Prólogo:

Cruce de caminos

Es la primera noche que Nicko pasa fuera de la Casa de los Foryx, y Jenna cree que Nicko está enloqueciendo.

Unas horas antes, cediendo a la insistencia de Nicko, Septimus y Escupefuego habían llevado a Jenna, Nicko, Snorri, Ullr y Beetle al Mercado Fronterizo, una larga hilera de dársenas en el confín de la tierra donde se asienta, oculta, la Casa de los Foryx. Nicko se moría de ganas de ver el mar y nadie, ni siquiera Marcia, había sido capaz de negárselo. Septimus se había mostrado algo más reticente; sabía que su dragón estaba cansado después del viaje desde el Castillo hasta la Casa de los Foryx, y a ambos les esperaba un largo viaje de regreso, en el que tenían que llevar a Ephaniah Grebe, que estaba gravemente enfermo. Pero Nicko no daba su brazo a torcer. Como si no hubiera más lugares en el mundo, se le había metido en la cabeza que tenía que ir precisamente a una destartalada cabaña de pescadores en la Dársena Número Tres, que era una de las dársenas más pequeñas del Mercado Fronterizo, utilizada sobre todo por los pesqueros del lugar. Nicko les había contado que la cabaña había pertenecido al contramaestre del barco en el que Snorri y él habían navegado en el pasado, hacía todos aquellos años, desde el Puerto hasta el Mercado Fronterizo. En mitad de la travesía, Nicko había salvado el buque de la catástrofe practicando una reparación de emergencia a un mástil roto y, en agradecimiento, el contramaestre, un tal señor Higgs, le había dado a Nicko una llave de su cabaña y había insistido en que siempre que pasara por el Mercado Fronterizo, Nicko podía, es más debía, alojarse en ella.

Cuando Septimus le comentó que aquello había sucedido hacía quinientos años y que la oferta tal vez ya no siguiera en pie —tal vez no siguiera en pie ni la cabaña—, Nicko le respondió que por supuesto que seguía en pie: una invitación era una invitación. Nicko dijo que lo único que quería era estar otra vez cerca de los barcos, para volver a oír el mar y oler el aire perfumado de salitre. Después de aquello, Septimus dejó de discutir. ¿Quién era él, quién era nadie, para negar a Nicko aquel anhelo?

Y así fue como, no sin cierto remordimiento, Septimus los dejó en el fondo del callejón en el que, Nicko insistía, se encontraba la cabaña del señor Higgs. Septimus y Escupefuego habían regresado a la casa en el árbol, cubierta de nieve, cerca de la Casa de los Foryx, donde Ephaniah Grebe, Marcia y Sarah Heap les aguardaban para regresar al Castillo.

Sin embargo, cuando Septimus se marchó, las cosas se pusieron feas en la cabaña de pescadores. Nicko, sorprendido al descubrir que la llave no encajaba, forzó la entrada. A nadie le impresionó lo que encontraron en su interior. Apestaba. Era un lugar oscuro, húmedo y frío que, por lo visto, los lugareños usaban como vertedero de pescado, a juzgar por la montaña de pescado podrido que se apilaba detrás del ventanuco sin cristales. No había, como Jenna señaló muy enojada, lugar donde dormir, porque la mayor parte de los dos pisos estaban derruidos y dejaban ver un gran agujero en el tejado que la población de gaviotas autóctonas, al parecer, usaba como retrete. A pesar de eso, Nicko siguió impertérrito, pero cuando Beetle se cayó a través del suelo podrido y se quedó colgando del cinturón sobre un sótano lleno de un limo de naturaleza incierta, estalló una rebelión.

Y por eso ahora encontramos a Jenna, Nicko, Snorri, Ullr y Beetle ante la puerta de un tugurio de mala muerte en la Dársena Número Uno, el lugar más cercano para comer algo. Están leyendo los garabatos de la pizarra que anuncian tres variedades de pescado, un plato llamado «estofado de lo que haya» y un bistec de un animal del que ninguno ha oído hablar antes.

A Jenna le da lo mismo de qué animal se trate, mientras no sea un Foryx. Nicko dice que a él también le da lo mismo, y pide todos los platos. Dice que está hambriento por primera vez en quinientos años. Nadie se lo discute.

Y nadie en el café discute con ellos tampoco, posiblemente debido a la gran pantera de ojos verdes que sigue a la chica alta y rubia como una sombra y emite un rugido grave y sordo cuando alguien se le acerca. Jenna se alegra mucho de la compañía de Ullr; el tugurio es un lugar inquietante, lleno de marineros, pescadores y una colección de mercaderes, todos ellos pendientes del cuarteto de adolescentes que se sienta a la mesa más cercana a la puerta. Ullr mantiene a la gente a raya, pero la pantera no puede impedir las incesantes y molestas miradas.

