Los salones de la oscuridad
Septimus sincronizó a la perfección su disfraz oscuro. Mientras el bote entraba en el centro del remolino, murmuró: «ritsev Sum» y notó la frialdad del velo oscuro que se extendía sobre él como una segunda piel. Después de eso, las cosas no salieron tan perfectas.
Septimus era absorbido en medio del rugido del remolino, dando vueltas como los restos de un naufragio, y arrastrado hacia el interior de sus fauces. Caía sin remedio cada vez a más velocidad, trazando círculos tan rápidos que todos sus pensamientos daban vueltas dentro de un pequeño lugar oscuro en mitad de su mente, hasta que perdió la noción de todo, salvo del rugido del agua y de la fuerza incesante que lo arrastraba al inmenso vacío que le aguardaba debajo.
Llegado ese punto, sin el disfraz oscuro Septimus se habría ahogado, como la mayoría de las anteriores víctimas del remolino. Habría dado una última bocanada, se le habrían lle— nado los pulmones de agua y habría sido arrastrado a través de un agujero en el lecho del río hasta una gran cueva subacuática horadada en un estrato de roca como el interior de un huevo de cincuenta metros. Allí habría dado vueltas durante unas pocas semanas hasta que, uno a uno, se le hubieran caído los huesos y se hubieran mezclado con toda aquella montaña de mondos, blancos y delicados palitos, dispersos sobre el liso suelo de la cueva; aquello era todo lo que quedaba de quienes habían viajado en el remolino sin fondo durante los muchos siglos que habían transcurrido desde la Gran Pelea entre los magos oscuros.
El disfraz oscuro no evitó a Septimus el agujero en el lecho del río —a través del cual fue succionado como un fideo por una boca hambrienta— ni la corriente de la cueva inferior. Pero lo protegió como un guante y le proporcionó el arte oscuro de la suspensión subacuática, algo que Simón había querido perfeccionar y por lo que había pasado muchos incómodos meses con la cabeza metida en un cubo. Mientras Septimus daba vueltas despacio alrededor de la cueva subacuática, sus pensamientos se desataron; abrió los ojos y se percató de que aún estaba vivo.
El arte oscuro de la suspensión subacuática creaba un extraño efecto distanciador. El motivo de ello era apaciguar el pánico y ahorrar oxígeno, aunque Septimus no era consciente de ello; de hecho, tampoco lo eran la mayoría de los practicantes de dicho arte. También permitía que los ojos captaran imágenes perfectas, y no borrosas, como ocurre dentro del agua, de manera que moverse allí abajo era más parecido a volar que a nadar. Y así, mientras Septimus nadaba en las corrientes circulares de la cueva en forma de huevo, descubrió para su sorpresa que en realidad disfrutaba de la sensación de estar debajo del agua. Su anillo dragón fulguraba, tiñendo el agua que lo rodeaba de un hermoso color verde lechoso; cuando se acercó a las paredes de la cueva, la luz hizo centellear los cristales de la roca a su paso.
Pero el arte oscuro de la suspensión subacuática no dura eternamente. Después de unos largos y vagos minutos, Septimus empezó a notar la falta de aire y a sentir espasmos. Dejando a un lado los primeros signos de pánico, nadó hacia arriba, hacia lo que esperaba fuera la superficie, donde encontraría aire para respirar, pero se golpeó la cabeza con un doloroso crujido contra el techo de la cueva. Le invadió el pánico: no había superficie, no había aire.
Septimus se hundió un poco y, sosteniendo el anillo dragón delante de él, nadó deprisa, mirando hacia arriba, con la esperanza de ver algún tipo de espacio donde poder respirar. Solo una profunda y maravillosa bocanada de aire, eso era todo lo que necesitaba… solo una. Estaba tan ocupado buscando, que casi no reparó en un tramo de escaleras talladas en la roca que tenía ante sí. Solo cuando la luz de su anillo dragón le mostró una tira de lapislázuli encastrada en el borde de un escalón, y encima de esta, otra, y luego otra, se percató de que había encontrado la salida. Sus manos siguieron con avidez los escalones que subían hasta una brecha subterránea en el techo rocoso, y a través de la cual desaparecían. Desesperado por respirar, Septimus se impulsó hacia arriba a través de la roca y emergió jadeante en el aire helado de los salones de la oscuridad.
