La bañera inmunda
Nicko había partido de los Dédalos, al rescate de Jenna y sus compañeros, tan pronto como Stanley se hubo marchado. Nicko no había querido tomar prestada la barcaza del Puerto, pero le habían superado en número, incluso Jannit había estado de acuerdo con Rupert y Maggie, que había dicho que los Heap no eran los únicos que necesitaban ser rescatados, y que debían coger el barco más grande que tuvieran a mano. Además, ¿con qué otra embarcación podían contar? Estaban en lo más crudo del invierno. La mayoría de los barcos estaban fuera del agua, asentados sobre puntales en el astillero. Nicko había consentido a regañadientes, pero enseguida se arrepintió de su decisión. La barcaza del Puerto, o la bañera inmunda, como pronto empezó a llamarla, no daba más que problemas.
Desde buen comienzo fue difícil avanzar. Habían tenido que dar un gran rodeo porque el Foso no era navegable para la barcaza del Puerto hasta más allá del astillero. Por si eso fuera poco, el viento soplaba en contra, y Rupert y Nicko tenían que impulsar con las pértigas el largo y poco maniobrable barco, que tenía dificultades para navegar por los exiguos confines del Foso. Eso significaba que debían situarse a cada costado de la barcaza y empujar las largas pértigas en el agua. La bajamar, que fluía a su favor, facilitaba un poco la tarea, pero surcaban el Foso a una velocidad desesperantemente lenta y les daba un montón de tiempo para contemplar el Castillo sumido en la oscuridad.
—Es como si todo el mundo hubiera… desaparecido —le susurró Maggie a Rupert, pues prefería no decir «muerto», aunque eso era lo que quería decir en realidad.
No se le ocurría cómo alguien que hubiera quedado atrapado en el Castillo podría sobrevivir, y pensó que cuanto antes Rupert y ella se alejaran del Puerto, mucho mejor.
Nicko hundía el remo en el agua con todas sus fuerzas, impulsando la barcaza milímetro a milímetro hacia la roca del Cuervo, con ganas de que llegara el momento en que salieran a río abierto y el viento hinchara las velas. Y entonces, justo antes de que el Foso confluyera con el río, encallaron con el Papo, el famoso banco de arena de la entrada de Foso. Nicko no daba crédito a lo que estaba sucediendo.
A pesar de sus desesperados esfuerzos con las pértigas, unas pértigas especiales para desencallar la barcaza de un banco de arena como aquel, fueron incapaces de mover la «estúpida bañera inmunda e idiota», como la llamó Nicko. La barcaza estaba muy atorada.
Maggie se sentía horriblemente avergonzada. Era algo muy embarazoso cuando un capitán embarrancaba, pero al menos no tenía un barco lleno de pasajeros y ganado con los que se quedaría aislada durante seis interminables horas, soportando sus quejas, gemidos, ladridos y rebuznos sin ninguna posibilidad de escape. Con suerte nadie se enteraría nunca de lo sucedido. Y las barcazas del Puerto estaban hechas para asentarse sobre el lodo, así que no le causaría ningún daño.
Pero para Nicko y Rupert el daño estaba hecho. Contemplaban por la borda, desconsolados, las gruesas y lodosas aguas, sabiendo que cada minuto que pasaban varados en el banco de arena significaba otro minuto de peligro para Jenna, Sarah, Septimus y Lucy (se habían olvidado de Marcellus, y a ninguno de los dos le importaba si Simón corría peligro). Aunque ninguno dijo nada, Nicko y Rupert no tenían ni idea de si estaban aún con vida. Lo único que tenían era esperanza, que se desvanecía con la bajamar.
Y en aquellos momentos, no tenían nada más que hacer más que sentarse y contemplar el Castillo, e intentar no pensar en qué clase de criatura estaría profiriendo aquellos escalofriantes rugidos que retumbaban contra las murallas de vez en cuando y les ponía los pelos de punta. El único consuelo era que, desde donde estaban encallados, podían ver el resplandor índigo y azul de lo que, según Nicko le contó a Rupert, debía de ser el escudo de seguridad de la Torre del Mago.
A medianoche, abajo en el Puerto, la marea cambió. El agua salada empezaba a notarse en los surcos de arena vacíos, y comenzó a subir otra vez en las durmientes bahías y a empujar río arriba. A eso de las tres de la madrugada, la barcaza del Puerto empezó a moverse. Acompañados por otro rugido escalofriante proveniente del interior del Castillo, Nicko y Rupert sacaron las pértigas y empujaron con todas sus fuerzas, sabiendo que esta vez la liberarían. Al cabo de diez minutos, navegaban despacio hacia el río. Según Jannit estaban demasiado cerca de la Roca del Cuervo; Maggie movió el enorme timón hacia la derecha, pero el barco parecía aletargado y tardaba en reaccionar, y mientras navegaban junto a la Roca del Cuervo toparon con algo.
