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Hermanos

La noche transcurría despacio en la estancia del otro lado de la Gran Puerta Roja. Sus ocupantes dormían de manera intermitente sobre la peculiar colección de almohadones y alfombras. Trueno, que no se llamaba así solo por el tormentoso color de su pelaje, los despertó dos veces de manera intempestiva, pero tras algunas protestas y algunos manotazos en el aire, por fin todo el mundo consiguió conciliar el sueño otra vez. Jenna se había apropiado de su vieja cama cajón de dentro del armario, que aún tenía las ásperas y deshilachadas mantas de su niñez, tan distintas del ajuar de delicado lino y las suaves pieles que cubrían su cama con dosel en el Palacio. Pero a Jenna le encantaban las viejas mantas, asomó la cabeza por el ventanuco durante unos minutos, levantó la mirada a las estrellas y la bajó hacia el río, que discurría mucho más abajo, tal como solía hacer en otro tiempo todas las noches antes de dormirse. Pero entre que no había luna, lo cual le recordaba una noche en la que la tía Zelda le contaba cosas en los marjales Marram, y las espesas nubes cargadas de nieve que cubrían la mayor parte de las estrellas, apenas pudo ver nada. Su armario era más frío de lo que recordaba, pero no pasó mucho tiempo hasta que también Jenna se quedó dormida, acurrucada en la cama (no le quedaba más remedio, pues la cama se le había quedado pequeña), tapada con las ásperas mantas, con su delicada capa de princesa forrada de piel y la recién adquirida capa de bruja. Era una rara combinación, pero la mantenía en calor.

Septimus y Marcellus se turnaron durante la noche para hacer guardia en la puerta: dos horas de guardia, dos horas de sueño. Cuando a eso de las cuatro de la madrugada la niebla oscura empezó a extenderse por la Calle del Ir y Venir y empujó contra la Gran Puerta Roja, Septimus estaba de guardia. Despertó a Marcellus, y juntos vigilaron la puerta con el corazón en un puño. Los goznes de la puerta se tensaron y pasaron unos largos minutos, pero el dominio oscuro no entró.

Lograron contenerlo no solo por la magia de Septimus, sino también por la propia Gran Puerta Roja. Benjamín Heap la había reforzado con pantallas de seguridad mágicas antes de entregársela a su hijo, Silas. Fue su modo de asegurar que su hijo y su nieto estarían protegidos después de que él muriera. Las pantallas de seguridad de Benjamín no podían detener a nada ni a nadie que hubiera sido invitado a entrar (como la comadrona que había robado a Septimus), pero eran bastante buenas deteniendo cualquier cosa que los Heap no hubieran invitado a cruzar el umbral. Benjamín nunca le había contado nada de esto a Silas, pues no quería que su hijo creyera que dudaba de sus poderes mágicos, aunque así era, algo que Sarah Heap había adivinado hacía mucho tiempo.

Y de este modo, el dominio oscuro emprendió su incesante ataque, al igual que estaba haciendo en los otros tres lugares del Castillo en que la gente se había refugiado: la Torre del Mago, la Cámara Hermética y la propia cámara segura secreta de Igor en la Gruta Gótica, en la cual, además de Igor, se resguardaban Marissa, Matt y Marcus. Pero quienes se encontraban detrás de la Gran Puerta Roja estaban seguros, por el momento. Y cuando la luz del sol naciente empezó a filtrarse a través de la polvorienta ventana con parteluces, Septimus y Marcellus relajaron la guardia y se quedaron dormidos junto a las candentes ascuas del fuego.

