~~ 5 ~~

412 y 409

Septimus se sentía eufórico. Volaba a lomos de Escupefuego, y a partir de ahora podía volar en él cuando le diera la gana. Cayó en la cuenta de que era la primera vez que volaba en su dragón sin el sentimiento de culpa que le provocaba saber que Marcia no lo aprobaba o, en realidad, se lo había prohibido.

Pero en aquella ocasión le había despedido con una sonrisa. Le había dado incluso un abrazo —lo que era muy extraño— y ahora tenía un emocionante viaje por delante, solos él y su dragón. Y lo que era aún mejor, pensó Septimus mientras atravesaba con Escupefuego un banco de niebla bajo y emergía a la luz del sol, se disponía a encontrarse con las personas que más le importaban en el mundo. Bueno, con casi todas. Claro que había otros, pero eran Jenna, Beetle, Nicko y Snorri quienes le esperaban en una vieja cabaña de pescadores al otro lado del mar, y él estaba de camino para llevarlos de vuelta a casa.

Septimus sabía que sería un largo vuelo. Lo había hecho dos días antes con Marcia, Sarah y Ephaniah Grebe enfermo, y no había sido fácil, pero la dificultad se había debido a lo que Sarah llamaba «el miedo a volar» de Mama. Ahora estaban solos, Septimus y su dragón, y haría volar a Escupefuego exactamente a su antojo.

Y así, rozando la niebla, Escupefuego siguió los serpenteantes meandros del río en su curso hacia el Puerto. Septimus se sentó en el hueco del piloto, justo detrás del cuello y delante de los anchos y huesudos hombros del dragón a cada largo y lento batir de alas, Septimus notaba los músculos de Escupe fuego moverse bajo las frías escamas del dragón. Se inclinó hacia atrás y descansó contra una púa grande y plana —conocida como la púa del piloto— y se sujetó, sin apretar demasiado, en una púa corta de la base del cuello del dragón, que algunos manuales llaman en tono irónico la púa del pánico, pero que Septimus sabía que era más correcto llamar púa del guía, pues a través de ella se notaba cada movimiento del dragón.

Pronto Septimus y Escupefuego sobrevolaban el Puerto. La niebla había desaparecido y las pequeñas nubes blancas cruzaban raudas por encima de ellos, «felices nubes», pasó Septimus. El brillo del sol era intenso, y las escamas verdes de Escupefuego resplandecían con una hermosa iridiscencia. Septimus se rió con ganas. La vida era buena, de hecho era maravillosa.

Había sobrevivido a la búsqueda y, aún mejor, la había completado, era el único aprendiz que lo había logrado. Y ahora, para su asombro, era aprendiz superior. Comprobó las bocamangas; sí, las cintas color púrpura seguían estando allí, centellando a la luz del sol.

Septimus bajó la mirada. Mucho más abajo vio el Puerto desplegado como el estampado de un tapiz. Muchas calles aún estaban oscuras, el sol aún no se hallaba lo bastante alto como para adentrarse en los cañones que formaban los almacenes y llevarse sus sombras, pero sus rayos centelleaban en los viejos tejados de pizarra, relucientes después del chaparrón. Perezosas volutas de humo se elevaban de las chimeneas, y Septimus captó el dulce olor a leña quemada. Era una estupenda mañana para volar en dragón.

Saliendo del Puerto, como una larga serpiente blanca, se extendía una ruta que le resultaba familiar, la que conducía hacia los marjales Marram: la Carretera Elevada. Guió a Escupefuego para que siguiera la Carretera Elevada, intentando sobrevolar los maijales Marram hasta el Faro de la Duna Doble, y desde allí siguió su curso hacia el mar. Mientras se dirigía hacia el marjal al final de la Carretera Elevada, Septimus vio una figura, cuya silueta negra se recortaba contra la blancura de la carretera, que se dirigía hacia el Puerto.

Septimus no creía del todo en el sexto sentido. Estaba de acuerdo con Marcia en que eso del sexto sentido era «un montón de tonterías de brujas». Sin embargo, tenía desarrollado el sentido de saber cuándo lo habían mirado, y de repente Septimus supo que la figura del extremo de la Carretera Elevada le estaba mirando. No le estaba mirando mal sino solo mirándolo; el tipo de cosas que hace un mago cuando su hijo sale del colegio y sigue su recorrido, velando por que los matones del barrio no estén al acecho.

Septimus le dio a Escupefuego dos golpecitos con el pie izquierdo y el dragón empezó a perder altura. Ahora Septimus podía ver que la figura se había detenido y miraba hacia arriba, haciéndose sombra con ambas manos.

