En las brasas
Simón yacía en el pedregoso lecho del Puerto a casi cinco metros de profundidad, preguntándose por qué había decidido tumbarse en un lugar tan incómodo y tan húmedo.
Miró hacia arriba como en sueños, a través del opaco verde borroso.
Por encima de él, a lo lejos, los oscuros cascos de los barcos de pesca se movían perezosamente en el oleaje, largos zarcillos de algas marinas ondeaban desde sus quillas cubiertas de percebes. Una anguila cruzó ante sus ojos y unos pocos peces curiosos le mordisquearon los dedos de los pies En sus oídos el susurro del mar se mezclaba con el traqueteo de los cantos del lecho del Puerto y el distante ruido sordo de los saltos de los cascos de los barcos más arriba. Todo aquello era muy extraño, pensó, mientras observaba la túnica enrollarse a su alrededor en las frías corrientes de la marea entrante.
Simón no sentía necesidad de respirar. El oscuro arte de la suspensión submarina, algo que los viejos huesos de DomDaniel le habían hecho practicar cada día hundiendo la cabeza en un cubo de agua, se había activado de manera automática. Simón sonrió para sí mientras poco a poco iba percatándose de lo que estaba haciendo. «A veces —pensó—, un arte oscuro resulta muy útil»: le gustaba la sensación de tener el control absoluto, pero… Simón frunció el ceño y unas burbujas salieron de sus cejas y subieron remoloneando a la superficie. Pero aquel no era el motivo por el que se encontraba allí abajo. Tenía que hacer algo, algo importante. ¡Lucy!
Ante la idea de Lucy, el control oscuro de Simón le abandonó. Sintió un repentino dolor en los pulmones, acompañado de una imperiosa necesidad de respirar. Presa del pánico, Simón intentó separarse de un empujón del lecho del río, pero no consiguió moverse. La túnica… estaba enganchada… pero dónde… ¿dónde?
Con dedos nerviosos y fríos, Simón tiró del deshilachado dobladillo de la túnica para liberarla de la punta de una vieja áncora y, con los pulmones ansiosos por llenarse de aire, dio una fuerte patada al lecho pedregoso del puerto para tomar impulso hacia arriba. Gracias a la capacidad de flotación se propulsó muy deprisa hacia lo alto y, al cabo de unos segundos, salió a la superficie del puerto como un corcho de una botella, para sorpresa de la muchedumbre que se había congregado allí con presteza.
En realidad la muchedumbre no se había convocado para ver a Simón, pero cuando la cabeza de Simón cubierta de algas apareció de repente tosiendo y escupiendo, enseguida dirigieron su atención de Linda y su tablín a Simón. Y mientras la multitud observaba a Simón nadar hasta los escalones y subir, con la túnica empapada, los símbolos oscuros resaltaron contra el tejido oscurecido por el agua y sus ojos verdes centellearon de un modo que algunas de las observadoras del género femenino encontraron bastante interesante, Linda aprovechó su oportunidad. Tranquilamente levantó el tablín y se esfumó.
Linda no tuvo una buena acogida cuando se detuvo en seco con un chirrido en el borde del Muelle. Un coro de gente se había convocado rápidamente, la mayoría votaba por tirarla al Puerto. El Aquelarre de Brujas del Puerto no era popular en el Puerto y, cuando Linda se escabulló con sigilo por el Recodo de las Tripas de Pescado, supo que se había salvado por los pelos. El agua salada y la brujería oscura no se llevan bien. Una bruja tan metida en la oscuridad como Linda correría el peligro de disolverse en un charco de limo oscuro en cuestión de segundos en contacto con el mar, y ese es uno de los motivos por el que nunca veréis llorar a una bruja oscura. Lucy Gringe se había aprovechado de ese hecho y había apostado a que Linda no se atrevería a usar el tablín por encima del agua… y había acertado.
