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El Horror

Lucy Gringe, empapada y muy sucia, llegó dando patadas y profiriendo gritos.

—¡Suéltame, mala pécora! —gritó, propinándole una fuerte patada a Linda en la espinilla. El resto del Aquelarre, bruja madre incluida, soltó una exclamación. Ninguna se hubiera atrevido a hacerle algo así a Linda. Linda se detuvo en seco y el Aquelarre guardó un silencio sepulcral. De repente, Linda sacudió hacia atrás la cabeza de Lucy con un despiadado estirón y le retorció las trenzas hasta formar un apretado nudo que le tiraba con fuerza del cuero cabelludo. Lucy gritó, aunque el Chico Lobo se dio cuenta de que había intentado reprimirse. Linda entornó los ojos y dos azuladas agujas de luz surcaron la penumbra para proyectarse sobre el pálido rostro de Lucy.

—Si no estuvieras destinada a lo que tú ya sabes, ni te imaginas lo que te haría, pequeño y asqueroso culo de rata —gruñó la bruja, dándole otro tirón de pelo.

Lucy se revolvió y, para admiración del Chico Lobo, trató de darle un puñetazo. Esta vez, Linda la esquivó con destreza.

El Chico Lobo estaba atónito. Era Lucy Gringe, la novia de Simón. No le extrañaba que Simón no hubiera podido encontrarla. Se tranquilizó un poco. Tanto si era la novia de Simón como si no, ahora tenía un aliado, otro ser humano. En el Aquelarre había algo inhumano. Podía percibirlo: un frío desapego, una adhesión a otra cosa. Supuso que así era como se sentía la gente cuando estaba rodeada de zorros en el bosque: completamente sola. Pero él ya no estaba solo… había otro ser humano en la estancia.

Linda llevó a rastras a Lucy por la cocina, abriéndose paso a patadas a través de los montones de basura. Se detuvo junto al Chico Lobo y, como el que cede unas riendas, le entregó las trenzas de Lucy para que las sujetara. El muchacho las cogió de mala gana y dirigió a Lucy una fugaz mirada de disculpa. Lucy captó la mirada, luego miró con furia a las brujas que les rodeaban y sacudió la cabeza con enfado. Al Chico Lobo le recordó a un potro imprevisible.

Y lo que más le preocupaba en ese momento era por qué la bruja le había dado a sujetar las trenzas de Lucy; ¿qué planeaban? A modo de respuesta, la bruja madre se le acercó, tambaleándose sobre sus zapatos de púas, y se detuvo tan cerca que pudo olerle el aliento gatuno y verle las manchas rojas que se ocultaban bajo las grietas del maquillaje.

Señaló a Lucy con un sucio dedo y una flácida uña negra.

—Alimenta con eso al Horror —le espetó al Chico Lobo. A continuación, giró sobre sus tacones de aguja y se encaminó hacia la escalera tambaleándose.

El Chico Lobo estaba aterrado.

—¡No! —gritó, elevando una octava su voz.

La bruja madre se detuvo y se volvió hacia él.

—¿Qué has dicho? —preguntó en tono glacial.

Las demás brujas se movieron incómodas. Cuando la bruja madre hablaba de ese modo, se avecinaban problemas. El Chico Lobo se mantuvo firme. Recordó lo que ponía en la carta de tía Zelda: «Puedes rechazar cualquier cosa humana».

—¡No! —repitió con firmeza.

—Bruja madre, deja que alimente yo al Horror con esta pequeña y asquerosa cerebro de pulga —dijo Linda.

La bruja madre miró con orgullo a Linda. Había elegido a una buena sucesora.

—Hazlo —dijo.

Linda sonrió de aquella espantosa manera que tanto le gustaba a la bruja madre.

El Chico Lobo notó cómo Lucy se ponía en tensión, como un zorro a punto de atacar. La veía escudriñar las salidas de la cocina, pero él ya lo había hecho, y sabía que no había ninguna, excepto hacia el sótano. Dos brujas se habían situado en la puerta de la cocina y Dorinda acechaba al pie de la escalera. No había forma de salir.

