La Mazmorra Número Uno
Septimus se sentó junto a la pila de huesos; se sentía mal, muy mal, muy, pero que muy mal. Pensó en Beetle, sellado en la cámara hermética, y en él mismo abandonado en los salones de la oscuridad, y supo que no había esperanza para ninguno de los dos.
Alargó las manos y miró su anillo dragón, la única compañía que le quedaba. Vio el cálido fulgor amarillo y el ojo verde de esmeralda, y pensó que era cierto; era un anillo bonito. Y de repente, cayó en la cuenta: comprendió la cháchara aparentemente sin sentido de la pequeña fantasma sobre el anillo. Llevaba el anillo dragón en la mano derecha, lo sabía. Podía notarlo en la mano derecha, en el dedo índice, donde siempre había estado. Y sin embargo, cuando se miró las manos, el anillo parecía estar en su índice de la mano izquierda. Septimus se miró las manos sin comprender. Y de súbito lo comprendió. ¡Eso era! El fantasma le estaba dando una pista: en los salones de la oscuridad todo estaba invertido, así que cuando creía que giraba a la izquierda, de hecho había estado girando a la derecha. Así que quizá Simón no le había engañado después de todo. Quizá…
Septimus se incorporó de un salto y, con renovadas esperanzas, se puso en marcha otra vez. De las tres primeras, tomó la que parecía la entrada de la derecha y se encontró en otro gran salón. Aceleró, casi corriendo, pues deseaba descubrir si en realidad aquel era el secreto para descubrir su camino hasta la Mazmorra Número Uno. Después de elegir el pasillo que aparecía a la derecha y que conducía a una pequeña arcada que pronto se dividió en dos tramos de escalera, de la cual tomó el tramo de la derecha, abrió una pesada puerta y se encontró en una enorme caverna que estaba iluminada. Grandes antorchas flameaban desde sus hornacinas talladas en las lisas paredes de la roca, iluminando las alturas del salón, y proyectando largas sombras por el liso suelo de roca. Septimus casi gritó de alegría. Ahora estaba llegando a alguna parte, lo sabía.
Mientras corría por los salones de la oscuridad, empezó a encontrarse cosas, Magogs, brujas, magos y todo tipo de criaturas deformes, y se alegró al ver a cada una de ellas. Todas y cada una pasaron por su lado y no le prestaron atención. Su disfraz oscuro aún servía para su propósito: presentaba a Septimus como algo oscuro, como si fuera uno de ellos.
Calculó que ahora debía de estar caminando por debajo del Castillo. Empezó a pasar bajo las arcadas protegidas por unos enrejados metálicos que sospechaba que conducían a entradas secretas de ciertos lugares del Castillo, entradas que ni siquiera Marcia conocía. Había un zumbido de emoción en el aire que Septimus supuso se debía a los oscuros acontecimientos que ocurrían muy por encima de él, en el propio Castillo. Se cruzó con dos magos que habían salido de la Torre del Mago con oprobio, pocos años atrás, y oyó a uno de ellos decir con emoción: «Ha llegado nuestra hora».
Y entonces, por fin, vio delante de él un pórtico. Las vetas doradas en el lapislázuli de los pilares centelleaban a la luz de las antorchas, y Septimus supo que aquel era el que le llevaría a la antecámara de la Mazmorra Número Uno. Al cabo de unos minutos, sintiéndose tan emocionado que apenas podía respirar, llegó al pórtico.
Cuando se disponía a traspasar el umbral, Tertius Fume, un entrometido que daba pavor a muchos fantasmas, le abordó, y su contacto era tan frío que le pareció que le quemaba. Septimus se detuvo con el corazón acelerado. Aquella era la prueba más dura para su disfraz oscuro hasta el momento. ¿Seguro que Tertius Fume lo reconocería?
Parecía que el fantasma no lo había reconocido. Observó a Septimus con sus penetrantes ojos caprinos.
—¿Quién eres tú? —exigió saber.
Septimus estaba preparado.
—Sum.
—¿Cómo eres?
—Oscuro.
—¿Qué eres?
—El aprendiz del aprendiz del aprendiz de DomDaniel.
