Barney Pot
Tía Zelda estaba atascada. No quería admitirlo, pero se había atorado cuando intentaba pasar por la Vía de la Reina, un pasadizo mágico que conducía directamente desde su armario de pociones inestables y venenos particulares hasta otro idéntico en la Habitación de la Reina, dentro del Palacio. Para activar la vía, tía Zelda necesitaba antes cerrar la puerta del armario y abrir cierto cajón junto a su pie derecho. Y después de todo un invierno engordando al Chico Lobo, y de paso engordando ella también, cerrar la puerta del armario no iba a resultar fácil.
Tía Zelda se apretujó contra los estantes, tomó aire y tiró de la puerta para cerrarla. Pero la puerta se abrió. Volvió a cerrarla, y a su espalda una fila de botellas de pociones se cayó en medio de un tintineo. Con mucho cuidado, tía Zelda giró para enderezar las botellas y, en el intento, chocó contra una pila de cajitas de ruinas secas. Las cajas traquetearon hasta el suelo. Ella se inclinó resoplando para cogerlas y la puerta del armario se abrió.
Renegando en silencio, tía Zelda apiló las cajas y ordenó las botellas de pociones. Miró la puerta del armario con ojo torvo. ¿Por qué sufría tantas contrariedades? Con un tirón firme, para demostrar a la puerta quien mandaba allí, tía Zelda la cerró otra vez. Permaneció muy quieta y esperó. La puerta se quedó cerrada. Muy, muy despacio y con mucho tiento, la anciana bruja empezó a darse la vuelta, hasta que por fin encaró las estanterías. Soltó aire con alivio y la puerta se abrió. Tía Zelda se contuvo para no soltar una palabrota de bruja, extendió la mano a su espalda y cerró la puerta de un portazo. Una pequeña troupe de botellas de pociones comenzó a tintinear, pero tía Zelda no les prestó atención. Muy rápido, antes de que la puerta cambiase de opinión, abrió el cajón del fondo con el pie. ¡Lo consiguió! Detrás de ella un revelador clic de la puerta le indicó que el armario de pociones inestables y venenos particulares estaba cerrado y la Vía de la Reina abierta. Tía Zelda pasó por la Vía de la Reina y luego se quedó atascada en el otro extremo.
Hasta al cabo de unos minutos tía Zelda no consiguió salir de un armario idéntico al suyo, que se encontraba en la Habitación de la Reina. Pero, después de apretujarse contra un lado y contener el aliento, la puerta del armario se abrió de repente. Como un corcho saliendo de una botella, tía Zelda hizo una rápida y poco digna entrada en la Habitación de la Reina.
La estancia era una pequeña cámara circular que solo contenía un sillón, junto a una chimenea en la que ardía un fuego constante, y un fantasma. El fantasma se hallaba cómodamente arrellanado en el sillón y miraba el fuego con ojos soñadores. Era, o había sido, una joven reina. Llevaba el oscuro cabello largo sujeto por una sencilla diadema de oro y se sentaba envuelta en su túnica roja y dorada como si tuviera frío. Por encima del corazón los ropajes rojos estaban teñidos de oscuro donde, hacía unos doce años y medio, la reina, a quien las gentes del Castillo llamaban ahora la buena reina Cerys, había recibido un disparo de muerte.
Ante la teatral entrada de Zelda la reina Cerys alzó la vista. Observó a la anciana con una sonrisa burlona, sin pronunciar palabra. Tía Zelda se apresuró a hacer una reverencia al fantasma, luego recorrió afanosamente la habitación y desapareció a través de la pared. La reina Cerys volvió a sumirse en la contemplación del fuego, pensando para sí que era extraño cómo los seres humanos cambiaban con tanta rapidez. Pensó que Zelda debía de haberse tragado por error un hechizo ampliador. Quizá debería habérselo dicho, o quizá no.
