Sincronía
Septimus y Escupefuego irrumpieron por la parte superior del escudo protector, y la púa de la nariz de Escupefuego se estrelló en el blanco vientre del dragón oscuro con violencia. Escupefuego se vio proyectado hacia atrás, pero el dragón oscuro pareció no molestarse más que si lo hubiera picado una diminuta avispa. Escupefuego se recuperó enseguida y estornudó nervioso. Estaba en una edad en que, en la Antigüedad, cuando el mundo estaba lleno de dragones, habría estado esperando su primera lucha. En aquellos días, la comunidad de los dragones no lo habría considerado un adulto hasta que no hubiera combatido contra otro dragón, y lo hubiera vencido. Y de este modo, en lo más hondo de su mente de dragón, Escupefuego deseaba el combate.
Y también el piloto del dragón oscuro. Merrin se inclinó entre las erizadas púas, con los ojos desorbitados de emoción.
—¡Te pillaré, oruga! —gritó, usando un insulto muy popular que se usaba en el Castillo para los aprendices.
—¡Ni lo sueñes, cara de rata!
Merrin apuntó a Septimus con el índice izquierdo como si fuera una pistola.
—Estás muerto. Y tu dragón de juguete también. ¡Sí!
A modo de respuesta, Septimus y Escupefuego pasaron tan deprisa ante el dragón oscuro que no le dio tiempo a entender lo que estaba ocurriendo. Pasaron tan cerca, que Septimus pudo distinguir las espinillas de Merrin en su cara pálida y la mirada de odio en sus ojos, que le impresionó más que el primer plano del dragón oscuro. Mientras Escupefuego volaba como un rayo ante ellos, Septimus le hizo un gesto muy grosero a Merrin. Dejó una retahila de obscenidades flotando dentro la niebla oscura.
Septimus y Escupefuego se detuvieron en el mismo límite del dominio oscuro y miraron hacia atrás. Muy por debajo de ellos, en el fondo del cristalino túnel de aire que su estela había creado, vieron la enorme masa del dragón oscuro. Detrás podían ver el debilitado fulgor mágico azul y púrpura de la torre, que cambiaba despacio a un rojo apagado.
Mientras sobrevolaban el oscuro dominio, suspendidos entre las estrellas, arriba, y el manto de silencio, abajo, una sensación de quietud se apoderó de Septimus y su dragón, y juntos entraron en un estado muy buscado por los improntadores de dragones, pero raras veces conseguido. En los manuales de dragones se le llama sincronía (véase Draxx, página 1.141). El dragón y el improntador se convierten en uno, piensan y actúan en perfecta armonía. Se quedaron suspendidos por un momento en el límite del dominio oscuro y bajaron la mirada hacia el dragón oscuro que, mucho más abajo, seguía la estela que habían dejado en la niebla. Sabían que debían usar la línea de visión mientras aún la tuvieran.
De repente, se inclinaron hacia adelante y se lanzaron en picado. Septimus se pegó a la amplia y plana púa que tenía delante de él y se quedó encajado allí, muy emocionado, mientras surcaba el aire. Bajaban en picado como una bala cayendo hacia la tierra, y vieron a Merrin que miraba hacia arriba, gritaba y espoleaba a su dragón. En un movimiento maravillosamente controlado, la sincronizada pareja desaceleró, descendió en picado hacia la izquierda y se dirigió hacia el par de alas trasero del dragón oscuro. La púa nasal las desgarró. En medio de una lluvia de huesos de ala astillados y pliegues de hedionda piel aleteante, salieron disparados hacia el otro lado, viraron en redondo y se detuvieron a contemplar su obra.
El dragón oscuro caía descontrolado. Los gritos de terror de su piloto eran absorbidos por la niebla y catapultados hacia abajo, hacia la Torre del Mago. Con un estruendo sordo, el dragón oscuro chocó contra el escudo protector, proyectando chispas de magia en el aire y arrancando una cadena de luces rojas de peligro que ondulaban hacia el suelo como un rayo.
Agitando la cola y batiendo con frenesí las cuatro alas intactas, el dragón oscuro rebotó en el escudo protector y cayó hacia los tejados de las casas que daban al patio de la Torre del Mago. Los sincronizados observaban triunfantes. Ni en sueños habrían pensado que resultaría tan fácil librarse del dragón oscuro.
