El «Annie»
Sally Mullin había insistido en que Nicko se llevara su nuevo barco, el Annie.
—Espero que te dé tanta suerte como mi Muriel —le dijo—, pero esta vez no lo conviertas en unas canoas. Nicko se lo prometió. El Annie, un amplio y generoso barco que disponía de un cómodo camarote, era demasiado bueno para convertirlo en cualquier otra cosa. Después de ayudar a Jannit y a Maggie i atracar en un lugar seguro la Bañera Inmunda, Nicko y Rupert no zarparon hasta bien pasada la medianoche. Navegaron río arriba rumbo a los Dédalos del lado norte del Castillo. Al principio, el avance fue lento debido al tempestuoso viento del nordeste que soplaba en contra, pero siguieron el curso del río que abrazaba las murallas del Castillo y, poco a poco, el Annie cambió su posición con respecto al viento y adquirió velocidad.
Fue un viaje deprimente. La fantasmal visión del desolado Castillo oscurecido hizo que Rupert y Nicko dudasen de que iban a encontrar a alguien sano y salvo en la habitación de los Heap, en lo alto de los Dédalos. Y cuando, otra vez, a través del río llegaron los ecos del aterrador rugido, empezaron a temer lo que pudieran hallar.
—¿Qué puede ser eso? —susurró Rupert.
Nicko sacudió la cabeza. En aquel preciso momento no quería saberlo.
Mientras navegaban hacia el Muelle Viejo, a Nicko se le empezó a hacer un nudo en el estómago. Aquel era el primer sitio desde el que era posible ver la pequeña ventana en arco con parteluces de los Heap, en lo más alto de los Dédalos. Nicko siempre levantaba la vista al pasar, y sentía cierta nostalgia de épocas pasadas, pero en ese momento no se atrevía a mirarla. Esta vez mantuvo los ojos fijos en las oscuras aguas del río, porque cada momento que no miraba era otro momento de esperanza. Una rápida ráfaga de minúsculos copos de nieve le azotó los ojos, Nicko se los frotó para limpiárselos y levantó la vista al hacerlo. No había luz. La vertical muralla de los Dédalos se alzaba como la cara de un acantilado, e igual que la cara de un acantilado, estaba totalmente a oscuras. Le embargó un sentimiento de desolación; Nicko se desmoralizó y miró hacia el timón. Fue entonces cuando oyó un chapoteo.
—Es solo un pato —dijo Rupert como respuesta a la mirada interrogante de Nicko.
—Un pato muy grande —dijo Nicko.
Miró hacia el lado de los Dédalos del que procedía el chapoteo; por algún motivo empezó a recuperar la esperanza. Luego hubo otro chapoteo y un grito cortó el aire.
—¡Lucy! —exclamó Rupert—. Esa es Lucy.
Nadie gritaba como su hermana.
Nicko ya había virado el Annie hacia el chapoteo. Rupert sacó el farol del barco de debajo de la cubierta y movió la luz sobre el agua, inspeccionándola.
—¡La veo! —gritó—. Está en el agua. ¡Lucy! ¡Lucy! ¡Ahí vamos! —y arrojó la escalerilla por la borda.
Al lado de la Resaca, el grupo en apuros oyó los gritos del río y vio una luz que de repente apareció de la oscuridad. En el ondulante haz de luz vieron cómo sacaban a Sarah del agua, y luego pudieron ver la cabeza de Simón moviéndose al pie de la escalera. Una maldición recorrió el agua, seguida de una voz que dijo:
—Es el pringado de tu hermano.
—¿Cuál de ellos? —fue la respuesta que todos reconocieron como perteneciente a Nicko.
—¿Qué quiere decir con cuál de ellos? —murmuró Septimus desde la orilla.
Tuvieron que hacer varios viajes para que el bote del Annie recogiera a Jenna, Septimus, Lucy y Marcellus, y cuando ya es tuvieron todos a bordo, algo más remojados de lo que les hubiera gustado, pero no, como Jenna comentó, tan mojados como habrían estado si Nicko no hubiera aparecido, empezaron a abrazarse.