Delante del Chico Lobo y de Lucy había un montón de basura pestilente que Linda empezaba a derrumbar. El Chico Lobo tiró con suavidad de las trenzas de Lucy y ambos retrocedieron fuera del alcance de los trozos de nabo viscoso y de conejo podrido que volaban por el aire. Las lluvias de basura se sucedieron rápidamente por la cocina; una cabeza de pollo podrida asomaba por los pliegues del turbante de toalla de Dorinda. Todo lo que quedaba del montón era una costra negra y compacta de pieles vegetales y huesos añejos.

Linda examinó su trabajo con satisfacción. Se volvió hacia Lucy y señaló hacia el nauseabundo amasijo.

—Límpialo, aliento de sapo —siseó.

Lucy no se movió. Dorinda, que estaba aterrorizada por Linda y siempre intentaba ser servicial, cogió una pala de un montón de herramientas que había en la esquina y se la tendió a Lucy. Linda fulminó con la mirada a Dorinda; ese no era el modo que había previsto para que Lucy limpiara la porquería. Lucy cogió la pala, pero Linda no era tonta; se daba cuenta de cómo la miraba Lucy.

—Yo lo haré —dijo Linda con brusquedad, arrebatándole la pala.

El furioso palear de Linda dejó al descubierto un gato muerto aplastado, un nido de ratas con tres crías, que despachurró con la pala, y, por último, una maciza trampilla de hierro oxidado.

—¡Oooh! —gorjeó Dorinda con cierto nerviosismo.

Se hizo el silencio y todos se quedaron mirando la trampilla. Nadie, ni siquiera la bruja madre, sabía lo que había debajo. Habían oído todo tipo de historias, claro está, y solo con que encerraran una pizca de verdad, lo que allí pudiera haber no sería, sin duda alguna, ni delicado ni adorable. De pronto, de una manera muy teatral —porque a Linda le gustaba bastante el teatro—, Linda alzó los brazos y elevó al cielo una quejumbrosa salmodia:

—Rorroh… Rorroh… Rorroh, atreipsed, atreipsed. Ro-rroh… Rorroh… Rorroh… ¡Atreipseeeeeed!

El Chico Lobo, en el tiempo que llevaba con la tía Zelda, había aprendido lo suficiente como para saber que aquello era una salmodia de inversión oscura. Pero aunque no lo hubiera sabido, había algo en la esperpéntica y gatuna manera de recitar de Linda que helaba la sangre en las venas. Delante de él, Lucy se estremeció. Echó una mirada atrás, hacia el Chico Lobo; el blanco de los ojos le brillaba. Por primera vez, parecía asustada.

La salmodia se extinguió, se hizo de nuevo el silencio y el aire se inundó de una desagradable sensación de expectación. De pronto, un temblor recorrió el suelo y el Chico Lobo percibió algo que se movía. No le dio muy buena espina; sabía el estado en el que se encontraban las tablas del suelo y las vigas del Aquelarre. Dorinda dejó escapar un leve gemido.

Los ojos de Linda centellaban de emoción. Cogió la pala y la clavó en el borde de la trampilla, desprendiendo una serpiente negra momificada que estaba enroscada en el hueco. La serpiente voló por los aires y fue a reunirse con la cabeza de pollo en lo alto de la toalla de Dorinda. Dorinda, pasmada, no se atrevía a moverse. Una vez desalojada la serpiente, Linda introdujo la pala en el intersticio alrededor de la trampilla; hizo palanca con fuerza y la trampilla empezó a levantarse.

El Chico Lobo cayó en la cuenta de que había estado conteniendo la respiración. Soltó el aire y, cuando volvió a inspirar, el olor de pescado añejo y agua sucia le inundó la nariz. A medida que se alzaba la trampilla empezó a oírse un rumor borboteante, y el Chico Lobo llegó a la conclusión de que allí abajo había agua. Agua profunda, a juzgar por el sonido.

La cadenciosa apertura de la trampilla tenía hipnotizados a todos los ocupantes de la cocina, incluidos los gatos, que, por una vez, habían dejado de sisear. Todos contemplaron cómo la trampilla realizaba un lento y silencioso recorrido de ciento ochenta grados hasta quedar completamente plana sobre el suelo, revelando un gran agujero cuadrado cubierto por un enrejado de metal. Linda se arrodilló, levantó la reja y la echó a un lado. Miró hacia el fondo del agujero. Tres metros más abajo, el agua se mecía suavemente de acá para allá, su negra superficie oleaginosa apenas era visible bajo la tenue luz. Por sorprendente que fuera, todo parecía muy tranquilo. Contrariada, Linda se inclinó un poco más… ¿Dónde estaba el Horror?