Jannit supo de inmediato que habían golpeado uno de los Picos, una hilera de pequeños farallones que sobresalían de la roca del Cuervo y que no eran visibles con la marea creciente. Maggie estaba consternada. Poco le ayudó que Jannit le dijera que ya la había advertido de que se estaban acercando demasiado, y que Maggie le respondiera que ya lo sabía y que «muchas gracias, Jannit».
Rupert y Nicko cogieron una vela sobrante y corrieron a la bodega. Entraba agua por la bodega de carga; Rupert estaba horrorizado, pero Nicko sabía que las vías de agua siempre parecen más graves de lo que en realidad son. Rupert y él embutieron la vela de lona en la vía del casco y descubrieron con alivio que el agujero era apenas mayor que el puño de Rupert. El chorro cesó, y la vela roja se iba oscureciendo a medida que se empapaba. El agua seguía entrando, aunque ahora más despacio: empapaba la vela a un ritmo que permitía a Nicko y a Rupert achicarla con un cubo.
Un barco con una vía de agua debe navegar hacia la costa lo antes posible. Decidieron llevar la barcaza del Puerto hasta el embarcadero más próximo de la ribera del Castillo; nadie quería arriesgarse a atracar en el margen del Bosque de noche. Mientras Rupert y Nicko achicaban agua por una borda, Maggie y Jannit, tirando con fuerza del timón, que ofrecía una insólita resistencia, llevaron la barcaza hacia el embarcadero de Palacio. Mientras se acercaban vieron que el Palacio, que por lo general estaba brillantemente iluminado y constituía una referencia para los marineros que regresaban, estaba a oscuras.
—Es como si ya no estuviera ahí —susurró Jannit, mirando hacia donde sabía que debía estar el Palacio, sin conseguir ver nada más que negrura.
Cuando se acercaron al embarcadero de Palacio que, a diferencia de todo lo que se encontraba detrás, aún era visible, todo el mundo se planteó si había sido una buena idea acercarse tanto. Nicko iluminó la orilla con uno de los poderosos faroles de la barcaza, pero no pudo ver nada. La luz se iba apagando justo detrás del embarcadero en lo que parecía un banco de niebla, pero no lo era. La niebla desprendía cierto destello y hacía rebotar la luz. Aquella niebla se tragaba la luz y la mataba, pensó Nicko con un escalofrío.
—Creo que no debemos acercarnos —dijo—. No es seguro.
Pero Maggie, preocupada por que el barco se hundiera, no creía que el río fuera precisamente seguro. Empujó el timón fuerte hacia la derecha, la barcaza les estaba llevando la contraria, y se dirigió hacia el embarcadero.
De repente una voz fantasmal se oyó por encima del agua.
—Cuidado, cuidado. No os acerquéis. Huid… huid de este lugar, de este terrible lugar malditoooooo.
Se miraron unos a otros, pálidos a la luz del farol.
—Os lo dije —protestó Nicko—, Os dije que no era seguro. Tenemos que irnos de aquí.
—De acuerdo, de acuerdo —se apresuró a decir Maggie, que ya no confiaba en sus propias decisiones—, pero ¿adonde? Tiene que ser un lugar cerca de aquí. Suponed que en todas partes es lo mismo, ¿qué vamos a hacer entonces?
Nicko estaba pensando. Sabía por Stanley que aquello era un dominio oscuro. Nicko no había prestado demasiada atención durante las clases de magia del colegio; de hecho, en cuanto fue lo suficiente mayor (y valeroso) dejó de acudir y se fue al astillero, pero recordaba algunos versos mágicos. Los que se le ocurrieron fueron:
Un dominio oscuro
para estar seguro
en los confines del agua debe permanecer.
Y:
Los muros del Castillo son altos y recios, de tal forma hechos que la oscuridad repelen.
Pero si la oscuridad crece dentro
los muros del Castillo dentro la mantienen.
—No será así en todas partes —dijo Nicko respondiendo a la pregunta de Maggie—. A esta cosa oscura la detiene el agua o la muralla del Castillo. Por eso estábamos a salvo en el astillero, porque estábamos fuera de la muralla. Así que creo que si vamos al local de Sally Mullin estaremos a salvo; se encuentra fuera de los muros. Podemos amarrar en el Muelle nuevo, justo debajo del pontón de Sally, y estaremos seguros. Luego Rupert y yo podemos buscar otro barco, ¿de acuerdo?