Sarah Heap se despertó con el sol, como siempre. Se desperezó desgarbadamente; tenía tortícolis por haber pasado la noche sobre una alfombra raída, con solo un almohadón duro como una piedra a modo de almohada. Se levantó y se acercó al fuego caminando con rigidez, pasó por encima de Marcellus y colocó con cuidado una almohada debajo de la cabeza de Septimus. Luego añadió unos troncos a las ascuas y se puso en pie; se abrazó a sí misma para entrar en calor, y observó cómo se reavivaban las llamas. Agradeció en silencio a Silas haberles aprovisionado de todo aquello: troncos pulcramente apilados bajo la cama de Jenna, mantas, alfombras y almohadones, dos armarios llenos de tarros de fruta y verduras en conserva, toda una caja de WíxStíx secos, que se podían convertir en tiras de sabroso pescado o carne seca cuando se reconstituían con el hechizo correcto (el minúsculo amuleto en forma de palito que Silas había dejado a mano). Además, Silas había reparado el cuarto de baño. Aquello había sido el martirio de la vida de Sarah cuando la familia Heap vivía allí. La fontanería no era uno de los puntos fuertes de los Dédalos, y los lavabos, que eran poco más que unas cabañas colgadas precariamente de las paredes exteriores, siempre estaban estropeados. Pero ahora, por fin, Silas lo había arreglado. Todo eso, junto con un gnomo de agua, que descubrió a última hora de la noche, oculto detrás del armario, llevó a Sarah a pensar en Silas con melancólico afecto. Tenía ganas de darle las gracias y disculparse por todas aquellas ocasiones en las que se había quejado de que desapareciera sin decir a dónde iba. Pero sobre todo, tenía ganas de que Silas supiera que ella estaba a salvo.

Sarah sacó el gnomo de agua y lo puso de pie encima del armario en el que lo había encontrado. Sonrió; podía ver por qué Silas lo había ocultado, era uno de los groseros. Pero a pesar de eso, pensó Sarah, el gnomo nos dará agua para el hervidor. El agua era lo que más le había preocupado, desde el arriesgado viaje al Pozo de la Entrada. Pero ahora, gracias a Silas, tendrían una provisión de agua asegurada.

Sarah colgó el hervidor encima del fuego y se sentó a verlo hervir, mientras recordaba que solía hacer aquello todas las mañanas. Le encantaban aquellos raros momentos que tenía para ella sola, en los que todo estaba silencioso y apacible. Claro que cuando los niños eran muy pequeños solía tener a uno o dos sentados medio adormilados a sus pies, pero siempre estaban en silencio y luego, cuando fueron algo mayores, no había quien los despertara, ni aunque aporreara la sartén de preparar las gachas del desayuno. Recordó también que solía sacar el hervidor del fuego justo antes de que empezara a silbar, se preparaba una infusión de hierbas y se sentaba tranquilamente a observar las formas durmientes desparramadas por el suelo, tal como estaba haciendo en aquel momento. Salvo que, pensó con ironía, mientras Trueno daba a conocer su presencia a su peculiar modo, nunca había estado contemplando una montaña de caca de caballo recién hecha.

Sarah cogió la pala, abrió la ventana y lanzó la humeante pila al aire. Se asomó y respiró el aire cortante y fresco de la mañana, que estaba salpicado de olor a nieve y a limo del río. Le inundaron los recuerdos felices de los tiempos en que celebraban la fiesta del solsticio de invernó con Silas y los niños, junto con el recuerdo de un día mucho menos afortunado, hacía exactamente catorce años. Se volvió y miró la forma durmiente de su hijo menor, y pensó que, sucediera lo que sucediese, ahora por fin había pasado una noche en la habitación en la que debió haber crecido.

Sarah observó el pálido sol de invierno asomando por encima de las colinas distantes, brillando débilmente a través de las ramas desnudas de los árboles al otro lado del río. Suspiró. Era bueno ver la luz del día una vez más, pero quién sabía qué día les esperaba.

De entrada, el día les depararía otra pelea entre Septimus y Simón.

Septimus y Marcellus se habían retirado a un rincón tranquilo junto a las estanterías de los libros de Silas y buscaban entre sus libros mágicos cualquier cosa escrita sobre dominios oscuros. No encontraron nada de utilidad. La mayoría de los libros de Silas eran libros de texto comunes o versiones baratas de libros más antiguos en las que faltaban páginas, siempre las páginas que prometían algo interesante.

