~~ 11 ~~

El frente marítimo

Aquella tarde, mientras El Chico Lobo intentaba impedir que Lucy sirviera de alimento al Horror, Simón siguió el consejo de Maureen. Se sentó en un bolardo del muelle y se quedó mirando con melancolía el espacio abierto del paseo del puerto.

Era una zona amplia y pavimentada, cercada en tres de sus lados por una variedad de casas altas de fachada lisa. Emparedadas entre las casas, había unas cuantas tiendas.

Además de la popular Pastelería del Puerto y el Muelle, había una pequeña y descuidada tienda que vendía material para artistas, una diminuta librería especializada en manuscritos marítimos y la tienda de artículos navales del Honesto Joe. La tienda de artículos navales ocupaba las plantas bajas de tres edificios contiguos junto a la imponente casa de ladrillo rojo del capitán marítimo del Puerto. De sus puertas abiertas, salían todo tipo de sogas, poleas, cabrestantes, redes, bicheros, mástiles y velas, que colonizaban el paseo del puerto. El capitán marítimo del puerto estaba enzarzado en una disputa perpetua con el Honesto Joe, ya que las mercancías de la tienda de artículos navales a menudo acaban desparramadas ante las columnas de la impresionante entrada de su casa.

Atento como si asistiera a una función teatral, Simón contemplaba el ir y venir en el muelle. Vio al capitán marítimo del puerto —un hombre corpulento vestido con chaquetón marinero que lucía una buena cantidad de galones dorados-salir de su casa, abrirse paso entre tres rollos de soga dispuestos con esmero delante de su puerta y dirigirse a paso firme hacia la tienda de artículos navales. Una hilera de niños parlanchines, cuadernos en ristre, pasó de camino hacia el pequeño museo de la aduana. El capitán marítimo del puerto— con el rostro algo más enrojecido de lo que solía tenerlo —salió de la tienda de artículos navales y desfiló de vuelta a su casa, apartando a un lado la soga de un puntapié y dando un portazo a sus espaldas.

Pocos minutos después, el Honesto Joe salió diligentemente. Volvió a enrollar la soga, la colocó de nuevo ante las escaleras de entrada y añadió, además, unos cuantos bicheros. Simón lo contemplaba todo con mirada atenta, a la espera del momento en el que Lucy apareciera caminando por el frontal del puerto, como finalmente haría; de eso no cabía la menor duda.

De vez en cuando, cuando el trajín se calmaba, Simón miraba fugazmente a una pequeña ventana en lo alto de la fachada estucada de la aduana. La ventana pertenecía al ático que Lucy y él habían alquilado hacía un par de días, después de dejar el Castillo de forma más precipitada de lo que habrían deseado.

El sitio no estaba mal, pensó Simón. Lucy parecía encantada cuando lo vieron, y habló de cómo pintaría las paredes de color rosa y anchas franjas verdes (de lo cual Simón no se había mostrado muy convencido) y confeccionaría unas esteras de arpillera a juego. Se habían quedado con la estancia en aquel mismo momento, y cuando Lucy había dicho que quería ir al mercado «solo a echar un vistazo a ese agradable puesto de telas y todas esas cosas con cintas», Simón había hecho una mueca y Lucy se había reído.

—Además te aburrirías, querido —había dicho—. No tardaré. ¡Hasta luego!

Y le había enviado un beso y se había marchado como si nada.

No, pensó Simón, Lucy no estaba de mal humor. De ser así, él no se habría ido a dar una vuelta, tan contento y tan campante, a la vieja librería del Recodo de las Tripas de Pescado a ver si había algún libro de Magia que valiera la pena. Había tenido suerte y había encontrado un libro de conjuros, muy antiguo y enmohecido, con las páginas pegadas. Una sospechosa pesadez le había puesto sobre aviso de que, entre aquellas páginas, aún había unos cuantos amuletos atrapados.

Simón había estado tan absorto tratando de extraer los amuletos y descubriendo los encantos de su adquisición —que era de las buenas—, que se había sorprendido al darse cuenta de que ya era casi de noche y Lucy no había regresado. Sabía que el mercado cerraba una hora antes de la puesta del sol, y lo primero que pensó fue que se había perdido. Pero luego recordó que Lucy conocía el Puerto mejor que él —después de haber pasado seis meses viviendo y trabajando con Maureen en la pastelería—, y una punzante preocupación le recorrió por dentro.

