Dragones
—Hace un día tan maravilloso ahí fuera…
La voz de la Bruja Madre se propagaba como el sonido de una campana en la oscuridad. Desde el escondite de la cabaña de contabilidad de la Milla de los Fabricantes, Jenna, Septimus y Nicko observaban las cinco sombrías figuras del Aquelarre de Brujas del Puerto pasear, tan desenfadadas como si hubieran salido a pasear en un día de verano. Una figura algo menos desenfadada —Nursie bajo una manta oscura— correteaba tras ellas.
—Ahí va tu Aquelarre —susurró Septimus.
—Para ya, Sep —dijo Jenna entre dientes.
Al ver las cinco sombras deformes pasar, recordó lo asustada que había estado en el Vertedero del Destino. De repente, se sintió un poco menos apegada a su capa de bruja al ver a las brujas desaparecer con descaro por la Vía Ceremonial.
Jenna, Septimus y Nicko esperaban a Escupefuego. Habían elegido un lugar fuera de la vía donde al dragón le resultara fácil aterrizar. Alther se había ido a buscar a Escupefuego; había prometido volver lo antes posible, pero todos sabían que había infinidad de cosas que podían torcerse. En la cabaña de contabilidad los minutos parecían horas, y en el instante en que vieron sobrevolar la sombra del dragón tuvieron la sensación de que había pasado una eternidad. Nadie, ni por un segundo, pensó que se tratase de Escupefuego.
Tan diferente del elegante vuelo de Escupefuego, el dragón oscuro de seis alas descendió con torpeza a través de la niebla y, después de tres intentos, aterrizó dándose un topetazo en el círculo elevado que marcaba el centro de la Milla de los Fabricantes. Sacudió la cabaña de contabilidad hasta los cimientos.
Jenna, Septimus y Nicko se escondieron en las profundidades de la cabaña, convencidos de que el dragón sabía que estaban allí. El frenético batir de alas durante los intentos de aterrizaje habían despejado la niebla y pudieron ver al dragón oscuro con temible claridad. Su enorme tamaño supuso la primera conmoción: hacía que Escupefuego pareciera una delicada libélula. El dragón se agachó con poca elegancia, cambiando su peso de una de sus patas como un tronco de árbol a otra, mientras una blanca lengua bífida salía y entraba de la roja abertura de su boca. Sacudió la cabeza llena de bultos, puso los ojos en blanco —los seis— y miró a su alrededor. Tenía los ojos dispuestos de tal forma que le permitían una visión de trescientos sesenta grados; el único punto ciego, de diez grados, era una nimiedad comparado con el punto ciego de un dragón común, que era de noventa grados. Los ojos que todo lo veían giraban como brillantes bolas rojas, mientras el dragón supervisaba los destartalados restos del mercado. Las afiladas púas sobresalían como anzuelos a lo largo de toda su espalda, y sus cuatro enormes pies tenían espolones negros curvos en forma de cimitarra, y tan afilados como dicha espada. Era una visión espeluznante, pero lo más horrible de todo era que uno de los espolones había desgarrado un trozo de tela azul que tenía algo rojo y carnoso pegado. Jenna se tapó la cara con las manos. Aquello, pensó Jenna, había sido parte de alguien, un morador del Castillo, alguien como ella.
Septimus le dio un brusco codazo que la obligó a levantar otra vez la mirada.
—Mira —susurró Septimus—. Delante de la púa del piloto. ¡Hay alguien ahí!
La púa del piloto del dragón oscuro era, como la de Escupefuego, la más alta de todas, pero, a diferencia de esta, que era maciza y recta, con una punta redondeada, la de aquel se curvaba hacia adelante como una espina afiladísima en el extremo. En el hueco del piloto se sentaba una figura ataviada con unos mugrientos ropajes de escriba. Jenna sabía perfectamente quién era.
—Merrin Meredith —susurró.
—Sí —dijo Septimus—. Ahora va en serio, ¿verdad? Ya no es solo una molesta y pequeña garrapata, ahora va en serio.