Pero Lucy aún no había escapado de la temible Linda. Mientras el Merodeador zarpaba del Puerto, Lucy empezó a caer en la cuenta de que —como su madre habría dicho— aquello era salir del fuego para caer en las brasas. Lucy y el Chico Lobo se encontraban a bordo de uno de los más horribles barcos del Puerto, capitaneado por uno de los más desagradables y supersticiosos patrones. Si había algo que aquel capitán detestaba era llevar mujeres a bordo, en especial una mujer con trenzas. A Theodophilus Fortitude Fry, capitán del Merodeador, no le gustaban las mujeres, ni las chicas, con trenzas. Theodophilus Fortitude Fry había sido el menor de ocho hermanas, y todas llevaban trenzas. Y la mayor y más mandona las llevaba, con cintas a raudales, como Lucy.
Y por eso el capitán Fry supervisó a sus inesperados pasajeros con una expresión de consternación, y su grito de «¡Arrojadlos por la borda! ¡Ahora mismo!» era quizá comprensible, pero no para Lucy ni para el Chico Lobo. A ellos, y a Lucy en particular, les pareció algo muy poco razonable.
Solo había dos miembros de la tripulación a bordo del Merodeador. uno era el hijo del patrón, Jakey Fry, un muchacho pelirrojo con un sinfín de pecas y unos ojos verdes acuosos como el mar. Llevaba el cabello corto y ponía una expresión de preocupación constante. Jakey tendría unos catorce años, aunque nadie se había molestado en decirle su edad exacta.
El otro miembro de la tripulación era Delgado Crowe, uno de los gemelos Crowe. Los gemelos Crowe eran en teoría idénticos, pero uno era gordo y el otro delgado, y había sido siempre así desde el día en que nacieron. Eran tontos de remate, es posible que no mucho más inteligentes que la caja de pescado media del Puerto; de hecho, había algunas cajas de pescado del Puerto que les habrían disputado con éxito aquel mérito. Aparte de su alarmante diferencia de tamaño, los Crowe guardaban un parecido más que notable. Tenían la mirada perdida y la tez tan pálida como la de un pescado muerto sobre una losa, con la cabeza coronada por unas cerdas negras y ralas y cortes de las navajas con las que de vez en cuando se afeitaban los abollados cráneos, y los dos vestían túnicas, cortas y gorrinas, de un color indeterminado, y leotardos de cuero ajustados. Los Crowe se turnaban para tripular el Merodeador. Encajaban a la perfección en la tripulación del capitán Fry, pues eran lo bastante malos y estúpidos como para llevar a cabo lo que él quería sin hacer preguntas.
Y así, cuando el capitán Fry gritó: «¡Arrojadlos por la borda! ¡Ahora mismo!», sabía que era exactamente lo que haría Delgado Crowe, sin pensarlo dos veces. Al capitán Fry no le gustaba pensarlo dos veces.
Delgado Crowe era alto y delgado, con unos músculos como cables de acero. Cogió a Lucy de la cintura, la levantó en volandas y se dirigió muy deprisa hacia la amura del barco.
—¡Suéltame! —chilló Lucy.
El Chico Lobo se lanzó contra Crowe, y lo único que consiguió fue que Delgado Crowe lo agarrara a él también.
—¡Tíralos a los dos por la borda! —dijo el capitán Fry.
El Chico Lobo se quedó paralizado. Le daba horror caerse de los barcos.
Como si estuviera arrojando la basura del día por la borda, Delgado Crowe levantó al Chico Lobo y a Lucy por una amura del barco. Pero aquella manera tan precipitada de zarpar del Merodeador era el motivo de lo que el capitán Fry denominaría una «navegación desprolija»: una amarra suelta colgaba de un costado. El Chico Lobo y Lucy se agarraron a la amarra al caer y se balanceaban como un par de defensas mientras el barco surcaba veloz las olas.
