Restauración
Marcia, Septimus y Jenna salieron por la Gran Arcada y se detuvieron un momento, contemplando la recién liberada Vía del Mago. Era una hermosa mañana fría. El sol se asomaba por detrás de un banco de nubes, y rayos oblicuos de luz matutina caían sobre la Vía del Mago. Los primeros copos densos de la Gran Helada empezaban a caer, planeaban perezosamente en la fugaz luz del sol y se posaban sobre el pavimento helado.
Marcia aspiró una profunda bocanada del resplandeciente aire limpio, y una intensa sensación de felicidad estuvo a punto de desbordarla; pero no podía permitirse estar contenta del todo hasta que no hubiera conseguido desellar la Cámara Hermética. Y encontrar a Beetle con vida.
Marcia se había armado de valor para lo que pudiera encontrarse en la oficina principal del Manuscriptorium, pero lo que no esperaba, de ninguna manera, era el Aquelarre de las Brujas del Puerto. Se habían permitido una excursión para ver los últimos momentos de la Torre del Mago y, como la espera empezaba a aburrirlas, habían forzado los tablones de la puerta de la tienda de libros y amuletos salvajes. Precisamente de ahí salían, cubiertas de pieles, plumas y un ligero toque de escamas, cuando, para su espanto colectivo, vieron que no solo su amada niebla oscura había desaparecido, sino que aquella horrible mujer, la maga extraordinaria, las estaba esperando. El penetrante chillido de Dorinda habló por todas ellas.
Para deleite de Jenna, Marcia vio al Aquelarre de las Brujas del Puerto abandonar el lugar con gran eficiencia. Salieron tan deprisa —incluso la Bruja Madre logró cojear veloz sobre los tacones—, que se olvidaron de Nursie, que se había quedado sentada, sin que nadie se diera cuenta, junto a una pila de libros caída. Nursie había descubierto un alijo de serpientes de regaliz polvoriento en el fondo de un cajón, y allí estaba, mascándolas la mar de satisfecha. Nursie tenía lo que ella llamaba una «debilidad por el regaliz».
Marcia corrió al interior del Manuscriptorium, seguida de cerca por Jenna y Septimus. El lugar estaba lleno de escritorios volcados, papeles rasgados y lámparas rotas. Todo estaba cubierto de un polvo gris y pegajoso que Septimus identificó, no sin asco, como una muda de piel de cosa. Se abrieron paso a toda prisa entre los desperfectos. En la arcada de piedra de la entrada a la Cámara Hermética, se detuvieron.
—El sello no está —dijo Marcia apesadumbrada—. Me temo lo peor.
El pasillo de siete esquinas tenía aspecto de haber albergado un siniestro tránsito: en el suelo podía verse un rastro legamoso de cosa. «Como babosas gigantes», pensó Septimus. Dio unos pasos por el pasillo y lanzó una vacilante llamada hacia la oscuridad.
—Beetle… Beetle. —No hubo respuesta.
—Suena… como apagado —susurró.
—Yo creo que suena —dijo Jenna despacio— como si algo bloqueara el pasillo más adelante.
—Puede que el sello aún se mantenga más adelante —dijo Marcia.
—¿Es eso posible? —preguntó Septimus—. Creía que el efecto desaparecía de golpe.
—Pues tendremos que comprobarlo, ¿no? —dijo Marcia con determinación, internándose en el pasillo de siete esquinas. Septimus y Jenna la siguieron.
Al volver la sexta esquina, Septimus chocó con Marcia. —¡Ufff! La maga extraordinaria se había detenido ante un callejón sin salida de piedra picada.
—Todavía está sellado —susurró con entusiasmo—. Es asombroso, la verdad. El sello ha sido erosionado pero creo… creo que aún aguanta.
—¿Eso significa que Beetle está…? —Septimus no pudo terminar la pregunta. La idea de que Beetle pudiera no haber sobrevivido lo ponía enfermo.
—No podemos hacer más que esperar —dijo Marcia con gesto reservado.