Y no lo era. Cuatro alas bastan para que vuele un dragón, incluso uno tan pesado y torpe como la gran bestia que Merrin había engendrado. En medio de una lluvia de cañones de chimeneas y tejas, el dragón se enderezó, se posó durante un momento en un tejado y, mientras las vigas del techo cedían bajo su peso, se elevó en el aire y sus seis ojos se fijaron en Escupefuego. Al instante, el dragón oscuro se lanzaba directamente hacia ellos, con la boca muy abierta, revelando tres filas de largos y tupidos dientes, afilados como agujas.
Ellos esperaron, desafiando al dragón a acercarse peligrosamente. Y cuando estuvo lo bastante cerca pudieron ver las pequeñas pupilas negras de los seis ojos rojos (aunque no las del piloto, que tenía los ojos muy cerrados). Se dirigieron veloces hacia la cola del monstruo colocándose en el ángulo muerto de diez grados, se lanzaron como una flecha bajo el vientre blanco y luego volaron hacia arriba hasta colocarse ante la cabeza cuadrada, que aún miraba hacia arriba preguntándose dónde habían ido. Y entonces le golpearon fuerte en el hocico con la púa de la cola. ¡Toma! El hocico de los dragones es un punto muy sensible, y un rugido de dolor los siguió mientras se ponían fuera de su alcance.
—¡Me las pagarás por esto! —oyeron a Merrin gritar mientras volaban a toda velocidad a su alrededor en un estrecho círculo fuera de su alcance.
—¡Ya te gustaría! —gritaron ellos.
Y así tentaron al dragón oscuro y a su piloto: bajando en picado, volando en círculos alrededor de él, escabulléndose fuera de su vista solo para reaparecer en la dirección opuesta en la que los buscaba el dragón. Aterrizaron derrapando con la cola. Hundieron la púa nasal en el bajo vientre del dragón oscuro. Incluso alcanzaron las puntas de otro par de alas en una corta ráfaga de fuego que consiguieron sacar con el estómago vacío. El dragón oscuro respondía a todos sus movimientos, pero unos cinco segundos demasiado tarde. Solían pillarlo respondiendo al último ataque cuando ya el siguiente había empezado, y enseguida el monstruo aullaba de furia y frustración y su piloto gemía de terror.
Al cabo de algunos minutos, jadeantes y zumbando de emoción, atravesaron la niebla oscura para hacer una breve consulta. Sobrevolando el mismo borde de la cúpula del dominio oscuro, disuelto por la brisa, respiraron el fresco aire de la noche que no estaba contaminado por la oscuridad. Por encima de ellos destellaba el polvo de estrellas, y por debajo las volutas de la niebla ondeaban como un alga en una corriente oceánica. Estaban pletóricos, se sentían en la cima del mundo.
Pero mucho más abajo el dragón oscuro aún acechaba. Decidieron que era hora de atraer al monstruo fuera de su dominio. Se imaginaron que el dragón estaba ahora tan rabioso por pillarlos que los seguiría sin pensarlo a cualquier parte. Respiraron hondo en el aire limpio y luego se zambulleron en la niebla una vez más. Vieron los seis resplandecientes puntitos rojos de los ojos de su presa y se dirigieron directamente hacia ellos.
Cuidándose de que el dragón oscuro los tuviera siempre en su línea de visión, iniciaron un juego de persecuciones con Merrin y su monstruo, aventurándose tentadoramente cerca de los ataques de sus garras de cimitarra, pero nunca lo bastante para permitir que los alcanzara. Una o dos veces las garras pasaron demasiado cerca para sentirse cómodos, y sintieron el aire agitar sus cabellos mientras las hojas pasaban por encima de su cabeza. Y así, provocándolo e incitándolo, eludiendo y fintando como un consumado espadachín, atrajeron al dragón oscuro hacia arriba, sin que su lloriqueante piloto opusiera resistencia.
Salieron disparados de la niebla oscura como una bala. Concentrado solo en la tentadora púa de su cola, que estaba a menos de un ala de distancia de su púa nasal, el dragón oscuro los siguió. Chocó con el aire fresco y límpido como con un muro. Sorprendido, se paró en seco. Por primera vez en su corta y fea vida carecía de la red de seguridad que le proporcionaba la oscuridad, no había nada más que el frío río negro fluyendo debajo. El piloto abrió los ojos, miró hacia abajo y se puso a chillar.
Notando que sus poderes empezaban a flaquear, el dragón oscuro echó hacia atrás la cabeza y bramó de dolor. Liberado del efecto amortiguador del dominio oscuro, el ruido fue terrible y ensordecedor. Resonó por todo el campo e hizo que la gente de muchas millas a la redonda se tapara con las mantas de su cama. Más abajo, en el salón de Té y Cervecería de Sally Mullin, Sarah Heap y Sally Mullin miraban ansiosamente el cielo nocturno.
