Río Lóbrego
El río Lóbrego era un lugar húmedo, malsano y deprimente. Encantado por el fantasma de la Venganza, una nave oscura que una vez atracó allí, sus aguas eran profundas y tranquilas, atrapadas entre las laderas de dos colinas rocosas. Unos pocos árboles absortos se agarraban con poco entusiasmo a las pendientes descarnadas, pero la mayoría habían dejado de molestarse y habían caído al agua, donde se iban pudriendo y proporcionando un perfecto caldo de cultivo a la infame serpiente de agua de río Lóbrego —un horrible animal viscoso y negro, de baba venenosa— y su igual de adorable parásito, la larga sanguijuela blanca. En verano, enjambres de mosquitos, ávidos por picar, patrullaban las orillas del río, pero en invierno desaparecían… por suerte. Su ausencia quedaba más que compensada por los pequeñísimos escarabajos palo saltadores, que se aventuraban a tierra cuando el agua se enfriaba. Los escarabajos palo podían saltar hasta casi dos metros de alto, clavar sus pinzas en cualquier carne que encontrasen y empezar a comérsela. El único modo de quitárselos de encima era cortándoles la cabeza y esperar que las pinzas muriesen. Algunas cabezas podían seguir comiendo durante días hasta que se soltaban.
Entre las abruptas rocas que poblaban las colinas, había unos pocos cuchitriles de piedra construidos por antiguos ermitaños, inadaptados y las escasas personas que habían querido una casa junto al agua, pero todos sin excepción habían experimentado claramente una completa falta de sentido común. Esas pilas de piedras estaban desiertas ahora, aunque Septimus sabía que al menos una estaba poseída.
No era de extrañar que el río Lóbrego no recibiera demasiadas visitas, aunque ello no se debía necesariamente a su barco fantasma, ni siquiera a su fauna salvaje ni al fétido olor a descomposición que flotaba en el aire. Se debía a que su entrada estaba custodiada por el famoso remolino sin fondo.
Todos los niños del Castillo conocían la historia del remolino sin fondo. Sabían que fue creado durante una gran batalla entre dos magos en la Antigüedad; se decía que cada mago había agitado las aguas en un demente esfuerzo por ahogar al otro; que se habían rodeado el uno al otro, cada vez más rápido, hasta que ambos habían sido tragados hasta las profundidades y nunca más los habían vuelto a ver. Todo el mundo sabía que el remolino bajaba hasta el mismo centro de la Tierra, y algunos creían que salía justo por el otro extremo.
Desde el Castillo, de vez en cuando, se organizaban excursiones de un día para ver el remolino sin fondo. Solían ser un regalo cuando se cumplían los trece años. Después de navegar por el río Lóbrego e intentar divisar el Venganza, los barcos —llenos de adolescentes que gritaban de entusiasmo— rodeaban el remolino. Sin embargo, aquellas excursiones eran dirigidas por pilotos que conocían la distancia segura del remolino y que podían leer los primeros signos de advertencia que avisaban de que un barco era tragado por su vórtice. Solo las embarcaciones más grandes y pesadas —como en otro tiempo fue el Venganza—, podían acercarse.
Nicko sabía a ciencia cierta que el Annie no era una de ellas. También sabía que él no era uno de esos pilotos que comprendían la distancia segura a la que debían permanecer del remolino, aunque esperaba advertir las señales que le indicasen que se estaba acercando demasiado. Y así, mientras los imponentes afloramientos rocosos que anunciaban la entrada del río Lóbrego aparecían a la vista, Nicko empezó a ponerse nervioso, pero no tan nervioso como Septimus.
Septimus estaba sentado solo en la proa del barco, justo detrás del bauprés y su gran vela roja que flameaba en el viento invernal. Nunca, ni siquiera durante la noche de maniobras a vida o muerte que tuvo que realizar en el Bosque, se había sentido tan asustado. Dirigió la mirada hacia la pequeña hoja de papel llena de la pulcra caligrafía de Marcellus, que planteaba algunas de las preguntas y respuestas que él intentaba fijar en su mente. No eran demasiado distintas de los indicadores de las premaniobras del ejército joven o (IPM) que los chicos habían tenido que memorizar y luego cantar antes de cada expedición. Esa sensación de déjà vu se sumaba a la sensación de fatalidad de Septimus, pero también significaba que recurría a las viejas maneras de centrarse en la supervivencia, propias del ejército joven, y nada más. Y así, sentado detrás del bauprés, Septimus observaba las aguas grisáceas y aceradas y canturreaba para sí, aprendiéndose las respuestas que debía usar cuando cualquier cosa oscura le desafiase.
