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La casa de la conservadora

Era un día claro y tempestuoso en los marjales Marram. El viento había barrido la niebla matutina y pequeñas nubes blancas surcaban el cielo. El aire helado olía a sal marina, barro y sopa de coles quemada.

En la puerta de una casita de piedra, un muchacho largirucho, con el cabello largo y enmarañado, se cargaba una mochila a los anchos hombros. Le ayudaba lo que parecía una voluminosa colcha de retazos.

—¿Estás seguro de que conoces el camino?

—preguntó algo nerviosa la colcha de retazos.

El muchacho asintió y se colocó bien la mochila. Sus ojos marrones sonreían a la gruesa mujer que se ocultaba bajo los pliegues de la colcha.

—Tengo tu mapa, tía Zelda —dijo sacando del bolsillo un pedazo de papel arrugado—. En realidad, tengo todos tus mapas. —Sacó más mapas—. Lo ves… aquí tengo desde la Acequia de la Serpiente hasta el Canal Doble. Desde el Canal Doble hasta el Hondo Lodazal del Destino. Desde el Hondo Lodazal del Destino hasta el Camino Ancho. Desde el Camino Ancho hasta los Juncales. Desde los Juncales hasta la Carretera Elevada.

—Pero ¿y el de: desde la Carretera Elevada hasta el Puerto? ¿Lo tienes? —Los brujescos ojos azules de tía Zelda parecían preocupados.

—Sí, pero no lo necesito. Me acuerdo bien de todo.

—¡Oh, querido! —exclamó tía Zelda con un suspiro—, ¡Oh!, espero que no te pase nada, querido Chico Lobo.

El Chico Lobo miró a tía Zelda desde arriba, algo que solo era posible desde hacía poco, al combinarse dos circunstancias: él había crecido y ella se había encorvado un poco más. Tía Zelda le abrazó y le achuchó fuerte.

—No me pasará nada. Volveré mañana, como hemos quedado. Escúchame hacia el mediodía.

Tía Zelda sacudió la cabeza.

—Estos días no oigo tan bien como antes —dijo con un poco de nostalgia—. El Boggart te esperará. Pero ¿por dónde anda?

Escrutó el Mott, que la marea creciente estaba llenando rápido de agua salobre. Tenía un aspecto espeso y lodoso que le recordó al Chico Lobo la sopa de escarabajo marrón y nabo que tía Zelda había preparado para la cena la noche anterior. Más allá del Mott se extendía la espaciosa planicie de los marjales Marram, entretejida de largos y serpenteantes canales y acequias, traicioneros fondos lodosos, lodazales de miles de metros de profundidad que contenían extraños, y no siempre amistosos, habitantes.

—¡Boggart! —llamó tía Zelda—. ¡Boggart!

—Está bien —dijo el Chico Lobo, deseoso de partir—. No necesito al Bog…

—¡Ah, estás ahí! —exclamó Zelda cuando una cabeza marrón oscura como de foca emergió de las espesas aguas del Mott.

—Sí. Aquí estoy —dijo la criatura. Sus grandes ojos pardos contemplaban a tía Zelda con enojo—. Aquí estoy durmiendo, o al menos eso creía.

—Lo siento, Boggart, querido —dijo tía Zelda—, pero me gustaría que acompañaras al Chico Lobo hasta la Carretera Elevada.

El Boggart soltó una pompa de barro de descontento.

—Hay un largo camino hasta la Carretera Elevada, Zelda.

—Lo sé. Y traicionero, incluso con un mapa.

El Boggart suspiró y al hacerlo soltó por la nariz un chorro de barro que aterrizó en el vestido de retales de tía Zelda, sobre otra mancha de barro. El Boggart miró malhumorado al Chico Lobo.

—Bueno, entonces. No tiene sentido esperar más. Sígueme.

Y nadó por el Mott, surcando la superficie embarrada del agua.

Tía Zelda envolvió al Chico Lobo en un abrazo de retales. Luego se apartó y sus ojos azules de bruja lo miraron con inquietud.

—¿Tienes mi nota? —preguntó poniéndose seria de repente.

El Chico Lobo asintió.

—Sabes cuándo debes leerla, ¿verdad? Solo entonces y no antes.