El frío lo conmocionó. Mientras le castañeteaban los dientes y el agua caía de él en cascadas, se puso en pie temblando.
En su preparación para la semana oscura, había leído antiguas descripciones de lo que muchos creían no era más que un lugar mítico debajo de la tierra, pero ahora él sabía que existía en realidad. Todos describían lo que estaba experimentando: un rancio olor a tierra y la irreprimible sensación de que la roca que le rodeaba lo presionaba hacia abajo y, como música de acompañamiento, un gemido fantasmal que parecía taladrarle hasta los huesos. También describían un pavor sobrecogedor, pero Septimus, aislado por el disfraz oscuro, que le cubría desde la cabeza hasta los pies, no sintió miedo, solo alivio de estar vivo y poder respirar otra vez.
Septimus dio unas cuantas bocanadas de aire y recapituló. A su espalda estaba el agujero del suelo en forma de huevo de donde acababa de salir; la débil luz de su anillo dragón captaba el resplandor del oro de la franja de lapislázuli del escalón superior. Ahora no tenía ninguna referencia, nada que pudiera guiarle, solo la sensación de encontrarse en un colosal espacio vacío. Lo único que tenía para seguir era el consejo de Simón. Y lo siguió: giró a la izquierda y echó a andar.
Mientras caminaba, la mente de Septimus empezó a salir del estado de pánico al que había descendido durante los últimos segundos que había pasado bajo el agua, y ya empezó a pensar con claridad otra vez. Según Marcellus, lo único que tenía que hacer era caminar por los salones de la oscuridad hasta llegar a la entrada inferior de la antecámara que daba a la Mazmorra Número Uno. Era allí, había dicho Marcellus, donde era más probable encontrar a Alther. «No hace mucho que ha sido desterrado, aprendiz. Lo más probable es que no haya ido muy lejos.» Marcellus incluso le había descrito la entrada, y con tanto detalle, que Septimus sospechó que el alquimista había estado allí en persona. Un pórtico, así lo había llamado: un vano cuadrado flanqueado a cada lado por antiguos pilares de lapislázuli. Marcellus había calculado que habría un largo paseo de unos once kilómetros, que era la distancia que el cuervo recorre cuando vuela desde el remolino sin fondo hasta el Castillo.
Septimus echó a andar a paso ligero. Calculó que, a esa velocidad, tardaría dos horas en recorrer los once kilómetros. Fue un viaje monótono. Poca cosa vio salvo el suelo de tierra apisonada bajo sus pies y, cuando sostenía el anillo dragón delante de él, no veía nada más que el círculo de luz. Resultaba un poco desconcertante, pero al caminar le embargaba cierta emoción: Alther estaba cerca. Pronto lo vería y le diría: «¡Ah, aquí estás, Alther!», como si se hubiera topado con el fantasma por casualidad paseando por la Vía del Mago. Intentó imaginar lo que Alther le diría y lo contento que el fantasma se pondría al verlo. Con el fin de prepararse para ese momento, Septimus repasó en su mente el destierro inverso que Marcia le había enseñado. Era complicado y, al igual que el propio destierro, debía durar exactamente un minuto y llevarse a cabo sin vacilación, repetición ni desviación alguna.
Septimus siguió caminando; sus botas producían un golpe sordo contra el suelo de tierra. Tenía la sensación de moverse a través de un espacio enorme, pero no un espacio vacío. Todo a su alrededor era un triste lamento, como si el viento llorara de desesperación y pérdida. Mientras se abría paso a través de la húmeda y terrosa atmósfera, le rozaron pequeñas ráfagas de aire, algunas cálidas, otras frías, y otras le producían una sensación de maldad tan intensa que le cortaban la respiración y le recordaban que estaba en un lugar peligroso.
