La pastelería
Desde las sombras de una calle fría, húmeda y maloliente, el Chico Lobo vio a Septimus y a Escupefuego elevarse por encima de los tejados y volar hacia el sol. Observó hasta que no fueron más que una man-chita negra en el cielo, o tal vez solo una mota de carbonilla en la punta de la pestaña, era difícil decirlo. Y luego se puso en marcha siguiendo el último de los mapas de tía Zelda.
Al igual que Septimus, el Chico Lobo se sentía eufórico por aquella nueva sensación de libertad mezclada con otra de responsabilidad. Estaba solo, pero no desamparado, pues sabía que tía Zelda pensaba en él y que el trabajo que tenía que hacer era importante para ella, muy importante. Ignoraba el motivo, pero le alegraba que se lo hubiera confiado a él.
El Chico Lobo había vivido muchos años en el Bosque y no estaba acostumbrado a ver a tanta gente junta de golpe. Pero mientras se encaminaba hacia la Pastelería del Puerto y el Muelle —algo que había estado anhelando durante dos días—, sentía la emoción de caminar por las calles y de ver la extraña mezcolanza de gente que pasaba por delante de él. Era muy parecido al Bosque, pensó, solo que con casas en lugar de árboles y personas en lugar de criaturas bosqueriles, aunque la gente del Puerto era mucho más rara que cualquier criatura del Bosque. Como el chico desgarbado de las rastas desordenadas, la mugrienta túnica marrón y el andar lobuno y sinuoso que transitaba por las calles adoquinadas que serpenteaban entre los desvencijados almacenes, sin atraer la atención del mestizaje de habitantes y visitantes del Puerto. Y eso era precisamente lo que deseaba el Chico Lobo.
El mapa de tía Zelda era bueno. Enseguida salió por un atajo estrecho, que discurría entre dos almacenes, hasta el viejo puerto de pescadores bañado por la luz del sol y la brisa. Ante él, una variopinta colección de barcos atendidos por pescadores y marineros cabeceaba en las picadas aguas del puerto. Algunos estaban siendo descargados en unas carretas que aguardaban, y otros, preparados para aventurarse en la extensión de mar azul que llenaba el horizonte. El Chico Lobo se estremeció y se abrigó con la capa de lana marrón. A él que le dieran el marjal o el bosque, pensó, la inmensa vacuidad del mar le asustaba.
El Chico Lobo respiró hondo. Le gustaba el olor un poco salado del aire, pero aún más le gustaba el delicioso aroma de los pasteles calientes, que le indicaba que había ido al lugar adecuado. Le rugieron fuerte las tripas y se encaminó hacia la Pastelería del Puerto y el Muelle.
La pastelería estaba tranquila. Era justo antes de la hora de comer y, detrás del mostrador, una joven rellenita se ocupaba de sacar otra tanda de pasteles del horno. El Chico Lobo se detuvo ante la mayor variedad de pasteles que había visto en su vida, intentando decidir qué iba a comprar. Los quería todos. A diferencia de Septimus, al Chico Lobo no le gustaba la peculiar cocina de tía Zelda, y de inmediato decidió suprimir cualquier pastel que contuviera col, lo que solo descartaba tres. Por fin compró cinco pasteles distintos.
Mientras se daba la vuelta para marcharse, la puerta de la pastelería se abrió de golpe y entró un hombre joven, de cabellos rubios. La muchacha que atendía detrás del mostrador levantó la vista y el Chico Lobo percibió una mirada ansiosa en su rostro.
—Simón —dijo—. ¿Has tenido suerte?
—No —respondió el joven.
El Chico Lobo se quedó paralizado. Había reconocido aquella voz. Por debajo de sus rastas echó una mirada furtiva al recién llegado. Seguro que no era… no podía ser. Pero sí, una cicatriz le cruzaba el ojo derecho, en el lugar exacto donde le alcanzó la piedra de la catapulta del Chico Lobo. Tenía que ser él. Era él: era Simón Heap.
