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La Gran Eliminación

Marcia estaba a punto de unir el código emparejado. Su exiguo estudio estaba atestado y el ambiente, electrizado. Incluso Nicko, a quien la magia no interesaba demasiado, observaba con atención.

La pequeña ventana del estudio resplandecía en un rojo fantasmal, pues el escudo de seguridad se estaba extinguiendo, pero el estudio en sí brillaba bajo la luz de un bosque de velas que goteaban desde un alto candelabro colocado sobre el escritorio de Marcia. Dos libros, La Eliminación de la Oscuridad y El índice Oscuro, yacían abiertos sobre la mesa. A la sombra de los libros, una cajita plateada y un diminuto disco de plata descansaban sobre un tapete de terciopelo púrpura.

Alther disfrutaba de una vista de pájaro. Para evitar el riesgo de ser atravesado, el fantasma se había sentado en lo alto de una escalerilla de biblioteca. Observaba el proceso con gran interés. El uso del código emparejado era algo que Alther solo conocía en teoría. En su época de mago extraordinario, aquellos dos libros que contenían las claves para descifrar el código hacía mucho que se habían perdido. Marcia había encontrado el ejemplar de La Eliminación de la Oscuridad en la cabaña de tía Zelda unos años atrás y sabía que en sus páginas se encontraba la Gran Eliminación: el legendario conjuro antioscuridad que los practicantes de la Oscuridad temían más que a ninguna otra cosa. Pero las palabras que permitían su formulación se hallaban desperdigadas por todo el libro; para encontrarlas, era necesario el índice del libro: El Indice Oscuro.

Sin embargo, no era tan sencillo. Desvelar la Gran Eliminación requería algo más que el simple uso de un índice; había que utilizar las páginas correctas del índice. Ahí era donde entraba en escena el código emparejado. Para saber en qué secciones de El índice Oscuro se indicaban las secuencias correctas de números de página y palabra que había que buscar en La Eliminación de la Oscuridad, era necesario consultar el código emparejado. Y hacerlo correctamente.

Y eso era lo que estaba a punto de empezar. Bajo la absorta atención de Silas, Septimus, Jenna y Nicko —y el encaramado Alther— Marcia empezó a unir el código emparejado.

Marcia sacó la mitad del código de la Torre del Mago y la colocó en el cuadrado de terciopelo sobre el que descansaba su pareja, que últimamente había frecuentado entornos mucho menos saludables. Tomó el código del Manuscriptorium, mucho más pequeño, y encajó la protuberancia en la hendidura central del código de la Torre del Mago. Se produjo un brillante destello azul y, de pronto, el código del Manuscriptorium empezó a flotar una fracción de milímetro por encima del código de la Torre del Mago. El código del Manuscriptorium empezó a girar. Despacio, al principio, y luego cada vez más deprisa, hasta convertirse en un simple destello de luz brillante. Se produjo un chasquido agudo, y el disco giratorio se detuvo en seco.

Todos estiraron el cuello para mirar desde más cerca. Los discos parecían haberse fundido en uno, y estaba claro que las líneas que irradiaban del código del Manuscriptorium se habían unido a algunas de las del código de la Torre del Mago. Cada una de las líneas conducía a un símbolo. Se produjo un silencio de asombro. Aquellos eran los símbolos que iniciarían la Gran Eliminación que desharía el dominio oscuro y liberaría el Castillo.

Marcia sacó su cristal ampliador y estudió los símbolos.

—¿Estás preparado, Septimus? —preguntó.

El joven aprendiz tenía en la mano su preciado diario de aprendiz, con la pluma dispuesta en el inicio de una página en blanco.

—Preparado —dijo.

El resplandor rojo del menguante escudo de seguridad empezaba a inundar el estudio, ahogando la iluminación del candelabro. Cayó sobre la lisa página en blanco del diario de Septimus, y proyectó sombras amenazadoras por la estancia. El joven aprendiz sabía que el escudo de seguridad no tardaría en ceder; podía suceder en cualquier instante, pensó. Esperaba, listo para escribir la secuencia de símbolos que darían lugar a la Gran Eliminación. ¿Por qué Marcia no empezaba a leer los símbolos? No había tiempo que perder.

Jenna había intuido el porqué, pero esperaba, con todas sus fuerzas, estar equivocada. Incapaz de soportar el suspense, decidió poner a prueba su nuevo Derecho a Saber.

—Pero, Marcia, ¿cómo sabes por qué símbolo debes empezar?

Consciente de que ahora debía responder a todas las preguntas de la Princesa En Espera, «con la verdad, en detalle y sin demora», Marcia alzó la vista hacia Jenna y la miró a los ojos.