Con destreza, pues ya lo había hecho en otras muchas ocasiones, Delgado Crowe se inclinó por la borda y empezó a soltar los dedos del Chico Lobo de la amarra. Un marinero más inteligente habría cortado la soga, pero a él no se le ocurrió. Sin embargo, al capitán Fry, que contemplaba la escena cada vez más impaciente, sí se le ocurrió.
—Corta la amarra, cerebro de pez —gruñó—. Abandónalo a su suerte, que nade o se ahogue.
—¡No sé nadar! —La voz de Lucy procedía del otro costado.
—Pues entonces, puedes hacer lo otro —dijo el capitán con una mueca de su boca mellada.
Al timón, Jakey Fry observaba alicaído lo que ocurría. Para entonces el Merodeador ya había salido del puerto y ponía rumbo a mar abierto, donde Jakey sabía que no había ninguna esperanza para alguien que cayera al mar y no supiera nadar. Pensó que el Chico Lobo y Lucy, sobre todo Lucy, parecían divertidos. Con ellos a bordo, la perspectiva de pasar largos días en el barco con su impredecible padre y el pendenciero Crowe de repente adquiría un aspecto menos tremendo. Y además, Jakey no estaba de acuerdo con arrojar a nadie por la borda, y menos a una chica.
—¡No, Pa! ¡Quieto! —gritó Jakey—, Si se ahogan dan peor suerte que que te eche mal de ojo la bruja.
—¡A la bruja ni mentarla! —gritó el capitán Fry, acuciado por tantos malos augurios.
—No dejes que corte la amarra, Pa. Déjalo o doy media vuelta y regreso al puerto.
—¡No serás capaz!
—¿Quieres verlo?
Y tras decir eso, Jakey Fry dio un fuerte golpe de timón; la botavara de la vela mayor se cambió de lado y el Merodeador empezó a virar.
El capitán Fry se rindió. Todo el mundo sabía que volver al Puerto en la misma marea con la que un barco había zarpado era lo que daba peor suerte del mundo. Era más de lo que podía sobrellevar.
—¡Suéltalos! —gritó.
Delgado Crowe estaba cortando afanosamente la amarra con su afilado cuchillo de pesca. Estaba disfrutando de lo lindo y no quería dejarlo.
—¡He dicho que los sueltes! —vociferó el capitán—. Es una orden, Crowe. Súbelos y llévalos abajo.
Jakey Fry sonrió. Atrajo el timón hacia sí y, mientras el Merodeador viraba hasta recuperar su rumbo anterior, miró como empujaban a Lucy y al Chico Lobo a través de la escotilla hasta la bodega inferior. Cerraron y afianzaron la escotilla y Jakey empezó a silbar de contento. Aquel viaje iba a ser mucho más interesante de lo habitual.
Atrás, en el Puerto, Simón evitaba las preguntas de personas que se preocupaban por él. Rechazó con educación las ofertas de tres jóvenes que lo invitaron a ir a su casa a secarse y en lugar de eso volvió a su ático de la aduana.
—¡Simón! ¡Simón!
Simón obvió aquella voz conocida. Quería estar solo, pero Maureen, de la pastelería, no era fácil de ignorar. Le dio alcance y le puso una mano en el hombro. Simón se volvió hacia ella y Maureen se quedó impresionada: tenía los labios azules y la cara tan blanca como los platos en los que exhibía sus pasteles.
—Simón, estás helado. Vuelve conmigo y caliéntate junto a los hornos. Te haré un chocolate caliente riquísimo.
Simón sacudió la cabeza, pero Maureen era terca como una mula. Le cogió con fuerza por el brazo y le guió por la plaza hasta la pastelería. Cuando estuvieron dentro, Maureen se apresuró a colgar el cartel de Cerrado y empujó a Simón hasta el fondo de la cocina.
—Ahora siéntate —le ordenó como si fuera un labrador mojado que había sido lo bastante estúpido como para tirarse al mar en el Puerto.
