recordó que, a pesar del cansancio, le había asombrado aquella impresionante opulencia. Los brillantes colores y los dorados de pan de oro centelleaban a la luz de las antorchas, la pulcritud de las incontables maromas, la riqueza de la madera, el intenso brillo del bronce y la inmaculada tripulación en sus uniformes relucientes trabajando en silencio al fondo.

Al final, Jenna se percató de lo cansado que estaba y lo llevó hasta una escotilla alta con puertas doradas. Un tripulante, como caído del cielo, les abrió las puertas y les hizo una reverencia mientras descendían a la cubierta inferior. Recordó que Jenna le había acompañado por unos escalones anchos y pulidos hasta una habitación revestida de paneles de madera iluminada por un bosque de candelas, y luego los gritos de emoción, la sonrisa amplia de Beetle, que le propinó un puñetazo en el brazo y le dijo: «¡Qué pasa, Sep!». El abrazo de oso que le dio Nicko, que lo levantó en volandas, solo para demostrarle que seguía siendo su hermano mayor, y la tímida sonrisa de Snorri, custodiada por Ullr. Y ya no recordaba nada más.

Septimus miró alrededor de su camarote medio adormilado. Era un camarote pequeño pero muy cómodo; la litera era mullida, amplia y se hallaba cubierta de una montaña de cálidas mantas. Un haz circular de luz solar entraba a través de un gran ojo de buey de bronce, por el que Septimus podía ver el centelleo azul del agua y la forma oscura de la escollera recortada contra el mar. Se tumbó y contempló los cambiantes dibujos de la luz que se reflejaban en el pulido techo de madera y se sintió complacido de que Marcia no estuviera llamándole. Septimus, que era madrugador por naturaleza, se alegraba de haber podido dormir hasta tarde, le dolían todos los huesos por los efectos de los dos largos vuelos de dragón en tan poco tiempo. En aquel estado de letargo, se preguntó cuántos kilómetros habrían recorrido Escupefuego y él, y de repente se sentó otra vez en la cama muy tieso: ¡Escupefuego!

Septimus se puso la túnica y salió del camarote en treinta segundos contados. Corrió por el pasillo de madera y se dirigió hacia una escalerilla que a su vez conducía hacia un tramo de escalones que llevaban hasta una escotilla abierta desde la que se veía el cielo azul. Subía a toda velocidad, sus pasos resonaban sobre las tablas de madera, y de repente se dio de bruces con Jenna y ambos cayeron hacia atrás.

Jenna se levantó y ayudó a Septimus a ponerse en pie.

—¡Sep! —exclamó—. ¿A qué viene tanta prisa?

—¡Escupefuego! —dijo Septimus, que no quería perder tiempo en explicaciones. Volvió a ponerse en marcha, subió los escalones escopetado y salió a la cubierta.

Jenna le seguía de cerca.

—¿Qué pasa con Escupefuego? —preguntó cuando le dio alcance. Septimus sacudió la cabeza y se disponía a apretar a correr cuando Jenna le sujetó por la manga y le dirigió su mejor mirada de princesa—. Septimus, ¿qué pasa con Escupefuego? ¡Dímelo!

—Lo dejé en la arena dormido con la marea alta, ¡ay, jolines!, hace horas —balbuceó Septimus.

Se zafó de Jenna de un tirón y cruzó la cubierta como un rayo, en dirección a la pasarela. Jenna, que era más rápida que Septimus, se había plantado delante de él bloqueándole la pasarela.

—Jen! —protestó Septimus—, ¡Apártate de mi camino! ¡Por favor, tengo que encontrar a Escupefuego!

—Bueno, ya lo has encontrado; o, mejor dicho, él te ha encontrado a ti. Está aquí, Sep.

—¿Dónde? —Septimus miró a su alrededor—. No lo veo.

—Ven, te lo enseñaré.

Jenna cogió a Septimus de la mano y lo llevó por la cubierta recién baldeada hasta la popa del barco. El dragón dormía plácidamente con la cola enroscada sobre la borda y la púa del extremo descansando en el agua. En el muelle se había formado un grupo de extáticos admiradores, miembros del Club de Avistadores de Dragones del Mercado Fronterizo, un club que se había constituido hacía muy poco tiempo, más con la esperanza que con la convicción de ver algún día un dragón.