Al cabo de un rato, probablemente alrededor de una hora y media, empezó a sospechar que los salones de la oscuridad eran mucho más grandes de lo que él y Marcellus habían imaginado. Uno de los escritores antiguos los había llamado «Los infinitos Palacios del lamento». Septimus se había quedado con lo del lamento, pero no había prestado atención a lo de los infinitos Palacios. Pero la caverna por la que había estado caminando era, con toda probabilidad, tan grande como una docena de Palacios del Castillo y no daba muestras de llegar a su fin. De repente, cayó en la cuenta de lo colosal de su tarea. No había mapas de los salones de la oscuridad; todo lo que sabían se basaba en leyendas o en las obras de un puñado de magos que se habían aventurado hasta allí y habían vivido para contarlo. La mayoría no habían tardado en enloquecer, y no eran fuentes muy fiables, pensó Septimus mientras sus pies seguían hacia adelante.
Y así, con gran alivio, Septimus vio aparecer por fin un punto de referencia en la penumbra: una gran brecha cuadrada en la roca, flanqueada a cada lado por dos pilares de lapislázuli. Era exactamente tal como Marcellus había descrito la entrada a la Mazmorra Número Uno. Septimus corrió hacia allí con renovados ánimos. Ahora lo único que tenía que hacer era atravesarla y encontrar a Alther en el otro lado.
Al aproximarse, Septimus observó que, al pie del pórtico, había algo blanco y, cuando se acercó más, vio lo que era: huesos. Con los huesos mondos y completamente blancos —salvo por un delgado anillo de bronce con una piedra roja en el meñique izquierdo—, el esqueleto estaba sentado, apoyado contra la pared, y su calavera inclinada en un ángulo desenfadado hacia los pilares, como si señalara el camino.
Septimus se detuvo junto al esqueleto, pues le pareció que era un error pasar por allí como si nada. Había pertenecido a alguien pequeño, era probable que no más alto que él cuando tenía trece años. Parecía frágil, triste y solitario, y Septimus sintió cierta compasión. Quienquiera que hubiera sido, había sobrevivido de alguna manera al remolino sin fondo solo para descubrir que le aguardaba un desierto encantado y gélido.
Con un súbito lamento, el viento sopló a través del pórtico y lo dejó helado, incluso a pesar del disfraz oscuro. Sufrió un ataque de tiritera, y decidió que era el momento de pasar a la antecámara de la Mazmorra Número Uno; era el momento de encontrar a Alther y hacer lo que había venido a hacer. Saludó de manera respetuosa al esqueleto y pasó por el pórtico.
La antecámara de la Mazmorra Número Uno no era lo que Septimus esperaba; se parecía mucho al espacio vacío por el que había estado caminando antes. Y no había ni rastro de Alther; en realidad, no había ni rastro de ningún fantasma. Según los textos, la antecámara era el lugar más encantado de la tierra, encantado mayoritariamente por los fantasmas de quienes habían sido arrojados allí en el curso de los siglos. Uno de los grandes temores que producía la Mazmorra Número Uno era el conocimiento de que quienes habían muerto allí nunca serían vistos como fantasmas. Todos habían caído víctimas del yugo de los salones de la oscuridad y habían pasado toda su existencia como fantasmas bajo tierra, sin posibilidad de ver jamás ni a las personas ni los lugares que en otro tiempo amaron. Muchos, haciendo gala de sentido común, prefirieron permanecer en compañía de otros fantasmas, en vez de vagar por los «infinitos Palacios del lamento».
La antecámara de la Mazmorra Número Uno era descrita como una cámara amurallada circular revestida de ladrillos negros, los mismos que habían empleado para construir la pequeña forma cónica que señalaba la entrada superior de la mazmorra. Y si las descripciones estaban en lo cierto, cosa que él creía, estaba claro que no se encontraba en la antecámara de la Mazmorra Número Uno.
Septimus estaba a punto de desesperarse. Si no estaba en la antecámara, ¿dónde estaba? La respuesta le vino a la mente como una verdad desnuda: estaba perdido. Total e irremediablemente perdido. Mucho más perdido que lo que estuvo la noche que pasó en el Bosque con Nicko hacía algunos años. Para evitar ser presa del pánico, pensó en lo que diría Nicko en aquel preciso instante. Nicko diría que debían seguir. Nicko diría que antes o después llegarían a la Mazmorra Número Uno, que solo era cuestión de tiempo. Y de ese modo, llevando consigo a un Nicko imaginario, Septimus se puso otra vez en marcha en la oscuridad.