—Es 409. Estoy seguro —murmuró Septimus, cediendo a su costumbre de expresar sus pensamientos en voz alta cuando estaba solo con Escupefuego—. Abajo, Escupefuego, abajo. ¡Oye, no tan deprisaaaaaa!

Escupefuego aterrizó en la Carretera Elevada con un tremendo estruendo y derrapó sobre la resbaladiza superficie arcillosa. En su intento de frenar, desplegó las alas a noventa grados de la carretera y bajó la cola, pero lo único que consiguió fue cavar un profundo hoyo en la superficie calcárea. A pesar de haber extendido las zarpas delanteras y estar arrastrando los espolones, Escupefuego aún iba demasiado rápido y se dirigía de cabeza hacia un gran charco. Una columna de agua sucia salió volando por los aires y por fin el dragón consiguió detenerse, con las zarpas empapadas de aquella agua como si fuera el pegamento para ratones de Marcia, un mejunje que ella empleaba para atrapar a los ratones comedores de papel en la Biblioteca de la Pirámide.

Septimus echó un vistazo desde su posición privilegiada. ¿Dónde estaba 409? Lo más seguro es que anduviera cerca de donde habían aterrizado. De repente, a Septimus se le ocurrió una idea horrible: ¿habría aterrizado Escupefuego encima de él? Septimus escuchó, pero no oyó nada, solo el suave susurro de la brisa acariciando los juncos que flanqueaban la Carretera Elevada.

Presa del pánico, Septimus descabalgó. No había rastro del Chico Lobo en la carretera que se extendía a sus espaldas; lo único que podía ver era el gran surco y las marcas que habían dejado las zarpas de Escupefuego al derrapar. Ahora se le ocurría una idea aún peor: ¿y si el dragón había arrastrado al Chico Lobo debajo de él?

—Levántate, Escupefuego —le dijo en una voz algo estridente.

El dragón miró a Septimus como diciendo: «¿Por qué habría de levantarme?», pero Septimus no iba a permitir que le desobedeciera.

—¡Levántate! —le ordenó—, ¡Escupefuego, levántate ahora mismo!

Escupefuego sabía perfectamente cuándo tenía que hacer lo que le ordenaba, pero eso no significaba que tuviera que hacerlo de buena gana. Enfurruñado, se levantó del charco donde yacía encantado. Con mucho tiento, Septimus miró debajo del dragón y de repente se sintió mucho mejor. No había ni rastro de 409.

—¿Algo ha ido mal con el tren de aterrizaje, 412? —preguntó una alegre voz detrás de Septimus.

—¡409! —dijo Septimus, dándose la vuelta justo a tiempo para ver a su viejo amigo emergiendo del agua del lecho de juncos—. No podía oírte. Durante un horrible momento pensé… bueno, pensé…

—Que habíais aplastado a 409. —El Chico Lobo terminó la frase con ojillos sonrientes—, Pero por poco me aplastas. Eres una amenaza volante. He tenido que arrojarme al juncal.

Se sacudió como un perro, despidiendo una lluvia de gotas que aterrizaron sobre la piel de zorro de Septimus. El Chico Lobo miró la piel con suspicacia. No le gustaba que la gente llevara pieles de zorro. Los zorros eran su familia.

Septimus captó la mirada del Chico Lobo. Se quitó, avergonzado, la piel de zorro y la arrojó sobre Escupefuego.

—Lo siento —dijo.

—No te preocupes. La gente las lleva, lo sé —afirmó con una sonrisa—. Siempre hay problemas por aquí, ¿verdad?

—Ah, ¿sí? —preguntó Septimus.

—Sí, ya sabes… caen cosas raras del cielo. Primero tu hermano y ahora tú.

Septimus no estaba seguro de que le gustara que le compararan con ese hermano suyo en particular. Sabía que del Chico Lobo se refería a la ocasión en que Simón, en posesión del amuleto de volar, se lanzó en picado contra ellos, casi en el mismo lugar donde se encontraban ahora, e intentó llevarse a Jen na. Pero Septimus nunca sentía preocupación alguna cuando estaba con el Chico Lobo.

—Bueno, al menos no me has disparado con tu catapulta —dijo sonriendo.

—¡Qué va! Pero aún la llevo. Bueno, ¿qué andas haciendo por aquí?

—Voy a buscar a Jenna, a Nicko y a Snorri, y a Beetle, para llevarlos a casa.

—¿Quééé? ¿A todos?, ¿en eso?

El Chico Lobo dirigió una mirada de duda sobre Escupe-fuego. El dragón le devolvió el cumplido.