El Chico Lobo asintió una vez más.

—Debes confiar en mí —insistió tía Zelda—. Confías en mí, ¿verdad?

El Chico Lobo asintió, esta vez más despacio. Miró a tía Zelda, perplejo. Los ojos de la anciana tenían un brillo sospechoso.

—No te enviaría si no creyera que puedes realizar esta encomienda. Lo sabes, ¿verdad?

El Chico Lobo asintió cauteloso.

—Y… ¡oh, Chico Lobo!, ya sabes lo mucho que te quiero, ¿verdad?

—Claro que lo sé —murmuró el Chico Lobo, que empezaba a sentirse azorado y un poco preocupado.

Tía Zelda le estaba mirando como si no fuera a volver a verlo en la vida, pensó. No estaba seguro de si le gustaba eso. De repente, se liberó de su abrazo.

—Adiós, tía Zelda.

Corrió para alcanzar al Boggart, que ya había llegado al nuevo puente de madera que cruzaba el Mott y le esperaba impaciente.

Envuelta en la calidez de su vestido de retazos acolchado, en cuya confección había invertido buena parte del invierno, tía Zelda se quedó a la orilla del Mott y observó cómo el Chico Lobo partía a través de los maijales. Tomaba lo que parecía una extraña ruta zigzagueante, pero tía Zelda sabía que seguía el estrecho camino que discurría junto a las vueltas y meandros de la Acequia de la Serpiente. Observaba haciéndose sombra con la mano para protegerse de la luz procedente de los vastos cielos de los maijales Marram, una luz tan fuerte que resultaba incómoda incluso en un día nublado. De vez en cuando, tía Zelda veía al Chico Lobo detenerse ante una advertencia del Boggart, una o dos veces saltó ágilmente la zanja y continuó su camino por la otra orilla. La anciana se quedó observándolo hasta que la figura del Chico Lobo desapareció en el banco de niebla que flotaba sobre el Hondo Lodazal del Destino: un hoyo de limo, sin fondo, que se extendía a lo largo de kilómetros a través de la única ruta que conducía hasta el Puerto. Solo había un modo de pasar el Hondo Lodazal, por encima de piedras ocultas, y el Boggart conocía cada paso seguro.

Tía Zelda volvió despacio por el sendero. Entró en la casa de la conservadora, cerró la puerta con cuidado y se reclinó de manera cansina contra ella. Había sido una mañana difícil, había recibido la visita sorpresa de Marcia y sus sorprendentes noticias sobre la búsqueda de Septimus. La mañana no había mejorado desde la partida de Marcia, porque tía Zelda odiaba enviar al Chico Lobo a su propia tarea, aunque sabía que era lo que debía hacerse.

Tía Zelda suspiró fuerte y miró alrededor de su querida casa. Le parecía extraño encontrarla vacía. El Chico Lobo llevaba un año con ella, y Zelda se había acostumbrado cada vez más a la sensación de vivir con otro ser humano. Y ahora lo había enviado a… Sacudió la cabeza. ¿Estaba loca?, se interrogó a sí misma. No, se respondió con convicción, no estaba loca: era lo que debía hacerse.

Unos meses antes, tía Zelda se había percatado de que empezaba a pensar en el Chico Lobo como en su aprendiz, o aspirante a conservador, como lo llamaba la tradición. Ya era hora de que tomase un aprendiz. Se acercaba al final de sus días como conservadora, y debía empezar a trasmitir secretos, pero le preocupaba una cosa. Nunca había habido un conservador en toda la larga historia de las conservadoras, siempre habían sido mujeres, aunque tía Zelda no veía por qué no podía ser un hombre. «En realidad —pensó—, ya es hora de que haya uno».

Y así, con mucha trepidación, había enviado al Chico Lobo lejos a hacer su tarea, y si la completaba quedaría cualificado como aspirante, con el beneplácito de la reina.

Y ahora, pensaba tía Zelda, mientras repasaba con la vista la hilera de podadores de coles, en busca de la palanca, mientras él estaba fuera, ella debía hacer lo posible para que la reina aprobase el nombramiento del Chico Lobo.

—¡Ajá! Aquí estás.

