La Torre del mago
La aprendiza de la enfermería llamó tímidamente a la gran puerta púrpura que custodiaba las habitaciones de Marcia. La puerta estaba en alerta máxima. No reconoció a Rose, así que permaneció firmemente cerrada y tuvo que ser la propia Marcia quien dejara entrar a Rose. La chica estaba sobrecogida al encontrarse en las dependencias de la maga extraordinaria y, por un momento, olvidó lo que había ido a decir.
—¿Sí? —preguntó Marcia con nerviosismo.
—Hummm… disculpe, señora Overstrand, la maga de guardia dice que no podemos hacer nada más. Con todo respeto, le propone devolverle a la paciente lo antes que usted pueda.
Marcia suspiró. Aquello no le hacía ninguna falta.
—Gracias, Rose. ¿Serías tan amable de decirle a la maga de guardia que la recogeré cuando acabe con mis obligaciones?
Al cabo de unos minutos, Marcia salió de sus dependencias y se dispuso a bajar las escaleras, que ahora estaban en modo permanente de ahorro de energía. Decidida a subir los ánimos de los magos, Marcia pasó por la Torre del Mago como una exhalación. Para que el escudo de seguridad viviente se mantuviera activo ante el ataque continuado de la oscuridad, necesitaba que todos los magos se concentrasen en su magia. Los frecuentes destellos de luz anaranjada que salían por las ventanas eran un recordatorio constante de que la energía mágica se estaba agotando. Marcia no estaba segura de que la torre pudiera aguantar mucho más, y temía que la mayoría de los magos sintieran lo mismo que ella, pero tenía que hacerles creer que era posible resistir.
Mientras iba por ahí dando ánimos, Marcia notó que el aire empezaba a zumbar lleno de magia otra vez. Era tonificante, como cuando uno pasea después de una tormenta y el aire está tan fresco que casi se puede sentir un hormigueo electrizante y la brisa transporta débiles partículas de lluvia depositada en las copas de los árboles. Atrás habían quedado los chismorreos, las discusiones triviales y las rivalidades insignificantes que siempre bullían por debajo de la superficie de la Torre del Mago, ahora todo el mundo trabajaba en equipo.
Marcia se desplazó rauda por la torre. La mayoría de magos y aprendices preferían estar en un lugar público del edificio; pocos querían estar solos en semejante ocasión. Estaban dispersos, cada uno centrándose en la magia como mejor podía. Muchos paseaban por el gran vestíbulo, murmurando en silencio para sus adentros, de modo que un decidido murmullo se alzaba a través de la torre. Otros se sentaban junto a una ventana y contemplaban con interés las luces índigo y púrpura del escudo de seguridad, intentando no torcer el gesto cuando un destello anaranjado los perturbaba.
Tras asegurarse de que se había dejado ver por la mayor cantidad de magos que pudo, Marcia tomó la escalera hacia la enfermería. Primero entró en la cámara de desencantamiento para ver a Syrah Syara. Marcia se quedó un momento despidiéndose en silencio, por si acaso. Sabía que Syrah, aún sumida profundamente en el desencantamiento, no sobreviviría mucho tiempo si el dominio oscuro entraba en la torre.
Marcia salió de allí temblorosa y fue a encontrarse con Jillie Djinn, que la aguardaba en la mesa de la maga de guardia como un paquete en objetos perdidos.
—La maga de guardia le envía sus disculpas, pero acaban de llamarla para una emergencia —dijo Rose, que sacó un libro de contabilidad de debajo de la mesa—, Ejem, señora Overstrand, ¿le importaría firmar para la devolución de la jefa de los escribas herméticos, por favor?
Marcia firmó con poco entusiasmo la devolución de Jillie Djinn.
—La señorita Djinn ya está preparada para marcharse —dijo Rose.
—Gracias, Rose. La llevaré arriba.
Marcia subía despacio al piso superior de la Torre del Mago con Jillie Djinn siguiéndola como un perrito, y al subir se de tenía en cada planta para infundir ánimos a los magos que iba encontrando.
Cuando la gran puerta púrpura se hubo cerrado tras ella, la pose optimista de Marcia se esfumó. Sentó a Jillie Djinn en el sofá, y luego se desplomó en el taburete de Septimus al lado del fuego. Cogió una cajita de plata de la repisa de la chimenea y la abrió. Dentro estaba la mitad del código emparejado que correspondía a la Torre del Mago, un grueso y brillante disco con una hendidura circular en el centro. El disco estaba lleno de números y símbolos muy apretados; cada uno estaba unido a una línea delicadamente grabada que irradiaba desde el centro.