—No puedo creerlo —exclamó Jenna en voz baja—. Es tan patético, pero es él quien ha provocado todo esto.
—Es la oscuridad, Jen. Ha conseguido el anillo y ahora tiene su poder. Y es tan estúpido que no le importa lo que hace con él. Solo quiere destruirlo todo.
—A ti en particular.
—¿A mí?
—Dice Beetle que estuvo despotricando contra ti, Sep. Ya sabes que él fue Septimus Heap antes que tú. Ahora va a por ti. Luego podrá ser Septimus Heap, con un dragón diez veces mejor.
—Sí, Bueno, tiene un dragón diez veces más grande, de eso no cabe duda.
—Pero no es mejor.
—¡Ni en pintura! Escupefuego es el mejor.
De repente, el dragón oscuro levantó las seis alas y las bajó muy deprisa; una fuerte corriente de aire barrió la cabaña de contabilidad junto con un hedor que casi echa de espaldas a sus ocupantes. El dragón movió los pies con torpeza y empezó a bajar pesadamente por la Vía Ceremonial, alzando y bajando las alas como velas negras. Observaron cómo se marchaba, cada vez más deprisa, hasta que llegó a las verjas de Palacio, donde por fin despegó, se elevó despacio en la niebla y desapareció en la noche.
—Fiuuu —respiró Nicko— Se ha ido.
—Tenía tanto miedo de que Escupefuego viniera mientras esa cosa estaba aquí —confesó Jenna en un susurro.
Septimus asintió. El también había temido que acudiera, aunque ni siquiera se había atrevido a pensarlo. Creía lo que tía Zelda siempre decía: «La idea es la semilla del acto».
Pero al cabo de unos minutos, sucedió lo que Septimus no había ni imaginado: el dragón oscuro volvió. Aterrizó con un topetazo, la cabaña de contabilidad se estremeció, los ojos rojos giraron y todo el mundo contuvo la respiración. Y luego, una vez más giró y con gran torpeza y pesadez se dirigió hacia la vía Ceremonial, hasta que por fin alzó el vuelo. El dragón oscuro regresó tres veces más, y en cada una de ellas los ocupantes de la cabaña de contabilidad rezaron para que Escupefuego no eligiera aquel momento para presentarse allí. Cada vez estaban más asustados, convencidos de que el dragón sabía que estaban allí; ¿por qué, si no, seguía regresando? Hasta la tercera vez, cuando el dragón fue más diestro en el despegue, Jenna no se percató de lo que estaba pasando.
—Está practicando —anunció en un suspiro—. Es el único espacio en el Castillo donde un dragón de ese tamaño puede aterrizar y despegar.
Y todos sabían para que estaba practicando ese dragón: para el asalto a la Torre del Mago.
Unos minutos después de que el dragón oscuro despegase por cuarta vez, la forma más pequeña, más delicada e infinitamente mejor recibida de las dos alas de Escupefuego llegó a través de la niebla, precedida por la figura de Alther, que descendía con los brazos extendidos, tal como a él le gustaba volar.
Escupefuego aterrizó con ligereza en el mismo lugar que acababa de dejar vacante el dragón oscuro. Olisqueó el aire con una sensación de inquietud, como un gato oliendo la montaña de caca que un león hubiera dejado fuera de su gatera. Y antes de darse cuenta, tres figuras corrían hacia él, una era su piloto. Escupefuego se sintió aliviado. Había sido una pesadilla volar con la de púrpura. Ahora ella descendería y dejaría que su piloto ocupara el lugar que le correspondía.
Sin embargo, la de púrpura no se bajó.
Por muy contento que estuviera de volver a ver a Marcia, Septimus no estaba preparado para dejarla pilotar a Escupe-fuego. Necesitaban alejarse rápidamente, y dudaba de su capacidad para hacerlo. Lo dejó claro al instante.
—¡Baja de ahí! —gritó a través de la pesada niebla oscura.