Tía Zelda se dirigió a la escurridiza palanca, volviendo a su viejo hábito de hablar consigo misma cuando estaba sola. Cogió la palanca de la estantería, se acercó al fuego y apartó la alfombra que había tendida frente a la chimenea. Se arrodilló jadeando, levantó una losa que estaba suelta y luego, arremangándose con cuidado (porque la Gran Araña Peluda de Marram anidaba bajo las losas y no era una buena época del año para molestarla), tía Zelda sacó con prudencia un largo tubo de plata que estaba escondido en el hueco.

La anciana inspeccionó el tubo manteniéndolo a distancia. De repente le asaltó una sensación de horror; colgada de un extremo había una brillante nidada blanca de huevos de la Gran Araña Peluda de Marram. Tía Zelda se puso a chillar y a brincar como una loca, sacudiendo con violencia el tubo, con la intención de que los huevos se cayeran. Sin embargo, una capa de limo recubría el tubo de plata y se le resbaló de las manos, trazó un perfecto arco en la habitación y pasó por la puerta abierta de la cocina. Tía Zelda oyó el revelador ruido de algo que aterrizaba en la sopa de escarabajo marrón y nabo, que ahora se había convertido en sopa de escarabajo marrón, nabo y huevos de araña.

(Aquella noche tía Zelda hirvió la sopa y se la comió de cena. Al instante pensó que el día entero que la había dejado reposar sobre los fogones había realzado el sabor, y solo al cabo de un rato se le pasó por la imaginación que tal vez los huevos de araña tuvieran algo que ver en aquel potenciado sabor. Se fue a la cama sintiendo algunas náuseas).

Tía Zelda estaba a punto de rescatar el tubo de la sopa cuando, por el rabillo del ojo, vio algo que se movía. Dos enormes patas peludas tanteaban el camino desde debajo de la losa. Con un escalofrío, levantó la losa y la soltó. Cayó con un golpe seco que sacudió la casa, y separó a la mamá araña de sus hijos para siempre.

Tía Zelda recuperó el tubo plateado, luego se sentó a la mesa del despacho y se reanimó con una taza de agua de col caliente en la que metió una cucharada grande de mermelada de beleño de los pantanos.

Estaba conmocionada, la araña le había recordado lo que había enviado al Chico Lobo a hacer y lo que en otro tiempo Betty Crackle le envió a hacer a ella. Suspiró una vez más y se dijo que había enviado al Chico Lobo tan bien preparado como había podido, y al menos no le había escrito la nota en cartulina, como le había hecho a ella Betty Crackle.

Tía Zelda limpió como pudo la sopa de escarabajo marrón, nabo y huevo de araña del tubo. Sacó un cuchillito de plata, cortó el sello de cera y extrajo un antiguo pergamino manchado de humedad, con las palabras contrato de aprendizaje del aspirante a conservador escritas en una caligrafía anticuada y descolorida.

Tía Zelda se pasó una hora en el despacho nombrando al Chico Lobo en el contrato de aprendizaje. Luego, con su mejor caligrafía, redactó esmeradamente la Petición de Aprendizaje para la reina, la enrolló con el contrato y metió ambos en el tubo de plata. Se acercaba la hora de partir, pero antes quería coger algo del armario de:

POCIONES INESTABLES Y VENENOS PARTICULARES.

Tía Zelda estaba algo apretujada en el armario, y más con el vestido nuevo acolchado. Encendió el candil, abrió un cajón oculto y, con la ayuda de sus anteojos de largo alcance, consultó un pequeño y antiguo libro titulado Armario de pociones y venenos particulares: guía y mapa de los conservadores. Tras descubrir lo que andaba buscando, la anciana abrió un pequeño cajón pintado de azul lleno de hechizos y amuletos y miró en su interior. Una colección de piedras preciosas y cristales tallados aparecía ordenada sobre la tela de paño azul que forraba el cajón. La mano de tía Zelda planeaba sobre una selección de hechizos mantente a salvo y arrugó el entrecejo; lo que buscaba no estaba allí. Consultó una vez más el libro y luego hundió la mano en el cajón hasta que sus dedos encontraron un pequeño pestillo al fondo. Extendiendo con esfuerzo el rechoncho índice, consiguió mover el pestillo hacia arriba. Se oyó un ruidito, algo pesado cayó en el cajón y rodó hacia delante bajo la luz del candil.