A modo de respuesta, la superficie del agua se abrió de repente y, dando un fabuloso latigazo, un largo tentáculo negro serpenteó por el aire y golpeó con fuerza sobre el suelo de la cocina. Dorinda dio un grito. El Chico Lobo se tambaleó hacia atrás; el tentáculo estaba impregnado de un intenso tufo a oscuridad. Lanzando una carcajada, Linda golpeó el tentáculo con la pala. El Chico Lobo soltó un respingo; oscuro o no, eso tenía que doler. El tentáculo culebreó retrocediendo por la trampilla y cayó al agua con un sonoro chapoteo. El agua se sacudió y ondeó durante unos segundos, salieron unas cuantas burbujas y unas perezosas volutas rojas de sangre discurrieron por la oleosa superficie.

Con una sonrisa triunfal, Linda se volvió para encararse con Lucy.

—Eso era el Horror, cara de conejo. Volverá enseguida.

Y cuando vuelva, vas a tener ocasión de saludarle, ¿sabes? Y si le hablas con amabilidad, puede que sea benévolo y te ahogue antes de hacerte pedacitos… o no. ¡Ja, ja!

Lucy lanzó una furiosa mirada a Linda, cosa que a la bruja no le sentó nada bien. A Linda le gustaba que sus víctimas se asustaran, gritaran e imploraran clemencia. A ser posible las tres cosas, aunque cualquiera de ellas habría bastado. Pero Lucy no colaboraba, y aquello estaba sacando a Linda de sus casillas. Muy enfadada, aferró el brazo de Lucy y le clavó las uñas. Lucy ni siquiera pestañeó.

El Chico Lobo, sumido en su estado animal, pensaba con rapidez. Estaba seguro de que, en cualquier momento, el desplante de Lucy acabaría llevándola trampilla abajo; tenía que hacer algo. El Chico Lobo se percató de lo que debía hacer, pero el problema era que estaba casi seguro de que Lucy no se lo iba a tomar muy bien. Sin embargo, no tenía elección. Respiró hondo y volvió a repetir:

—He venido a cebar al Horror. ¿Qué me vais a dar?

Linda le miró colérica; ¿qué estaba tramando el muchacho? Pero conocía las Reglas del Aquelarre, y no iba a quebrantarlas, menos aún cuando ya lo consideraba su Aquelarre.

—¿Puedo contestar yo, bruja madre? —preguntó.

A la bruja madre, todo ese asunto del Horror le estaba resultando muy pesado. Ya no tenía tan buena memoria como antaño. Se estaba haciendo vieja y no le gustaban los cambios en su rutina cotidiana. Y, en concreto, no le gustaban los tentáculos.

—Puedes —respondió, sin conseguir disimular el alivio en su voz.

Linda le enseñó los dientes al Chico Lobo, como un perro que sabe que ha ganado una pelea pero no piensa retirarse todavía.

—Te daremos esto —replicó, aguijoneando a Lucy de forma ostensible con la pala—, ¿Qué me dices?

El Chico Lobo respiró muy hondo.

—Sí —respondió.

Lucy giró en redondo y fulminó con la mirada al Chico Lobo.

—¡Oooh! —gorjeó Dorinda encantada, rendida de admiración ante el Chico Lobo—. ¡Oooh!

Linda se quedó un tanto desilusionada. Estaba resuelta a empujar a Lucy en cuanto el muchacho la rechazara —algo que estaba segura que él haría— y lo había estado esperando con ansiedad. De hecho, había decidido empujar también al muchacho. Linda leía muchas novelas de detectives y sabía lo importante que era deshacerse de los testigos. Pero conocía las reglas. Suspiró malhumorada.

—Sea pues tu manjar del Horror. ¡Bah!

—¡Estupendo! —exclamó la bruja madre con alegría, como si alguien acabara de comunicarle que la cena ya estaba lista—. Asunto zanjado, pues. Vamos, chicas. Es hora de irse.

Linda había olvidado esta parte: había que dejar solo al Cebahorrores para que alimentara al Horror. Por un momento, perdió el control de sí misma; aunque parezca mentira, Linda había tenido que controlarse mucho en su comportamiento con Lucy.