«¿Quién eres tú?» Sum.
«¿Cómo eres?» Oscuro.
«¿Qué eres?» El aprendiz del aprendiz del aprendiz de Dom-Daniel.
«¿Por qué has venido hasta aquí?» Busco al aprendiz de Dom-Daniel.
Septimus estaba tan absorto que no notó que Jenna y Nicko se habían sentado uno a cada lado del chico. Esperaron con paciencia hasta que dejó de murmurar, y entonces Jenna habló.
—Nosotros vamos contigo —dijo.
Septimus parecía desconcertado.
—¿Qué?
—Nicko y yo… hemos decidido que vamos contigo. No queremos dejarte solo —explicó Jenna.
Aquello tuvo el efecto contrario al que Jenna pretendía: de repente, Septimus se sintió completamente solo. Se dio cuenta de que ellos no tenían ni idea de lo imposible que era su propuesta y sacudió la cabeza.
—Jen, no podéis. No es posible, creedme.
Jenna vio la expresión de Septimus.
—De acuerdo… te creo, pero si no podemos ir contigo, al menos quiero saber adonde vas. Marcellus lo sabe, hasta Simón lo sabe, así que creo que Nick y yo merecemos saberlo también.
Septimus no respondió. Contempló el agua y deseó que Jenna y Nik lo dejaran solo. Necesitaba desconectar.
Pero Jenna no lo dejó. Metió la mano bajo su capa de bruja, sacó Las normas de la reina, la abrió por una página que se sabía de memoria y, con absoluta convicción se la puso a Septimus delante de las narices.
—Mira —dijo, apuntando con el dedo un grueso y gastado párrafo.
Septimus entornó los ojos a regañadientes para leer la diminuta caligrafía. Luego se rindió. Sacó el regalo que Marcia le había hecho para su cumpleaños, desplazó el cristal ampliador por la página y leyó:
«La P-E-E tiene derecho a saber todos los hechos relativos a la seguridad y el bienestar del Castillo y el Palacio. El Mago Extraordinario (o, en su ausencia, el Aprendiz Extraordinario) tiene la obligación de responder todas las preguntas de la P-E-E con la verdad, en detalle y sin demora».
Como seguía pensando en lo que tenía que hacer, Septimus no reconoció de inmediato lo que estaba leyendo, y de repente se le ocurrió. Recordaba al mañana de su cumpleaños, que tan lejana parecía ahora. Sonrió al recordar el comentario de Marcia sobre «ese horrible libro rojo con su minúscula letra, que es la pesadilla de cualquier mago extraordinario». Así que era eso a lo que se refería. Y al recordar la Torre del Mago y el Castillo como habían sido en otro tiempo, y con el precioso regalo de cumpleaños de Marcia en la mano, Septimus se sintió, de alguna manera, menos solo. Se sintió otra vez parte de un todo y también, se percató, se sintió aliviado. Quería contarle a Jenna adonde iba a ir, y quería que ella formara parte de lo que estaba haciendo. Aunque Jenna no le acompañara, podía pensar en él mientras estaba allí y desearle que atravesara sano y salvo los salones de la oscuridad hasta el otro lado. Septimus no estaba seguro de si debía decírselo también a Nicko, pero ya no le importaba lo que debía o no debía hacer.
Y de ese modo, mientras se acercaban a río Lóbrego y veían el revelador golpe de agua que anunciaba el remolino sin fondo, Septimus le dijo a Jenna y a Nicko que iba a buscar a Alther y a llevarlo de vuelta al Castillo a través de la Mazmorra Número Uno. Les dijo que no se preocuparan porque tenía el disfraz oscuro. Y a pesar de que no tenía demasiada fe en sus palabras, les dijo que no le pasaría nada y que los vería pronto. Cuando acabó de hablar, Nicko y Jenna se quedaron en silencio. Jenna se secó los ojos con la manga y Nicko tosió.
—Te estaremos esperando, Sep —dijo Jenna.
—Fuera de la Mazmorra Número Uno —añadió Nicko.
—No. No podéis hacer eso.
—Nicko y yo estaremos esperándote en la entrada de la Mazmorra Número Uno —dijo Jenna poniendo su mejor voz de princesa—. No, no digas nada, Sep. Podemos pasar a través de la oscuridad con mi capa de bruja. No vas a estar solo en esto. ¿Lo entiendes?
Septimus asintió. No confiaba lo bastante en sí mismo para poner objeciones.
Un grito de Rupert rompió la tensión del momento.
—¡Nik… ya ha empezado!