Tertius Fume parecía sorprendido. Dejó de interrogarle e intentó imaginar quién era en realidad Septimus. El joven aprendiz aprovechó la confusión momentánea del fantasma y cruzó la entrada. Era probablemente la primera persona que estaba encantada de encontrarse en la gran cámara redonda recubierta de ladrillos negros, atestada de fantasmas deprimidos. Ahora, lo único que tenía que hacer era encontrar a un fantasma en concreto.
Septimus buscó por la estancia y, de pronto, sintió un vuelco en el corazón. Allí estaba Alther, sentado inmóvil sobre un banco de piedra enclavado en la pared, con los ojos cerrados.
Tertius Fume había desistido en su intento de averiguar quién era Septimus, había demasiadas posibilidades. El fantasma lo siguió al interior de la antecámara.
—¿Por qué has venido hasta aquí? —exigió saber.
Septimus hizo caso omiso de Tertius Fume y empezó a caminar hacia Alther. Tertius Fume lo siguió como una nube de tormenta, mientras Septimus hacía quiebros de un lado a otro para evitar atravesar la multitud de fantasmas. Por fin, con cierta sensación de euforia, Septimus llegó al lado de Alther. Había imaginado aquel momento muchas veces mientras viajaba por los salones de la oscuridad. Anhelaba ver la expresión de Alther cuando el fantasma levantara la mirada y viera a través de su disfraz oscuro a la persona que era en realidad, pero para su desilusión, no sucedió nada: Alther no reaccionó. Parecía como ausente, completamente ajeno a su entorno. Tenía los ojos cerrados y estaba tan quieto como una estatua de mármol. Septimus sabía que Alther había ido a algún lugar en lo más profundo de su ser.
Cumpliendo a rajatabla las instrucciones que Marcellus le había dado de que, en presencia de la oscuridad, respondiera solo las frases que habían ensayado, y con Tertius Fume merodeando por encima de su hombro, Septimus se quedó preguntándose cómo podría llegar hasta Alther. Tertius Fume resolvió su problema.
—¿Por qué has venido hasta aquí? —exigió una vez más.
—¡Busco al aprendiz de DomDaniel! —respondió Septimus en voz alta, con la esperanza de que Alther reconociera su voz.
El momento en que Alther lo reconoció fue uno de los mejores en la vida de Septimus. Alther abrió los ojos despacio, y Septimus vio que lo había reconocido, pero Alther no se movió ni un ápice. Miró de reojo a Tertius Fume y volvió a cerrar los ojos. Septimus estaba eufórico. Alther había comprendido. Alther estaba con él otra vez.
Tertius Fume no se percató de que Alther había despertado, pues estaba demasiado ocupado escudriñando al recién llegado. Había algo raro en Sum, estaba seguro, pero no podía decir qué era. El fantasma, regocijándose, le lanzó a Septimus una mirada caprina.
—Entonces, Sum, estás en el lugar equivocado —respondió—. El aprendiz de DomDaniel lo está haciendo bien, sorprendentemente bien, según he oído, arriba.
Septimus hizo una reverencia y sonrió por toda respuesta.
Tertius Fume le devolvió la reverencia de modo burlón y se alejó.
Solo entonces se sentó junto a Alther. Sabía que Tertius Fume sospechaba de él y tenía que ser rápido. Fue al grano.
—Marcia me ha dado el hechizo para revocar el destierro. He venido a ponerlo en práctica.
Miró al fantasma. Para cualquier observador, Alther permanecía imperturbable. Estaba sentado inmóvil como una estatua con los ojos cerrados, pero Septimus sabía que el fantasma estaba preparado como un gato a punto de saltar sobre su presa. Estaba preparado para marcharse de allí.
Septimus respiró hondo y, con voz monótona, empezó el hechizo de revocar. Se moría de ganas de pronunciar corriendo las palabras y acabar antes de que Tertius Fume notara lo que estaba ocurriendo, pero sabía que no debía hacerlo. El hechizo de revocar debía ser un reflejo de la forma original del destierro. Debía durar, con precisión, la misma cantidad de tiempo. Debía empezar por el final del destierro y acabar por el principio.