Nicko no podía dejar de sonreír mientras abrazaba a su hermano —no al pringado— y a su hermana.
—¿Os dijo Stanley dónde estábamos? —preguntó Jenna, envolviéndose agradecida en una de las muchas mantas que Sally Mullin les había prestado.
—Al final, sí —dijo Nicko—. Pero le costó un poco. Decidimos que saldríamos a navegar y esperaríamos. Imaginé que más tarde o más temprano os asomaríais y nos veríais, Jen. —Y, sonriendo, añadió—: Creo recordar que tú siempre estabas mirando por la ventana cuando eras pequeña.
—El bueno de Stanley —dijo Jenna—. Espero que sus pequeñas ratas estén bien.
—¿Sus qué?
La respuesta de Jenna fue apagada por otro sombrío rugido que retumbó en el agua.
—Sus… ¡Hala, Nicko, Sep, ostras… mira… ¿qué es eso?!
Iluminada por el resplandor del escudo de seguridad de la Torre del Mago, se pudo ver una forma monstruosa en el interior de la niebla oscura.
—Es enorme… —dijo Jenna boquiabierta.
La criatura abrió su gran boca y lanzó otro bramido que viajó sobre el río.
—Es… un dragón —exclamó Nicko.
—Diez veces más grande que Escupefuego —dijo Septimus, que estaba muy preocupado por su dragón.
—Se comería a Escupefuego como desayuno —soltó Nicko.
—Nicko, ¡basta! —protestó Jenna.
Pero Nicko había expresado con palabras justo lo que en ese instante preocupaba a Septimus.
Se quedaron mirando fijamente al monstruo, por encima del agua. Daba la impresión de que estaba intentando desplegar sus alas, sus seis alas. El animal se elevó un poco en el aire y cayó de espaldas, lanzando lo que parecía un rugido de frustración.
—Seis alas. Es un dragón oscuro —murmuró Septimus.
—Eso no es bueno —dijo Nicko sacudiendo la cabeza.
Marcellus se unió a ellos.
—Las cosas están peor de lo que me temía. Nadie está a salvo en el Castillo si ese monstruo anda suelto. ¿Qué velocidad puede alcanzar este barco, Nicko?
Nicko se encogió de hombros.
—Depende del viento, pero ahora está soplando fuerte. Podemos llegar al Puerto poco después de la puesta de sol, con un poco de suerte.
—¿Al Puerto? —preguntó Marcellus, perplejo. Miró a Septimus—. ¿No se lo has contado, aprendiz?
—¿Qué tenía que contarme? —preguntó Nicko con suspicacia.
—Que vamos al río Lóbrego —dijo Septimus.
—¿Al río Lóbrego?
—Sí. Lo siento, Nik. Tenemos que ir allí, enseguida.
—Jolines, Sep. ¿Todo esto no es ya lo bastante malo para ti? ¿Quieres más porquería oscura?
Septimus sacudió la cabeza.
—Tenemos que ir. Es nuestra única esperanza de detener lo que está ocurriendo aquí.
—Bueno, pero no pretenderás llevarte a mamá —dijo Nicko.
El oído de liebre de Sarah funcionaba a la perfección. Asomó la cabeza por el camarote iluminado.
—¿A dónde no va llevar a mamá?
—Al río Lóbrego —respondió Nicko.
—Si allí es adonde Septimus necesita que vaya, allí es adonde iré yo también —afirmó Sarah—, No quiero que perdáis el tiempo conmigo, Nicko. Haz lo que te pida Septimus… y hazle caso también a Marcellus.
Nicko parecía sorprendido.
—De acuerdo mamá. Lo que tú digas.