Aquella no fue una buena noche para Simón. Se la pasó buscando por los oscuros y peligrosos callejones del Puerto. Le habían asaltado un par de rateros y le había perseguido la célebre Banda del Veintiuno, un grupo de adolescentes, muchos de ellos antiguos miembros del Ejército Joven, que malvivían en el Almacén Número Veintiuno. Al amanecer, recorrió, desesperado, el camino de regreso hasta el ático vacío. Lucy había desaparecido.

Durante los días siguientes, Simón la había buscado sin descanso. Sospechaba del Aquelarre de las Brujas del Puerto y había aporreado su puerta, pero nadie había respondido. Incluso se había colado en la parte de atrás de la casa, pero todo estaba en calma. Había esperado fuera de la casa durante todo un día y había escuchado. Pero no había oído nada. El lugar parecía desierto y, al final, había decidido que aquello era una pérdida de tiempo.

Aquella mañana, cuando fue a la pastelería para hablar con Maureen, Simón estaba convencido de que Lucy se había ido con otro. La verdad es que no la culpaba; al fin y al cabo, ¿qué podía ofrecerle? Jamás llegaría a ser mago, y se verían exiliados del Castillo para siempre. Ella estaba destinada a encontrar a alguien más tarde o más temprano, alguien a quien pudiera llevar a su casa para presentarle a sus padres y de quien sentirse orgullosa. Lo que no se había imaginado es que eso sucediera tan pronto.

Cayó la tarde y Simón no se había movido de su bolardo. El paseo del puerto se empezó a llenar. Un torrente de oficiales, con los uniformes azul marino del Puerto adornados con diversos grados de dorado, pasó rápidamente por el muelle como una oscura marea revuelta. Sortearon la trampa de bicheros y soga y fueron entrando en la casa del capitán marítimo del puerto para asistir a la Asamblea Anual del Puerto. Tras ellos quedaban los habituales olvidados del Puerto: marineros y dependientas, pescadores y granjeros, madres, niños, estibadores y mozos de muelle. Alguno con prisa, alguno indeciso; alguno nervioso, alguno ocioso; alguno saludaba con la cabeza a Simón y la mayoría le ignoraba; pero ninguno era Lucy Gringe.

Simón seguía sentado como una estatua. Subía la marea, trepando lentamente por el muro del puerto, llevando consigo los barcos de pesca que se preparaban para zarpar más tarde, con la marea alta. Malhumorado, Simón miraba a todo el que pasaba por el paseo del Puerto y, cuando empezó a vaciarse, en el momento de calma previo a la actividad nocturna, se puso a mirar los barcos pesqueros y a sus tripulaciones.

Simón no se daba cuenta de lo amenazador que les parecía a los pescadores. Conservaba todavía cierto aire ensimismado, y sus verdes ojos mágicos miraban dominantes, detalles que los supersticiosos pescadores no pasaban por alto. Sus ropas también lo distinguían de la gente normal del puerto. Vestía una túnica muy antigua que había pertenecido a su viejo maestro, DomDaniel, de cuando el nigromante era más joven y menos orondo de lo que luego sería. Simón la había encontrado en un baúl y le había parecido muy elegante. No era consciente del efecto que causaban en la gente los oscuros símbolos que tenía bordados, incluso siendo difíciles de distinguir, ahora que la tela se había descolorido hasta quedar de un tono gris apagado y los símbolos se habían ido deshaciendo y deshilachando.

La mayoría de los pescadores eran demasiado cautelosos para acercarse a Simón, pero uno, el patrón del barco más próximo —un barco de pesca grande y negro llamado Merodeador—, se dirigió a él y le gruñó un «Aquí no queremos a los de tu clase, nos maldices la pesca. Lárgate».

Simón levantó la vista y miró al patrón. El rostro curtido del hombre distaba mucho de ser reconfortante. El aliento le olía a pescado, y los botones negros que eran sus diminutos ojos porcinos miraban de forma intimidatoria. Simón se puso en pie y el patrón clavó en él la mirada con hostilidad, con los cortos cabellos erizados, como si estuvieran ofendidos. En su cuello, enjuto y fuerte, palpitaba una vena grande bajo el tatuaje de un loro, dando la impresión de que el loro se reía. Simón no tenía ganas de meterse en líos. Con mucha dignidad, se envolvió en los faldones de su ajada túnica y se encaminó lentamente hacia la aduana, donde subió las escaleras hasta el ático y prosiguió su vigilancia desde la ventana.