—No lo sé —dijo.

En la pequeña estancia, se fue imponiendo un silencio aterrador a medida que comprendían las implicaciones de la respuesta de Marcia.

Simón se abría paso a través de la niebla oscura, aterrorizado ante la idea de que, en cualquier momento, una cosa pudiera desenmascararlo. En la Puerta Sur había tenido suerte. La cosa de guardia se había limitado a extender un huesudo brazo y tirar de él sin ni siquiera mirarlo. Sabía que la próxima vez no tendría tanta suerte. Simón deseó que Lucy no le hubiera hecho tirar sus ropas oscuras… «repugnantes vetusteces», las había llamado. Ahora las podría haber utilizado. Sin su protección, la niebla oscura era sofocante, mucho peor de lo que lo había sido en el Palacio al iniciarse su expansión. Ahora había ganado la fuerza de todo aquello que había sometido, y presionaba a Simón como una asfixiante almohada, taponándole los oídos y los ojos, convirtiendo cada aliento en un esfuerzo enorme.

Con la terrible sensación de estar caminando bajo el agua con botas de plomo, Simón avanzaba a duras penas por la Vía del Mago, guiado por la luz roja que indicaba la inminente extinción del escudo de seguridad de la Torre del Mago. A la altura del Manuscriptorium, vio débiles sombras de cosas que emergían y se encaminaban hacia la Gran Arcada, donde se estaban agrupando a la espera del momento en que cayera la Barricada. Como en una pesadilla a cámara lenta, Simón cruzó al otro lado de la vía, y empezó a recorrer la estrecha vereda que discurría alrededor del muro del patio de la Torre del Mago. Se dirigió hacia la puerta lateral oculta del mago extraordinario, que no era visible desde el exterior y, en consecuencia, quiso pensar, no llamaría la atención de ninguna cosa.

Cuando Simón llegó al dintel que señalaba la presencia de la puerta oculta, la cabeza le daba vueltas y sentía como si tuviera la niebla metida en el cerebro. Ansiaba dar descanso a sus pesadas piernas, tumbarse un momento, solo un momento… Se apoyó contra el muro, y su espalda no percibió el contacto de la piedra, sino de madera y un pestillo. Lentamente, sus ojos se cerraron y empezó a deslizarse hacia el suelo.

Durante las fases de extinción de un escudo de seguridad viviente suceden cosas extrañas. Cada uno de sus componentes empieza a decidir por su cuenta. Así que, cuando Simón se deslizaba hacia el suelo, la puerta oculta supo que tenía que dejarlo entrar. Se abrió de golpe, y la mitad de Simón rodó hacia el interior. La puerta le dio un hábil empujoncito para acabar de meterlo dentro, y se cerró todo lo rápido que pudo. Unos cuantos zarcillos de niebla trataron de colarse enroscados a él, pero se detuvieron en cuanto la puerta volvió a fundirse con la pared.

El aire limpio en el patio de la Torre del Mago no tardó en despertar al aturdido Simón. Se puso en pie tambaleándose y aspiró una profunda bocanada de aire. Alzó la vista hacia la torre que se elevaba sí, casi oscura del todo —la única luz era el rojo del moribundo escudo de seguridad— y sintió un gran sobrecogimiento. Con paso inseguro, avanzó hacia los amplios escalones de mármol que conducían a las puertas de plata que guardaban la Torre.

Una vez más, el escudo de seguridad viviente percibió la necesidad de ayuda. Las altas puertas de plata se abrieron sin hacer ruido y Simón, con el corazón latiéndole a toda prisa, entró en el Gran Vestíbulo. Mientras las puertas se cerraban, Simón se detuvo a evaluar la situación. Apenas podía creer que hubiera conseguido entrar en la Torre del Mago. Durante mucho tiempo había soñado que, un día, se plantaría en la Torre del Mago y la salvaría del peligro, y eso era exactamente lo que estaba haciendo en aquel momento; no parecía real.

Pero en la Torre del Mago habían cambiado algunas cosas. Simón no había estado en el Gran Vestíbulo desde que era un chaval. Lo recordaba como un lugar brillante y alegre, vibrante de magia, con hermosas pinturas revoloteando por las paredes y un fascinante suelo que escribía tu nombre cuando lo pisabas. Siempre le había encantado el misterioso aroma de la magia, la nitidez del aire y el decidido murmullo del suave girar de las plateadas escaleras espirales. Y ahora todo estaba a punto de desaparecer.

