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El Aquelarre de las brujas del puerto

El Chico Lobo no solía ponerse nervioso, pero mientras aguardaba en los escalones, sospechosamente pegajosos, de la Casa del Aquelarre de las Brujas del Puerto, se le hizo un nudo en el estómago. Había algo en la vieja y maltrecha puerta principal, con la pintura negra descascarillada y garabateada de arriba abajo con escritura invertida, que le amedrentaba. Metió la mano en el bolsillo de la túnica y sacó la nota que tía Zelda había insistido en que no leyera hasta que estuviera en las mismísimas escaleras de entrada del Aquelarre.

El Chico Lobo contaba con que la visión de la afable escritura de tía Zelda le hiciera sentirse mejor. Pero, en cuanto empezó a leer despacio la nota, surtió el efecto contrario.

Tía Zelda había escrito su nota en un papel especial, elaborado por ella misma a partir de hojas de col prensadas. La había escrito con mucho esmero utilizando tinta obtenida a base de escarabajos chafados mezclados con agua del Mott. Tía Zelda no había escrito en cursiva, pues sabía que el Chico Lobo tenía problemas con las letras; se quejaba de que las letras se cambiaban de sitio cuando él no miraba. La nota estaba llena de letras; había hecho falta toda una familia de escarabajos para obtener la tinta. Los escarabajos decían:

Querido Chico Cobo:

Ahora estás delante del Aquelarre de las Brujas del Puerto. lee esto, memoriza todo lo que pone y luego cómetelo.

El Chico Lobo tragó saliva. «¿Cómetelo?» ¿Había leído bien? Volvió a mirar la palabra. C-Ó-M-E-T-E-L-O. «Cómetelo». Eso ponía. El Chico Lobo sacudió la cabeza y siguió leyendo muy despacio. Tuvo un mal presentimiento por lo que pudiera venir a continuación. La nota seguía así:

Tienes que hacer lo siguiente:

Coge la aldaba del sapo. Llama solo una vez. Sí el sapo llama, el Aquelarre debe responder.

La bruja que abra la puerta preguntará: «¿Qué te trae por aquí?».

Tú debes decir: «Vengo a cebar al Horror». No digas nada más.

La bruja replicará: «Así sea. Entra, Cebahorrores», y te dejará pasar. No digas nada.

La bruja te llegará a la cocina. Le dirá al Aquelarre que has ido a alimentar al Horror.

Cuando estés en la cocina, solo di las palabras «sí», «no» y «he venido a cebar al Horror. ¿Qué me vais a dar?».

El Aquelarre te traerá lo que se le antoje para que alimentes al Horror. Puedes rechazar cualquier cosa humana, pero todo lo demás deberás aceptarlo.

Las brujas despertarán al Horror. Sé valiente.

Entonces, te dejarán a solas con el Horror.

ALIMENTARAS AL HORROR. (Para hacerlo, querido Chico Cobo, tendrás que ser rápido y atrevido. El Horror estará hambriento. Hace más de cincuenta años que no le han dado de comer).

Coge el cuchillo de plata que te he dado esta mañana y, mientras el Horror está comiendo, córtale la punta de uno de sus tentáculos. No derrames ni una gota de sangre.

Al llegar a este punto, el Chico Lobo tragó saliva. ¿«Tentáculos»? No le gustaba cómo sonaba eso. ¿Cuántos tentáculos? ¿Cómo de grandes? Mientras el mal presentimiento le crecía en la boca del estómago, siguió leyendo.

Mete la punta del tentáculo en la bolsa de cuero que te he dado, para que el Aquelarre no huela la sangre del Horror.

Cuando el Horror haya acabado de comer, el Aquelarre volverá.

Como has entrado por la vía del sapo oscuro, te dejarán salir por el mismo sitio.

¡Regresa por la Carretera Elevada, y Boggart te estará esperando.

Buen viaje y que el valor no te abandone.

Tía Zelda

Cuando por fin acabó de leer la carta, al Chico Lobo le temblaban las manos. Sabía que tía Zelda le había encargado una tarea especial, pero no se imaginaba algo así. Atrayendo las miradas curiosas de los transeúntes y un consejo no pedido —«No te quedes ahí, muchacho. Yo en tu lugar me iría a cualquier otro sitio»—, el Chico Lobo leyó la nota de tía Zelda una y otra vez hasta que se hubo aprendido de memoria hasta la última palabra. A continuación, hizo una bola con ella y se la metió en la boca con sumo cuidado. La bola se le pegó en el paladar y tenía un sabor repugnante. Muy despacio, el Chico Lobo empezó a masticarla.