Marcia esbozó una mueca y posó las manos sobre la superficie sucia y pegajosa del sello. A la luz del anillo de dragón, Jenna y Septimus contemplaron cómo el sello se curaba por sí mismo. Pronto volvió a ser liso y a relucir con la magia púrpura, iluminando el pasillo de siete esquinas y revelando con todo detalle la repulsiva película de baba y piel de cosa. Septimus imaginó cómo debía de brillar el sello en la oscuridad, cuando llegaron las primeras cosas, dejándolas en ridículo; no le extrañaba que lo hubieran atacado. Él habría añadido un camuflaje.
Marcia se dispuso a desellar. Jenna retrocedió ante la repentina oleada de magia que, por su alta concentración en los estrechos confines del pasillo, le hacía sentir náuseas. Pero Septimus estaba fascinado. Vio cómo la brillante superficie intensificaba su resplandor y luego, lentamente, retrocedía ante ellos. Paso a paso, Marcia y Septimus siguieron al sello hasta que se detuvo al final del pasillo. Esperaron con ansiedad, mirando cómo la superficie diamantina se hacía, poco a poco, traslúcida, hasta que empezaron a ver, más allá, la imagen sombría de la Cámara Hermética.
El sello se adelgazó hasta no ser más que un inestable remolino de magia que los separaba de la Cámara. A su través, Septimus pudo ver a Beetle desplomado sobre la mesa. No podía decir si estaba vivo o muerto.
Una vez más, Marcia extendió las manos —que, como observó Septimus, le temblaban— y las puso sobre el último vestigio del sello. Al tocarlo, se desvaneció, y una corriente de aire pasó soplando junto a ellos, camino de la Cámara.
—¡Beetle! —Septimus entró corriendo y sacudió a su amigo por los hombros. Beetle estaba tan frío que Septimus retrocedió aterrorizado. Jenna apareció en la entrada de la Cámara. Ambos miraron con cara de pánico a Marcia. Marcia se acercó al cajón de asedio, que estaba boca arriba sobre la mesa con una maraña de cordón de regaliz que salía de su interior. ¿Dónde estaba el amuleto de suspensión?
—Está frío —dijo Septimus—. Muy frío.
—Bueno, debería estar frío si… —Marcia miró el regaliz. No presagiaba nada bueno.
—¿Si qué? —preguntó Septimus.
—Si ha llevado a cabo la suspensión. —La voz de Marcia sonó preocupada.
«Y si no la hubiera llevado a cabo, también lo estaría», pensó Septimus, pero no dijo nada. Vieron a Marcia levantar a Beetle poco a poco hasta dejarlo sentado, pero Beetle tenía los ojos cerrados y su cabeza colgaba hacia delante, como muerta.
Jenna lanzó una exclamación de angustia.
—Beetle —dijo Marcia sacudiéndolo con suavidad por los hombros—, Beetle, ya puedes salir. —No hubo respuesta. Marcia miró a Jenna y a Septimus. Había temor en sus ojos.
El tiempo parecía transcurrir más despacio. Marcia se acuclilló para ponerse a la altura del rostro de Beetle. Le puso las manos a ambos lados de la cabeza y la levantó con suavidad para que la cara quedara al mismo nivel que la suya. Luego respiró hondo. El zumbido de la magia volvió a inundar una vez más la Cámara Hermética, y de la boca de Marcia brotó un flujo de vaho rosa, que se posó sobre el rostro de Beetle, cubriéndole la nariz y la boca.
Sin apenas atreverse a respirar, Septimus y Jenna observaban. Marcia seguía exhalando. Beetle seguía sin reaccionar, la lividez mortal de su rostro resplandecía a través del vaho rosa que lo cubría. Y acto seguido, como el humo que se eleva por una chimenea, Septimus vio cómo unos tentáculos de vaho empezaban a desaparecer por la nariz de Beetle. Estaba res pirando. Muy despacio, los ojos de Beetle parpadearon hasta abrirse, mirando, vidriosos, a Marcia.
Septimus corrió al lado de Beetle.
—¡Eh, Beetle, Beetle, somos nosotros! ¡Oh, Beetle!
Marcia sonrió aliviada.
—Enhorabuena, Beetle —dijo—. El núcleo del Manuscriptorium está intacto gracias a ti.
Beetle se puso en pie para la ocasión, con aplomo.