Sin embargo, Septimus acababa de encontrar un pequeño opúsculo oculto dentro de una copia manchada de tinta de Año III Magia: Molestias Avanzadas, cuando Simón se acercó para ver si sus viejos libros favoritos aún estaban en las estanterías. Bajó la vista y vio el título del opúsculo: El poder oscuro del anillo de las dos caras.

Instrumento peligroso y lleno Je imperfecciones, históricamente usado por los magos oscuros y sus acólitos. Era costumbre llevarlo en el pulgar izquierdo. Una vez puesto, el anillo solo se movía en un solo sentido, de tal modo que resultaba imposible quitárselo, salvo por la base del pulgar. Se creía que las caras representaban a los dos magos que lo crearon. Cada mago deseaba poseer el anillo y lucharon a muerte por él. (Véase el opúsculo sobre la formación del Remolino sin fondo, de este mismo autor. Solo cuatro peniques en la librería de brujerío de Wywald). Después de eso, el anillo pasó de mago en mago, causando estragos. Se cree que ha desempeñado un papel decisivo en la Plaga de Limo del Puerto, los horribles ataques de las serpientes de río nocturnas de los Dédalos y muy posiblemente el Pozo Oscuro sobre el que luego se construyó el vertedero municipal. El anillo de las dos caras posee un poder acumulativo; cada propietario consigue el poder de todos sus anteriores portadores. Este poder alcanza su máximo potencial solo después de haber sido llevado durante trece meses lunares. Aunque son muchos los que dicen que el anillo de las dos caras aún existe, el autor no cree que sea este el caso. No se ha oído hablar de él desde hace cientos de años, y es probable que se haya perdido irremisiblemente.

—Interesante —dijo Simón leyendo, por encima del hombro de Septimus—, pero no es del todo cierto.

La respuesta de Septimus fue breve y precisa.

—Lárgate.

—Ejem. —Marcellus tosió, sin demasiado éxito.

—Solo intento ayudar —dijo Simón—, Todos queremos encontrar el modo de librarnos de este dominio oscuro.

—Nosotros somos los que queremos librarnos de él —dijo Septimus, mirando con intención a Marcellus—, pero no estoy seguro de que tú quieras lo mismo.

Simón soltó un resoplido, lo cual molestó a Septimus.

—Mira, yo ya no hago esas cosas, de verdad, ya no las hago.

—¡Ja! —exclamó Septimus con sorna.

—Vamos, vamos, aprendiz. Recuerda lo que le prometiste a tu madre.

Septimus no hizo ningún caso a Marcellus.

—No me crees, ¿verdad? —Simón parecía exasperado—. Cometí un error. De acuerdo, fue un error fatal, pero estoy haciendo todo lo posible por enmendar las cosas. No sé qué más puedo hacer. Y ahora mismo podría seros de mucha utilidad. Yo sé más de estas… cosas, que vosotros dos juntos.

—Apuesto a que sí —le replicó Septimus.

—Aprendiz, creo que deberías calmarte y…

Simón explotó.

—Crees que lo sabes todo porque eres el aprendicito mimado de Marcia, pero no es así.

—No me vengas con aires de superioridad —dijo Septimus.

—¡Chicos! —De repente ahí estaba Sarah—. Chicos, ¿qué os he dicho?

Septimus y Simón se miraron el uno al otro.

—Lo siento, mamá —murmuraron los dos al unísono apretando los dientes.

Marcellus fue quien medió entre ellos.

—Aprendiz, son momentos de desesperación —dijo para apaciguar a Septimus—, Y los momentos de desesperación requieren que se tomen medidas a la desesperada. Necesitamos toda la ayuda que podamos conseguir. Y Simón tiene una gran ventaja; conoce la oscuridad y…

—¡A la perfección! —murmuró Septimus entre dientes.

Marcellus ignoró la interrupción.

—Y creo que ha cambiado. Si alguien sabe un modo de derrotar a este dominio oscuro, tal vez sea Simón, y no tienes por qué poner esa cara, Septimus.

—¡Ja!

—Debemos hacer todo lo que podamos. Quién sabe cuánto tiempo podremos mantener al dominio oscuro fuera de la habitación. Quién sabe cuánto tiempo la pobre gente del Castillo puede sobrevivir dentro del dominio. Y de hecho, quién sabe cuánto tiempo resistirá la Torre del Mago.