—Apareció anoche, justo después de que te quedaras dormido —explicó Jenna sonriendo—. Estabas tan traspuesto que ni siquiera te despertaste cuando aterrizó. Y aterrizó con un topetazo tan fuerte que todo el barco se balanceó, como si fuera a hundirse. La tripulación estaba como loca, pero cuando lo que les expliqué que mi dragón…

—¿Tu dragón? —objetó Septimus—, ¿Dijiste que era tu dragón?

Jenna parecía avergonzada.

—Bueno, yo soy la copiloto de Escupefuego, Sep. Y sabía que, si decía que era mío, no habría ningún problema. Porque, bueno… —Jenna se interrumpió y sonrió—. Cualquier cosa que yo haga en este barco está bien. Mola, ¿no?

Septimus no estaba tan seguro.

—Pero es mi dragón, Jen.

—¡Anda, no seas tonto, Sep! Ya sé que es tu dragón. Les diré que es tu dragón si quieres, pero no fui yo quien lo dejó en la playa cuando se avecinaba la marea alta.

—Había marea baja.

Jenna se encogió de hombros.

—Lo que tú digas. Da igual, el cocinero ha ido a tierra a buscar algunos pollos y algo más para su desayuno. ¿Quieres desayunar tú también?

Septimus asintió y, algo malhumorado, siguió a Jenna a la cubierta inferior.

El día a bordo del Cerys no transcurrió a gusto de Septimus. Esperaba que, una vez más, le dieran la bienvenida como a un rescatador, pero se encontró con que Milo Banda le había robado el papel y nadie parecía interesado lo más mínimo en volver volando a casa a lomos de Escupefuego. Estaban planeando, en cambio, volver a casa navegando «con estilo», como dijo Jenna. «Y sin ese apestoso olor de dragón», había añadido Beetle.

Después de un tedioso desayuno con Milo y Jenna, que pasó oyendo el relato de las recientes hazañas de Milo y la emoción que sentía por el «formidable cargamento» que esperaba de un momento a otro, Septimus deambulaba por la cubierta. Se alegró de encontrarse con Nicko y Snorri, que estaban sentados con las piernas colgando de una amura del barco, mirando el mar. Ullr, en su guisa diurna de gatito anaranjado, dormía a la cálida luz del sol. Septimus se sentó al lado de ellos.

—Hola, Sep —dijo Nicko tranquilamente—. ¿Has dormido bien?

—Sí. Demasiado bien. Me olvidé de Escupefuego —respondió Septimus con un gruñido.

—Estabas muy cansado, Septimus —dijo Snorri—. A veces es bueno descansar profundamente. Y Escupefuego está a salvo. El también duerme, creo.

Y cuando decía eso un ronquido estruendoso sacudió la cubierta y Septimus se echó a reír.

—Me alegro mucho de verte, Nik —dijo.

—Yo también, hermanito.

—Pensé que podríamos volver en Escupefuego hoy mismo un poco más tarde, ¿no?

Nicko tardó un rato en responder. Y cuando lo hizo no fue lo que Septimus quería oír.

—No, gracias, Sep. Snorri y yo volveremos a casa navegando en el Cerys con Milo. He pasado algún tiempo lejos del mar.

—Pero, Nik, no puedes —objetó Septimus.

—¿Por qué no? —Nicko parecía molesto.

—Mamá quiere tenerte cuanto antes en casa sano y salvo, Nik. Le prometí que te llevaría de vuelta en Escupefuego.

Septimus había imaginado el regreso a casa un montón de veces; la emoción de aterrizar en su dragón sobre los prados del Palacio, Sarah y Silas corriendo para saludarles, Alther y Marcia también, e incluso tía Zelda. Era algo que había estado anhelando, el final de la búsqueda de Nicko que él y Jenna habían empezado lo que parecía tanto tiempo atrás. De repente se sintió decepcionado.

—Lo siento, Sep —dijo Nicko—, Snorri y yo tenemos que hacer esto. Necesitamos tiempo para acostumbrarnos a las cosas. No quiero ver a mamá todavía. No quiero tener que contestar a todas sus preguntas y parecer feliz y educado con todos. Y a papá no le importará esperar, yo sé que no. Solo…

solo necesito tiempo para pensar. Tiempo para ser libre, tiempo para mi, ¿de acuerdo?