—Gaaagh… —dijo.
Se habían reunido en el erial de escritorios patas arriba. Beetle estaba pálido y bebía tembloroso un reconstituyente FízzFroot que Septimus había encontrado en la vieja cocina de Beetle, situada en el patio trasero del Manuscriptorium. Jenna, observó Beetle, no andaba por allí; se había marchado al Palacio en cuanto había podido. Beetle, ya lúcido tras la suspensión, sabía lo que significaba la ausencia de la princesa. Si hubiera sido Jenna la que hubiera sobrevivido después de dos días sellada en una Cámara sin aire, él no habría salido corriendo a la primera de cambio. «Asúmelo, Beetle», se dijo.
La voz de Marcia interrumpió sus pensamientos.
—La elección del nuevo Jefe de los Escribas Herméticos debe empezar esta noche —estaba diciendo—. Tengo que irme. Quiero visitar yo misma a todos y cada uno de los escribas. Quiero comprobar si siguen todos… disponibles.
Beetle pensó en Foxy, Partridge y Romilly. Pensó en Larry. En Matt, Marcus e Igor, de la Gruta Gótica; pensó incluso en la irritante gente rara del Bocadillos Mágicos. ¿Cuántos de ellos estarían aún… disponibles?
Marcia se detuvo un momento para intercambiar unas palabras con Beetle.
—Es una lástima —le dijo— que tú ya no formes parte del Manuscriptorium. Me habría gustado mucho que tu pluma estuviera también en la marmita. Beede se sonrojó ante el cumplido.
—Gracias —dijo—. Pero no saldría elegido. Soy demasiado joven. Y nunca fui un buen escriba.
—Eso no tiene importancia —dijo Marcia—, La marmita elige al apropiado. —Se contuvo para no añadir que no tenía ni idea de por qué había elegido a Jillie Djinn—. Pero a lo mejor querrías quedarte hasta el sorteo y hacer guardia. No quiero dejar desatendido el Manuscriptorium.
Beetle volvió a sentirse halagado, pero ya estaba poniéndose en pie.
—Lo siento, pero será mejor que vaya a ver a Larry. No quiero perder mi trabajo allí también.
—Lo entiendo perfectamente —dijo Marcia, abriéndole la puerta que daba a la oficina de atención al público. Reconoció que no debía habérselo pedido: estaba claro que a Beetle aún le resultaba turbador permanecer en el Manuscriptorium. Marcia lo observó caminar bajo el sol matutino.
—¡Septimus! Te quedas al cargo —gritó Marcia volviéndose hacia el Manuscriptorium—, Tienes mi permiso para realizar una restauración completa. Volveré pronto con todos los escribas.
Desde el otro lado del tabique, Septimus oyó cómo Marcia decía en voz alta:
—Hoy el Manuscriptorium está cerrado. Sugiero que vuelva usted mañana, mañana ya habrá un nuevo gerente. ¿Cómo?
No, no tengo ni idea de adonde han ido las brujas. No, no soy una bruja, ¿qué le hace pensar eso? Señora, soy la maga extraordinaria.
A través del endeble tabique, Septimus oyó como acompañaban a Nursie fuera del lugar y sonrió. Marcia había vuelto a la normalidad.
Fuera del Manuscriptorium, Marcia se vio asediada por algunas intrusiones inoportunas. Nursie se había pegado a ella como una piel de cosa y, para colmo, ahora veía llegar a la familiar figura de Marcellus Pye. Decidió disimular y hacer como si no lo hubiera visto.
—¡Marcia! ¡Marcia, espera! —gritó Marcellus.
—¡Uy, lo sientooo! ¡Tengo mucha prisa! —gritó ella.
Pero Marcellus no estaba dispuesto a que le dieran esquinazo. Aceleró el paso, arrastrando tras de sí a un reacio acompañante. Cuando los dos estuvieron cerca, Marcia vio de quién se trataba.
—¡Merrin Meredith! —resopló.
La audición de Nursie había conocido mejores tiempos.
—¿Es a mí? —dijo.
—Creí haberle dicho que se fuera a su casa —le espetó Marcia a Nursie.
