Jorge Nido
Como una araña que regresa a su telaraña, Merrin había vuelto a su escondrijo secreto.
Lo había descubierto por casualidad unos días antes cuando, volviendo por el Largo Paseo de camino hacia el Manuscriptorium había visto a Sarah Heap que corría hacia él. A Merrin le había entrado el pánico; fue sorprendido en un tramo particularmente despejado del Largo Paseo en el que no había sombras donde esconderse ni puertas ni cortinas tras las que escabullirse. Merrin no conseguía pensar como es debido cuando le entraba el pánico, así que lo único que hizo fue apretarse contra el antiguo panel y esperar a que, por algún milagro, Sarah Heap no se fijara en él. Pero, para sorpresa de Merrin, ocurrió otro tipo de milagro: el panel se abrió detrás de él y cayó de espaldas en un espacio vacío.
Merrin se sentó, hundido en capas de polvo y observó a Sarah Heap apresurarse, sin echar ni siquiera un vistazo al oscuro agujero que se abría en los paneles, Cuando hubo pasado, inspeccionó su escondite. Era del tamaño de una habitación diminuta y no había nada más que una vieja silla rota y un montón de mantas apiladas en un rincón. Temeroso de lo que pudieran ocultar, Merrin apartó las mantas con el pie, y se redujeron a polvo. Merrin tosió y salió del armario, solo para ver a Sarah Heap, que volvía hacia él. Se introdujo de nuevo en la habitación secreta y, luchando desesperadamente por contener la tos, se metió los nudillos en la boca. Merrin no tenía por qué preocuparse, pues en aquel momento Sarah tenía otras cosas en las que pensar y el ruido de unas toses amortiguadas provenientes del interior de la pared ni siquiera alteró sus pensamientos de preocupación.
Desde entonces, Merrin había visitado poco lo que él consideraba su escondrijo secreto. Lo había llenado con lo esencial: agua, velas y serpientes de regaliz, además de unos cuantos osos de plátano, una novedad en la tienda de Ma Custard, y, si los mascaba al mismo tiempo que las serpientes de regaliz, tenían un sabor bastante interesante. Siempre que podía, Merrin se sentaba tranquilamente en la habitación escuchando y observando, como una araña en el centro de su telarañana, esperando a que pasara por allí una joven e inocente mosca… y al final pasó una en forma de Barney Pot.
Merrin había sido una araña eficiente y ahora volvía a su madriguera, aferrado al botín de su primera emboscada muy emocionado. Frotó el pedernal de la yesca y con la chispa encendió las velas que había «tomado prestadas» del Manuscriptorium. Cerró con mucha cautela la sección del panel que daba al Largo Paseo, dejando el pestillo abierto para que no se cerrara por completo. Desde que su niñera, por órdenes de DomDaniel, le encerrara en un armario a oscuras cada vez que no hacía lo que le ordenaban, Merrin temía quedarse encerrado en espacios oscuros, y el único inconveniente de su refugio era que no acertaba a averiguar cómo abrir la puerta desde el interior.
Después de probar la puerta una docena de veces para asegurarse de que aún se abría, Merrin se instaló sobre unos almohadones que había cogido de un armario del desván de Palacio. Luego mordió la cabeza de su nueva serpiente de regaliz, se metió un oso de plátano en la boca y suspiró de felicidad. La vida le sonreía.
Merrin inspeccionó la botellita dorada, que aún conservaba el calor de la mano de Barney. Sonrió; lo había hecho bien. Estaba seguro de que la botella era de oro puro, a juzgar por lo que pesaba y por el intenso resplandor sin mancha que refulgía de un color anaranjado a la luz de las velas. Miró el tapón de plata y se preguntó qué extraño pictograma sería ese. La botella parecía una botellita de perfume, y pensó que el símbolo sería el nombre de la fragancia. Había visto algunas parecidas en la ventana de una pequeña joyería cerca de la tienda de Ma Custard, y algunas de ellas eran muy caras, lo bastante como para comprar todo el cargamento de serpientes de regaliz, los osos de plátano y probablemente la mayoría de las bombas burbujeantes especiales de Ma Custard. La boca se le hizo agua y se le cayó una baba de regaliz en la túnica gris del Manuscriptorium. Sonrió y se metió otro oso de plátano en la boca. Había tomado una decisión, aquello sería exactamente lo que haría: llevaría la botella de oro a la joyería y la vendería, luego iría directo a Ma Custard y compraría todo el cargamento de serpientes y osos. ¡Así aprendería esa vieja murciélaga! (El consumo de serpientes de regaliz de Merrin había superado con creces su sueldo del Manuscriptorium y Ma Custard le había informado de que no tenía crédito).