—¡Ay, Sally! —susurró Sarah—, Es tan horrible…
Sally abrazó a Sarah. No se veía nada.
Fuera, junto al recién llegado Annie, Simón Heap paseaba por el pontón con Marcellus Pye. Simón había estado contándole a Marcellus que había decidido entrar en el Castillo. Tenía mucho que ofrecer, mucho conocimiento de la oscuridad. Al menos tendría la oportunidad de usarlo para el bien, y eso era lo que pretendía hacer, pero Marcellus no había escuchado ni una palabra de lo que Simón había dicho. La imagen de la última vez que había visto a Septimus, en el pequeño bote dando vueltas en el remolino, le había impresionado mucho; se repetía una y otra vez en su cabeza, y no podía dejar de pensar en ello. Cuanto más lo pensaba, más dudaba Marcellus de que Septimus hubiera sobrevivido. Había conducido a su querido aprendiz a la muerte. Se sentía profundamente desgraciado.
El rugido del dragón oscuro cortó el hilo de sus pensamientos. Marcellus levantó la cabeza para ver a Escupefuego iluminado por las luces brillantes del Salón de Té y Cervecería de Sally Mullin, descendiendo del cielo de la noche. El dragón había venido para vengarse, y a Marcellus no le importaba. Lo tenía merecido.
Sally Mullin vio a Marcellus mirando hacia el cielo.
—Hay algo ahí arriba —susurró.
—Me gustaría que Simón entrara —dijo Sarah—, Me gustaría…
Pero justo entonces, Sarah deseó demasiadas cosas para empezar siquiera a hacer una lista, aunque en el primer puesto figuraba el deseo de volver a ver a Septimus. Para apartar de su mente los centenares de cosas horribles que Sarah había imaginado que podían haberle pasado a Septimus, observó a Marcellus.
—Ese Marcellus es un poco histriónico, ¿no te parece? —susurró Sally con malicia, intentando animar a Sarah.
Justo entonces, Marcellus parecía bastante histriónico. La luz de los faroles de la larga línea de ventanas de Sally se reflejó en los adornos de oro de su capa cuando levantó los brazos en el aire con las manos extendidas. Vieron que de repente se daba la vuelta y le gritaba algo a Simón, que llegó corriendo.
—¿Qué pasa? —murmuró Sally—, ¡Oh! ¡Oh, santo cielo! ¡Sarah! ¡Sarah! Es tu Septimus. ¡Mira!
Sarah lanzó una exclamación. Precipitándose hacia el río y —Sarah estaba convencida— a una muerte segura, su hijo menor se hallaba a lomos de su dragón. Y cuando vio la horrible forma del monstruo oscuro que los perseguía, Sarah gritó tan fuerte que casi dejó sorda a Sally. Sarah y Sally observaban al dragón oscuro bajar en picado como un halcón persiguiendo a un gorrioncillo, sacando las afiladas garras y presto para agarrarlos, y cuando vio que se acercaba tanto a Escupefuego que estaba a punto de desgarrar al dragón y a su jinete en pedacitos, Sarah no pudo soportarlo más, lanzó un grito de desesperación y enterró la cabeza entre las manos.
A unos pocos metros de la superficie del río, el par de sincronizados, de súbito, tal como habían planeado, cambiaron de trayectoria, pero en el momento en que aminoraron el vuelo, la garra más larga del pie izquierdo del dragón oscuro entró en contacto con la cabeza de Escupefuego. Sally reprimió un grito; no le habría hecho ningún bien a Sarah en aquel momento. Observó a Escupefuego retroceder, batiendo frenéticamente las alas en el aire. Unos segundos más tarde, una enorme columna de agua se levantó en el aire.
El dragón oscuro había golpeado la superficie y se había hundido como si fuera una casa.
Sally Mullin lanzó un grito de emoción.
—Ya puedes mirar —le dijo a Sarah mientras Escupefuego volaba hacia atrás algo tembloroso, justo por encima de la superficie del río—. Están bien.
Sarah rompió a llorar. Todo aquello había sido demasiado para ella.
Sally consoló a su amiga mientras mantenía un ojo pendiente de los acontecimientos. Cuando vio a Septimus saltar en mitad del río de aguas bravas, decidió de inmediato no contárselo a Sarah.
El agua helada le cortó la respiración. Septimus nadó con rápidas brazadas hacia Merrin, que movía los brazos en el agua.
