El mercado fronterizo
Septimus llegó a lo alto de la escalera y echó un vistazo a su alrededor. La pareja que discutía se había marchado y el muelle estaba desierto.
Se hallaba en penumbra, iluminado solo por una gran antorcha que ardía en lo alto de un poste, delante de una hilera de cabañas de madera muy altas y estrechas en el fondo del muelle. A pesar de las ráfagas de viento y lluvia que azotaban el muelle de vez en cuando, la llama de la antorcha ardía de manera constante detrás de un grueso escudo de cristal y proyectaba un charco de mortecina luz amarilla sobre los adoquines. Septimus recordaba que la antorcha señalaba la entrada del callejón hasta el que Nicko los había arrastrado a todos dos días antes. Sonriendo ante la idea de que pronto volvería a ver a su hermano, Septimus se cargó las alforjas al hombro y se encaminó hacia la antorcha, sorteando el revoltijo de barriles y baches que plagaban el muelle.
Llegó hasta la antorcha y entró en el callejón. La antorcha dibujaba una sombra alargada y parpadeante delante de él. Al doblar una angulosa esquina se sumió en la oscuridad, pero solo durante unos segundos. Pronto el Anillo del Dragón que llevaba en el índice empezó a refulgir y a iluminar el camino. Con las alforjas balanceándose de manera incómoda en el hombro, Septimus dobló otra esquina y se detuvo fuera de una cabaña exigua y maloliente de cuatro plantas cuya puerta se había roto hacía poco y estaba atada con una cuerda. Septimus dejó las pesadas alforjas en el suelo y levantó la mirada hacia los pequeños ventanucos cuyos cristales, cuando los tenían, estaban rotos. Estaba seguro de que aquella era la cabaña, pero allí no había nadie; las ventanas estaban a oscuras, y el lugar, en silencio y desierto. Septimus sintió una repentina punzada de preocupación, hasta que algo captó su atención: un pedazo de papel clavado en la puerta. Reconoció la larga y florida caligrafía de Jenna. La nota decía así:
Sep:
¡Espero que hayas tenido un buen vuelo! Estamos en el CERYS,un barco grande en la Dársena Doce. ¡¡¡Hasta luego!!!
Besos,
Jen
Septimus sonrió feliz al ver los signos de exclamación de Jenna y luego frunció el ceño. ¿Cómo se suponía que tenía que llegar hasta la Dársena Doce?
Al cabo de media hora Septimus frunció aún más el ceño. Había luchado contra el viento que le zarandeaba y un repentino aguacero en el largo puente descubierto que cruzaba la boca del canal ancho, y ahora había llegado hasta un imponente portalón de madera que se abría al final del puente y marcaba la frontera de la Dársena Cuatro. Al otro lado de la puerta Septimus podía oír el bullicio de la dársena. Se disponía a empujar cansinamente la puerta para abrirla cuando, para su sorpresa, un hombre salió de una garita de centinela que Septimus había tomado por una especie de tienda.
—Quieto ahí, nene. Antes de entrar debes leer el letrero.
El hombre, vestido con un uniforme azul oscuro de marino salpicado de grandes botones de oro, señaló un enorme letrero clavado en la pared. Estaba iluminado por dos faroles de bronce y escrito con grandes letras rojas en varios idiomas.
Septimus hizo una mueca de desaprobación. No le gustaba que le llamaran «nene»; estaba acostumbrado a que se dirigieran a él con más respeto.
—Y ya puedes ir borrando esa mueca de tu cara —gruñó el hombre—. Lee el cartel, de arriba abajo, o ya puedes volver por donde has venido. ¿Lo entiendes?
Septimus asintió sin demostrar ninguna emoción. Por muchas ganas que tuviera de mandar al hombre a hacer puñetas, tenía que llegar a la Dársena Cuatro y entrar en la Red de Dársenas Grandes. Se volvió hacia el cartel.
Dársena Cuatro ¡ATENCIÓN!
Estás saliendo de la Dársena Tres, la última de las Dársenas Pequeñas (DP), y entrando en la Red de Dársenas Grandes (RDG).
Al pasar por esta puerta admites tu conformidad con las Reglas (R)
de la Asociación de Dársenas Grandes del Mercado Fronterizo
(ADGMF)
y aceptas obedecer todas las instrucciones dictadas por los Funcionarios, Grupos o Sociedades de la Dársena (FGSD)
Aquello iba seguido por una larga lista, cada línea empezaba por la palabra «NO» escrita en letras mayúsculas rojas. A Septimus no le gustaban las listas escritas en rojo que empezaban por la palabra «NO»; le recordaban al Ejército Joven. Pero, bajo la mirada escrutadora del funcionario, la leyó de cabo a rabo.
—Vale —dijo cuando llegó al final—. Estoy de acuerdo.
—No lo has leído —objetó el funcionario.