—¡Noooooo! —gritó, dando una patada en el suelo.

—Venga, Linda —ordenó la bruja madre con desaprobación—. Deja que el Cebahorrores haga su trabajo. —Y mascullando ruidosamente añadió—: Nos iremos al piso de arriba y escucharemos. Así es más divertido. Y menos… desagradable.

Linda se abstuvo de decir que a ella le gustaba el aspecto desagradable del asunto; desde que había sacado a Lucy del sótano, había estado deseando llegar a la parte desagradable. De mal humor, siguió a la bruja madre escaleras arriba. No estaba dispuesta, se dijo a sí misma, a seguir aguantando órdenes mucho más tiempo, ni hablar.

El Chico Lobo y Lucy se quedaron mirando cómo las botas de púas de la bruja madre desaparecían a través del agujero del techo. Oyeron a Linda jadear mientras acomodaba a la bruja madre (la mujer tenía problemas de rodilla), y luego escucharon el confuso arrastrar de pies de las brujas mientras se agrupaban para oír lo que hacía el Cebahorrores.

En aquel preciso instante, un enorme borboteo llegó desde el fondo del foso. Tres tentáculos salieron culebreando del agua negra y golpearon con violencia el borde de la trampilla produciendo un tremendo estrépito. Lucy miró con furia al Chico Lobo. Sus fosas nasales palpitaron como las de un caballo encolerizado y sacudió la cabeza.

—Ni se te ocurra, rata traidora —gruñó Lucy—, o serás tú quien acabe ahí metido con los tentáculos.

—Tenía que decirlo —susurró el Chico Lobo—, de lo contrario te habrían tirado ahí dentro. Así hemos ganado algo de tiempo… para pensar cómo salir de aquí.

El Chico Lobo era consciente de que las brujas estaban arriba esperando oír los sonidos de cómo alimentaba al Horror con Lucy, y sabía que no esperarían demasiado. Si bajaban y veían que Lucy aún estaba por digerir, tenía una idea bastante clara de lo que sucedería: los dos acabarían como manjar del Horror.

—No tenemos mucho tiempo —susurró—. Tengo un plan para salir de aquí, pero tendrás que hacer lo que yo te diga. ¿De acuerdo?

—¿Lo que tú me digas? ¿Y por qué tendría que hacerlo?

De repente, una mareante sacudida hizo temblar el suelo y la trampilla vomitó una bocanada de agua sucia. El Horror había salido a la superficie.

—Sí, sí —susurró Lucy con urgencia—. Haré todo lo que me digas. Lo prometo.

—Vale, muy bien. Ahora escúchame: vas a tener que gritar. ¿Podrás hacerlo?

Los ojos de Lucy resplandecieron.

—¡Oh, sí, ya lo creo que puedo gritar! ¿Cómo de alto?

—Todo lo que puedas —dijo el Chico Lobo.

—¿Estás seguro?

El Chico Lobo asintió con impaciencia.

—Muy bien, vamos allá. ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah! ¡Aaaaaaa-aaaaaaaaaaaaaah! ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!

El Horror retrocedió envuelto en un remolino de agua sucia. Por muy criatura oscura que fuera, llevaba una vida tranquila entre los residuos acuosos de la alcantarilla municipal que iba desde la calle principal hasta un confortable espacio bajo la Casa del Aquelarre de las Brujas del Puerto. El Horror estaba habituado a oír el apacible gorgoteo de la alcantarilla, no los gritos de Lucy Gringe. El Horror volvió a arrellanarse sobre el cenagoso fondo de ladrillo de la alcantarilla municipal y embutió las puntas de los tentáculos en sus múltiples conductos auditivos.

—¡Aaah! ¡Aaaaaaaaaaaah! ¡Aaah! ¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaah!

En la oscuridad de la cocina del Aquelarre acechaban trece gatos. Los gatos del Aquelarre eran una camada de garitos chupasangre —ahora ya adultos— a los que habían arrojado desde un barco entrante después de haber emboscado al grumete y haberle chupado hasta la última gota de sangre. Linda había identificado el tipo de criatura que eran. Le quitó a un chavalito la red de pescar, sacó a los gatitos vampiros de entre los desperdicios flotantes del puerto y se los llevó la mar de contenta al Aquelarre, desde donde salían a devorar recién nacidos y niños de corta edad.