Cinco segundos y medio antes de que acabara la revocación, Tertius Fume por fin ató cabos. De entre una reducida lista de siete nombres, adivinó que era Septimus. Cruzó la antecámara como un rayo, atravesando a cualquier fantasma que se le puso por delante. Si no hubiera sido por un fantasma particularmente gruñón, un desafortunado albañil que se había caído a la Mazmorra Número Uno mientras reparaba el muro, Tertius Fume habría llegado al lado de Septimus a tiempo para interrumpir la revocación. Pero gracias al albañil, llegó en el momento exacto en que Septimus pronunciaba las últimas palabras: «Overstrand Marcia Yo».
Alther se puso en pie de un salto, como si tuviera un muelle. De un modo muy poco fantasmal, cogió a Septimus de la mano y se dirigieron hacia el vórtice oscuro que giraba en el mismo centro de la antecámara. Tertius Fume corrió tras ellos, pero era demasiado tarde. Septimus y Alther fueron succionados por el vórtice, pero Tertius Fume, que seguía desterrado, se vio rechazado y despedido dando vueltas por la antecámara como cualquier nuevo fantasma que acabara de caer en la Mazmorra Número Uno.
Septimus y Alther eran libres. Atravesaron juntos las capas de huesos y desesperación, salieron de golpe a través del lodo y el limo, y pasaron a toda velocidad por la chimenea de la Mazmorra Número Uno. Septimus fue impelido hacia arriba por la fuerza. Muy encima de él vio los peldaños de hierro de la escalera que debía alcanzar. Subió y subió, pero justo cuando estaba a menos de medio metro del peldaño inferior, notó que perdía ímpetu y supo que no lo alcanzaría. Empezó a caer hacia el fango del fondo de la mazmorra; el fango del que pocos escapaban. Consternado, Alther vio que la gravedad empezaba a hacer mella en Septimus.
—¡Vuela, Septimus! ¡Piensa en volar! —le instó el fantasma, sosteniéndose en el aire a su lado—, ¡Piénsalo, nótalo, hazlo! ¡Vuela!
Y de ese modo, recordando una ocasión en la que estaba en el borde de un gélido acantilado junto a un abismo, Septimus pensó en su antiguo amuleto de volar, que ahora languidecía en el fondo de un tarro en las bóvedas del Manuscriptorium, y notó que la gravedad no ejercía efecto alguno en él y recuperó la velocidad necesaria para continuar. Al cabo de un instante ya se había aferrado con la mano al frío peldaño de hierro que se encontraba al pie de la escalera, y Septimus supo que por fin estaba a salvo.
Alther seguía el ritmo de Septimus mientras subía los peldaños. Mucho más abajo, el aullido del vórtice se debilitaba a medida que él subía y ahora, por fin, podía ver la gruesa puerta de hierro en lo alto, manchada de herrumbre. Septimus se detuvo en el peldaño más alto y, agarrándose con una mano al peldaño, tanteó con la otra en el bolsillo abotonado en busca de la preciosa llave. Tardó varios largos y fatigosos minutos en desabrocharlo, pero por fin sacó la llave, se pasó el cordón alrededor de la muñeca por si acaso, la introdujo en la cerradura y la giró.
La puerta se abrió, y la niebla oscura se le vino encima de repente, pillando a Septimus desprevenido y empujándolo hacia atrás. Se habría caído si un par de fuertes brazos no lo hubieran agarrado e izado hacia arriba como si fuera un saco de patatas.
—¡Sep! ¡Estás a salvo! ¡Y tú, tío Alther! ¡Oh, los dos estáis a salvo! —la voz de Jenna sonaba distante en la niebla oscura, pero la risa y la sensación de alivio eran inconfundibles.
Septimus se sentó, apoyando la espalda contra el pequeño cono de ladrillos que remataba la Mazmorra Número Uno, estaba demasiado cansado para hacer otra cosa que no fuera sonreír. Jenna y Nicko, envueltos ambos en la voluminosa capa de bruja, lo miraban con sonrisas interrogantes. No era necesario que nadie dijera nada: volvían a estar todos juntos otra vez.
Pero Alther sí tenía algo que decir.
—Hummm —murmuró—, ¡En menudo estado lamentable habéis permitido que dejaran este viejo lugar mientras he estado fuera!