—¡Socorro! ¡Socorro! ¡No sé nadar! ¡Socorro! —gritaba.
Aquello no era del todo verdad, pues Merrin podía nadar al estilo perrito unos cuantos metros, aunque aquello no iba a bastarle para alejarse del peligro que suponía quedarse en medio del río.
Septimus era un buen nadador y, después de las maniobras nocturnas del ejército joven, no le asustaba nadar en el río. Agarró a Merrin alrededor del pecho desde atrás y empezó a nadar despacio hacia la seguridad que les brindaba el pontón de Sally Mullin. Por encima de él, Escupefuego, al que le goteaba sangre de una herida que tenía en lo alto de la cabeza, volaba nervioso en círculos, hasta que Septimus le dio instrucciones de aterrizar en las anchas piedras del Muelle Nuevo. La corriente del río se estaba llevando a Septimus más allá del pontón de Sally Mullin, pero sabía muy bien que no podía luchar contra la corriente, así que nadó en diagonal, siempre en dirección hacia la orilla, con Merrin como un peso muerto en sus brazos.
Simón los miraba angustiado. Pensó que, en otro tiempo no muy lejano, le habría encantado ver a su hermano pequeño luchando contra las heladas aguas del río, y se avergonzó de su antiguo ser. Vio adonde estaba llevando la corriente a Septimus y a su carga, y entonces decidió dirigirse hacia el siguiente punto donde le resultaría fácil recalar, el Muelle Nuevo, en el que Escupefuego acababa de aterrizar. Mientras Simón corría por el camino, oyó un grito procedente del río seguido de un chapoteo desesperado. Corrió hacia el muelle y vio a Septimus luchando con Merrin a unos metros de distancia, la distancia exacta, de hecho, que Merrin podía nadar.
Merrin parecía milagrosamente recuperado y ahora hundía a Septimus en el agua. Septimus se debatía, pero el delicado tejido de su disfraz oscuro estaba rasgado y roto, y no era rival para el anillo de las dos caras, cuya fuerza se multiplicaba por diez en un intento de asesinato. Mientras Merrin hundía otra vez debajo del agua a Septimus, que escupía agua y forcejeaba, Simón se lanzó al río.
Con el poder del anillo de las dos caras y el propio Merrin totalmente entregado a ahogar a Septimus, el puñetazo de Simón en la cabeza de Merrin, al viejo estilo, tuvo el efecto deseado. Merrin soltó a Septimus, tragó una buena cantidad de agua y empezó a hundirse lentamente. Septimus miró a su res-catador, conmocionado.
—¿Estás bien? —preguntó Simón.
Septimus asintió.
—Sí, gracias, Simón.
Merrin hizo un ruido gorgoteante y se hundió en el agua.
—Iré a buscarlo —exclamó Simón mientras le castañeteaban los dientes, pues el agua helada empezaba a hacer efecto en su cuerpo—. Ve a los escalones.
Pero Septimus no confiaba en Merrin. Nadó al lado de Simón mientras remolcaba a Merrin y, cuando llegaron al Muelle Nuevo, Septimus ayudó a sacar a Merrin del agua y a subir los escalones. Tumbaron a Merrin boca abajo sobre las piedras como si fuera un pez muerto.
—Tenemos que sacarle el agua —dijo Simón—, He visto hacerlo en el Puerto.
Se arrodilló al lado de Merrin, colocó las manos en las costillas del muchacho y empezó a empujar con cuidado pero con firmeza. Merrin tosió un poco, luego volvió a toser, resopló y de repente vomitó una gran cantidad de agua del río. Algo tintineó sobre una piedra. A los pies de Septimus, cayó un pequeño disco plateado con un tachón elevado en el centro. Procurando no pensar en su procedencia, Septimus lo cogió. Pesaba en su mano y centelleaba a la luz de la única antorcha que ardía en el muelle.
—Le debe de haber dolido al tragárselo —dijo.
Sin embargo, a Simón no le sorprendía. Cuando Merrin fue su asistente en el Observatorio, se había tragado una gran variedad de objetos metálicos, pero aquella era una época de su vida que Simón no quería recordar, ni quería que Septimus recordara, así que no dijo nada.
A sus pies, Merrin se removió.
—Devuélvemelo —gimió débilmente—. Es mío.
Septimus y Simón no le hicieron ningún caso.
Simón miraba fijamente el disco que Septimus tenía en la palma de la mano.