Marcia lo contempló durante algunos minutos, pensando qué habría ocurrido si hubiera tenido la mitad del código del Manuscriptorium. El disco de plata la provocaba. «¿Dónde está mi otra mitad?», parecía decir. Marcia luchó contra el deseo de transportarse fuera de la Torre del Mago y dar caza a Merrin Meredith; ¡cómo deseaba ponerle la mano encima! Pero la maga extraordinaria sabía que cualquier magia que quebrase el escudo de seguridad dejaría que la oscuridad entrara a espuertas, y eso sería el fin de la Torre del Mago. Estaba prisionera en su propia defensa.
Marcia levantó la mirada, furiosa, y observó a Jillie Djinn; la jefa de los escribas herméticos era, en su opinión, culpable de grave negligencia. Si no hubiera alimentado a esa serpiente de Merrin Meredith en el Manuscriptorium, nada de esto habría ocurrido. Marcia cerró la caja de plata con un ruido seco. Jorge Nido dio un brinco. Con un sonoro ronquido, el genio se volvió y se puso cómodo recostado en el mullido hombro de Jillie Djinn. La jefa de los escribas herméticos no reaccionó. Estaba sentada mirando el vacío, pálida y ausente. Un repentino destello naranja iluminó al genio y a Djinn dándoles un fantasmal aspecto de estatuas de cera.
Al verlos, una profunda sensación de desesperanza invadió a Marcia; desde la noche en que asesinaron a Alther y a la reina Cerys, no se había sentido tan sola. Se preguntó dónde andaría ahora Septimus, y se lo imaginó yaciendo en un trance oscuro en un callejón vacío de alguna parte, helándose bajo la nieve. Marcia se culpó a sí misma. Era su intransigencia la que había llevado a Septimus hasta Marcellus aquella tarde, así como un estúpido error suyo había desterrado a Alther. Y ahora iba a ser la maga extraordinaria quien perdería la Torre del Mago ante la oscuridad. Su nombre sería vilipendiado en el futuro, conocido solo como el de la última maga extraordinaria que había desaprovechado la valiosa historia y el valioso conocimiento que se reunía en su precioso espacio mágico. Marcia Overstrand, la septingentésima septuagésimo sexta maga extraordinaria; la que lo había perdido todo. Marcia dejó escapar un sonido que era una mezcla de gruñido y sollozo.
En lo alto de la Torre del Mago había una gran, y muy antigua, ventana dragón que conducía a la sala de estar de Marcia. Al otro lado de la ventana, había una gran cornisa creada para que se posaran los dragones, y que también resultaba de utilidad para que se posaran los fantasmas poco acostumbrados a hacer ejercicio. Agradecido de que, por un desafío, siendo aprendiz, se hubiera encaramado a la plataforma, una vez, y por muy poco tiempo, Alther se quedó allí mientras recuperaba las fuerzas suficientes para descomponerse y atravesar la ventana. Miró a través del cristal, pero poco pudo ver. La habitación estaba en penumbra, iluminada solo por la luz del fuego que ardía en la chimenea. Creyó ver una figura sentada junto al fuego, con la cabeza entre las manos, pero era difícil decirlo.
Al cabo de unos minutos, Alther se había recuperado lo bastante para descomponerse. Respiró hondo, bueno, hizo lo que para un fantasma equivale a respirar hondo, y atravesó la ventana del dragón.
Marcia alzó la mirada. Sus centelleantes ojos verdes se abrieron como platos y se quedó boquiabierta. No se movió.
—Marcia… —dijo Alther con mucha suavidad.
Marcia se puso en pie de un salto y lanzó un alarido, no se le puede llamar de otro modo.
—¡Alther! ¡Alther! ¡Alther! ¡Alther! ¿Eres tú? Dime, ¿eres tú?
Cruzó corriendo la habitación y, olvidándose de que Alther era un fantasma, se arrojó en sus brazos, lo atravesó y salió disparada contra la ventana del dragón.
Alther se tambaleó tras la conmoción de ser atravesado y cayó hacia atrás, junto a Marcia.
—¡Oh, Alther! —exclamó—. Lo siento mucho. No pretendía hacer eso, pero… ¡Ay, no puedo creer que estés aquí! No sabes cuánto me alegro de verte.
Alther sonrió.
—Creo que sí. Seguro que te alegras tanto como yo me alegro de verte a ti.
Arriba, en la biblioteca de la pirámide, un golpe de viento cerró el ventanuco que llevaba a los escalones de la pirámide. Marcia parecía sorprendida.
—¡Vi su cola! ¿Qué rayos está haciendo aquí arriba?
—Ponerse a salvo, supongo. Debe de haber encontrado el punto de expansión donde se encuentran los escudos protectores y se coló dentro —dijo Alther—. Supongo que es aquí donde se juntan, ¿no?