En el polvoriento descansillo, tía Zelda se encaminó hacia un tramo de escalones estrechos que la llevarían hasta el pie del torreón. Esperaba que no hubiera sido una grosería pasar zumbando ante la reina Cerys, pero ya tendría tiempo más tarde para disculparse, en aquel momento debía encontrar a Septimus.
Tía Zelda llegó al pie de la escalera, abrió la puerta del torreón que conducía a los jardines de Palacio y caminó con decisión por los anchurosos prados que bajaban hasta el río. A su izquierda, a lo lejos, podía ver una raída tienda de rayas plantada de manera precaria junto al río. Dentro de la tienda, tía Zelda sabía que se hallaban dos de sus fantasmas predilectos, Alther Mella y Alice Nettles, pero ahora iba en dirección contraria, hacia la larga línea de altos abetos blancos en el extremo más occidental de los prados. Mientras tía Zelda corría hacia los árboles oyó el fuerte aleteo del dragón, un ruido parecido a cientos de tiendas de rayas llenas de dragones transportadas por el viento durante una terrible tormenta. Por encima de los árboles vio la punta del ala de Escupefuego extenderse, mientras calentaba los fríos músculos de dragón para el largo vuelo que le aguardaba. Y, aunque no podía ver al jinete, tía Zelda sabía que no era Marcia quien pilotaba el dragón: era Septimus.
—¡Espera! —gritó acelerando el paso—. ¡Espera!
Pero la voz quedó ahogada cuando, al otro lado de los árboles, Escupefuego bajó las alas y una gran ráfaga de aire sacudió los abetos blancos. Jadeando sin resuello, tía Zelda se detuvo para recuperar el aliento. Aquello no iba bien, pensó, no iba a conseguirlo. El dragón levantaría el vuelo en cualquier momento, llevándose a Septimus con él.
—¿Está bien, señorita? —dijo en tono de preocupación una vocecilla en algún lugar por debajo de su codo.
—¿Eh? —exclamó tía Zelda.
Miró a su alrededor en busca del propietario de la voz y descubrió, justo detrás de sí, a un niño pequeño casi oculto tras una gran carretilla.
—¿Puedo ayudarla? —preguntó el chico expectante.
Barney Pot se acababa de incorporar a los recién formados Lobatos del Castillo y necesitaba hacer su buena acción del día. Al principio había confundido a tía Zelda con una tienda, como la de rayas que estaba en la pista de despegue, sin embargo, en ese momento se preguntó si tal vez se hallaba atrapada dentro de una tienda y asomaba la cabeza por encima para pedir auxilio.
—Sí… puedes ayudarme —dijo tía Zelda resoplando. Hundió la mano en el bolsillo secreto y sacó la botellita dorada—. Dale esto… al aprendiz extraordinario… Septimus Heap. Está… allí. —Movió las manos en dirección a los cimbreantes abetos—. Dragón… En el dragón.
El chico abrió los ojos aún más.
—¿El aprendiz extraordinario? ¿En el dragón?
—Sí, dale esto.
—¿Quién, yo?
—Sí, querido. Por favor.
Tía Zelda puso la botellita dorada en la mano del niño. Él la miró. Era la cosa más hermosa que había visto en su vida. Era extrañamente pesada, más pesada de lo que creía, y encima tenía escrito algo raro. Barney estaba aprendiendo a escribir, pero no esas cosas.
—Dile al aprendiz que es un mantente a salvo —dijo tía Zelda—. Dile que se lo manda tía Zelda.
Parecía que se le iban a salir los ojos de las órbitas. Cosas como esas sucedían en su libro favorito, Cien historias para niños aburridos, pero nunca le sucedían a él, a Barney.
—¡Uau! —exclamó.
—¡Ah, espera…! —Tía Zelda sacó algo más del bolsillo y se lo entregó a Barney—, Dale esto también.
Barney cogió con precaución el bocadillo de col. Parecía frío y blando y por un momento pensó que podía tratarse de un ratón muerto, salvo que un ratón muerto no tiene trocitos empapados y verdes en medio.
—¿Qué es esto? —preguntó.