—¡Es el código emparejado! —dijo emocionado—. Debemos llevárselo a Marcia de inmediato.
A Septimus no le gustó como sonaba eso de «debemos».
—Yo lo llevaré —dijo metiéndose el disco en el cinturón de aprendiz.
—Pero yo sé cómo usarlo —protestó Simón.
Septimus no le hizo caso.
—Marcia también —dijo.
—¿Cómo va a saber? No sabe por dónde empezar. —Simón parecía desesperado.
—Claro que sí —le espetó Septimus.
El sonido de unos pies que se acercaban a la carrera acabó con la discusión. Sarah, Sally y Marcellus bajaban corriendo hacia el Muelle Nuevo. Como no quería verse envuelto en un reencuentro que lo distrajera en aquel preciso momento, Septimus los saludó deprisa con la mano, se hizo con el código emparejado y corrió hacia Escupefuego, que tenía un aspecto triunfal. Había ganado su primera pelea. Ahora era un dragón adulto, hecho y derecho.
Al cabo de unos segundos, Septimus y Escupefuego estaban ya en el aire. Gotas de sangre de dragón fueron señalando el rumbo de su vuelo por todo el camino hacia la Torre del Mago.
La sensación de frustración dejó a Simón sin habla, mientras observaba a Escupefuego y a su piloto desaparecer por encima de la niebla oscura.
—Simón —Sarah le tocó el brazo—. Simón, cariño, estás helado. Ven adentro. Sally tiene el fuego encendido.
Simón se sintió agradecido de que ni siquiera mencionara a Septimus. Miró a su madre, que también estaba temblando a pesar de que una de las mantas de Sally cubría sus hombros. Sintió pena por ella, pero precisamente ahora no podía hacer nada… salvo lo que estaba a punto de hacer.
—Lo siento, mamá —dijo con ternura—. No puedo. Tengo que irme. Vuelve tú con Sally. Dile a Lucy que yo… os veré a todos más tarde.
Y se alejó a paso ligero, a grandes zancadas, por el trillado camino hacia la Puerta Sur.
Sarah lo miró sin protestar, lo cual preocupó a Sally. Sarah parecía derrotada, pensó. Sally acompañó a su amiga dentro del café y la sentó junto al fuego. Lucy, Rupert y Maggie se situaron a su alrededor, pero Sarah ni se movió ni dijo una palabra durante el resto de la noche.
Marcellus Pye metió a Merrin, tiritando y empapado, en uno de los barracones más deprimentes y sin ventanas, con un montón de mantas secas. Mientras se disponía a cerrar la puerta con llave, su prisionero lo miró desafiante.
—¡Pri… pringado! —escupió Merrin con la nariz goteando, pues el resfriado había vuelto con más saña—. Tu es… estúpida llavecita no me encerrará aquí. —Movió el pulgar izquierdo hacia Marcellus. Las caras verdes de su anillo de las dos caras despedían un fulgor maligno—. El… el que lleva esto es indestructible. ¡Achís! Yo lo llevo, por lo tanto, soy indestructible. Puedo hacer lo que me dé la gana. ¡Pringado!
Marcellus no se dignó responder. Cerró la puerta y echó la llave. Miró la delgada y ligera llave de Sally y pensó que, incluso sin el poder del anillo de las dos caras, era probable que Merrin pudiera salir, pero por el momento, helado de frío y con el susto de haber estado a punto de ahogarse, no creyó que Merrin fuera capaz de hacer nada.
Marcellus hizo guardia en el helado sendero del exterior del barracón, paseando de un lado a otro para mantenerse en calor, chasqueando los zapatos contra el helado suelo. Una y otra vez recordaba las desafiantes palabras de Merrin. A diferencia de muchas de las cosas que Merrin había dicho, aquello era cierto. Mientras llevara el anillo, Marcellus sabía que Merrin era indestructible, y libre para crear el caos. En la mente de Marcellus no cabía la menor duda de que, mientras Merrin llevara el anillo, el Castillo y todos los que vivían en él corrían grave peligro.
Marcellus pensó en el muchacho tembloroso y moqueando solo en el barracón. Sintió un poco de lástima, pero la hizo a un lado de inmediato. Se obligó a recordar el centelleo del anillo de las dos caras en el pulgar ostentoso, y supo que en cuanto Merrin se recuperase buscaría venganza. No había tiempo que perder, tenía que hacer algo. Rápido. Ya.
Marcellus subió deprisa los escalones que llevaban al salón de té y cervecería. Se preguntó si Sally tendría afilados los cuchillos de la cocina…