Al cabo de cinco minutos, había conseguido tragarse hasta el último pedacito de nota. Respiró hondo y se dispuso a ordenar sus pensamientos. Mientras lo hacía, un súbito cambio se produjo en él. Dos muchachas que pasaban por allí, y habían estado mirando al Chico Lobo entre risitas, enmudecieron de golpe cuando el muchacho de las rastas que estaba en las escaleras, de repente, parecía cada vez menos un chico y más… un lobo. Aceleraron el paso, aferrándose del brazo, y más tarde les contaron a sus amigas que habían visto a un brujo de carne y hueso delante del Aquelarre.

El Chico Lobo se había replegado en su crepuscular mundo de sentidos lobunos, como hacía siempre que se sentía en peligro, y, con una intensificada percepción de todo lo que le rodeaba, examinó la puerta del Aquelarre de las Brujas del Puerto. Había tres aldabas, dispuestas una encima de la otra. La de más abajo era un caldero de hierro en miniatura; la central, una ensortijada cola de rata de plata labrada; y la de más arriba era un sapo gordo y lleno de verrugas. Tenía un aspecto muy realista.

El Chico Lobo alcanzó la aldaba del sapo, y el sapo… ¡se movió! El Chico Lobo retiró la mano como si le hubieran mordido; el sapo era de verdad. Estaba acuclillado en la aldaba, mirándole con sus oscuros ojillos de anfibio. El Chico Lobo detestaba las cosas pringosas —razón más que probable por la que no le gustaban demasiado los guisos de tía Zelda—, pero sabía que tenía que tocar la aldaba del sapo y que, seguramente, aquello no sería lo peor que tendría que tocar. Apretando los dientes, volvió a llevar la mano hacia el sapo. El sapo se hinchó hasta dos veces su tamaño; parecía un pequeño globo en forma de sapo. Empezó a sisear, pero, esta vez, el Chico Lobo no se echó atrás. En cuanto su mano empezó a cerrase sobre el sapo, la criatura dejó de sisear y recuperó su tamaño normal. Había algo oscuro en la mano sucia: las cicatrices de la bola rastreadora, que el sapo reconoció.

Tomando por sorpresa al Chico Lobo, el sapo se deslizó por debajo de su mano y brincó de la aldaba. La levantó y la dejó caer con un sonoro golpe. Acto seguido, el sapo volvió a ocupar su lugar sobre la aldaba y cerró los ojos.

El Chico Lobo estaba dispuesto a esperar, pero no fue necesario. Enseguida oyó el ruido de pasos diligentes sobre las tablas desnudas acercándose hacia él, y, un momento después, la puerta se abrió con pesadez. Se asomó una joven vestida con una de las ajadas y descoloridas túnicas negras del Aquelarre. Llevaba la cabeza envuelta en una enorme toalla rosa y tenía unos grandes y escrutadores ojos azules.

—¿Sí? —articuló con sequedad, como de costumbre, pero entonces recordó que había sido el sapo oscuro el que había llamado. Intentando mantener la toalla en equilibrio, se puso derecha y añadió en su tono de bruja más protocolario, que era chillón hasta lo estrafalario y agudo al terminar las frases—: ¿Qué te trae por aquí?

Al Chico Lobo se le quedó la mente en blanco. El sabor de las hojas de col secas y de los escarabajos espachurrados se le repitió en la boca. ¿Qué tenía que decir? No se acordaba. Se quedó mirando a la joven. No daba tanto miedo; tenía los ojos grandes y azules y la nariz aplastada. De hecho, hasta parecía amable; aunque tenía algo extraño, algo que no acababa de identificar. ¡Oh! Había una cosa rara, ondulada, de color gris y de aspecto espinoso que escapaba por debajo de la toalla. ¿Qué era aquello?

La joven bruja, que se llamaba Dorinda, empezó a cerrar la puerta.

El Chico Lobo recordó por fin lo que tenía que decir.

—Vengo a cebar al Horror.

—¿Qué? —exclamó Dorinda—, Estás de broma, ¿no?