—Leo rápido —replicó Septimus.
—No te hagas el listillo conmigo —dijo el hombre—. Acaba de leerlo.
—Ya he acabado. Así que no te hagas el listillo conmigo —dijo Septimus lanzando la advertencia al viento.
—De acuerdo. No puedes pasar —le espetó el funcionario.
—¿Qué?
—Ya lo has oído. Tienes prohibida la entrada a la RDG. Como he dicho, ya puedes volver por donde has venido.
Septimus sintió un repentino arranque de ira. Levantó el brazo derecho y señaló sus dos galones de aprendiz superior, las orlas que despedían un mágico brillo púrpura a la tenue luz de la linterna.
—Estoy aquí en visita oficial —dijo Septimus muy despacio, intentando no demostrar su ira—. Esta es la insignia de mi cargo. No soy quien usted ha creído que soy. Si le tiene aprecio a su trabajo, le aconsejo que me deje entrar.
La autoridad con la que Septimus habló confundió al funcionario, y el resplandor mágico de sus bocamangas le desorientó. Como respuesta abrió la puerta y, mientras Septimus la cruzaba, el funcionario le hizo una reverencia inclinando de manera casi imperceptible la cabeza. Septimus se percató, pero no le correspondió. El hombre cerró la puerta y Septimus entró en la Dársena Cuatro.
Aquello era otro mundo. Septimus lo contemplaba asombrado, estaba hasta los topes. Se trataba de una dársena de verdad, con aguas profundas y barcos grandes. Iluminada al menos por veinte antorchas, era un hervidero de gente. Un gran pesquero se hallaba en pleno proceso de descarga y dos altos barcos estaban siendo aprovisionados. Le invadió una sensación casi sobrecogedora de cansancio; ¿cuánto tiempo más tendría que abrirse paso entre la multitud? Depositó un momento las pesadas alforjas sobre los adoquines, y deseó haberlas dejado con Escupefuego.
—No te quedes ahí en medio bloqueando el paso, chico. Hay gente que tiene que hacer su trabajo —dijo una voz fuerte a su espalda.
Septimus se hizo a un lado olvidando las alforjas. Un fornido pescador que llevaba una montaña de cajas de pescado en precario equilibrio le empujó para pasar, tropezó con las alforjas y el contenido de las cajas voló por los aires. En medio de una lluvia de arenques, acompañada por un torrente de palabras airadas que no había oído nunca antes, Septimus levantó las alforjas y desapareció entre la multitud. Cuando miró hacia atrás, la multitud se había cerrado en torno a él y el pescador se perdió de vista. Septimus sonrió. A veces las multitudes sirven para algo. Respiró hondo y empezó a abrirse paso a empujones hacia el muelle de la Dársena Cuatro, hasta que por fin llegó a la puerta de la Dársena Cinco. Para su alivio, aquella puerta no estaba custodiada, aunque la acompañaba el mismo letrero dominante. Septimus hizo caso omiso del letrero y entró en la Dársena Cinco.
Una hora más tarde Septimus se encontraba muy cerca de alcanzar su objetivo. Se hallaba ante un cartel que le informaba que estaba saliendo de la Dársena Once y a punto de entrar en la Dársena Doce. Septimus estaba agotado y, en aquel momento, muy enfadado con Jenna. ¿Por qué tenía que subir pavoneándose en un barco muy ostentoso? ¿Por qué no le habían esperado en la cabaña de pescadores como habían quedado? ¿No se habían parado a pensar que él podría estar cansado después de un vuelo tan largo? Había tenido que atravesar ocho dársenas hasta dar con ellos, y no había resultado fácil. Algunas se hallaban repletas de gente no siempre dispuesta a ceder el paso a un chico desaliñado, cargado con unas grandes alforjas. Una de las dársenas estaba desierta, a oscuras y tapizada de un entramado de sogas por las que había tenido que abrirse paso como si fuera un caballito de circo; dos estaban obstaculizadas por un laberinto de barriles y cajas empaquetadas, y muchas se habían mostrado abiertamente hostiles.
Con los nervios de punta, Septimus se detuvo a hacer un balance de la situación. La Dársena Doce parecía la más difícil de todas. Era la más grande hasta el momento y hervía de actividad. Mientras atisbaba a través del trajín y el bullicio del muelle, vio un bosque de mástiles altos con sus velas plegadas que rugían en el cielo de la noche, iluminados por la hilera de antorchas resplandecientes que se alineaban en el borde del agua. La luz de las antorchas alumbraba la escena con un fulgor anaranjado intenso, convirtiendo la noche en un terciopelo índigo profundo y transformando la lluvia que caía en una lluvia de diamantes.