Septimus no estaba de acuerdo en absoluto, pero le pareció mezquino decirlo. Así que no dijo nada, y Nicko no añadió nada más. Septimus se sentó con Nicko y Snorri un rato, mirando el mar, preguntándose sobre el cambio que había experimentado su hermano. No parecía él. Nicko era lento y pesado, como si las manecillas de su reloj se movieran más despacio, y no parecía importarle demasiado lo que los demás sintieran, pensó Septimus. Y ni él ni Snorri parecían tener necesidad de hablar, lo que era raro; Nicko siempre había tenido algo que decir, aunque fuera un completo disparate. Septimus añoraba al antiguo Nicko, el Nicko que reía cuando no debía reírse y decía cosas sin pensar. Ahora notaba como si Nicko tuviera que pensar durante horas antes de decir algo, algo serio y bastante aburrido. Al cabo de un rato sentado en silencio, Septimus se levantó y se puso a pasear. Ni Nicko ni Snorri parecieron notarlo.

Esa misma tarde, después de un almuerzo en el que tuvo que oír más historias de navegante de Milo, Septimus estaba sentado con aire taciturno en la cubierta, reclinado sobre Escupefuego, que aún dormía. De hecho, aparte de tragarse media docena de pollos, un saco de salchichas y la mejor sartén del cocinero, el dragón no había hecho nada más que dormir desde que había llegado al Cerys. Septimus había cargado al dragón con las alforjas, más con el deseo que con la convicción de que podrían marcharse, y ahora se sentaba reclinado contra las escamas del dragón, calentado por el sol mientras notaba el lento subir y bajar de la respiración del animal. Contemplaba con aire taciturno la escollera de la dársena que los rodeaba. Era un día nítido y soleado, soplaba una ligera brisa, un tiempo perfecto para el vuelo de dragón, y estaba impaciente por despegar. Había intentado despertar a Escupefuego con todas sus fuerzas, pero sin éxito. Ni siquiera los trucos infalibles de soplarle la nariz funcionaban. Septimus, malhumorado, chutó un rollo perfecto de maroma roja brillante y se hizo daño en el dedo gordo del pie. Quería montarse en Escupefuego en ese mismo instante y volver a casa solo. Nadie se enteraría. Si su estúpido dragón se despertara de una vez…

—¡¿Qué pasa, su excelencia aprendiz superior?! —sonó la alegre voz de Beetle.

—¡Uy, qué divertido! Hola, Beetle… jopeta, ¿de qué vas vestido? —preguntó Septimus.

Beetle se sonrojó, —¡Vaya! Te has dado cuenta.

Septimus repasó con la mirada la nueva adquisición de Beetle: una chaqueta corta azul marino adornada con una plétora de galones y trencillas de oro.

—Es difícil no darse cuenta —respondió—, ¿Qué es eso?

—Una chaqueta —dijo Beetle un poco enojado.

—¿Qué? ¿Una chaqueta de capitán?

—Bueno, no. En realidad es de almirante. En la tienda hay muchas si quieres una…

—Hummm, no, gracias, Beetle.

Beetle se encogió de hombros. Rodeó con suma cautela el morro de Escupefuego y miró a Septimus con una sonrisa, que se desvaneció en cuanto vio el gesto de Septimus.

—¿Escupefuego está bien? —preguntó.

—Sí.

—Entonces, ¿qué pasa? —preguntó Beetle, acomodándose al lado de Septimus.

Septimus se encogió de hombros.

Beetle miró a su amigo con una expresión burlona.

—¿Te has peleado con Nicko o qué?

—No.

—Bueno, no me sorprendería si te hubieras peleado. Está un poco tenso, ¿no crees?

—Está cambiado —opinó Septimus— Ya no es como el Nik de antes. E incluso Jenna está rara, con esos aires principescos, como si fuera la dueña del barco.

Beetle se echó a reír.

—Eso probablemente es porque es la dueña del barco.

—No es suyo. Es de Milo.

—Era el barco de Milo. Hasta que se lo regaló a ella.

Septimus contempló a Beetle boquiabierto.

—¿Qué, todo el barco?

Beetle asintió.

—Pero ¿por qué? —preguntó Septimus.

—No lo sé, Sep. ¿Porque es su padre? Supongo que eso es lo que hacen los padres. —Había nostalgia en el tono de Beetle—. Pero si me preguntas mi opinión, ha sido para ganarse a Jenna.

—¡Ah! —contestó Septimus, pareciéndose mucho a Silas.