Dejaron atrás las luces normales y reconfortantes de la taberna El Rodaballo Agradecido, y luego el mástil del Annie arañó la parte baja del puente de Dirección Única, provocándole dentera a Nicko. Cuando empezaban a virar por el primer meandro, todo el mundo se congregó en cubierta para echar un último vistazo al Castillo. El único sonido era el crujido de los cabos del Annie y el agua al ser surcada velozmente. Los pasajeros permanecían en un silencio taciturno. Miraron hacia atrás, hacia el contorno oscuro del Castillo que había sido su hogar, y pensaron en toda la gente que habían dejado atrás. Lucy se preguntó si su madre y su padre estarían aún vivos… ¿Cuánto tiempo se puede sobrevivir a un trance oscuro? Simón le había dicho que, en una ocasión, él había estado en trance durante cuarenta días y no le había pasado nada, pero Lucy sabía que Simón era diferente. Sabía que él había realizado toda suerte de prácticas oscuras, aunque no le gustaba hablar de ello; sin embargo, sus padres no tenían ni la más remota idea de ese tipo de cosas. Lucy los imaginaba desmayados fuera de la caseta del guarda, mientras la nieve los iba cubriendo y ellos se iban congelando poco a poco. Reprimió un sollozo y corrió a la cubierta inferior. Simón salió tras ella.
Mientras se alejaban, la Torre del Mago era visible, pero apenas. El dominio oscuro estaba subiendo, y solo los dos pisos superiores de las dependencias de Marcia y la pirámide dorada estaban ahora libres de la niebla. El escudo de seguridad índigo y púrpura aún brillaba con fulgor, pero de vez en cuando se percibía otro color: un débil destello anaranjado.
Las luces consolaron a Sarah y a Jenna. Pensaron en que Si-las estaría en algún lugar de la torre, añadiendo su, admitámoslo, parca y poco fiable porción de magia a las defensas de la Torre del Mago. Sin embargo, Septimus y Marcellus no encontraron el menor consuelo.
Marcellus se llevó a Septimus a un lado, donde los demás no pudieran oírles.
—¿Supongo que sabes lo que significa esa luz anaranjada, aprendiz? —preguntó.
—El escudo de seguridad está en peligro —dijo Septimus. Sacudió la cabeza sin dar crédito a lo que ocurría—. Eso no es bueno.
—No, no lo es —dijo Marcellus.
—¿Cuánto tiempo crees que queda hasta que… se quiebre? —preguntó Septimus.
Marcellus sacudió la cabeza.
—No lo sé. Lo único que podemos hacer es llegar rápido al río Lóbrego. Sugiero que te acuestes un poco.
—No. Sería incapaz de dormir. Aún tenemos que descubrir en qué lugar del río Lóbrego está exactamente el Portal —respondió Septimus.
—Aprendiz, debes dormir un poco. Tienes por delante una tarea para la que necesitarás todos tus poderes. Simón y yo haremos los cálculos definitivos… y no protestes, por favor. Ha demostrado ser un matemático excelente.
Septimus odiaba la idea de dormir mientras Simón ocupaba su lugar al lado de Marcellus.
—Pero…
—Septimus, es por el bien del Castillo, por la supervivencia de la Torre del Mago. Debemos hacer todo lo que podamos; y lo que puedes hacer ahora es dormir. Alejarse de la torre no hace ningún bien.
Marcellus pasó el brazo por los hombros de Septimus e intentó guiarlo hacia el camarote.
Septimus se resistió.
—Un minuto más. Iré en un minuto.
—Muy bien, aprendiz. No tardes —Marcellus dejó a Septimus solo y se dirigió a la cubierta inferior.
Septimus anhelaba ver a Marcia. Quería ver su rostro en la ventana, saber que estaba bien.
—¿Nicko, tienes un telescopio?
Nicko tenía un telescopio.
—La torre tiene buen aspecto, ¿Verdad? —dijo ofreciéndoselo—, Me gusta ese destello anaranjado.