Maggie asintió. Estaba de acuerdo, aunque en aquel momento pocas opciones tenía, así que no era decir mucho, en su opinión. Pero ella y Jannit prepararon las velas y dirigieron la barcaza hacia el río.
Fue entonces cuando descubrieron que el timón estaba atascado. Maggie se dio cuenta de que la barcaza no había escapado indemne tras embarrancar; ahora insistía en virar de manera terca y constante hacia la derecha, lo que probablemente se debiera a que había chocado contra los Picos. La barcaza se negaba a virar a la izquierda, hacia el Muelle Nuevo. Para consternación de todos, se dirigía de forma inexorable hacia la corriente de la Roca del Cuervo, hasta que fue reconducida por una corriente contraria y arrastrada hacia las profundas y picadas aguas de la base de la roca, de modo que se alejaba rápidamente del Castillo. Intentaron salir de la corriente usando las pértigas de la barcaza como timones, pero no tuvieron éxito. La Bañera Inmunda se dirigió haciendo eses hacia el Bosque y, a medida que se acercaban a las orillas en las que sobresalían las ramas enredadas de los árboles, empezaron a oír los amenazadores gruñidos y arañazos de las criaturas nocturnas del Bosque. Pero al menos, comentó Nicko, oían algo «normal». Era mejor que el horrible silencio del Castillo punteado por el extraño y estremecedor rugido.
Tuvieron suerte. Volvieron a encallar, esta vez en una barrera de guijarros a unos metros de la orilla, lo cual les dejaba una cómoda extensión de agua entre la barcaza y el Bosque. Maggie insistió en hacer la guardia.
—Soy la capitana —dijo con firmeza cuando Rupert se opuso—. Además, mañana vosotros tres tendréis que trabajar duro con el timón. Necesitáis dormir.
Nicko, Rupert y Jannit se pasaron la mayor parte del día siguiente reparando el timón. En el astillero habría sido una tarea rápida y sencilla, pero sin las herramientas adecuadas tardaron mucho más. También estaban más mojados y hacía más frío que en el astillero, y ni siquiera la constante provisión de chocolate caliente que Maggie les ofrecía evitó que por la tarde empezaran a crispárseles los nervios.
El sol del invierno estaba bajo en el cielo cuando, tras reparar la barcaza del Puerto, por fin salió flotando del banco de guijarros y pusieron rumbo hacia el Muelle Nuevo, río arriba. Mientras la barcaza bordeaba la Roca del Cuervo, vieron el Castillo oscurecido a la luz del día por primera vez. Fue una conmoción. De noche, el único signo visible del dominio oscuro era la ausencia de las habituales luces nocturnas, pero a la luz del día se percibía la magnitud del desastre que había asolado el Castillo. Una nube como una gran cúpula negra ocupaba el interior de las murallas del Castillo, oscureciendo la vista habitualmente alegre de las puntas de los tejados y chimeneas, o la ocasional cúpula o torre que saludaba a cualquier barco que virase por la Roca del Cuervo. Era, pensó Nicko, como una almohada oscura puesta sobre el rostro de un inocente durmiente. Pero aun así, brillando por encima de la niebla, como un brillante faro de esperanza, estaba la Torre del Mago. Envuelta en su centelleante neblina mágica, proyectaba un desafiante resplandor índigo y púrpura. Nicko y Rupert intercambiaron unas tensas sonrisas: aún no estaba todo perdido.
Al acercarse al Muelle Nuevo divisaron las acogedoras luces de la Casa de Té y Cervecería de Sally Mullin reluciendo en el crepúsculo, y Nicko supo que tenía razón en lo del dominio oscuro. El local de Sally Mullin era seguro. A medida que se acercaron, vieron a través de las ventanas empañadas del alargado y bajo edificio de madera que el lugar estaba abarrotado de aquellos que habían tenido la suerte de escapar, y eso les elevó la moral: ya no eran los únicos.
Pero cuando la barcaza se acercó al Muelle Nuevo, un temible rugido procedente del Castillo, más fuerte que ninguno de los que habían oído hasta el momento, les puso los pelos de punta. Una vez más, Rupert y Nicko intercambiaron unas miradas, pero ahora sin ningún atisbo de sonrisa. No había necesidad de palabras, ambos sabían lo que el otro estaba pensando: ¿cómo podría nadie sobrevivir dentro del Castillo con aquello?