Y entonces Dorinda se acordó de lo que se suponía que tenía que decir. Volvió a ajustarse la toalla y retomó su chillón tono de voz.

—Así sea. Entra, Cebahorrores.

Por desgracia no estaba bromeando, pensó el Chico Lobo mientras entraba en la Casa del Aquelarre de las Brujas del Puerto y la puerta empezaba a cerrarse a sus espaldas. Ojalá lo estuviera. Nada le habría gustado más que volver a la soleada calle y echar a correr de vuelta a casa, a los maijales, al lugar al que pertenecía.

Al pensar en los maijales, el Chico Lobo recordó que si estaba en aquel espantoso lugar era porque tenía que hacer algo muy importante para los maijales y para todo lo que él amaba allí. Así que eso es lo que tenía en mente mientras seguía a Dorinda por el tenebroso pasillo, internándose en la Casa del Aquelarre de las Brujas del Puerto. Estaba decidido a hacer lo que había ido a hacer… a pesar de los tentáculos.

El pasillo era muy oscuro y traicionero. El Chico Lobo seguía el susurrante sonido que hacía la túnica de Dorinda al barrer el suelo áspero. Esquivó a tiempo un boquete por el que ascendía un olor nauseabundo, solo para verse atacado por una repentina embestida de molestias, una especialmente quisquillosa. El Chico Lobo manoteó con frenesí para alejar a las molestias, acompañado por las risitas de Dorinda. Pero en cuanto entre la comunidad de molestias se corrió la voz de que el sapo oscuro tenía algo que ver, se mantuvieron a una respetuosa distancia del Chico Lobo y ya no volvieron a molestarle.

Tras los pasos de Dorinda, el Chico Lobo se adentraba cada vez más en la casa. Por fin, llegaron frente a una harapienta cortina negra que colgaba delante de una puerta. Cuando Dorinda retiró la cortina, se levantaron nubes de polvo que hicieron toser al Chico Lobo. El polvo sabía a podrido, a cosas muertas hacía mucho tiempo. Dorinda empujó para abrir la puerta, a la que alguien le había arrancado un trozo de un hachazo, y él la siguió al interior de la cocina.

Aquello era tan raro como la ocasión en que había escapado del Aquelarre con Septimus, Jenna y Nicko, con las manos quemadas al intentar coger a Chucho, la bola rastreadora. Las ventanas estaban cubiertas por jirones de tela negra y una gruesa capa de grasa, cosa que impedía la entrada de la luz. La mugrienta estancia solo estaba iluminada por un tenue resplandor rojizo, proveniente de un viejo fogón. En el resplandor, refulgían docenas de pares de brillantes ojos de gatos que deambulaban por la cocina, como maliciosas bombillas de colores, todos mirando al Chico Lobo.

La cocina parecía albergar montones amorfos de basura podrida y sillas rotas. Lo más llamativo estaba en el centro de la estancia, donde una escalera ascendía hasta un amplio agujero irregular en el techo. El lugar olía fatal: a manteca añeja, a caca de gato y a algo que el Chico Lobo reconoció, con una punzada de dolor, como carne podrida de zorro. El Chico Lobo sabía que le estaban observando, y no solo los gatos. Su penetrante mirada recorrió la cocina hasta encontrarse, acechando desde la puerta del sótano, con dos brujas más que le miraban.

Dorinda contemplaba al Chico Lobo con cierto interés; le gustaba la manera en que sus entornados ojos castaños examinaban la estancia. Una sonrisa desproporcionada y dentona se dibujó en su rostro.

—Tendrás que disculparme —dijo con una sonrisa tonta ajustándose la toalla—. Acabo de lavarme el pelo.

Las dos brujas en la sombra rieron de forma desagradable. Dorinda no les hizo caso.

—¿Seguro que quieres darle de comer al Horror? —le susurró al Chico Lobo.

—Sí —dijo el Chico Lobo.

Dorinda se recreó un momento contemplando al Chico Lobo.

—¡Qué lástima! Eres muy mono. En fin, como quieras. Vamos allá. ¡Cebahorrores! ¡Ha llegado el Cebahorrores! —gritó Dorinda después de respirar hondo.