Pero Nursie no oía nada. Estaba mirando con curiosidad a la desgalichada y mocosa figura de un joven que Marcellus arrastraba tras él.
Marcellus, con el rostro enrojecido y muy atosigado, alcanzó por fin a Marcia y a Nursie.
—Marcia. Tengo algo para ti —dijo Marcellus. Hurgó en el fondo de un bolsillo, sacó una cajita marrón de cartón barato y se la tendió a Marcia.
Marcia la miró con impaciencia.
—Espitas de Springo —leyó—. Marcellus, ¿para qué demonios quiero yo espitas de Springo?
—Es la única caja que tenía Sally —dijo Marcellus— No son espitas… en cualquier caso. Preferiría que fuera una espita o algo parecido antes que… bueno, míralo tú misma.
La curiosidad de Marcia pudo más que su impaciencia. Abrió el extremo de la endeble caja de cartón y saco un pequeño trozo de tela manchado de sangre. Algo pesado cayó en su mano y profirió una exclamación.
—¡Demonios, Marcellus! ¿De dónde has sacado esto?
—¿De dónde crees? —respondió Marcellus en voz baja. Miró intencionadamente a Merrin, que miraba fijamente al suelo.
Marcia se fijó en Merrin y observó que llevaba la mano izquierda vendada. Podía observarse una supuración de color rosa oscuro allí donde —como pudo apreciar Marcia— había estado su pulgar. Se quedó mirando el anillo de las dos caras que yacía, frío y pesado, en la palma de su mano y casi le dio miedo.
—¿Me permites sugerir que este anillo sea destruido? —preguntó Marcellus en voz baja—. Incluso en el más oculto de los lugares ocultos, llegará un día en que volverá a concederle a alguien nuevos poderes demenciales o, lo que aún sería peor, desmesurados.
—Sí, debe ser destruido —convino Marcia—, Pero ya no tenemos los fuegos para destruirlo.
Marcellus, visiblemente nervioso, le propuso una solución.
—Marcia, espero que confíes en mí lo bastante para considerar seriamente mi ofrecimiento. Me gustaría regresar a mi vieja Cámara Alquímica. Si me lo permites, podría iniciar el fuego y, en un mes, podríamos librar al Castillo del pernicioso anillo para siempre. Te doy mi palabra de que preservaré los Túneles de Hielo y de que no me inmiscuiré en nada.
—Muy bien, Marcellus. Acepto tu palabra. Pondré este anillo en el estante oculto hasta entonces.
—Hum… Tengo que pedirte otra cosa —dijo Marcellus, tanteando.
Marcia sabía de qué se trataba.
—Sí —dijo con un suspiro—. Te asignaré a Septimus durante el mes que viene; ya veo que necesitarás su ayuda. Estamos juntos en esto. Necesitamos la alquimia tanto como la magia para mantener la oscuridad en equilibrio. ¿No estás de acuerdo?
Marcellus exhibió una amplia sonrisa mientras su antigua vida se abría de nuevo ante él con todas sus fascinantes perspectivas. Lo recorrió una sensación de felicidad.
—Sí, estoy de acuerdo. Ya lo creo que lo estoy.
Mientras esa conversación tenía lugar, Nursie había tomado la mano vendada de Merrin y chasqueaba la lengua sobre la venda, la cual estaba, hasta Marcellus podía apreciarlo, hecha un desastre. Marcia contempló a la pareja con exasperación. ¿Qué iba a hacer con Merrin? Culpaba a la influencia del anillo de las dos caras de gran parte de lo que había hecho, pero no cabía duda de que la decisión de ponérselo había sido solo de Merrin.
Marcia sabía que Nursie era la patraña de La Casa de Muñecas, una sórdida pensión en el Puerto, donde Jenna y Septimus pasaron una vez una noche movidita. Tiempo atrás, tía Zelda le había contado a Marcia algo sobre Nursie y, en aquel momento, no le prestó mayor atención… Pero ahora, mientras miraba a Nursie y a Merrin juntos, sus narices ganchudas y sus pieles cetrinas, Marcia comprendió que lo que le había dicho la tía Zelda era cierto.
—¿Aceptáis inquilinos? —dijo volviéndose hacia Nursie.
Nursie la miró sorprendida.