El Chico Lobo sabía que Simón no le había reconocido. De hecho, Simón apenas le había mirado. Estaba muy enfrascado en la conversación que mantenía con la joven en voz baja. El Chico Lobo vaciló. ¿Qué podía hacer? ¿Debía moverse sigilosamente y arriesgarse a que Simón se percatara de su presencia o debía quedarse quieto y fingir un interés pertinaz por los pasteles? Con los pasteles calientes pidiéndole que los comiera, el Chico Lobo optó por salir pitando antes de que lo reconociera, pero algo en la voz de Simón —una especie de desesperación— le detuvo.
—No la encuentro por ninguna parte, Maureen. Es como si se hubiera evaporado en el aire —decía Simón.
—No puede haberse evaporado —fue la sensata respuesta de Maureen.
Simón, que sabía más de estas cosas de lo que Maureen creía, no estaba tan seguro.
—Es culpa mía —dijo apesadumbrado—. Tenía que haberla acompañado al mercado.
Maureen intentó consolarlo.
—Vamos Simón, no puedes culparte de eso. Lucy tiene muy mal genio. Todos lo sabemos. —Sonrió—. Lo más probable es que se haya marchado presa de una rabieta. Ya verás. Una vez se largó durante toda una semana cuando trabajaba aquí.
Pero aquello no consolaba a Simón, que sacudió la cabeza.
—Pero si no estaba de malhumor. Se encontraba bien. Yo tenía un mal presentimiento sobre esto, Maureen. ¡Ay, si tuviera a Chucho!
—¿Si tuvieras a quién?, ¡ay cielos que se me queman! —Maureen corrió a rescatar la siguiente hornada de pasteles.
Simón miró a Maureen ventilar el humo con un paño de cocina.
—Intentaré rastrear sus pasos una vez más, Maureen, y lo dejo. Luego iré a buscar a Chucho.
—¿Qué es Chucho, una nueva agencia de detectives? —preguntó Maureen inspeccionando un renegrido pastel de salchicha y tomate—. Mejor que se hayan quemado ellos y no yo. La última que estuvo en mi puesto se quemó. Tenía peor aspecto que este puñado de pasteles.
—No. Chucho es mi bola rastreadora —dijo Simón—, Marcia Overstrand me la robó.
Impresionada, Maureen levantó la vista de los pasteles.
—¿La maga extraordinaria te robó una pelota?
—Bueno… no es que me la robara exactamente —explicó Simón intentando ser fiel a su nuevo propósito de decir siempre la verdad—. Supongo que en realidad me la confiscó. Pero Chucho no es como cualquier pelota vieja, Maureen; es mágica. Puede localizar a las personas. Si consiguiera que Marcia me devolviera a Chucho podría encontrar a Lucy. Estoy seguro de que la encontraría.
Maureen tiró todo el contenido de la bandeja a la basura con un suspiro de pesar.
—Mira, Simón, no te preocupes demasiado. Lucy aparecerá, estoy segura de que volverá. Yo de ti, me olvidaría de todo eso de la magia y seguiría buscándola por aquí. Ya sabes lo que dicen: «Si esperas lo bastante en el viejo muelle, verás pasar a cualquier persona conocida». Podría ser peor.
—Sí… supongo que tienes razón —murmuró Simón.
—Claro que la tengo —dijo Maureen—, ¿Por qué no haces eso? Llévate un pastel.
Por el rabillo del ojo, el Chico Lobo observó a Simón coger un pastel de beicon y huevo y salir de la tienda. A través de la ventana empañada vio a Simón caminar despacio junto a la escollera, comiéndose el pastel, sumido en sus pensamientos. Era un Simón muy distinto al de su último encuentro. Habían desaparecido aquella amenazadora mirada, con los párpados entornados, y la sensación de oscuridad que le rodeaba. «Si no hubiera sido por la voz —pensó el Chico Lobo—, no lo habría reconocido».
El Chico Lobo salió de la pastelería y tomó unas escaleras que descendían hacia el agua, evitando cruzarse en el camino de Simón. Se sentó a mirar unos pequeños cangrejos que hacían agujeros en la arena húmeda y, rechazando los constantes ataques de las famosas gaviotas del Puerto, se zampó un pastel de queso y judías, otro de carne y cebolla y otro, muy rico, de verduras y salsa de carne. Luego metió los otros dos pasteles en la mochila y consultó el mapa. Era hora de irse y cumplir con lo que había ido a hacer. Era hora de visitar el Aquelarre de las Brujas del Puerto.