—La Torre del Mago resistirá eternamente —dijo Septimus.

—Así lo desearía, pero lo dudo. ¿Y qué pasaría si lo hiciera? Pronto no sería más que una isla en un Castillo de muerte.

—¡No!

—Recuerda mis palabras, aprendiz, cuanto más tiempo permanezca aquí el dominio oscuro, más probable es que ocurra lo que te he dicho. La mayoría de la gente sobrevivirá pocos días. Otros, tal vez los menos afortunados, sobrevivirán más tiempo, pero sus experiencias los llevarán a enloquecer. Tenemos el deber de hacer todo lo posible para evitarlo. ¿No estás de acuerdo?

Septimus asintió.

—Sí —dijo apesadumbrado.

Marcellus llegó a donde Septimus sabía que quería ir a parar.

—Para este propósito, creo que deberíamos reclutar el apoyo de tu hermano.

Septimus no podía soportar la idea.

—Pero no podemos confiar en él —protestó.

—Aprendiz, de verdad, creo que podemos confiar en él.

—No, no podemos. Se ha enredado a sabiendas con la oscuridad. ¿Qué clase de persona hace eso?

—Personas como nosotros, aprendiz —Marcellus lo dijo con una sonrisa.

—Pero es distinto.

—Y creo que tu hermano también es distinto.

—¡Ni que lo digas!

—Aprendiz, no me malinterpretes deliberadamente —respondió Marcellus en tono severo—. Tu hermano ha cometido errores. Ha pagado, y de hecho aún está pagando, un precio muy alto por ellos.

—¡Como debe ser!

—Estás siendo un poco vengativo, aprendiz. No es una cualidad atractiva en alguien con tanto potencial mágico como tú. Deberías ser más magnánimo en tu victoria.

—¿Mi victoria?

—Pregúntate a ti mismo de quién, si no, ¿de Septimus Heap, aprendiz extraordinario, amado y respetado por todos en el Castillo, con un brillante futuro por delante, o de Simón Heap, caído en desgracia, exilado, que lleva una existencia precaria en el Puerto con pocas esperanzas de futuro?

Septimus no lo había pensado de aquel modo. Echó un rápido vistazo a Simón, que estaba solo, mirando fijamente por la ventana. Era cierto; no se cambiaría por Simón por nada del mundo.

—Sí —dijo—. Sí, de acuerdo.

Y así fue como, para sorpresa y alegría de Sarah Heap, su hijo menor y su hijo mayor pasaron las horas siguientes juntos, sentados a los pies de la estantería de los libros de Silas Heap, en animada charla con Marcellus Pye, de quien Sarah había albergado una opinión totalmente contraria. En ocasiones, uno de ellos cogía un libro de la estantería, pero la mayor parte del tiempo permanecían sentados tranquilamente y en aparente cordialidad.

Al caer la noche, tanto Septimus como Marcellus Pye habían aprendido un montón de cosas de Simón, por ejemplo: que Simón había visto por última vez el anillo de las dos caras en los huesos fangosos de su antiguo amo, DomDaniel, que estuvieron a punto de estrangularlo; que había metido los huesos en un saco y los había arrojado dentro del armario sin fondo del Observatorio; que Merrin debía de haber recuperado de algún modo el anillo del viscoso hueso del pulgar de DomDaniel (la mera idea les hacía estremecer a todos).

Septimus pensó que, si atrapaban a Merrin y le quitaban el anillo, el dominio oscuro desaparecería, pero Simón les había explicado que, una vez el dominio oscuro se había puesto en marcha, haría falta algo más que eso para librarse de él, haría falta la magia más poderosa. Cuando mencionó los códigos emparejados, Marcellus se refirió a regañadientes a lo que había ocurrido y les invadió el pesimismo.

—Hay otro modo —dijo Simón al cabo de un rato—. Los aprendices del mismo mago extraordinario comparten un vínculo mágico. Alther y Merrin fueron ambos aprendices de DomDaniel, y Alther es el mayor. Hay una remota posibilidad de que Alther pueda deshacer el dominio oscuro, pues es obra de su aprendiz más joven. Pero…

Septimus estaba escuchando con interés.