Tía Zelda cogió una botellita dorada con forma de pera y se la colocó con mucho cuidado en la palma de la mano. Vio el profundo y oscuro brillo del más puro oro, el oro tejido por las arañas de Aurum, y un grueso tapón de plata con un solo jeroglífico que representaba un nombre ya olvidado inscrito en él. Estaba algo nerviosa, la botellita que descansaba en su mano era un mantente a salvo vivo, muy raro, y nunca antes había tocado uno.

Un rato antes, aquella misma mañana, la visita de Marcia a la casa de la conservadora, en busca de pociones para Ephaniah y Hildegarde, había inquietado a tía Zelda. Cuando Marcia se fue, tía Zelda tuvo una súbita visión: Septimus a lomos de Escupefuego, un cegador destello de luz y nada más, nada salvo oscuridad. Muy afectada, se había sentado muy quieta y mirado la oscuridad, pero no había visto nada. Y la nada era una visión terrorífica.

Después de la visión, tía Zelda se sintió desconcertada. Conocía lo bastante sobre lo que la gente llamaba «segunda visión» para saber que en realidad debería llamarse «primera visión»: nunca fallaba. Nunca. Y así supo que, a pesar de la insistencia de Marcia en que ella en persona volaría sobre Escupefuego para ir a buscar a Jenna, Nicko, Snorri y Beetle, sería Septimus quien cabalgaría sobre el dragón. Lo que había visto sucedería implacablemente y no podía hacer nada por detenerlo. Lo único que podía hacer era enviar a Septimus el mejor mantente a salvo que tenía, y era aquel.

Tía Zelda salió del armario y con mucho cuidado llevó el mantente a salvo vivo hacia la ventana. Levantó la botellita a la luz del día y la giró para comprobar que el antiguo sello de cera aún precintaba el tapón. El precinto estaba intacto, no había grietas ni ningún signo de deterioro. Sonrió; el hechizo aún estaba durmiendo. Todo iba bien. Tía Zelda respiró hondo y, con una extraña voz cantarina que habría puesto los pelos de punta a cualquiera que la hubiera oído, empezó a despertarlo.

Durante cinco largos minutos la conservadora cantó una de las salmodias más raras y complicadas que había recitado en su vida. Estaba repleta de normas, reglamentos, cláusulas, subcláusulas, que de haberse hallado escritas habrían dejado en ridículo a cualquier documento legal. Se trataba de un contrato vinculante, y tía Zelda se esmeraría en no dejar ningún cabo suelto. Empezó describiendo a Septimus —el receptor del hechizo— con gran detalle y, mientras cantaba sus alabanzas, elevó la voz hasta que llenó toda la casa. Se agrietaron tres cristales, se cortó la leche y luego salió en remolino por la chimenea a la ventosa mañana del marjal.

Mientras tía Zelda canturreaba, su voz de bruja superó las frecuencias del oído humano medio y alcanzó el timbre que las criaturas del maijal usan para las llamadas de peligro. Una familia de saltamontes del pantano se arrojó al Mott, y cinco peces chupones se zambulleron en lo hondo de la ciénaga favorita del Boggart. Dos ratones del pantano cruzaron el puente del Mott a toda velocidad sin dejar de chillar y se cayeron en un hoyo de fondo lodoso, y la pitón de los maijales, que justo se disponía a entrar en la curva del Mott, decidió no hacerlo, viró y se encaminó hacia la isla de las Gallinas.

Por fin la salmodia acabó y el pánico entre las criaturas del pantano que rodeaba la casa cedió. Tía Zelda pasó un fino cordón de cuero a través del asa de plata del gollete de la botella y lo guardó con cuidado en uno de los hondos bolsillos del vestido. Luego se fue a la pequeña cocina que había al fondo y se dedicó a una de sus labores predilectas: preparar un bocadillo de col.

Pronto el bocadillo de col hizo compañía al mantente a salvo en las profundidades de su bolsillo. Sabía que a Septimus le encantaban los bocadillos de col, ojalá hubiera estado tan segura con respecto al mantente a salvo.