—Un bocadillo de col. Bueno, anda, querido —le instó tía Zelda—, El mantente a salvo es muy importante. ¡Date prisa!
No tuvo que decírselo dos veces, Barney sabía por La terrible historia de Ramón el tardón que siempre era importante entregar un mantente a salvo tan aprisa como te fuera posible. Si no lo hacías podían ocurrirte todo tipo de cosas horribles. Asintió, se metió el bocadillo en lo hondo del bolsillo de la túnica y, agarrando fuerte la botella de oro, salió disparado hacia el dragón tan rápido como le permitieron sus piernas.
Barney llegó justo a tiempo. Mientras corría por la pista de despegue de dragones vio al aprendiz extraordinario, un muchacho grande de pelo largo y rizado del color de las mie-ses que llevaba la túnica verde de aprendiz. Barney vio que el aprendiz estaba a punto de subirse al dragón. El tío de Barney, Billy Pot, sujetaba la cabeza del dragón y le acariciaba una de las grandes púas de la nariz.
A Barney no le gustaba el dragón. Era enorme, aterrador y olía raro, como las casetas para lagartijas del tío Billy, solo que cien veces peor. Y desde que el dragón estuvo a punto de pisarle, y el tío Billy le había gritado porque se había puesto en medio, Barney mantenía las distancias; pero sabía que ahora no podía evitar al dragón, se encontraba en una misión importante. Corrió directamente hasta el aprendiz extraordinario.
—¡Disculpe! —le gritó.
Pero el aprendiz extraordinario no se enteró. Llevaba un manto de piel, que olía raro, por encima de los hombros.
—Yo sujetaré a Escupefuego, Billy. ¿Puedes decirle a Marcia que me voy ya? —le dijo al tío Billy.
Barney vio a tío Billy echar una mirada a un rincón de la pista donde —¡oh, uau!— la maga extraordinaria estaba hablando con la señora Sarah, quien se encontraba al mando del Palacio y era la madre de la princesa, aunque no fuera la reina. Barney no había visto a la maga extraordinaria antes, pero incluso de lejos parecía tan temible como decían sus amigos. Era muy alta, con una espesa cabellera rizada y negra, y llevaba una túnica púrpura larga que ondeaba al viento. También tenía una voz muy fuerte, porque Barney podía oír lo que decía. «¿Ya, señor Pot?», preguntaba a tío Billy. Pero Barney sabía que no podía perder tiempo contemplando a la maga extraordinaria. Tenía que entregar el mantente a salvo al aprendiz extraordinario, que estaba a punto de subirse al dragón. Tenía que hacerlo ya… antes de que fuera demasiado tarde.
—¡Aprendiz! —gritó Barney tan alto como le fue posible—. ¡Perdona!
Septimus Heap detuvo el pie en mitad del paso y bajó la cabeza. Vio a un niño pequeño que le miraba con unos grandes ojos marrones. El chico le recordaba a alguien que había conocido hacía mucho, mucho tiempo. Septimus estuvo a punto de decirle: «¿Qué pasa, Hugo?». Pero se contuvo y se limitó a preguntar:
—¿Qué pasa?
—Por favor —dijo el chico con una voz que incluso parecía la de Hugo—, Tengo algo para ti. Es muy importante y he prometido que te lo daría.
—Ah, ¿sí? —Septimus se agachó para que el niño no tuviera que levantar la cabeza—, ¿Qué tienes?
Barney Pot abrió la mano para enseñarle el mantente a salvo.
—Esto, es un mantente a salvo. Una señora me pidió que te lo diera.
Septimus retrocedió como si le quemara.
—No —respondió de manera brusca—. No, gracias.
Barney parecía sorprendido.
—Pero es para ti —insistió moviendo la botella dorada hacia Septimus.
Septimus se irguió y se volvió hacia el dragón.
—No.
Barney contempló la botella con pesar.
—Pero es un mantente a salvo. Es muy importante. Por favor, aprendiz, tienes que cogerlo.