Simón se sentó muy obediente en la silla de Maureen junto al gran horno de pasteles y de repente empezó a temblar de manera descontrolada.
—Iré a buscar algunas mantas —le dijo Maureen—. Puedes quitarte esas ropas mojadas y te las secaré esta noche.
Al cabo de cinco minutos Simón estaba envuelto en una serie de rugosas mantas de lana. De vez en cuando le entraban temblores, pero le había vuelto el color a los labios y ya no estaba blanco como un plato.
—¿Así que has visto a Lucy? —le preguntó Maureen.
Simón asintió abatido.
—Para lo que me sirvió… Está con otro… estaba huyendo con él. Te dije que lo haría. No la culpo.
Hundió la cabeza entre las manos y le asaltó otro temblor incontrolado.
Maureen era una mujer práctica, y no soportaba ser infeliz durante mucho rato. También creía que las cosas no siempre eran tan malas como parecían.
—Eso no es exactamente lo que yo he oído. He oído que Lucy y el chico escapaban del Aquelarre. Todos vimos a la bruja, Simón.
—¿Bruja? —Simón levantó la cabeza—, ¿Qué bruja?
—La mala de verdad. La que encogió a la pobre Florrie Brandy hasta dejarla del tamaño de una bolsita de té, o al menos eso dicen.
—¿Qué?
—Una bolsita de té. La bruja de la bolsita de té estaba persiguiendo a Lucy y al chico. Los perseguía en uno de esos tablínes… esas cosas tan peligrosas.
—¿Perseguía a Lucy? —Simón se sumió en el silencio.
Se estaba devanando los sesos. En el pasado había visitado de vez en cuando al Aquelarre. No era algo que le gustara, pero en aquel tiempo respetaba al Aquelarre por sus poderes oscuros, y en concreto respetaba a Linda, de la que, ahora se acordaba, se rumoreaba que había encogido a su vecina. Pero el compromiso de Linda con la oscuridad, unido a su malicia, siempre le había asustado, y la idea de que hubiera estado persiguiendo a Lucy le daba escalofríos.
Maureen añadió otra manta.
—Eso explica por qué han escapado en el Merodeador —dijo Maureen, levantándose a coger el hervidor que se movía encima del fuego—. El Merodeador es el último barco en el que alguien se subiría.
Simón miró a Maureen con una mueca de preocupación.
—¿Por qué?, ¿qué quieres decir?
—Nada —respondió Maureen enseguida, arrepintiéndose de inmediato. ¿Qué bien le haría a Simón preocuparse por algo que no podía evitar?
—Cuéntamelo, Maureen. Quiero saberlo —le instó Simón, mirándola a los ojos.
Maureen no respondió. Se levantó y se acercó a un hornillo, donde había puesto un cazo de leche a calentar. Estuvo allí atareada unos minutos, concentrada en disolver tres pastillas de chocolate en la leche caliente. Luego acercó el cuenco humeante a Simón.
—Bébete esto —le ordenó—, y luego te lo diré.
Aún asediado por temblores ocasionales, Simón se bebió el chocolate caliente.
Maureen estaba sentada en un pequeño taburete junto al horno.
—Es extraño. Hay algo en el mostrador de los pasteles que hace creer a la gente que es una barrera insonorizada y que por ello no puedes oír lo que dicen al otro lado. Sin embargo, he oído un montón de cosas mientras vendía pasteles… cosas que no pretendía oír.
—¿Y qué has oído del Merodeador? —preguntó Simón.
—Bueno, en realidad he oído más sobre el capitán…
—¿Qué has oído del capitán?