Septimus no respondió. Enfocó el telescopio hacia la Torre del Mago y en silencio añadió su propia ampliación. La cima de la torre, que asomaba por encima de la niebla, apareció perfectamente enfocada. Septimus soltó una exclamación. Aparentaba estar tan cerca que le parecía que si extendía la mano podría tocarla. Buscó con impaciencia la ventana del estudio de Marcia, que pensó que sería visible. Lo era. Y no solo era visible la ventana del estudio, sino también la inconfundible silueta de la cabeza y los hombros de Marcia, que se recortaba contra la ventana iluminada. Parecía como si mirara por la ventana directamente hacia él. Aunque se sintió un poco tonto, Septimus la saludó con la mano, pero casi de inmediato ella se dio media vuelta y Septimus supo que Marcia no le había visto. De repente se sintió terriblemente solo, deseaba hablar con Marcia. Deseaba decirle que aún había esperanza, decirle: «Resiste todo lo que puedas. No te rindas. Por favor, no te rindas».
La voz de Jenna interrumpió sus pensamientos.
—Déjame echar un vistazo, Sep. Por favor. Quiero ver… bueno, quiero ver si puedo localizar a papá en algún lugar.
Reacio a soltar lo que le parecía un vínculo con la Torre del Mago, Septimus giró el telescopio hacia arriba para echar una rápida ojeada a la pirámide dorada y profirió una exclamación de sorpresa. Sentado en el cuadrado plano de la mismísima cúspide de la pirámide, vio la forma inconfundible de Escupefuego.
—¿Qué pasa, Sep? —preguntó Jenna, preocupada.
Septimus le dejó el telescopio con una amplia sonrisa.
—Escupefuego, por eso nunca acudía. De algún modo ha conseguido colarse dentro del escudo de seguridad. Está sentado en la cúspide de la pirámide dorada.
—¡Hala! Sí —dijo Jenna—. ¡Qué dragón más listo! Ahí nadie puede pillarlo.
—Por ahora —dijo Septimus, que se dirigió hacia la escotilla—, Me voy a dormir un poco, Jen.
Jenna se sentó en el techo del camarote, apuntando con el telescopio hacia unas pocas ventanas aún visibles en la Torre del Mago hasta que el Annie acabó de virar por el meandro y el Castillo desapareció de la vista. No vio ni rastro de Silas.
A la mañana siguiente, el sol de invierno se alzó para revelar un paisaje desconocido. A cada lado del río se extendían campos vacíos, salpicados de escarcha, con unos pocos árboles dispersos, hasta una cadena de colinas azules recortadas en el horizonte. La tierra parecía desierta, no había ni una sola granja a la vista.
En el interior del camarote del Annie hacía calor; había poco espacio, y estaban todos apretujados. Nicko, Jenna, Rupert y Lucy estaban arriba en la cubierta, habían dejado a Sarah algo de espacio en la pequeña cocina para que preparase un gran plato de huevos revueltos para desayunar. Marcellus y Simón estaban en la mesa, examinando las cartas de navegación con sus escuadras y sus transportadores, trazando los últimos dibujos del portal que se abría a los salones de la oscuridad a partir de las coordenadas codificadas del almanaque. Septimus aún dormía; estaba acurrucado en un rincón de la litera, y por encima de su capa y una de las mantas de Sally solo asomaban sus rizos despeinados. Nadie tuvo prisa por despertarlo.
Al final, el delicioso olor de los huevos se filtró en sus sueños y Septimus abrió los ojos, adormilado.
Simón levantó la vista, con los ojos enrojecidos por el cansancio.
—Hemos averiguado dónde está el portal —anunció.
Septimus se sentó, y recordó, con una sensación de abatimiento, lo que iba a tener que hacer ese día.
—¿Dónde está? —preguntó.
—Primero desayuna un poco, aprendiz —dijo Marcellus—. Hablaremos después.
Septimus sabía que aquello no significaba nada bueno. —No. Decídmelo ahora. Necesito saberlo. Necesito… prepararme.
—Septimus, lo siento mucho —dijo Marcellus—, Está en el remolino sin fondo.