Casi de inmediato, fue recompensado con la visión de una serie de tres entradas sencillas y cuadradas que se abrían en la lisa pared de roca. Se detuvo a pensar en lo que debía hacer. Recordó el consejo de Simón, y las palabras de Marcellus acudieron a su mente: «Aprendiz, de verdad, creo que podemos confiar en él».
Septimus pasó por la entrada de la izquierda.
Le esperaba otro espacio vacío lleno de lamento y temor. Imaginándose que Nicko estaba a su lado, caminó a paso ligero y no tardó en encontrarse con dos pórticos más, uno al lado del otro. De nuevo tomó el de la izquierda. Lo condujo a un largo y serpenteante pasadizo por debajo del cual soplaba un viento nauseabundo. El viento chillaba, le azotaba y a veces lo arrojaba contra las paredes, pero Septimus perseveró y por fin salió del pasillo y entró en otro cavernoso espacio vacío donde, una vez más, viró a la izquierda.
Siguió otra tediosa hora de caminata. Para entonces, a Septimus le dolían los pies de cansancio y le parecía que el disfraz oscuro se estaba haciendo cada vez más fino. El aire helado le calaba hasta los huesos y no podía dejar de tiritar. A veces, el lamento era tan fuerte que le parecía que estaba perdiendo el contacto no solo con sus propios pensamientos, sino también con quién era, con él mismo. Empezó a sentir un profundo y negro temor, un temor que ni siquiera el Nicko imaginario podía evitar. Pero Septimus combatió el miedo. O luchaba, se dijo a sí mismo, o se convertiría en otra pila de huesos.
Por fin fue recompensado al ver otro pórtico en la lejanía. Al acercarse, cauteloso, se le elevó el ánimo. Seguro que aquella era la entrada a la antecámara: encajaba exactamente con la descripción. Aceleró, pero cuando estuvo más cerca vio algo que casi lo lleva a la desesperación. Vio un pequeño esqueleto apoyado contra el lado del pilar de lapislázuli.
Septimus se paró en seco. Se sentía mareado. ¿Qué probabilidades había de que hubiera dos esqueletos sentados junto a dos pórticos idénticos? Avanzó despacio hasta que estuvo delante del esqueleto. Era pequeño, delicado y su calavera apuntaba con desenfado hacia el pilar. Septimus se obligó a mirarle la mano izquierda. En el dedo meñique llevaba un anillo barato de bronce con una piedra roja.
Septimus se dejó caer al suelo: había caminado en círculo. Se reclinó contra el frío lapislázuli y miró hacia la oscuridad, desesperado. Simon lo había engañado. Marcellus había sido un ingenuo. Nunca encontraría la Mazmorra Número Uno. Nunca encontraría a Alther. Se quedaría allí para siempre, y un día algún infortunado viajero encontraría dos esqueletos apoyados junto al arco. Ahora comprendía por qué el esqueleto estaba allí. Quienquiera que fuese también había caminado en círculos… ¿cuántas veces? Septimus levantó la mirada y descubrió que estaba mirando directamente a los ojos a la calavera. Sus dientes parecían sonreírle de modo conspirador, las cuencas vacías de sus ojos, parecían hacerle un guiño; después de atravesar aquel vasto desierto de espacios vacíos, el esqueleto parecía hacerle compañía.
—Siento que no lo consiguieras —le dijo al esqueleto.
—Nadie lo consigue solo —le respondió en un susurro.
Septimus creyó estar oyendo sus propios pensamientos. No era una buena señal, pero a pesar de ello, solo para oír el sonido de una voz humana añadió:
—¿Quién es?
Creyó oír una débil respuesta mezclada con el lamento del viento.
—Yo.
—Yo —murmuró Septimus para sí—. Me estoy oyendo a mí mismo.
—No. Me oyes a mí —le contradijo el susurro.
Septimus miró la calavera que tenía al lado, que a su vez le devolvió una mirada burlona.