—No da más que problemas. Aquí lo recuerdan cuando era solo Joe Grub, de una familia de provocadores de naufragios de la costa. Pero ahora que hay más faros no es tan fácil provocar un naufragio. Y eso es una bendición, si me preguntas mi opinión. Es algo terrible atraer a un barco a su perdición contra las rocas, algo terrible. Así que, con los beneficios que obtuvo de los naufragios, Grub se enroló en uno de esos barcos pirata que vienen a calar aquí de vez en cuando, y volvió con una bolsa de oro y, para colmo, un bonito nombre nuevo. Dicen algunos que los tomó, los dos, de un pobre caballero a quien arrojó por la borda, pero otros dicen… —Maureen guardó silencio, no quería seguir con la historia.
—¿Qué dicen otros? —preguntó Simón.
Maureen sacudió la cabeza.
—Por favor, tienes que decírmelo. Para poder ayudar a Lucy, debo saber todo lo posible. Por favor.
A pesar de la argumentación de Simón, Maureen no quería proseguir, en parte porque creía que daba mala suerte hablar de esas cosas.
—Bueno… dicen otros que un cambio de nombre significa un cambio de amo. Dicen que el nuevo amo del capitán es un antiguo fantasma del Castillo y que de ahí es de donde viene todo su dinero. Pero ¿tú te imaginas trabajar para un fantasma?… ¡Qué horripilante! —Maureen se estremeció—. Yo no creo ni una palabra —añadió muy rápido.
Pero Simón sí lo creía.
—Un pirado morboso —murmuró.
—¿Un qué? —preguntó Maureen, añadiendo otro leño al fuego debajo del horno. Hablar de fantasmas le daba frío.
Simón se encogió de hombros.
—Un pirado morboso, la mascota de un fantasma, el protegido de un espectro; como quieras llamarlo. Creo que en realidad se llama siervo de un espíritu. Es alguien que se vende a un fantasma.
—¡Santo cielo! —exclamó Maureen, cerrando la puerta del fogón—. ¿Por qué iba a querer alguien hacer una cosa así?
—Por dinero —dijo Simón recordando la ocasión en que Tertius Fume le hizo una oferta parecida—. Ciento sesenta y nueve piezas de oro, para ser preciso. Pero al final todos se arrepienten. No hay escapatoria, no cuando has aceptado el pago. Están hechizados hasta el resto de sus días.
—¡Oh, señor! —dijo Maureen—, ¡las cosas que hace la gente!
—Sí. —Simón estuvo de acuerdo—. Esto… Maureen…
—¿Sí?
—¿Y cuál es el nuevo nombre del capitán?
—¡Oh!, es un nombre de chiflado donde los haya. Theodophilus Fortitude Fry. Te da risa solo de pensar que solía ser un simple Joe Grub —dijo Maureen, y rió.
Simón no se unió a la risa de Maureen. No le parecía divertida la obsesión oscura por los nombres.
—Uff —murmuró—. Las mismas iniciales que el viejo Fume. Me pregunto… —Suspiró—. ¡Oh, Lucy!, ¿qué has hecho?
—Aunque su hijo, Jakey, es un buen chico. —Maureen había intentado buscar algo positivo, pero aquello fue lo único que se le ocurrió.
Simón bajó el cuenco vacío y contempló con aire alicaído sus pies desnudos, que asomaban por debajo de las mantas. No dijo nada.
—Mira, Simón —murmuró Maureen después de algunos minutos, aunque de manera poco convincente—, Lucy es una chica con recursos. Y muy valiente también. Estoy segura de que estará bien.
—¿Bien? —preguntó Simón con incredulidad—, ¿En un barco con un capitán así? ¿Cómo va a estar bien?
Maureen no sabía qué decir. Se levantó en silencio y empezó a hacerle la cama a Simón en uno de los bancos anchos situados en un lado de la cocina. Cuando Maureen bajó a la cocina a la mañana siguiente, muy temprano, para preparar la primera hornada de pasteles, Simón ya se había ido. No le sorprendió. Empezó a amasar la masa de los pasteles y sin abrir la boca les deseó a él y a Lucy buena suerte, iban a necesitarla.