La ventana daba al Muelle, ahora tranquilo en el intervalo entre el bullicio diurno y la vida nocturna del Puerto. La única actividad digna de observar era la del Merodeador. Simón vio cómo el patrón gritaba a su tripulación —un muchacho de unos catorce años y un hombre delgado, con la cabeza rapada y un desagradable entrecejo fruncido— y los enviaba a la tienda del Honesto Joe. Una mujer alta y huesuda, con los cabellos erizados, salió de la casa del capitán marítimo del Puerto y se dirigió hacia el lugar del muelle donde estaba amarrado el Merodeador, sin subir a la embarcación, inició una seria conversación con el patrón. Simón contempló a la mujer. Estaba seguro de que la conocía de algo. Hurgó en su memoria y de pronto recordó el nombre: Una Brakket, con quien Simón había tenido tratos durante un asunto relacionado con unos huesos, asunto que preferiría haber olvidado. ¿Qué hacía Una Brakket con el patrón?, se preguntó. El muchacho y el hombre rapado regresaban acarreando brazadas de soga; el chaval cargaba con tanta que parecía un montón de soga con patas. Les enviaron a buscar más, y prosiguió la conversación del patrón.

A Simón le parecía que el patrón y Una Brakket no hacían muy buena pareja, pero, claro, quién sabía. Después de todo, quién hubiera dicho que Lucy y él… Simón sacudió la cabeza y se dijo que debía dejar de pensar en Lucy. Ella debía de haber encontrado a alguien; tenía que ir haciéndose a la idea. Observó cómo Una Brakket entregaba un pequeño paquete, levantaba un pulgar hacia el patrón y se marchaba a buen paso. No era una despedida muy romántica, pensó Simón con pesimismo… pero ¿a quién le importaba? Los amoríos eran una pérdida de tiempo.

Pérdida de tiempo o no, Simón no conseguía apartarse de la ventana. Las sombras empezaron a alargarse y comenzaba a levantarse viento, haciendo que de vez en cuando un envoltorio revoloteara sobre los viejos adoquines. En el agua, la excitación de la marea alta empezaba a hacer efecto. Se recogían las últimas redes, y los pescadores empezaban a desplegar sus velas, listos para partir. El Merodeador ya tenía la trinquetilla de pesada lona roja fijada en la popa, y su tripulación estaba izando la vela mayor.

Simón notó que le pesaban los párpados. Desde que Lucy había desaparecido, había dormido poco, y el ambiente soporífero del final del atardecer estaba empezando a envolverle. Apoyó la cabeza contra el frío cristal de la ventana y cerró un poco los ojos. Un coro de gritos le despabiló con sobresalto. —¡Eh!

—¡Da mala suerte! ¡No los miréis, no los miréis!

—¡Soltad amarras! ¡Soltad amarras!

La tripulación del Merodeador desataba con frenesí la última amarra y empujaba para separarse del muelle. Y mientras Simón se preguntaba por el motivo de semejante pánico, vio a un chico y a una chica cogidos de la mano, sucios y empapados, cruzar el muelle a toda prisa. La muchacha arrastraba al muchacho tras de sí, con sus trenzas ondeando al viento como hacían las de Lucy, y…

Simón salió corriendo por la puerta; saltando los escalones de tres en tres, pasó volando por la alta aduana; derrapó en las esquinas, desbarató la fila de niños que regresaban y, por fin, llegó al paseo justo a tiempo para ver a su Lucy saltar a bordo del Merodeador, que zarpaba, con el chico descalzo a su lado.

—¡Lu…! —empezó a decir Simón, pero su grito quedó interrumpido.

Un enorme rugido, como el de una caldera, le llegó por detrás y algo oscuro le apartó del camino. Simón tropezó con una maraña de sogas, se golpeó la cabeza con un ancla y cayó a las profundas aguas verdosas, donde se hundió sin rumbo hasta detenerse en el lecho del Puerto.