—¿Eres tú?
—Era yo —respondió—. Ahora no. Ahora es el esqueleto. Este soy yo.
Y entonces algo hizo sonreír a Septimus por primera vez desde que abandonó el Annie. Una pequeña figura empezó a materializarse: el fantasma de una chica que no tendría más de diez años, calculó. Parecía una versión en miniatura de Jannit Maarten. Tenía el mismo aspecto enjuto y fuerte que ella, y vestía una versión infantil de sus ropas: un blusón de marinero, pantalones cortos y el cabello recogido en una tensa trenza que le llegaba hasta la cintura. Septimus estuvo casi tan contento de verla como si hubiera visto a Alther.
—¿Ahora puedes verme? —le preguntó, ladeando la cabeza en una rememoración del gesto de su calavera.
—Sí, te veo.
—Ahora te veo, pero no podía verte antes de que hablases. Pareces… divertido. —El fantasma le tendió la que en otro tiempo había sido una mano sucia—. Tienes que levantarte, si no te levantas ahora no lo harás nunca, como me pasó a mí. Vamos.
Septimus se puso en pie de manera fatigosa.
El fantasma alzó la mirada hacia él, emocionado.
—Eres mi primer viviente. Yo estaba observando desde la costa. Vi a todos esos malvados que te abandonaron a la deriva. Te vi entrar —charlaba con la energía contenida de una chica viva—. Te seguí. —Y al ver la mirada interrogante de Septimus, añadió—: Sí, a través del remolino. Allí donde, en otro tiempo, también estuve yo.
Septimus sintió que tenía que limpiar el nombre de quienes estaban a bordo del Annie.
—No me abandonaron a la deriva. Vine aquí a propósito, porque tengo que encontrar a un fantasma. Se llama Alther Mella. Viste las prendas de un mago extraordinario con una mancha de sangre a la altura del corazón. Es alto, y lleva su blanco cabello recogido en una cola de caballo. ¿Lo conoces?
—No, no lo conozco. —La niña parecía indignada—. Los fantasmas de aquí son malos. ¿Por qué querría conocer a uno? Solo volví a este horrible lugar para ver si podía salvarte. Vamos, te mostraré la salida.
Septimus tuvo que hacer acopio de toda su fuerza de voluntad para rechazar la oferta.
—No, gracias —dijo pesaroso.
—Pero eso no es justo. ¡He venido hasta aquí para salvarte! —El fantasma dio un pisotón contra el suelo.
—Sí, lo sé —dijo Septimus con un deje de irritación. Se había preparado para muchas cosas que pudiera encontrar en los salones de la oscuridad, pero tratar con una niñita enfurruñada no era una de ellas—. Mira, si de verdad quieres salvarme, enséñame el camino a la Mazmorra Número Uno. ¿Conoces el camino?
—¡Claro que sí! —dijo el fantasma.
—Pues, por favor… ¿me lo puedes enseñar?
—No. ¿Por qué habría de hacerlo? Es un lugar horripilante. No me gusta.
Septimus sabía que lo tenía en su poder. Respiró hondo y contó hasta diez. No podía permitirse decir algo incorrecto. Tenía que encontrar la manera de convencerla para que le enseñara el camino a la Mazmorra Número Uno.
De repente, el fantasma alargó la mano y Septimus notó su frío tacto a través del anillo dragón.
—Esto es muy bonito. Yo también tengo un anillo —movió el meñique con su anillo de bronce barato—. Pero no es tan bonito como el tuyo.
Septimus no sabía si debía decirle que sí o que no, de modo que no dijo nada.
El fantasma lo miró con gesto grave.
—Tu bonito dragón. Lo llevas en la mano derecha.
—Sí, así es.
—En la mano derecha —repitió ella.
—Sí. Lo sé. —Septimus estaba exasperado. Ya había tenido bastante cháchara sobre anillos.
—Eres un chico tonto —dijo entonces para consternación de Septimus—, Si te quieres quedar aquí, yo no. Me voy ahora mismo, adiós.
Y se fue.
Septimus se quedó solo otra vez. La pequeña calavera levantó la mirada hacia él y sonrió.