—¿Por qué? Estáis harta de la Torre, ¿no? Demasiado limpia, supongo. Y tantas escaleras deben ser fatales para vuestras rodillas. Vale, será media corona a la semana, por adelantado, el agua caliente y la ropa de cama aparte.
—Estoy encantada en la Torre del Mago, gracias —dijo Marcia en un tono glacial—. Sin embargo, le pagaría un año por adelantado por este joven que tenemos aquí.
—¿Un año por adelantado? —Nursie jadeó, incapaz de creer en su buena suerte. Podría volver a pintar la casa y, lo mejor de todo, podría permitirse dejar de trabajar para aquellas horrendas e incordiantes brujas.
—Incluyendo servicios de enfermería y cuidados y atenciones generales —dijo Marcia—. También agua caliente, ropa de cama y comida. No me cabe la menor duda de que el joven estará encantado de ayudar en la casa en cuanto su mano mejore.
—Nunca mejorará —gruñó Merrin—. No volverá a tener pulgar.
—Te acostumbrarás —dijo Marcia alegremente—. Ya estás libre del anillo, y tienes que aprovechar la circunstancia. Sugiero que aceptes mi oferta de irte con Nursie, aquí presente. De no ser así, lo que te espera en un futuro previsible es el interior de la cámara de seguridad de la Torre del Mago.
—Iré con ella. Ella es legal —dijo Merrin.
Nursie palmeó la mano buena de Merrin.
—Buen chico —dijo.
—Marcellus, ¿llevas encima seis guineas?
—¿Seis guineas? —chilló Marcellus.
—Sí. Siempre estás haciendo tintinear el oro. Te las devolveré.
Marcellus hurgó en sus bolsillos y, de muy mala gana, entregó seis brillantes guineas nuevas. A Nursie se le salían los ojos de las órbitas. Jamás había visto tanto oro junto. Marcia puso una corona de su propio bolsillo y ofreció el dinero a la estupefacta patrona.
—Hay de sobras, como verá —dijo Marcia con viveza—. Cubrirá los gastos de vuestro regreso al Puerto. Si os dais prisa, podéis coger la barcaza nocturna.
—Vamos, querido. —Nursie se engarzó al brazo bueno de Merrin—. Larguémonos de este lugar. Nunca me gustó el Castillo. Me trae malos recuerdos.
—A mí tampoco —dijo Merrin—, Es un tugurio.
Marcellus y Marcia se quedaron mirando a Merrin y a Nursie mientras se alejaban.
—Bueno, parece que han hecho buenas migas —dijo Marcellus.
—Deberían —dijo Marcia— Son madre e hijo.
Foxy fue el primer escriba que Marcia localizó y envió al Manuscriptorium. De camino, Foxy se encontró con Beede, que salía del servicio de traducción de lenguas muertas de Larry.
—¡Qué hay, Beetle!
—¡Qué hay, Foxy!
Se miraron durante un momento, con amplias sonrisas.
—¿Te encuentras bien, Foxy? —preguntó Beetle.
—Sí. —Foxy sonrió.
—Entonces, ¿a ti no te cogió fuera?
—Qué va. Me quedé dormido junto al fuego y desperté dos días después. Tenía la boca como el fondo de la jaula de un loro, pero, por lo demás, bien. Pero… —Foxy suspiró—. Mi tía ha desaparecido. Estaba fuera cuando el dominio llegó a nuestra altura. No volvió. No la encuentro por ningún sitio.
Y ahora… bueno, se habla de un dragón que se lleva a gente. —Se estremeció.
—¡Vaya, Foxy, lo siento! —dijo Beetle.
—Sí. —Foxy cambió de tema—. Pero, oye, tú no tienes tan buen aspecto. ¿Te fue mal en la Cámara?
—Sí —dijo Beetle—. Dieron muchos porrazos e intentaron entrar de cualquier modo.
—No parece agradable —dijo Foxy.
—No. Y no quiero volver a ver el cordón de regaliz ni en pintura.
—¡Oh, vale! —Foxy decidió no preguntar el porqué. Beetle le había parecido extrañamente desesperado al pronunciar «cordón de regaliz».