Marcia asintió.
—Últimamente no he tenido mucha suerte en eso de mantener las cosas juntas —suspiró.
—Ninguna defensa es eternamente inexpugnable, Marcia. A mí me parece que has hecho muy buen trabajo. Además, un dragón puede entrar y salir de un escudo protector de un modo que un mago le resulta imposible. —Hizo una pausa—. Siento no poder ser de más ayuda, Marcia. Septimus creía que yo podría deshacer el dominio oscuro porque, por desgracia, Merrin Meredith y yo fuimos ambos aprendices del mismo mago.
—¡Cielos, sí que lo fuisteis! Nunca había pensado en eso —dijo Marcia.
—Yo intento no pensarlo —confesó Alther—, Septimus esperaba que el aprendiz más viejo pudiera arreglar el desastre causado por el más joven, pero como yo ya no estoy vivo, las reglas no se aplican. Me gustaría que se aplicaran. —Alther suspiró y añadió—: Así que es cosa tuya, Marcia. Tu dragón aguarda, y tu aprendiz también.
—Ese pequeño indeseable…
—Sí, aunque dudo de que Merrin Meredith esté lo que se dice «esperándote»…
Pocos minutos más tarde, Marcia cerró la ventana del dragón con estruendo.
—No viene. ¡La obstinada bestia no me hace caso!
—Bueno, si el dragón no va a la maga extraordinaria, la maga extraordinaria debe ir al dragón —dijo Alther.
—¿Qué… allá arriba? ¿A la cúspide de la pirámide?
—Se puede —afirmó Alther—, te doy mi palabra. No te lo recomendaría; sin embargo, los tiempos de desesperación requieren…
—Medidas desesperadas —dijo Marcia, haciendo acopio de valor.
Al cabo de unos minutos, si alguien hubiera podido ver a través de la niebla oscura, habría observado a Marcia Overstrand subiendo, temblorosa, los escalones laterales de la Pirámide Dorada en lo alto de la Torre del Mago; el viento le levantaba la capa púrpura hacia atrás como las alas de un pájaro mientras avanzaba a través de la pelusa de magia que había debajo de las mágicas luces índigo y púrpura, siguiendo la figura más desdibujada de un fantasma —también vestido de púrpura— que la guiaba hacia un dragón posado en la plataforma cuadrada que remataba la punta de la pirámide.
En cuanto Marcia llegó hasta la cola del dragón, se cogió a una de sus púas.
—¡Te pillé! —exclamó.
Escupefuego levantó, adormilado, la cabeza y miró a su alrededor. «¡Porras —pensó—. La pesada de púrpura otra vez!» El piloto de Escupefuego nunca le había dicho que tenía que acudir cuando la de púrpura lo llamaba, pero le había dado instrucciones para que dejara que lo montase y volase sobre él. No era demasiado buena montando dragones, por lo que creía recordar Escupefuego, que se comportó de un modo muy paciente, permitió q^e Marcia trepara hasta el hueco del piloto y esperó a que es» invirtiera su capa para que le proporcionase cierta protección contra el dominio oscuro. Cuando le dijo: «Escupefuego, sigue a ese fantasma», él estiró las alas y, haciendo gala de un gran control, voló despacio hacia arriba, siguiendo a Alther, mientras el fantasma se dirigía hacia la pequeña brecha de expansión en la que confluían los cuatro escudos protectores. Al aproximarse, Escupefuego realizó una rara maniobra en flecha: plegó las alas pegándolas al cuerpo y luego, con un movimiento rápido, se puso en posición completamente vertical, dejando que Marcia usara la púa del pánico. Con el morro apuntando hacia el cielo, como una flecha en forma de dragón lanzada desde una ballesta, Escupefuego atravesó a toda velocidad la brecha de expansión sin afectarla para nada, tal como había hecho cuando se había lanzado en picado como una flecha dos días antes.
Fantasma Y dragón volaron a través de la niebla oscura, en dirección a la cabaña de contabilidad de la Milla de los Fabricantes.
Abajo, en las habitaciones de Marcia, la gran puerta púrpura reconoció a Silas Heap. Se abrió y entró Silas.
—¿Marcia? —susurró.
No hubo respuesta. El fuego parpadeó en la chimenea, proyectando entrañas sombras en la pared, las sombras de… ¿un enano? Y… alguien que sostenía una pila de donuts en equilibrio sobre la cabeza.
A Silas le dio un poco de miedo.
—Marcia… ¿estás ahí? Soy yo. He venido a ver si te encontrabas bien. Yo… bueno pensé que parecías un poco triste. Tal vez necesites compañía. ¿Marcia?
No hubo respuesta. El pájaro había volado.