Nicko se levantó de un salto. Notaba el arrastre de la corriente debajo de ellos, y el flamear de las velas del Annie le dijo que la proa del barco estaba siendo arrastrada hacia el viento y perdía el control: se dirigían hacia la voluta de espuma que marcaba el punto de no retorno del remolino sin fondo. Nicko corrió hacia la popa y le arrebató el timón a Rupert, que no era un marino natural.
—¡Remos! ¡Todo el mundo a los remos! —gritó.
Bajaron del techo del camarote los cuatro largos remos del Annie. De pie a los lados del barco, Sarah, Simón, Lucy y Rupert los hundieron en el agua. Con una temible lentitud, el avance del barco hacia el remolino sin fondo se detuvo.
Septimus se puso de pie.
—Tengo que irme, Jen —dijo—. Os estoy poniendo a todos en peligro.
—¡Oh, Septimus!
Septimus abrazó a Jenna y reculó enseguida.
—Esa capa de bruja es realmente… cutre. Zumba cuando la toco.
Jenna estaba decidida a ser positiva.
—Bien. Eso significa que está llena de… eso… brujería. Nos conducirá a mí y a Nick a través del Castillo.
—De acuerdo. —Septimus forzó una sonrisa—. Os veo allí, pues.
—En la puerta de la Mazmorra Número Uno. Te esperaremos. Estaremos allí, te lo prometo.
—Sí. De acuerdo. Ahora ve a buscar a Marcellus.
—Sí. Hasta luego, Sep.
Septimus asintió y emprendió el camino de regreso por la cubierta, pasó por delante de Simón y de Lucy, que estaban sentados como tristes gaviotas en el techo del camarote.
—Buena suerte, Sep —dijo Lucy.
—Gracias.
Simón sacó un pequeño amuleto negro y metálico.
—Toma, Septimus. Te guiará.
Septimus sacudió la cabeza. En aquel preciso instante era duro rechazar cualquier oferta de ayuda, aunque fuera de Simón, pero estaba decidido.
—No, gracias. No acepto amuletos de nadie.
—Entonces acepta este consejo: sigue siempre hacia la izquierda.
Septimus llegó a la cabina del barco, donde estaba Marcellus, que acababa de salir del camarote.
—Es la hora, aprendiz —dijo Marcellus dirigiendo una mirada nerviosa a Sarah.
Acababa de tener una tensa conversación con ella, en la que había intentado recalcarle que debía dejar ir a Septimus sin preocuparlo. No estaba segura de que Sarah lo consiguiera.
Pero Sarah lo consiguió… casi. Envolvió a su hijo menor en un desesperado abrazo.
—¡Septimus, ten cuidado!
—Lo tendré, mamá —dijo Septimus—. Te veré pronto, ¿de acuerdo?
—De acuerdo, cariño —Y, dicho lo cual, Sarah entró corriendo en el camarote.
Nicko y Rupert cobraron el pequeño bote del mástil y lo bajaron por la borda, sujetándolo con su cabo. El endeble bote redondo hecho de junquillo de sauce y cuero cabeceó ligeramente en el agua como una hoja. Consciente de que todo el mundo —excepto Sarah— lo estaba mirando, Septimus bajó por la escalerilla hasta la barquita con una sonrisa forzada. Nicko le dio el único remo del bote.
—¿Todo bien? —preguntó con voz ronca.
Septimus asintió.
Aunque su instinto le decía que estaba enviando a su hermano pequeño a una muerte segura, Nicko arrojó el cabo dentro del bote y lo abandonó a su suerte. Al principio fue arrastrado sin rumbo, cabeceando alegremente como si hubiera salido a remar un día de verano en un apacible lago. Y entonces empezó a girar, despacio al principio, como mecido por una ligera brisa. Avanzando sin parar hacia la espuma de agua vaporizada del centro del remolino, el bote fue adquiriendo velocidad y, como en un viaje de una atracción de feria del que no hubiese retorno, empezó a dar vueltas cada vez más rápido, arrastrado inexorablemente hacia el borde del vórtice.
Y entonces llegó al punto sin retorno. A una velocidad que arrancó un grito de consternación a todos los que se encontraban a bordo del Annie, fue girando en la estela del vórtice. Dando vueltas como una peonza, trazando círculos cada vez más pequeños, la capa verde de Septimus era el pivote alrededor del cual giraba la pequeña embarcación negra. Hubo una aceleración final cuando alcanzó el centro del remolino y desapareció.
El río estaba tranquilo; el Annie, silencioso. Nadie podía creer lo que acababan de hacer.