Foxy optó por volver a cambiar de tema.
—Y, hum… ¿cómo va lo de Larry?
—Tampoco va bien —dijo Beetle—. En realidad, me acaban de despedir, por llegar tarde.
—¿Por llegar tarde?
—Exactamente, dos días tarde.
Foxy pasó el brazo por los hombros de Beetle. Nunca había visto a Beetle tan decaído.
—Menuda mierda, ¿eh? —dijo.
—Sí, no es como para tirar cohetes, Foxy.
—¿Quieres un bocadillo de salchichón?
Beede vio las luces de bienvenida del Bocadillos Mágicos brillando a través de la atenuada luz de la tarde invernal, y de pronto se sintió hambriento.
—Ya lo creo —dijo.
Jenna caminaba despacio hacia el Palacio; sus huellas iban dejando a la vista la hierba pisoteada a través de la nieve. Delante de ella, el Palacio aparecía oscuro en el cielo del atardecer, el sol invernal ya se había puesto por debajo de las viejas almenas. La vista resultaba misteriosa, impresión reforzada por los graznidos ocasionales de los cuervos desde las copas de los cedros de la ribera del río, pero Jenna no lo percibía de ese modo. Había declinado las ofertas de Silas y Sarah para acompañarla. Este era el modo en que quería regresar a su Palacio: ella sola.
Las viejas puertas dobles estaban entreabiertas, tal como las dejó Simón cuando huyó con Sarah en brazos. Y vigilándolas había una figura familiar.
—Bienvenida a casa, Princesa En Espera —dijo Sir Hereward.
—Gracias, Sir Hereward —respondió Jenna mientras cruzaba las puertas. Una ráfaga de nieve entró con ella. Jenna colgó su capa de bruja en el guardarropa y cerró la puerta con una sensación de cariño. Le había sido muy útil y, ¿quién podía saberlo?… Tal vez la volviera a necesitar algún día.
—Será mejor que entréis también —le dijo a Sir Hereward, que seguía en la nieve.
—Estrictamente hablando, Princesa, ahora que habéis tomado posesión de todo el Palacio, y no únicamente de vuestros aposentos, yo debería permanecer fuera —replicó Sir Hereward.
—Preferiría que entrarais —dijo Jenna—. Me vendría bien un poco de compañía, si no os importa.
Un sonriente Sir Hereward cruzó las puertas, y Jenna las cerró tras él rápidamente. El portazo resonó por todo el edificio vacío. Jenna recorrió con la mirada el vestíbulo de entrada, repleto de sombras y fantasmas. Sacó de su bolsillo el amuleto de luz de vela que Septimus le había dado aquella tarde, y empezó a encender la primera de las muchas velas extinguidas.
Más tarde, ya de noche, Jenna estaba sentada en la vieja salita de Sarah con un pato desconcertado entre sus brazos, cuando oyó pasos que se aproximaban por el Largo Paseo. No era el leve repicar de pasos de fantasma, sino de humano con botas. Sir Hereward, que había estado haciendo guardia junto al fuego, salió a investigar. Regresó —para sorpresa y deleite de Jenna— con tía Zelda y el Chico Lobo.
Tía Zelda la atrajo hacia sí y la estrechó en un enorme abrazo acolchado, y el Chico Lobo tenía en la cara una enorme sonrisa.
—Sentimos muchísimo habernos perdido tu fiesta —dijo—, Pero es que fue muy raro… No pudimos salir de la Habitación de la Reina en dos días.
Tía Zelda se acomodó junto al fuego. Miró al pato que Jenna sostenía entre sus brazos.
—Esa criatura ha estado en la oscuridad, querida —le dijo a Jenna en un tono de ligera desaprobación—. Espero que no estés tonteando con cosas que no deberías. En el pasado, algunas princesas de tu edad lo hicieron.
—¡Ah…! —Jenna no sabía qué decir. Era como si tía Zelda supiera lo de su capa del Aquelarre de las Brujas del Puerto que estaba colgada en el ropero.
—Y ahora, querida Jenna —dijo tía Zelda—, cuéntamelo todo, por favor.
Jenna echó más carbón al fuego. Sin duda, aquella iba a ser una noche muy larga.