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Salir del fuego

Tenemos que salir de aquí —susurró el Chico Lobo, camino de la puerta de la cocina. Cogió el picaporte y tiró; el pomo se le quedó en la mano y salió despedido hacia atrás.

Hubo un tintineo cuando, al otro lado de la puerta, el eje cayó al suelo. El Chico Lobo se quedó mirando la puerta; ¿cómo la iban a abrir ahora?

—¡Deja eso, tontaina! —dijo Lucy entre dientes—, ¡Vamos!

Cogió al Chico Lobo de la mano —de la que no sujetaba una desagradable punta de tentáculo— y lo condujo a través de la empapada cocina, entre la masa confusa de basura y la silenciosa observación de los gatos. Apenas habían llegado a la puerta del sótano, cuando la escalera empezó a estremecerse. El Chico Lobo miró a su alrededor y vio aparecer las inconfundibles púas de las botas de la bruja madre por el agujero del techo. Cuando Lucy tiró de él a través de la puerta, no opuso la menor resistencia.

El Chico Lobo cerró la puerta y empezó a correr el enorme cerrojo.

—No —susurró Lucy—, Déjala abierta. Como estaba. Si no, adivinarán que estamos aquí.

—Pero…

—Vamos. Date prisa.

Lucy tiró del Chico Lobo obligándole a bajar los escalones que llevaban al sótano. A cada paso que daban, se sentía más atrapado; pero ¿qué estaba haciendo Lucy?

Al pie de las escaleras, se encontraron con un mar de agua sucia poblado de palpitantes sapos marrones. Chico Lobo estaba atónito; ¿ahí habían tenido prisionera a Lucy? Se detuvo un momento, preguntándose la profundidad que tendría. La verdad es que no le gustaba el agua; siempre hacía acto de presencia en su vida cuando las cosas iban mal. Lucy, sin embargo, no parecía preocupada. Entró en el agua y, para alivio del Chico Lobo, solo le llegaba a las rodillas.

—Vamos —dijo Lucy, apartando a un sapo del camino de una patada—. No te quedes ahí boquiabierto como un arenque en conserva.

Arriba, en la cocina, el Aquelarre desfilaba por la escalera. El sonido de sus botas golpeando el suelo animó al Chico Lobo a abrirse camino por el agua moteada de sapos. Avanzando con una lentitud exasperante, como en un mal sueño —una pesadilla en toda regla—, siguió a Lucy a través del sótano, intentando esquivar los bien dirigidos escupitajos de los sapos. En el extremo opuesto del sótano, Lucy se detuvo y señaló con orgullo unos cuantos ladrillos que faltaban en la pared.

—Es el viejo conducto para el carbón. Lo enladrillaron. Pero mira la argamasa, hicieron mal la mezcla, se pulveriza. —Lucy se lo demostró, pero la atención del Chico Lobo no estaba puesta en la calidad de la argamasa; estaba escuchando los fuertes golpes que llegaban desde arriba. Lucy sacó un par de ladrillos y se los tendió al Chico Lobo.

—¡Oh, cielos, espera, lo había olvidado! —dijo el Chico Lobo, cayendo en la cuenta de que todavía sujetaba con fuerza la punta de tentáculo. La metió rápidamente en la bolsa de cuero que tía Zelda le había hecho colgarse de la cintura; luego tomó los ladrillos y, sin hacer ruido, los dejó en el agua.

—Me pasé todo el día de ayer y hoy haciendo esto —susurró Lucy—, Casi estaba fuera cuando esa bruja malévola vino y me pilló.

Sacó otro par de ladrillos con rapidez.

—Por aquí podemos llegar hasta la acera. Menos mal que estás delgado. Yo pasaré primero y luego te ayudaré a subir. ¿De acuerdo?

Las voces del Aquelarre en la cocina sonaban cada vez más estridentes y enfadadas. El Chico Lobo ayudó a Lucy a subir por el agujero. Avanzó serpenteando y, al poco, todo lo que veía de ella era las suelas húmedas de las botas; luego desapareció. El Chico Lobo miró dentro del boquete y le cayó una lluvia de polvo; se lo limpió de los ojos y sonrió. Muy por encima, podía ver la cara sucia de Lucy mirando hacia abajo y, tras ella, un pequeño resquicio de cielo azul.

—¡Venga! —dijo con impaciencia—, ¡Hay aquí una matrona que quiere saber qué estoy haciendo! ¡Date prisa!

De pronto, desde la cocina llegó un aullido de rabia.

—¡Sangre! ¡Sangre! ¡Huelo a sangre del Horror! ¡Sangre, sangre, me llega el sabor a sangre del Horror!

—¡Oooh! —Esa era Dorinda, claro. Y a continuación:

—La sangre… conduce al sótano. ¡Se han llevado a nuestro Horror al sótano!

Un estruendo de pasos recorrió la cocina hacia las escaleras del sótano.