—¿Pero qué? —preguntó.

Era la primera pregunta que formulaba a Simón que no era una acusación.

—Pero no estoy seguro de que funcione para los fantasmas —dijo Simón.

—Bueno, pero ¿y si tal vez funciona?

—Tal vez sí o tal vez no.

Septimus se decidió. Iría a los salones de la oscuridad y encontraría a Alther. Le daba igual que Alther tuviera los poderes que Simón le atribuía. Alther sabría qué hacer, estaba seguro de ello. Era su única esperanza.

L

—Marcellus —dijo Septimus—, ¿Te acuerdas de que me dijiste que había otros portales para entrar en los salones de la oscuridad?

—¡Sí… claro! —Marcellus veía lo que se avecinaba.

—Quiero encontrar el más cercano. Iré a buscar a Alther y lo traeré de vuelta.

Simón estaba horrorizado.

—¡No puedes ir a los salones de la oscuridad!

—Sí puedo. Pensaba ir de todos modos antes de que esto empezara.

Simón parecía muy preocupado.

—Septimus, ten cuidado. Por eso te escribí, aparte de escribirte para pedirte perdón por, hummm… haber intentado matarte. Lo siento, de veras, lo siento. Sabes que lo siento, ¿verdad?

—Sí, creo que sí —dijo Septimus—, Gracias.

—Bueno, lo último que le desearía a mi hermano pequeño es que se viera mezclado en algo oscuro. La oscuridad te atrae. Te cambia. Es algo terrible. Y los salones de la oscuridad son el lugar más oscuro de todos.

—Simón, yo no quiero ir, pero ahí es donde está Alther —le explicó Septimus—. Y si existe alguna posibilidad, por remota que sea, de que pueda ayudarnos, quiero correr el riesgo. Además, le prometí a Alice que lo traería de vuelta. Y una promesa es una promesa.

Simón jugó su última baza.

—Pero ¿qué dirá mamá?

—¿Qué dirá de qué? —dijo Sarah, que tenía un oído de liebre cuando sus hijos hablaban de ella, desde el otro extremo de la habitación.

—Nada, mamá —respondieron a coro Simón y Septimus.

En las sombras de la estantería, Marcellus sacó su versión de bolsillo del almanaque de su libro Yo, Marcellus, y buscó el capítulo titulado «Cálculos de Portal: Coordenadas y Puntos Cardinales».

Cayó la noche. Septimus volvió a llamar a Escupefuego, aunque ya no esperaba que su dragón respondiese. El silencio vacío que siguió a su llamada preocupó en extremo a Septimus, pero intentó no demostrarlo.

Sarah preparó otro estofado, con la ayuda de Lucy, que quería aprender a cocinar un estofado que fuera realmente comestible. Después de cenar, Septimus, Simón y Marcellus regresaron a la estantería y, con las nuevas fuerzas que les había dado el estofado de Sarah, acabaron la primera parte de los cálculos, que demostraron que el portal de entrada a los salones de la oscuridad más cercano se encontraba a eso de un kilómetro y medio de allí. A nadie sorprendió demasiado el resultado.

La noche avanzaba y el viento del noroeste empezó a soplar. Sacudía el cristal de la ventana y colaba heladas ráfagas en la habitación. Los ocupantes se envolvieron en mantas y se acomodaron para pasar la noche. Pronto la estancia que se encontraba detrás de la Gran Puerta Roja se quedó en silencio.

Poco después de la media noche, una Cosa llegó al otro lado de la Gran Puerta Roja. Se la quedó mirando con interés. Colocó sus andrajosas manos en la brillante madera roja e hizo una mueca cuando tocó la magia camuflada que recubría la superficie. Sin que Marcellus lo notara, porque se había dormido, aunque en realidad tenía que estar haciendo guardia, la puerta se estremeció un poco y sus goznes se tensaron.

La cosa se escabulló por el pasaje, murmurando de manera oscura para sus adentros.