—¡Date prisa, Marcia —dijo Alther, que compartía la opinión de Septimus sobre las dotes de Marcia como piloto—. ¡Bájate y deja que el piloto vuele en su dragón!
—Estoy bajándome, se me ha enredado la capa en estas estúpidas púas…
Septimus cambiaba el peso de su cuerpo de un pie a otro con impaciencia. Tiró de la capa inversa para liberarla de una pequeña púa y Marcia descendió. Sorprendió a Septimus con un fortísimo abrazo, le ayudó a sentarse delante de la púa del piloto y luego ocupó el lugar de Jenna detrás de él, en el asiento del navegante. Jenna contuvo su irritación —aquel no era el momento ni el lugar para discutir sobre dónde se sentaba—, y Nicko y ella se apretujaron detrás de Marcia.
Septimus hizo subir deprisa a Escupefuego, mientras Alther mantenía su ritmo a su lado. Marcia le dio un golpecito a Septimus en el hombro.
—¡Manuscriptorium! —gritó en el aire cristalino creado por el batir de alas de Escupefuego.
Septimus quería llevar a Escupefuego fuera de peligro. Bajo ningún concepto quería volar al Manuscriptorium.
—¿Por qué? —gritó.
—¡Código! Merrin Meredith.
—¿El codo de Merrin Meredith?
—El codo no, ¡el código! El código emparejado. ¡Lo tiene él! ¡Está en el Manuscriptorium!
Ahora lo entendía.
—¡No está allí! —gritó. En aquel preciso instante una enorme sombra sobrevoló sus cabezas, acompañada por una fétida ráfaga de aire—, ¡Está ahí arriba!
Todos miraron hacia arriba. La estela del dragón oscuro escampó la niebla lo bastante para que pudieran ver sus feroces espolones, negros y sanguinolentos contra la blancura de su vientre. Por primera vez, Septimus oyó a Marcia decir una palabrota muy gorda.
—Voy a hacer que Escupefuego persiga a esa cosa —dijo Marcia—. Cogeré a Merrin Meredith aunque sea lo último que haga en mi vida.
Septimus pensó que probablemente así sería.
—Septimus, lleva a Escupefuego de vuelta a la Torre del Mago ahora mismo. Aterriza en la plataforma del dragón. Vosotros tres podéis bajaros.
Septimus no tenía la menor intención de bajarse de su dragón, pero tuvo la prudencia de no ponerse a discutir en aquel momento. Hizo girar a Escupefuego y se dirigió hacia la Torre del Mago. Escupefuego pasó como una flecha por la juntura y los condujo dentro del brillante y zumbante aire mágico que rodeaba la Torre del Mago. Aterrizó a la perfección en la cornisa del dragón.
—Esperad aquí, abriré la ventana —dijo Marcia, descendiendo del asiento del navegante.
Acompañó a Jenna y a Nicko adentro y esperó con impaciencia a que Septimus le cediera su plaza en el hueco del piloto.
—Date prisa, Septimus, déjame subir.
Septimus no se movió.
—Septimus bájate, te lo ordeno.
—Y yo me niego —dijo Septimus—. Yo iré a por él.
—No, Septimus. Bájate ahora mismo.
Podían haberse quedado en aquel punto muerto durante horas de no haber sido por las luces anaranjadas de aviso que subían y bajaban fuera del escudo protector, y que de repente dejaron de destellar.
Marcia lanzó una exclamación.
—¡El escudo protector está fallando! ¡Septimus bájate de una vez!
La capa azul y púrpura del escudo protector empezaba a adquirir un tono apagado y rojizo. En lo alto, un movimiento captó la atención de Septimus: volutas de niebla oscura empezaban a filtrarse por la juntura. De repente una gran garra negra y curva bajaba por la brecha.
Septimus supo lo que tenía que hacer.
—¡Arriba, Escupefuego! —dijo—. ¡Arriba!
Antes de que Marcia pudiera hacer nada para impedírselo, piloto y dragón levantaron el vuelo hacia el apagado fulgor de la magia que empezaba a fallar: iban a encontrase con otro dragón y otro piloto.