Septimus sacudió la cabeza.
—No, no tengo que cogerlo.
Barney estaba horrorizado. Había prometido entregar un mantente a salvo y debía entregarlo. A las personas que prometían entregar amuletos mantente a salvo y no lo hacían podían ocurrirles cosas horribles. Como mínimo le convertirían en rana o —¡oh, córcholis!— en lagartija. Le convertirían en una apestosa lagartijita y el tío Billy nunca lo sabría; lo cazaría y lo metería en la caseta de las lagartijas con todas las demás, y ellas sabrían que no era una lagartija de verdad y se lo comerían. ¡Vaya un desastre!
—¡Tienes que cogerlo! —gritó Barney, dando saltos como un desesperado—, ¡Tienes que hacerlo! ¡Tienes que cogerlo!
Septimus miró a Barney. Sintió pena por el chico.
—Mira, ¿cómo te llamas? —dijo con amabilidad.
—Barney.
—Bueno, Barney, te voy a dar un consejo: nunca cojas un mantente a salvo que te ofrezcan. Nunca.
—Por favor.
Barney había cogido la manga de Septimus.
—No. Suéltame, Barney, ¿quieres? Tengo que irme.
Y diciendo eso Septimus se agarró a una gran púa del cuello del dragón y de un salto se encaramó en la ancha hendidura que se formaba delante de la poderosa espalda del dragón. Barney le miró desesperado. Ahora se hallaba fuera de su alcance. ¿Qué podía hacer?
Justo cuando Barney había decidido que le lanzaría el mantente a salvo a salvo al aprendiz, Escupefuego giró la cabeza; el ojo ribeteado de fuego del dragón miró de manera siniestra la pequeña y angustiada figura que daba saltos. Barney retrocedió al verlo. No creía eso que tio Billy le había dicho de que Escupefuego era un caballero y nunca haría daño a nadie.
Barney miró a Marcia Overstrand acercarse al dragón con el tio Billy. Tal vez podría darle el mantente a salvoa la maga extraordinaria y ella se lo daría al aprendiz. Observó a la maga extraordinaria comprobar que las dos grandes alforjas estaban bien atadas detrás de donde se sentaba Septimus. Vio que la maga extraordinaria se inclinaba para darle un abrazo al aprendiz y pensó que el aprendiz parecía un poco sorprendido. Y entonces, de repente, la maga extraordinaria y el tio Billy retrocedieron un paso, y Barney se dio cuenta de que el dragón estaba a punto de despegar. Fue entonces cuando recordó el resto de lo que se suponía que tenía que decir.
—¡Es de tía Zelda! —gritó tan fuerte que le dolió la garganta—. ¡El mantente a salvo es de tía Zelda! ¡Y también hay un bocadillo!
Pero era demasiado tarde. Un atronador silbido de aire ahogó su grito, y luego una gran ráfaga de propulsión dragonil golpeó a Barney y lo lanzó sobre un montón de algo muy apestoso. Cuando Barney consiguió ponerse en pié, el dragón pasaba sobre su cabeza, planeando sobre las copas de los abetos y lo único que Barney podía ver del aprendiz eran las suelas de las botas.
—Ven, Barney —dijo su tío, que acababa de percatarse de su presencia—. ¿Qué estás haciendo?
—Nada —sollozó Barney y se fue corriendo.
Barney se marchó pitando a través de un agujero del seto al final de la pista de dragones. Solo se le ocurrió que tenía que devolverle el mantente a salvo a la señora atrapada en la tienda y explicarle lo que había ocurrido, tal vez así pudiera enmendar su fracaso. Pero no veía a la señora atrapada en la tienda por ninguna parte.
Y, de repente, para su alivio, Barney vio el borde de una tienda de retales desapareciendo por una puertecilla del viejo torreón del extremo del Palacio. El tío Billy le había advertido a Barney que no podía entrar en el Palacio, pero en aquel momento no le importaba lo que el tío Billy le hubiera dicho. Corrió por el viejo sendero de adoquines que llevaba al torreón y en un momento se encontró dentro del Palacio.