—Sí. Será divertido.

—Entre tú yo, prefiero mil veces a donde voy yo.

—¿Y adonde vas? ¿Al Puerto? —No resultaba difícil de adivinar, pues la Carretera Elevada no conducía a ninguna otra parte.

—Exacto. Zelda quiere que… —El Chico Lobo se calló de repente; tía Zelda le había dicho que no contara a nadie lo que estaba haciendo—. Quiere que haga unas cosillas —concluyó como pudo.

—¿Unas cosillas?

—Hum, sí.

—Está bien, no tienes por qué contármelo. Hay cosas que Marcia no me deja contárselas a nadie. ¿Quieres que te lleve? —¡Oh!

El Chico Lobo miró a Escupefuego. Había jurado que no volvería a montar en ese dragón en su vida. Las escamas le daban dentera y su modo de volar, aquel sube y baja como un yoyó, le daba ganas de vomitar.

—Hay un buen trecho hasta el Puerto —dijo Septimus, que no quería dejar que su viejo amigo caminara solo en medio de la nada—. Y no iremos rápido, te lo prometo.

—Bueno, yo… eh… De acuerdo. Gracias.

Septimus siempre cumplía su palabra. Voló sobre Escupefuego muy despacio a unos quince metros de la Carretera Elevada, y pronto vieron el perfil de los primeros edificios del Puerto, unas destartaladas casitas de trabajadores. Observados por unos niños callados, que habían salido de ellas asombrados al oír el batir de alas del dragón, el Chico Lobo bajó de Escupefuego. Aterrizó en la Carretera Elevada como un gato y se puso bien la mochila.

—Gracias, 412. No ha estado tan mal.

—A mandar. Oye, ten cuidado con el Aquelarre del Puerto, ¿eh? Son peores de lo que aparentan.

—De acuerdo. Tampoco aparentan gran cosa —dijo el Chico Lobo—, Oye, ¿cómo sabes que iba al Aquelarre?

De repente Septimus se preocupó.

—No lo sabía. No pensarás ir al Aquelarre, ¿verdad?

El Chico Lobo asintió.

—Tía Zelda, ella…

—Hum —murmuró Septimus—, Bueno, tú recuerda que tía Zelda no consiguió ser conservadora siendo siempre una bruja blanca modélica. —Fijó la mirada en los ojos de su amigo y bajó la voz—. Nadie consigue ser conservador sin tocar la oscuridad, 409. Ten cuidado. No te acerques demasiado, ¿vale?

—No me acercaré. Y cuídate tú también. Ven a vernos cuando regreses.

Septimus pensó en lo maravilloso que sería pasar algún tiempo en casa de tía Zelda con Jenna y Nicko, como cuando se conocieron, solo que mejor.

—Iremos todos a verte. Llevaré a Nicko y a Snorri… y a Beetle también, y a Jenna.

—Fantástico. Y yo os enseñaré el maijal. Conozco todos los caminos… bueno, casi todos. Te llevaré a la isla de las Gallinas. Tengo algunos buenos amigos allí.

—Parece un buen plan, muy bueno.

Septimus miró al Chico Lobo y deseó que no se dirigiera hacia las brujas del Puerto. Septimus no estaba seguro de si su amigo había comprendido lo peligrosas que eran. Metió la mano en uno de los bolsillos de su cinturón plateado de aprendiz y sacó un pequeño triángulo de metal.

—Ten, toma esto. Es un amuleto inverso. Si esas brujas intentan algo, apúntales con el ángulo afilado. Se lo devolverá… ¡con creces!

El Chico Lobo sacudió la cabeza con pesar.

—Gracias, pero no. Tengo que hacerlo yo solo.

—De acuerdo —dijo resignado Septimus al tiempo que guardaba otra vez el amuleto—. Lo comprendo. Ten cuidado.

Septimus observó al Chico Lobo alejarse aprisa, con pasos largos y relajados, hasta más allá de las casitas y entrar en un estrecho camino adoquinado que le llevaría hasta las oscuras calles formadas por hileras desordenadas de casas que se apretujaban en las afueras del Puerto. Se quedó mirando hasta que el Chico Lobo dobló un recodo y desapareció en las sombras. Luego, bajo la mirada algo desconcertada del silencioso coro de niños regordetes, ordenó a su dragón que levantara el vuelo.

—Arriba.

Escupefuego, que, a pesar de lo que creía Barney Pot, era muy cuidadoso con los niños pequeños, batió con delicadeza las alas, y Septimus vio como el suelo se alejaba cada vez más.

Ya estaban de camino.