—Sí. Fue raro, ¿sabes? Una auténtica coincidencia. Nos topamos con Milo cuando salimos a cenar. Se mostró entusiasmado de ver a Jenna, pero yo me di cuenta de que Jenna no sentía lo mismo. Luego, cuando Milo descubrió que estábamos acampados en una vieja, ruinosa y maloliente cabaña de pescadores, insistió en que nos quedáramos con él. Nicko y Snorri tenían muchas ganas de aceptar, ya sabes lo que le encantan los barcos y esas cosas a Nicko, pero Jenna rechazó su oferta. Dijo que estaríamos perfectamente bien en la cabaña de pescadores.

—Bueno, y era cierto —intervino Septimus, creyendo que aquello era la primera cosa sensata que había oído de Jenna desde hacía un buen rato.

Beetle hizo una mueca.

—De verdad, Sep, aquello era horrible. Apestaba a pescado podrido, tenía un agujero enorme en el tejado, además estaba empapado de agua y me caí a través de las tablas podridas del suelo y me quedé allí colgado una eternidad.

—¿Y qué pasó para que Jen cambiase de idea? —preguntó Septimus. Pero luego él mismo respondió a su propia pregunta—. Supongo que Milo le regalaría el barco, para que viniera a quedarse con él.

Beetle asintió.

—Sí. Eso es.

—¿Y ahora Jen va a volver en barco a casa con él?

—Bueno, sí. Es su padre, supongo, pero mira, Sep, si quieres que te acompañe en el viaje de vuelta, a mí me encantaría ir contigo.

—¿A lomos de un dragón maloliente?

—Sí. Bueno, es maloliente, tienes que admitirlo.

—No, no es maloliente. No sé por qué todo el mundo me sale con esas, en realidad yo no lo encuentro maloliente.

—De acuerdo, de acuerdo, pero me gustaría volver contigo, en serio.

—¿De verdad?

—Sí. ¿Cuándo quieres que nos marchemos?

—En cuanto Escupefuego se despierte. Este barco está empezando a cargarme. Y si Jen quiere quedarse en su barco, que se quede. Lo mismo que Nicko y Snorri.

—Jenna no querrá quedarse —dijo Beetle con esperanza—. Nunca se sabe. En realidad querrá volver volando en Escupe-fuego.

Septimus se encogió de hombros.

—¡Quién sabe!

Escupefuego seguía durmiendo. Por la noche Septimus había abandonado cualquier esperanza de partir aquel día y se había resignado a pasar otra noche en el Cerys. Beetle y él estaban reclinados en la borda, observando cómo se avecinaba con sigilo el crepúsculo. Por todas partes empezaban a brillar puntitos de luz, a medida que en los barcos se encendían los faroles y las tiendas y las fondas del muelle empezaban a abrirse para el comercio nocturno. Los sonidos de los quehaceres diurnos se iban acallando. Los golpes sordos y los porrazos de los cargamentos que transportaban arriba y abajo habían cesado, y los gritos de los estibadores se habían amortiguado hasta convertirse en una tranquila cháchara mientras se preparaban para marcharse a sus casas. Algo rondaba la mente de Septimus.

—Le prometí a Marcia que volvería hoy a medianoche —comentó—, pero no podrá ser. Es lo primero que le prometo como aprendiz superior y he roto mi promesa.

—Es duro estar en la cima —dijo Beetle con una sonrisa.

—¡Oh, basta ya, Beetle! —le soltó Septimus.

—¡Cuidadín, Sep! Mira, reconozco que te has ganado esos galones púrpura y mucho más, ¿de acuerdo?

—De acuerdo.

—Además, aún no es medianoche —dijo Beetle sacando su queridísimo reloj—, Y aún falta una eternidad para que sea medianoche en el Castillo.

—Da lo mismo. Aun así no volveré a tiempo.

—Bueno, dile que te has retrasado. Marcia lo comprenderá.

—¿Y cómo voy a avisarla antes de medianoche?

—Es fácil —dijo Beetle—. Envíale una paloma.

—¿Qué?

—Envíale una paloma del Mercado Fronterizo. Todo el mundo lo hace. Son muy rápidas, sobre todo si se usa el servicio exprés.

—Supongo que tendré que hacer eso —respondió Septimus—. Lo cierto es que Marcia confía en mí ahora. No quiero decepcionarla.

—Sí, lo sé. Vamos. Te enseñaré dónde está la Oficina de Correos de las Palomas.