Las luces estaban bajas y sin brillo, las paredes oscuras, el suelo en blanco y las escaleras espirales de plata habían sido detenidas. Todo se estaba viniendo abajo. Sombrías figuras de magos y aprendices se desperdigaban por todo el Gran Vestíbulo, los más jóvenes deambulando ansiosos de aquí para allá, los más ancianos desplomados de cansancio mientras se concentraban en el arduo esfuerzo de aportar su pizca de energía mágica al escudo de seguridad.

Hildegarde emergió de entre las sombras. Pálida y demacrada, con oscuros círculos bajo los ojos, vio a Simón caminar hacia las escaleras. No lo detuvo ni lo llamó. Era un desperdicio de energía. Si la torre le había permitido entrar, estaba ahí por alguna razón. Solo esperaba que fuera bien.

Simón subió corriendo por las escaleras detenidas. En su recorrido por los pisos oscurecidos, podía escuchar de cuando en cuando el fatigado murmullo de un cántico mágico, pero, sobre todo, reinaba el silencio. Fuera podía ver cómo la luz roja se desvanecía deprisa, y sabía que, en cuanto desapareciera, el dominio oscuro entraría en la Torre del Mago. Simón no sabía cuánto tardaría en suceder, pero supuso que era más cuestión de minutos que de horas.

En la vigésima planta, saltó de las escaleras y corrió por el amplio corredor que conducía a la puerta púrpura de la maga.

En el interior del estudio, Marcia estaba dictando los símbolos que las líneas del código del Manuscriptorium habían señalado. Había decidido que lo único que se podía hacer era empezar por cada uno de ellos sucesivamente. Se habían producido cuarenta y nueve coincidencias, o lo que era lo mismo, cuarenta y nueve palabras de la Gran Eliminación… y cuarenta y nueve principios posibles, de entre los cuales no había manera de determinar cuál era el correcto. Como la Gran Eliminación era un encantamiento antiguo, Marcia sabía que las palabras no tenían por qué tener sentido, así que no había pista alguna sobre cuál podría ser la primera palabra. Suponía un riesgo enorme, pero no tenía elección. Cabía la posibilidad de que pudieran encontrar el orden correcto en poco tiempo. Era la única opción de que disponían y Marcia era plenamente consciente de que debía aprovecharla.

Así que dictaba a toda velocidad:

—Cero, estrella, tres, magia, laberinto, oro, ankh, cuadrado, pato —sí, he dicho pato—, dos, gemelo, siete, puente… ¡Oh! —Marcia alzó la vista de pronto—. Mi puerta… está dejando entrar a alguien —susurró—. Trae oscuridad. Del exterior.

Se produjo una intensa ingesta de bocanadas de aire.

—Iré a echar un vistazo —dijo Silas, dirigiéndose hacia la puerta del estudio.

—Espera, Silas. —Alther se levantó de su posición elevada—. Ya voy yo. Barrad la puerta cuando salga.

—Gracias, Alther —dijo Marcia mientras el fantasma se descomponía y atravesaba la puerta—. Vale, ¿dónde estábamos? ¡Ay, maldita sea, no lo sé! Septimus, volveré a empezar. Cero, estrella, tres, magia, laberinto, oro, ankh, cuadrado, pato, dos, gemelo, siete, puente, espiral, cuatro, elipse, signo más, torre… ¿Eres tú, Alther?

—Sí. Desatranca la puerta, Marcia. Alguien quiere verte.

Todos intercambiaron miradas interrogantes. ¿Quién podría ser?

Alther dejó pasar a Simón y la sorpresa impuso el silencio.

—Antes de que digas nada, Marcia, este joven dispone de información importante: sabe por dónde empezar.

—Ah, ¿sí? —Marcia frunció el entrecejo—, Alther, en este código hay otras invocaciones… y algunas son muy peligrosas. ¿Cómo puedo estar segura de que él me dirá el inicio correcto?

Septimus, Nicko y Jenna se miraron. ¿Otras invocaciones? Así pues, Marcia se la estaba jugando a que encontrarían la buena a la primera. Las cosas estaban peor de lo que pensaban.

—Lo conozco desde que nació —dijo Alther—. Creo que podéis confiar en él.

—Podéis confiar en mí. Os lo prometo —dijo Simón, parco en palabras.

Marcia miró a Simón. Estaba empapado, tiritaba de frío y había desesperación en sus ojos… una desesperación que reflejaba con exactitud la que ella sentía en aquel preciso instante. Tomó una decisión.

—Muy bien, Simón —dijo—. ¿Eres capaz de mostrarnos por dónde empieza la Gran Eliminación?