El Palacio estaba oscuro, olía raro y a Barney no le gustaba demasiado. No veía a la señora atrapada en la tienda por ningún lado. A su derecha había una escalera estrecha y serpenteante que subía al torreón y a su izquierda una gran puerta de madera antigua. Barney pensó que la señora atrapada en la tienda no podría subir la estrecha escalera, así que abrió la vieja puerta y la franqueó. Delante de él estaba el pasillo más largo que había visto en su vida. En realidad era el Largo Paseo, el amplio pasillo que recorría como una columna vertebral la parte central del Palacio. Era tan amplio como una carretera pequeña, y se hallaba tan oscuro y vacío como una carretera comarcal a medianoche. Barney se metió en el Largo Paseo, pero no había ni rastro de la señora atrapada en la tienda.
A Barney no le gustaba el pasillo, le daba miedo. Y estaba flanqueado por una hilera de cosas extrañas: estatuas, animales disecados y cuadros horribles de personas espeluznantes que le miraban. Pero estaba seguro de que la señora atrapada en la tienda debía andar cerca. Miró el mantente a salvo y un destello de luz procedente de alguna parte se reflejó en el oro brillante, como si le recordara la importancia de devolver el mantente a salvo. Y entonces alguien le agarró.
Barney forcejó y pataleó. Abrió la boca para gritar, pero una mano se la tapó para impedírselo. Barney sintió que se mareaba. La mano olía a regaliz, y Barney odiaba el regaliz.
—¡Chissst! —le siseó una voz al oído.
Barney se retorció como una pequeña anguila, pero por desgracia, no era tan escurridizo como una pequeña anguila y lo sujetaron fuerte.
—Tú eres el chico del cuidador del dragón, ¿verdad? —dijo la voz—, ¡Caca! Hueles peor que él.
—Suéltame… —murmuró Barney a través de la horrible mano de regaliz, que tenía algo muy afilado en el pulgar y le hacía daño.
—Sí —dijo la voz a su oído—. No quiero niños apestosos como tú rondando por aquí. Me quedaré esto.
La otra mano de su atacante le quitó el mantente a salvo a Barney.
—¡No! —gritó Barney liberándose por fin.
Barney se lanzó contra el mantente a salvo y, para su sorpresa, se encontró de bruces con un escriba del Manuscriptorium. No podía creerlo. Un chico alto de aspecto grasiento con túnica larga gris de escriba sostenía el mantente a salvo fuera de su alcance y sonreía. Barney luchó para contener las lágrimas. No lograba entenderlo; todo le salía mal aquella mañana. ¿Por qué le había asaltado un escriba del Manuscriptorium y le robaba su mantente a salvo? Se puede confiar en los escribas, todo el mundo lo sabe.
—¡Devuélvemelo! —gritó Barney, pero el escriba sostenía la botella fuera del alcance de los desesperados saltos de Barney.
—Te la doy si la alcanzas, tapón —dijo burlón el escriba.
—Por favor, por favor —rogó Barney entre sollozos—. Es importante, por favor, devuélvemela.
—¿Cómo de importante? —preguntó el escriba, levantando la botella aún más.
—Muy, muy importante.
—Bueno, entonces no te enrolles. Es mía.
Para horror de Barney el escriba desapareció de repente. A Barney le pareció que se había metido en la pared de un salto. Contempló consternado los paneles y un trío de cabezas reducidas le devolvió la mirada desde una estantería. Barney se asustó. ¿Cómo se puede desaparecer así? Tal vez acababa de ser atacado por un horrible fantasma. Pero los fantasmas no tienen manos con olor a regaliz y no pueden coger cosas, ¿verdad?
Barney estaba solo; el largo pasillo se hallaba desierto y el mantente a salvo había desaparecido. Las cabezas reducidas le sonrieron como diciendo: «¡Que te diviertas cuando seas una lagartija! ¡Ja, ja, ja!».