La Dársena Doce producía una sensación de riqueza y pompa que Septimus no había encontrado en las dársenas anteriores. Había funcionarios por todas partes, y cada uno parecía lucir más galones dorados que el anterior. Vestían túnicas cortas azul marino de las que emergían piernas enfundadas en leo-tardos de tela dorada y calzaban botas pesadas festoneadas por un sinfín de hebillas de plata. Pero lo que atrajo sobremanera la atención de Septimus fueron las pelucas; bueno, seguro que eran pelucas, pensó Septimus, pues nadie podía tener tanto pelo como para hacerse aquellos complicados peinados. Algunas medían casi medio metro de alto. Eran de un blanco resplandeciente y hacían gala de todo tipo de rizos, rodetes, trenzas y coletas, y todas presentaban una gran insignia dorada no muy distinta de las escarapelas que Septimus había visto decorando el establo del caballo de Jenna, Domino. Septimus sonrió, imaginando por un momento a los funcionarios dispuestos en círculo en un concurso para ver quién era «el funcionario con el morro más fino» y «el funcionario que a los jueces les gustaría más llevarse a su casa».
Septimus no quitaba ojo, haciendo acopio de energía para abrirse paso entre la muchedumbre. No tenía ni idea de qué clase de barco era el Cerys, aunque cuanto más lo pensaba, más familiar le sonaba el nombre. Respiró hondo, recogió las alforjas, que parecían cargadas de piedras, y se adentró entre la multitud. Al cabo de un momento, un par de estibadores lo apartaron a un lado de un fuerte empellón para dejar paso a una mujer alta envuelta en ropajes de oro. Miraba hacia delante de manera desdeñosa, sin ver nada salvo el hermoso pájaro multicolor que llevaba en lo alto de su muñeca como un farol. Septimus había aprendido a abrirse paso a través de la multitud en la hora anterior, y aprovechó su oportunidad. Muy rápido, antes de que la muchedumbre volviera a cerrarse, se colocó detrás de la mujer y caminó a su zaga, con mucho cuidado de no pisarle la cola del brillante vestido.
Al cabo de unos minutos, Septimus contempló a la mujer ascender por la pasarela de un barco muy engalanado de tres mástiles, casi el más grande de la dársena, según creía. De hecho, solo el de su derecha parecía más grande y es posible que más engalanado. Debilitado de cansancio, Septimus se detuvo bajo un pebetero dorado y miró la larga hilera de barcos, amarrados de proa a popa, que desaparecía en la noche. Parecía no tener fin, y algunos tenían dos o tres barcos amarrados a un costado, que se perdían hacia el exterior del puerto. Le asaltó una sensación de impotencia; había tantos barcos… ¿cómo iba a encontrar al Cerys? Y suponiendo que el Cerys fuera uno de los barcos amarrados en la parte exterior de otro barco, ¿cómo se llegaba hasta ellos? ¿A la gente no le importaba que uno cruzara caminando por su barco? ¿Dónde se suponía que tenía que preguntar? ¿Y si decían que no? Un centenar de preguntas inquietantes inundaron su mente. Septimus estaba tan inmerso en sus cuitas que no oyó que alguien le llamaba por su nombre.
—¡Septimus! ¡Sep… ti… mus! —Y luego con más apremio—. ¡Sep, pedazo de sordo, estamos aquí!
Fue la palabra «pedazo de sordo» la que le llamó la atención por encima del rugido de la multitud. Solo una persona le llamaba así.
—Jen! ¡Jen!, ¿dónde estás? —Septimus miró a su alrededor buscando a la propietaria de esa voz.
—¡Aquí! ¡Aquííí, no, aquí!
Y entonces Septimus la vio, inclinada sobre la proa del enorme y ricamente engalanado barco de la derecha, saludándole con la mano y esbozando una sonrisa amplia. Septimus sonrió aliviado, y todo el fastidio de las horas previas desapareció. «Muy propio dejen encontrar plaza en el mejor barco del puerto», pensó. Septimus se abrió paso entre el pequeño nudo de gente que se había concentrado para mirar la hermosa mujer de cabello oscuro tallada en el mascarón de proa del Cerys y, consciente de las miradas envidiosas, se acercó al marino con librea que estaba de guardia en el extremo de la pasarela.
El marino le hizo una reverencia.
—¿Septimus Heap, señor? —le preguntó.
—Sí —respondió con gran alivio.
—Bienvenido a bordo, señor —dijo el marino y le saludó.
—Gracias —dijo Septimus.
Y entonces de repente recordó algo que le había dicho Nicko; se creía que traía mala suerte subir a bordo de un barco por primera vez sin dar algún tipo de ofrenda, así que se metió la mano en los bolsillos de la capa y sacó lo primero que le vino a la mano: un arenque.
Depositó el arenque en la mano del marino, se cargó las alforjas al hombro y subió tambaleándose por la plancha, dejando al marino y al pescado mirándose el uno al otro, perplejos y divertidos.