La curiosidad empezó a hacer mella en Merrin y se preguntó cómo olería el perfume de la botella. Si olía bien, pensó, podía pedir más por ella. Inspeccionó la brillante cera azul que sellaba el tapón; sería bastante fácil fundir la cera en la llama de la vela y volver a sellarlo, nadie lo notaría. Clavó la uña sucia del pulgar en el sello y empezó a quitarlo. Enseguida casi toda la cera fue a parar a su regazo en forma de sucios tirabuzones y la lisa plata que ocultaba la cera brillaba a la luz de la vela. Merrin quitó el taponcito arrancándole un sonido como un suspiro.
Merrin levantó la botella dorada hasta su nariz y olisqueó. No olía demasiado bien. De hecho, olía bastante mal. Claro que él no sabía que los genios no son precisamente famosos por oler bien, y muchos de ellos se esmeraban en oler de una manera repugnante. De hecho, el genio que habitaba en la botella dorada que Merrin apretaba en su mano pegajosa no olía demasiado mal, para ser un genio, sino a una sutil mezcla de calabaza quemada con una pincelada de caca de vaca. Merrin se sintió decepcionado por su botellita de perfume. Solo para asegurarse de que olía lo bastante mal, se puso la botella en el orificio izquierdo de la nariz y esnifó fuerte… y el genio fue aspirado por su nariz. No fue un momento especialmente agradable para ninguno de ellos.
Es probable que el genio se llevara la peor parte. Había esperado en la botella durante muchos centenares de años, soñando con el maravilloso momento de su liberación. Había soñado con el dulce y fresco aire de una mañana de primavera sobre la ladera de una montaña, como la última vez que fue liberado por un pastor desprevenido, poco antes de que una intrigante bruja, no buena, le engañara para meterse en la botella más pequeña en la que era posible meter a un genio. Desde que había sido despertado por tía Zelda, el genio estaba histérico de emoción esperando ese momento, imaginando una incesante variedad de escenarios fantásticos de liberación. Lo último que podía imaginar es que fuera absorbido por la nariz de Merrin Meredith.
El interior de la nariz de Merrin no era un lugar plácido. Sin entrar demasiado en detalles desapacibles, era oscuro, húmedo y no había demasiado espacio para un genio que anhelaba expandirse. Y el ruido era atroz, incluso en el centro de un torbellino encantado, el genio jamás había oído nada parecido a los aullidos que colmaban la minúscula cueva a cuyo interior había sido arrastrado. Pero de repente, acompañado por el sonido del estornudo más grande jamás presenciado, el genio fue expulsado, proyectado desde la cueva como la bala de una pistola. Con un grito de euforia salió al aire libre y voló disparado con un destello de luz amarilla por la minúscula habitación, donde rebotó en la pared y se hundió en una montaña de polvo de años. Merrin lo contempló con el más absoluto de los asombros y no menos orgullo: en su vida había visto un moco igual.
Poco le duró a Merrin aquella sensación de orgullo, y el asombro se convirtió en temor cuando un gran manchón amarillo refulgente emergió de la montaña de polvo; el moco estaba creciendo. Se le escapó un grito de terror mientras la masa se extendía y, como si fuera un cazo de leche hirviendo que se derrama y burbujea, crecía cada vez más. En ese momento la masa empezaba a dar vueltas y se expandía hacia arriba mientras giraba, cada vez más brillante, ahogando la cálida luz de la vela y bañando la pequeña cámara en una deslumbrante luz amarilla.
Para entonces Merrin ya estaba muerto de miedo en un rincón, gimoteando. Al principio pensó que uno de los escribas del Manuscriptorium había urdido un hechizo de moco expansivo (uno de los preferidos del Manuscriptorium) cuando no miraba. Pero ahora, incluso con los ojos muy cerrados, Merrin sabía que era peor que eso. Sabía que dentro de la cámara había otro ser, un ser mucho más grande, más viejo y más temible que él. Y algo le dijo que ese ser no estaba lo que se dice contento en aquel momento.