—¡Date prisa! ¡A qué esperas! —La voz de Lucy llegaba desde muy arriba.

El Chico Lobo no esperaba nada. Con el estrepitoso sonido de pasos bajando las escaleras se metió agujero adentro. No era tan fácil como Lucy lo había pintado. Aunque era delgado, el Chico Lobo tenía las espaldas anchas y el conducto del carbón era muy angosto. Puso los brazos por delante de la cabeza para intentar ocupar menos espacio y, desollándose los codos y las rodillas, se embutió entre los ásperos ladrillos hacia la luz. Lucy le tendía las manos para ayudarle, pero él no las alcanzaba. Por más que lo intentaba, no podía moverse.

Desde la carbonera llegó el grito furioso de Linda.

—¡Despreciable traidor sinvergüenza! Puedo verte. No creas que vas a poder escapar así como así, especie de… de Mata-horrores.

Ahora llegaban sonidos de chapoteo. Linda estaba cruzando el sótano por el agua, y rápido. Desesperado, el Chico Lobo pensó al modo animal. Era un zorro atrapado en una madriguera. El propietario de la madriguera, una criatura nocturna del bosque, se había despertado debajo de él. Tenía que salir a la luz del día cuanto antes. Ya. Y entonces, de repente, Lucy le cogió de las manos y tiró de él hacia la luz, arrastrándole fuera de la madriguera mientras la criatura nocturna daba dentelladas a sus talones y le arrancaba las botas, chillando como si un escupitajo de sapo le abrasara las manos.

El Chico Lobo yacía tendido en la acera, expulsando los oscuros pensamientos zorrunos de su mente. Pero Lucy no estaba dispuesta a permitírselo.

—No te quedes ahí tirado, tontaina —le recriminó—. No tardarán ni un minuto en estar aquí. Vamos.

El Chico Lobo no se resistió cuando Lucy lo puso en pie y lo arrastró con ella, descalzo, huyendo calle abajo, bajo las últimas luces del atardecer. A su espalda, el Chico Lobo estaba seguro de poder oír los cerrojos y pestillos de la puerta del Aquelarre al abrirse y sentir cómo el sapo oscuro le seguía con la mirada.

Antes de que Lucy y el Chico Lobo hubieran doblado la esquina, el Aquelarre al completo, salvo Linda, estaba en la calle. Dorinda se quedó rezagada, pues no estaba dispuesta a arriesgarse a que la persecución le desenrollara la toalla. Las demás se lanzaron a la caza, pero la bruja madre no pasó de la puerta de la siguiente casa antes de darse por vencida. Sus botas no estaban hechas para persecuciones intensas. Eso dejaba a Daphne y a Verónica traqueteando calle abajo, corriendo con su peculiar estilo patizambo. Aquella no era manera de ganar terreno y Dorinda sabía que nunca alcanzarían al Chico Lobo y a Lucy. Dorinda no se habría preocupado más del asunto si no fuera porque la visión del Chico Lobo y Lucy huyendo de la mano la ponía muy celosa. Así que, corriendo con pasos cortos, Dorinda regresó al sótano en busca de Linda.

Linda salió a la puerta literalmente como un relámpago. El Aquelarre no utilizaba escobas —nadie utilizaba ya escobas—, pero practicaban de vez en cuando el tablín, y a Linda se le daba especialmente bien. El tablín era una idea sencilla pero peligrosa. Solo requería una pequeña tabla de madera y un fogonazo de escape lento. El fogonazo no dañaba la madera, sobre la que el tablineador mantenía el equilibrio lo mejor que podía. Después, el tablineador provocaba el fogonazo de escape lento, confiando en la suerte y en que nadie se cruzara en el camino.

Por lo general, nadie se interponía nunca en el camino de Linda montada en el tablín. Dorinda y la bruja madre la observaban con admiración cuando, con unas llamaradas crepitantes brotando detrás de la tabla (que, de hecho, era la parte superior del tocador de Dorinda), Linda salió disparada por la calle principal, dispersando a un grupo de ancianas e incendiando el carrito de la repartidora del periódico Puerto y Ancora. Como un rayo, adelantó a Daphne y a Verónica mientras trastabillaban al doblar la esquina, haciéndolas caer por los escalones del sótano de la pescadería del lugar, de donde saldrían poco después cubiertas de tripas de pescado.

Para irritación de Linda, no había rastro de Lucy ni del Chico Lobo, pero eso no la desanimó. Linda era una experta en perseguir a fugitivos del Aquelarre. Utilizando su propio método infalible, empezó a recorrer de forma sistemática el laberinto de calles que descendían hacia el puerto. De este modo, Linda sabía que siempre tendría a su presa delante. Pensó que era como llevar ovejas al redil; ovejas que pronto iban a estar condimentadas con salsa de menta y patatas asadas. No fallaba nunca.