Todos piden el «estofado de lo que haya», elección no demasiado afortunada, como Beetle comenta. Nicko cumple sus amenazas y empieza a dar cuenta del menú enterito. Los demás observan a Nicko devorar numerosos platos de pescado de formas caprichosas con guarnición de algas variadas y un grueso bistec de carne roja con una orilla de cerdas blancas, que ofrece a Ullr tras probar un bocado. Por fin, Nicko está dando cuenta del último plato, un gran pescado blanco lleno de pequeñas espinas y mirada de reproche. Jenna, Beetle y Snorri acaban de comerse entre los tres un postre de la dársena: manzanas asadas con masita dulce, cubiertas de salsa de chocolate. Jenna se siente algo mareada. Está muerta de sueño, e incluso una montaña de redes húmedas en una cabaña apestosa servirá. No se percata de que todo el mundo en el café se ha quedado mudo, con los ojos fijos en el mercader ricamente vestido que acaba de entrar. El mercader repasa con la mirada el interior en penumbra, no encuentra a quien él esperaba ver, pero descubre a alguien a quien sin duda no esperaba encontrar: su hija.

—¡Jenna! —grita Milo Banda—, ¿Qué demonios estás haciendo aquí?

—¡Milo! —exclama Jenna poniéndose en pie—, pero… ¿qué estás haciendo aquí…?

La voz de Jenna se extingue, piensa que en realidad es exactamente el tipo de local en el que esperaría encontrar a su padre, un lugar donde se respira una amenaza contenida y lleno de gente extraña con aire de urdir trapicheos sospechosos.

Milo retira una silla y se sienta con ellos. Quiere saberlo todo: por qué y cómo han llegado hasta allí y dónde se alojan. Jenna se niega a explicárselo. Es la historia de Nicko, no la suya, y no quiere que la oigan todos los parroquianos del café, que es seguramente lo que están haciendo.

Milo insiste en pagar la cuenta y acompañarlos hasta el bullicioso muelle.

—No puedo imaginarme por qué estáis aquí —dice en tono de desaprobación—. No podéis quedaros ni un segundo más, no es un lugar apropiado para vosotros. No deberías mezclarte con este tipo de gente, Jenna.

Jenna no responde. Evita comentar que Milo parece sentirse a sus anchas en aquel entorno.

—El Mercado Fronterizo no es un lugar para niños de teta —prosigue Milo.

—No somos niños de teta… —protesta Jenna.

—Pero casi. Vendréis a mi barco.

A Jenna no le gusta que le digan lo que tiene que hacer, aunque la idea de disponer de un lugar caliente donde pasar la noche le resulta muy tentadora.

—No, gracias, Milo —responde con aire glacial.

—¿Qué quieres decir? —pregunta Milo en tono de incredulidad—, Me niego a permitir que andes vagando por ahí de noche tú sola.

—No estamos vagando… —empieza a decir Jenna, pero Nicko la interrumpe de golpe.

—¿Qué clase de barco? —pregunta interesado.

—Un bergantín goleta de tres palos —responde Milo.

—Iremos —dice Nicko.

Y así es como se decide que pasarán la noche en el barco de Milo. En el fondo Jenna se siente aliviada, aunque no lo demuestra. Beetle también siente alivio y lo demuestra con una gran sonrisa, hasta Snorri sonríe un poco, mientras sigue a Milo con Ullr pisándole los talones.

Milo los lleva hasta el fondo del café y salen a un callejón oscuro que discurre por la parte de atrás de los bulliciosos puertos. Es un atajo que usa mucha gente durante el día, pero de noche la mayoría prefiere quedarse al amparo de las brillantes luces de las dársenas, a menos que se lleven entre manos turbios manejos. Apenas se han internado unos metros en el callejón cuando aparece una figura sombría corriendo hacia ellos. Milo se interpone entre la figura y los muchachos.

—Llegas tarde —refunfuña.

—Lo… lo siento —dice el hombre—. Yo… —Se queda callado para recuperar el aliento.

—¿Qué? —pregunta Milo dando muestras de impaciencia.

—Lo tenemos.

—¿De veras? ¿Está intacto?

—Sí, está intacto.

—¿Te ha visto alguien? —Milo parece preocupado.

—Esto… no, señor, nadie. No… no me ha visto nadie, señor, y esa es la verdad, en serio, señor, es la verdad.

—Muy bien, muy bien, te creo. ¿Cuándo llegará?

—Mañana, señor.

Milo asiente a modo de aprobación y le da al hombre una bolsa de monedas.

—Por las molestias. El resto te lo daré a la entrega de la mercancía, de la mercancía sana y salva.

—Gracias, señor. El hombre hace una reverencia y se va, mezclándose con las sombras.

Milo inspecciona a su intrigado público.

—Son solo asuntillos de negocios. Algo muy especial para mi princesa —dice sonriendo con cariño a Jenna.

Jenna le devuelve la mirada. Le gusta la forma de ser de Milo… y a la vez le desagrada. Es algo que le resulta muy confuso.

Pero cuando llegan al barco de Milo, el Cerys, Jenna ya no está tan confusa, el Cerys es el barco más hermoso que ha visto en su vida, y hasta Nicko tiene que admitir que es mejor que una apestosa cabaña de pescadores.