Merrin tenía razón, el genio no estaba nada contento. Anhelaba el aire libre y allí estaba, en un pequeño armario, lleno de polvo y con el Gran Ser que lo Había Liberado lloriqueando como un gallina en un rincón. Claro que todos los genios estaban acostumbrados a provocar un poco de terror con su aparición, muchos se dedicaban a cultivarlo, pero había algo en el Gran Ser de aquel genio que no le gustaba. El agazapado humano de aspecto deplorable tenía un aire repulsivo y no era en absoluto el tipo de Gran Ser que la canción del despertar le había hecho esperar al genio. Aquello no pintaba bien. Molesto por volver a ser engañado, el genio soltó un suspiro de irritación. El suspiro resonó en la cámara como un alma en pena. Merrin se tiró al suelo y se tapó los oídos con las manos.
El genio se derramó por el techo y contempló la figura supina y lloriqueante de Merrin con disgusto. Pero si el genio quería permanecer fuera de la botella, tenía que apresurarse a dar el paso siguiente. Tenía que recibir una orden y obedecerla. De ese modo, volvería a ser parte del mundo y podría adoptar una forma humana; no es que aquello fuera una gran ventaja, pensó el genio, a la vista de la patética figura que estaba allí abajo.
Lo siguiente que oyó Merrin, a pesar de hundirse los dedos en las orejas, fue una voz que parecía provenir de dentro de su cabeza y que le decía:
—¿Eres Septimus Heap?
Merrin abrió un ojo y miró con temor. El manchón amarillento del techo flotaba sobre él de un modo amenazador. Merrin consiguió responder con una vocecilla chillona:
—Sí. Lo soy… Bueno, en otro tiempo lo fui. Quiero decir, lo era.
El genio suspiró y un gran rugido de viento silbó a través de la cajita que era la habitación. ¿Cómo podía tener un despertar tan horrible? Aquel mocoso berreón había dicho que era Septimus Heap y, sin embargo, la figura acobardada en el polvo no tenía nada de la fulgurante descripción del muchacho mágico que tía Zelda le había hecho al genio. El retrato de Septimus Heap había sido tal que el apretujado genio anhelaba ilusionado ver a su amo, pero ahora no estaba claro, otra bruja traicionera le había vuelto a engañar. No tenía más remedio que continuar con la segunda pregunta.
—¿Cuál es tu deseo, oh, Gran Ser?
Solo para divertirse el genio había puesto su voz más temible. Merrin, con los dedos metidos en las orejas, se estremecía de terror.
La voz repitió la pregunta en tono impaciente:
—¿Cuál es tu deseo, oh, Gran Ser?
—¿Qué? —dijo Merrin tapándose la cara con las manos y mirando a través de los dedos.
El genio suspiró de nuevo. Era un auténtico estúpido. Volvió a repetir la pregunta, muy despacio, y empezó a resbalar hacia abajo por la pared.
—¿Cuál… es… mi… deseo? —repitió Merrin como un loro acongojado.
El genio decidió que debía de haberse equivocado de idioma. Durante cinco minutos repasó todos los que sabía, mientras vagaba sin rumbo alrededor de la cámara observado por un Merrin horrorizado, sin éxito alguno. Después de probar con el último idioma que sabía, un dialecto de un ignoto valle fluvial de las Llanuras Nevadas del Este, al genio le entró el pánico. Si el estúpido Gran Ser no respondía la pregunta pronto, volvería de cabeza a aquella horrible botellita, ¿y qué sería de él entonces? Tenía que recibir una respuesta, ya.
Merrin había hecho acopio del valor suficiente para sentarse.
—¿Qué… qué eres? —tartamudeó mientras la mancha se instalaba en el suelo.
El pánico del genio cedió un poco, por fin el Gran Ser decía algo que tenía cierto sentido, y ahora el genio sabía qué idioma usar. Pero quedaba poco tiempo. Empezaba a sentir la atracción de la botellita dorada, que el Gran Ser aún apretaba en la mano. Sabía que debía mostrarse paciente y afable; aquella era su única esperanza. Respondió despacio a la pregunta de Merrin:
—Soy un genio.