El ruido sordo de pies corriendo por las tablas del suelo del piso superior resonó en la cocina, y, acto seguido, la escalera se curvó bajo el más que considerable peso de los dos últimos miembros del Aquelarre: Pamela, la mismísima bruja madre, y Linda, su protegida. Como dos cuervos enormes, Pamela y Linda descendieron con dificultad hasta la cocina, acompañadas por el revoloteo y el crujir de sus túnicas de seda negra. El Chico Lobo dio un paso atrás y pisó a Dorinda. Dorinda gritó y empujó por la espalda al Chico Lobo con uno de sus huesudos dedos. Las dos brujas en la sombra —Verónica y Daphne— se movieron con sigilo hasta el pie de la escalera y ayudaron a bajar a la bruja madre, quien, con paso pesado y ruidoso, caminaba con cierta dificultad.

La bruja madre era «grande»; o, al menos, lo parecía. Su perímetro era, según la propia bruja madre, «generoso» y las tiesas capas de su túnica de seda negra le añadían más grosor todavía, pero, en realidad, no era mucho más alta que el Chico Lobo. Buena parte de su estatura se debía a la altísima plataforma de los zapatos que lucía. Dicho calzado se había confeccionado según un diseño propio de la bruja madre y tenía un aspecto mortífero. De las suelas brotaban sendos bosques de largas púas de metal, que utilizaba para ensartar a las gigantescas carcomas que infestaban la Casa del Aquelarre de las Brujas del Puerto. Los zapatos habían sido un éxito, a juzgar por la cantidad de carcomas gigantes que podían apreciarse pudriéndose en las púas, y la bruja madre pasaba muy buenos ratos recorriendo los pasillos de aquí para allá en busca de su siguiente víctima entre las carcomas. Pero no eran solo los zapatos lo que le daba a la bruja madre un aspecto estrambótico, tan estrambótico que el Chico Lobo no podía dejar de mirarla.

La bruja madre no lo sabía, pero era alérgica a las carcomas gigantes, y se cubría la cara con una gruesa capa de maquillaje blanco para ocultar las manchas rojas. El accidentado maquillaje presentaba unas grietas cavernosas a lo largo de las líneas del entrecejo y alrededor de las comisuras de la boca; desde lo más hondo de la blancura del maquillaje, sus diminutos ojos de un azul gélido se clavaban en el Chico Lobo.

—¿Qué es esto? —preguntó en tono mordaz, como si se hubiera encontrado una caca de gato pinchada en las púas de los zapatos.

—El ha entrado por el sapo oscuro, bruja madre, y viene a… —empezó a explicar Dorinda con entusiasmo.

—¿Él? —interrumpió la bruja madre, quien en la penumbra había confundido las rastas del Chico Lobo con la larga cabellera de una chica—, ¿Un muchacho? No seas ridícula, Dorinda.

Dorinda parecía confundida.

—Es un muchacho, bruja madre. —Se volvió hacia el Chico Lobo—. Lo eres, ¿no?

—Sí —contestó el Chico Lobo, poniendo la voz tan grave como pudo. Después se aclaró la garganta y se dirigió a la bruja madre con las palabras que se le permitían decir—: He venido a cebar al Horror. ¿Qué me vais a dar?

La bruja madre se quedó mirando al Chico Lobo mientras asimilaba aquella información. El Chico Lobo crispó y aflojó los puños. Las palmas llenas de cicatrices ya no podían transpirar, pero un sudor frío le recorrió la espalda.

La bruja madre se echó a reír. No fue un sonido agradable.

—¡Pues al Horror cebarás! —graznó. Volviéndose hacia su Aquelarre, soltó una carcajada y añadió—: Y creo que todas sabemos qué te daremos para alimentarlo.

Las brujas se echaron a reír, coreando a la bruja madre.

—Que le den su merecido —oyó el Chico Lobo que susurraba Dorinda al oído de otra bruja.

—Sí. Es un ridículo montón de basura. ¿Oíste lo que me dijo anoche?

—¡Basta! —ordenó la bruja madre—. Linda, ve a buscar al… pequeño aperitivo del Horror.

Hubo más risas, y Linda, que también lucía un mortecino rostro blanco a imagen y semejanza de la bruja madre, se deslizó por la cocina. Retiró un grasiento cobertor, abrió la puerta del sótano y desapareció.

Cuando regresó, traía a Lucy Gringe cogida por las trenzas.