—¡Aaaaaaaaaaaah! ¡Aaaaaah! ¡Aaaaaah! ¡Aaaaaaaaaaaah!

Desde los montones de basura podrida, los gatos observaban cómo el Chico Lobo buscaba con desesperación algo que darle de comer al Horror. El Chico Lobo podía percibir la observación de veintiséis pares de ojos recorriéndole la piel y, en su estado animal, detectó de dónde procedían las miradas. En menos de treinta segundos, encontró a dos gatos escondidos en un hongo gigantesco debajo del fregadero. El Chico Lobo saltó sobre ellos.

—¡Miaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaauuuuuuuuuuuuuuuu!

—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaah!

Los gritos de Lucy acallaban los maullidos de los gatos a la perfección.

Sujetando a las peleonas bestias a un brazo de distancia, el Chico Lobo corrió hacia la trampilla. Algo chapoteaba y derramaba agua oscura desde el fondo, pero no había ni rastro del Horror, que podía sentir las vibraciones de los gritos de Lucy y no estaba dispuesto a salir por nada del mundo, ni siquiera por gatos recién cazados.

Los gritos de Lucy empezaron a flojear.

—Aaaaaah… aaah… ejem… ¡Cof, cof! —Tosió, llevándose la mano a la garganta—. Me estoy quedando afónica —articuló casi sin voz.

En las profundidades de la alcantarilla municipal, las vibraciones de los gritos de Lucy se disiparon. El Horror sacó los tentáculos de sus conductos auditivos —que también le servían de nariz— y olió a comida. Comida fresca. El agua oleaginosa en el fondo de la trampilla empezó a agitarse y, de repente, una enorme y reluciente cabeza negra emergió a la superficie. El Chico Lobo arrojó los gatos.

El efecto fue impresionante.

El Horror volteó hacia atrás, dejando ver un enorme pico abierto con dientes de sierra. Un bosque de tentáculos rodeó a los gatos maulladores y un horrible sonido de succión se extendió por la cocina mientras el Horror se disponía a dar cuenta de su primera comida de carne fresca en casi cincuenta años. (La última carne se la había proporcionado una joven tía Zelda. Le había ofrecido la cabra del Aquelarre y la había aceptado, agradecida de que no le hubieran dado al niño del vecino, como le había ocurrido a su predecesora, Betty Crackle. Betty nunca se recuperó del todo de aquello y nunca le dijo a nadie si acabó aceptando al muchacho o no. Tía Zelda mucho se temía que sí lo había aceptado).

El Horror, excitado por el alimento fresco, sacó unos cuantos tentáculos por la trampilla y empezó a palpar en busca de más comida. (En ocasiones, daba resultado. Los aspirantes a conservador no siempre regresaban de sus tareas). Cuando los gruesos tentáculos con sus poderosas ventosas reptaron hacia el Chico Lobo, su primer impulso fue cerrar la trampilla de golpe y salir pitando de la cocina; pero todavía le quedaba algo por hacer. Preparándose para enfrentarse a la oscuridad, el Chico Lobo se arrodilló junto a la trampilla y sacó un pequeño cortaplumas de plata. Y, a continuación, para asombro de Lucy, de un rápido tajo, cortó la punta del tentáculo. El Horror no se enteró. De hecho, ya no se enteraba de gran cosa, pues, debido a una extraña irregularidad evolutiva, cada tentáculo contenía una porción del cerebro de la criatura. Y con cada visita de la que un aspirante a conservador salía airoso, el Horror se volvía un poquito más tonto.

Sujetando con fuerza la ensangrentada porción de cerebro del Horror, oscura y chorreante, el Chico Lobo, con gesto triunfal, cerró de golpe la trampilla… y de inmediato deseó no haberlo hecho. En cuanto la puerta chocó con el reborde de metal, el chillido distintivo de Dorinda llegó a través del techo.

—¡Oooh, lo ha hecho! ¡Se la ha echado al Horror para que se la coma!

De inmediato, en el piso superior se desató un enorme estruendo de pisadas y una lluvia de argamasa cayó sobre Lucy y el Chico Lobo. El Aquelarre estaba de camino.