Y así, Simón se encontró en una situación que jamás pensó que fuera a protagonizar. En lo alto de la Torre del Mago, sentado en el escritorio de la maga extraordinaria, rodeado de legendarios libros y objetos mágicos... incluido su propio Chucho. Y ahora, bajo la mirada de su padre y de sus hermanos pequeños, estaba a punto de explicarle a la maga extraordinaria algo que salvaría al Castillo.

—El punto de partida lo proporciona el índice de El índice Oscuro —dijo.

Con manos temblorosas, Simón cogió el libro. Por un momento, lo percibió como si fuera un viejo amigo, hasta que recordó que, en realidad, era un viejo enemigo. Las incontables noches frías, solitarias y, en ocasiones, terroríficas, que había pasado leyéndolo volvieron a su memoria, y recordó la última vez que lo tuvo en las manos, cuando, en un primer intento de abandonar la oscuridad, se había metido en el fondo de un armario y había cerrado la puerta. Jamás soñó que la siguiente vez que lo sostuviera sería en la Torre del Mago.

Con gran cautela, abrió El índice Oscuro por la tapa posterior. Murmurando un breve conjuro, recorrió con el dedo la muy gastada guarda y, según lo hacía, empezaron a aparecer letras bajo sus dedos.

Marcia hizo un gesto de irritación. Un simple revelar... ¿cómo no se le había ocurrido?

Bajo el dedo en movimiento de Simón empezó a revelarse una lista por orden alfabético. Su dedo fue despacio hasta la L, todo el mundo estaba expectante, pero allí no apareció la Gran Eliminación. Simón llevó su dedo hasta la G, pero la Gran Eliminación no estaba allí. Una palpable falta de confianza empezaba a llenar la pequeña estancia, y cuando Simón iba en busca de la E, la manó le empezó a temblar. De pronto, «Eliminación, La Gran» apareció. Sonriendo con alivio, Simón le tendió el índice revelado a Marcia.

—«Eliminación, La Gran. Empieza con «Magia», termina con «Fuego» —leyó en voz alta—, Gracias, Simón.

Simón asintió. Ni siquiera se atrevía a hablar.

Marcia se sentó. Se puso los anteojos y abrió El índice Oscuro.

—Bien, Septimus, vuelve a leerme los símbolos, empezando por el de magia. Despacio, por favor.

Y Septimus empezó a enumerar la lista. Se detenía en cada símbolo, mientras Marcia iba pasando las páginas, sucias y manchadas de grasa de las pegajosas manos de Merrin. Cada página tenía uno de los símbolos al principio del texto. A pie de página había dos números, que a los ojos de un observador fortuito podrían parecer la numeración de la página. Marcia apuntaba los números, y luego decía enseguida: «Siguiente». Aunque pareció una eternidad, en cuestión de minutos Marcia tuvo una columna de cuarenta y nueve pares de números.

Marcia le dio a Septimus los números y luego abrió La Eliminación de la Oscuridad.

—Septimus, léeme los números, por favor.

El resplandor rojo que bañaba el estudio se apagó como una llama. Hubo una exhalación colectiva.

—Ha caído el escudo de seguridad —dijo Marcia con voz solemne.

Mucho más abajo, la Barricada se estrelló contra el suelo y la primera cosa pasó por encima, en dirección al patio de la Torre del Mago. Doce más la siguieron, junto con una corriente de niebla oscura.

En lo alto de la torre, Septimus leyó el primer número del primer par.

—Catorce.

Con urgencia en los dedos, Marcia pasó las gruesas páginas de La Eliminación de la Oscuridad hasta la página catorce.

Septimus leyó el segundo número del primer par.

—Noventa y ocho.

Marcia comenzó a contar todo lo rápido que pudo las palabras de la página catorce hasta llegar a la palabra noventa y ocho.

—«Dejar» —Poca palabra parecía, con todo lo que había costado averiguarla.

Y así, con una lentitud agónica, Marcia empezó a componer la Gran Eliminación.

En el exterior de la Torre del Mago, en el escalón de mármol superior, una cosa extendió un largo y huesudo dedo y empujó las altas puertas de plata, que se abrieron como las puertas de un cobertizo empujadas por una brisa de verano. La cosa entró en la Torre del Mago, y el dominio oscuro avanzó tras ella. Las luces se apagaron y alguien gritó. En las sombras de su pequeña oficina, Hildegarde tuvo la repentina certeza de que su hermano pequeño, desaparecido a los siete años durante un ejercicio a vida o muerte del ejército joven, estaba al otro lado de la puerta. Salió corriendo para abrirla, y la niebla oscura penetró.