—¿Un qué?
¡Oh, espíritus misericordiosos, aquel tipo era un auténtico estúpido!
—¡Jo, que soy un genio! —dijo el manchón amarillo muy, muy despacio—. Jo! ¡Geeenio!
Merrin tenía la nariz tapada, los ojos llorosos por la incursión del genio y aún le zumbaban los oídos del suspiro silbante. Apenas lo oyó.
—¿Eres Jorge Nido? —preguntó.
El genio se rindió.
—Sí —contestó resignado—. Si lo deseas, Gran Ser, soy Jorge Nido. Pero antes debes responder a mi segunda pregunta: ¿cuál es tu deseo, oh, Gran Ser?
—¿Mi deseo? ¿Cuál es mi deseo de qué?
El genio perdió los estribos.
—¡Deseo! —gritó—, ¡Deseo! ¿Qué deseas, oh, Gran Ser? ¡Te estoy preguntando qué quieres que haga, estúpido!
—¡No me llames estúpido! —le respondió con otro grito.
El genio miró a Merrin asombrado.
—¿Es esa tu respuesta: que no te llame estúpido?
—¡Sí!
—¿Nada más?
—¡No! ¡Sí, sí, vete, vete!
Merrin se tiró al suelo y tuvo la primera rabieta desde la última vez que su niñera le había encerrado en el armario.
El genio no podía creer su suerte. ¡Vaya cambio! Loco de alegría, el genio tomó forma humana, una forma mucho más extravagante de la que hubiera tomado de no estar tan eufórico. Pronto la cámara secreta ya no estuvo llena de una amorfa mancha amarilla sino ocupada por una figura exótica, vestida con una capa amarilla, jubón y bombachos, todo ello coronado por un sombrero —al genio le encantaban los sombreros— muy parecido a una pila de donuts amarillos en equilibrio sobre su cabeza. El conjunto se complementaba con lo que el genio consideraba un bigote muy favorecedor —siempre le había encantado un poco de vello facial— y unas uñas largas y curvas. Era un poco bizco, pero algunas cosas no se podían evitar.
El genio no podía creer su suerte (había decidido ser un hombre, con un nombre como Jorge Nido, ¿qué otra cosa podía ser?). En cuestión de un minuto había pasado de estar a punto de volver a la fuerza a su botella, a un estado de total, o casi total, libertad. Mientras no tuviera nada que ver con la vieja bruja que lo había despertado durante un período de un año y un día todo iría bien y, por supuesto, ni la menor intención de acercarse a los aledaños de los pestilentes marjales donde le habían despertado, ni la más mínima intención.
El genio miró a Merrin, que estaba tumbado bocabajo en el suelo, pataleando y gimiendo. Sacudió la cabeza algo desconcertado. A pesar de que en un oscuro y lejano pasado él también había sido uno de ellos, los humanos eran muy raros, y nadie lo podía negar. Con un irreprimible deseo de oler por fin el aire fresco, el genio salió corriendo de la cámara secreta, causando una fuerte corriente de aire que cerró la puerta con estruendo.
Dentro de la cámara la rabieta de Merrin cesó de repente, tal y como siempre hacía cuando la institutriz le cerraba la puerta del armario. En el repentino silencio, mientras aún le zumbaban los oídos, Merrin se levantó despacio e intentó abrir el panel, pero este no se movió.
Al cabo de una hora, Merrin se dejó caer en los almohadones, ronco de tanto gritar, mientras que Sarah Heap estaba sentada en la cocina del Palacio hablando con la cocinera.
—Oigo ruidos detrás de los paneles de madera —dijo—. Deben de ser esas pobres princesitas de las que Jenna me habló. Pobres fantasmitas atrapados. ¡Qué pena!
La cocinera aparentaba no estar impresionada.
—No irá a preocuparse por eso, señora Heap. Se oye toda clase de cosas en el Palacio. En todos estos años han sucedido cosas terribles. Tiene que quitárselo de la cabeza. Pronto se esfumarán, ya verá.
Sarah Heap intentó quitárselo de la cabeza, pero el griterío continuó toda la noche. Incluso Silas lo oyó. Ambos se fueron a dormir con algodones en los oídos.
Merrin no pegó ojo en toda la noche.