Las cosas fluyeron a través del umbral, trayendo con ellas el dominio oscuro. Se apiñaron, aplastando el suelo rendido bajos sus pies, esperando que magos y aprendices se desplomaran. Mientras la niebla oscura empezaba a llenar el vestíbulo, las cosas deambularon hacia las escaleras detenidas y empezaron a subir. Tras ellas, el dominio oscuro avanzaba despacio por la Torre del Mago, impregnando hasta el último rincón de Oscuridad.

En lo más alto de la Torre, Marcia sostenía en sus manos un pedazo de papel con una serie de cuarenta y nueve palabras escritas que componían, así lo anhelaba profundamente, la Gran Eliminación. Septimus y ella habían subido corriendo por los estrechos peldaños que conducían a la biblioteca de la pirámide, con Alther pegado a sus talones. Cruzaron a toda prisa la pequeña puerta, y Marcia se apresuró hacia la ventana que daba al exterior. Se volvió hacia Septimus.

—No tienes por qué venir —dijo.

—Sí tengo por qué —dijo Septimus—. Necesitas toda la magia posible.

—Lo sé —dijo Marcia.

—Pues voy contigo.

Marcia sonrió.

—Pues salgamos. No mires hacia abajo.

Septimus no miró ni hacia abajo ni hacia arriba. Centrándose únicamente en el dobladillo de la capa púrpura de Marcia, la siguió hasta el lateral escalonado de la pirámide dorada. Alther flotó lentamente tras ellos.

Y así, por segunda vez aquella noche, Marcia se encontró sobre la pequeña plataforma en lo alto de la pirámide dorada. Por alguna razón, no estaba segura de comprenderlo, se quitó los puntiagudos zapatos pitón de color púrpura y permaneció descalza sobre los antiguos jeroglíficos de plata incisos en la cúspide de oro martillado. Esperó a que Septimus se uniera a ella y juntos, con voces que cortaron la niebla oscura, iniciaron el conjuro de cuarenta y nueve palabras de la Gran Eliminación.

—Que se haga…

Muy abajo, la cosa cabecilla empujó perezosamente con el dedo la gran puerta púrpura que guardaba las dependencias de Marcia. Doce cosas aguardaban detrás, expectantes, a la espera de ocupar sus nuevos aposentos. La puerta se abrió. La cosa se volvió hacia sus compañeras esbozando algo similar a una sonrisa. Se quedaron allí paradas, saboreando el momento, contemplando cómo entraba la niebla oscura y se arremolinaba en torno al preciado sofá de Marcia.

En lo alto de la pirámide dorada, Marcia Overstrand, maga extraordinaria, y su aprendiz, Septimus Heap, pronunciaron la última palabra de la Gran Eliminación.

Con un gran portazo, la puerta de Marcia se cerró en las narices de las cosas. Se produjo un intenso zumbido: la puerta se barró a sí misma y, por si acaso, emitió una onda de choque. Las trece cosas chillaron. Un chillido de trece cosas no es un sonido muy armonioso que digamos, pero para Septimus y Marcia, que se tambaleaban en lo alto de la pirámide dorada, aquel fue el sonido más dulce que habían escuchado en toda-su vida.

Y luego disfrutaron de la visión más hermosa que habían contemplado nunca: la niebla oscura se alejaba, retrocedía. Vieron una vez más el Castillo al que tanto amaban: sus desordenados tejados, sus cúpulas y torres, sus murallas y sus destartalados muros almenados, recortándose sobre el cielo rosado del amanecer de un nuevo día. Y mientras contemplaban la salida del sol, disipando las sombras que acechaban abajo, los primeros y pesados copos de nieve de la Gran Helada empezaron a caer. Marcia y Septimus se sonrieron el uno al otro: el dominio oscuro había acabado.

Minutos después, una Marcia de amplia sonrisa acomodaba a todo el mundo en su salita de estar, precipitándose a abrir las ventanas para eliminar el olor a húmedo de la oscuridad. Jorge Nido estaba acurrucado en su lugar habitual en el sofá, con Jillie Djinn a su lado, tal como Marcia los había dejado. Pero algo en la jefa de los escribas herméticos hizo que Marcia se acercara a ella con presteza.

—¡Está muerta! —jadeó Marcia. Y seguidamente, con mayor consternación aún, gritó—: ¡Se ha muerto en mi sofá!

Jillie Djinn estaba echada hacia atrás, con la boca un poco abierta y los ojos cerrados, como si durmiera. Su cuerpo estaba allí, pero ella se había ido… Lo que fuera que hubiese sido Jillie Djinn, ya no estaba. La Gran Eliminación también la había eliminado.