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En el exterior

Stanley cayó mucho más de lo que había caído nunca. La vida de una rata era precaria, en particular la de una rata mensaje, y Stanley se había caído de muchos sitios muchas ve-ces… pero nunca desde nada tan alto como el nivel superior de los Dédalos. Y, desde luego, nunca lo habían empujado.

Era probable que el empujón le hubiera salvado el pellejo. Fue tal la sorpresa de encontrarse de repente en el aire, que Stanley estaba tan relajado como si lo hubieran lanzado al espacio. Y así, cuando aterrizó en medio de uno de los muchos matojos ralos que brotaban de las paredes de los Dédalos, rebotó, cayó tres metros más y aterrizó, por los pelos, en un pariente más grande del matojo anterior: los pequeños huesos de rata de Stanley no se hicieron pedazos como habría sucedido si sus músculos hubieran estado tensos esperando el fatal desenlace. Aturdido, Stanley quedó tumbado, escuchando el sonido de las ramas desnudas por el invierno resquebrajándose lentamente bajo su peso.

El crujido final de la rama hizo, sin embargo, que la rata se pusiera un poco tensa. La rama se dobló de repente hacia abajo como un hueso roto y, justo a tiempo, Stanley realizó un hábil salto hasta una piedra grande que sobresalía de la pared. Sus largas y delicadas garras se aferraron a la manipostería y, muy despacio, la rata inició lo que más tarde describiría (en numerosas ocasiones) como un descenso controlado.

En aquel lado de los Dédalos, las paredes caían rectas hasta el río, pero, por suerte para Stanley, muy lejos, en el Puerto, la marea estaba bajando, cosa que afectaba al río incluso a la altura del Castillo. En el tramo final de su descenso controlado, Stanley se encaramó en los enormes bloques de piedra cubiertos de légamo verde que formaban los cimientos de los Dédalos (y que pasaban la mayor parte del tiempo bajo el agua), resbaló y cayó en el fango del río con un tenue chapoteo.

La rata inició entonces la larga excursión hasta casa. Bordeaba los muros del Castillo, saltando a la orilla cuando podía, y brincando sobre rocas, pontones podridos y superficies lodosas cuando no podía. Fue un viaje lúgubre y, en ocasiones, aterrador. En cierto momento, Stanley creyó oír un bramido distante proveniente del interior del Castillo, y el sonido lo inquietó, pero no se repitió y empezó a pensar que lo había imaginado. Mientras Stanley avanzaba, no podía dejar de alzar la vista hacia el Castillo, en busca de una ventana iluminada que le levantara el ánimo. Pero no había ninguna. Había dejado muy atrás la última, y empezaba a preguntarse si incluso aquella se habría oscurecido ya. A Stanley, la oscuridad le daba miedo. Antes, nunca había prestado mucha atención a las luces del Castillo; las ratas no entendían el gusto de los humanos por las luces y las llamas. Preferían las sombras, por donde podían corretear sin ser vistas; la luz significaba peligro y, por lo general, alguien esgrimiendo una escoba… o algo peor. Pero aquella noche, Stanley estaba empezando a apreciar el gusto humano por la luz. Cuando saltaba a otro pedazo de barro pegajoso y poco fiable, cayó en la cuenta de que, en el pasado, cuando miraba hacia arriba y veía las luces en las ventanas, sabía que detrás de cada vela titilante estaba la persona que la había encendido… que había alguien en la vivienda, encargándose de la llama de la vela. «O sea —pensó Stanley—, que había vida.» Pero ahora, con todas las ventanas a oscuras, daba la impresión de que el Castillo hubiera quedado vacío de toda vida humana. Y, sin humanos, ¿qué iba a hacer una rata?

Y así fue como una rata cargada de presentimientos escaló por fin el muro exterior de la Puerta Este de la Atalaya, sede del Servicio de Raticorreos y hogar de Stanley y de sus cuatro ratas adolescentes. Stanley se asomó por la pequeña tronera y no vio nada. Pero olió algo. Su fino olfato de rata olió la oscuridad, un olor agrio y rancio con un toque a calabaza quemada, y supo que era demasiado tarde. El dominio oscuro había invadido su casa y dentro, en algún lugar, estaban sus cuatro vástagos desvalidos, a los que Stanley quería más que a ninguna otra cosa en el mundo.

Florence, Morris, Robert y Josephine, a quienes todos, salvo Stanley, conocían como Fio, Mo, Bo y Jo, se parecían a cualquier otra rata, pues no eran más que cuatro escuálidas y torpes ratitas adolescentes, pero para Stanley eran la perfección misma. Apenas tenían unos cuantos días cuando las encontró abandonadas en un agujero en el muro del Sendero Exterior. Stanley, al que, ni por atisbo, le habían interesado jamás los bebés, había recogido a las crías ciegas y sin pelo y las había llevado a su casa en la Puerta Este de la Atalaya. Las había querido como si fueran suyas; las había alimentado, las había mantenido limpias de pulgas, se había preocupado por ellas cuando empezaron a salir solas a remover en las basuras y, hacía poco, había empezado a enseñarles los conocimientos básicos de una rata mensaje. Eran toda su vida, eran el brillante y estrellado futuro del Servicio de Raticorreos. Y ahora no estaban. Stanley se dejó caer desde la ventana, completamente desolado.

—¡Ay! ¡Cuidado, papi! —chillo una joven rata.

—¡Robert! —jadeó Stanley—. ¡Oh, gracias al cielo…! —La conmoción lo embargaba.

—¡Cómo pesas! ¡Me estás aplastando la cola! —dijo con brusquedad.

—Perdona. —Stanley cambió el peso con un gemido. Se estaba haciendo demasiado viejo para dejarse caer desde treinta metros sin inmutarse.

—¿Estás bien, papá? —preguntó Fio.

—¿Dónde has estado? —Esta vez era Jo.

—¡Oh, papi! Creíamos que te había atrapado. —Un abrazo de Mo, siempre la más sentimental, hizo que Stanley sintiera que el mundo volvía a estar en su sitio.

Las cuatro ratas se sentaron formando una abatida línea en el Sendero Exterior, que no era otra cosa que una estrecha cornisa bajo la Puerta Este de la Atalaya. Stanley relató los acontecimientos de las últimas horas.

—Es malo, papi, ¿verdad? —dijo Mo al cabo de un rato.

—No pinta bien —dijo Stanley con un deje pesimista—. Pero según ese alquimista amigo mío, aquí estaremos bien… estamos fuera de los muros. Son todas esas pobres ratas atrapadas en el Castillo las que me preocupan. —Suspiró—. Y yo soy todo el personal que queda para atender el servicio.

—¿Y adonde iremos ahora, papi? —preguntó Bo, pateando las piedras con impaciencia.

—A ninguna parte, Robert, a menos que quieras cruzar a nado el Foso. Pasaremos la noche aquí fuera y ya veremos lo que nos depara mañana.

—Pero hace mucho frío, papá —dijo Fio, mirando con tristeza los diminutos copos de nieve que caían.

—No hace ni la mitad de frío que en el interior del Castillo, Florence —dijo Stanley con gesto grave—. Un poco más allá falta una piedra en el muro. Podemos pasar allí la noche. Es un buen entrenamiento.

—¿Para qué? —se quejó Jo.

—Para convertirse en una rata mensaje fiable y competente; para eso, Josephine.

La réplica fue un aluvión de quejas. Sin embargo, los jovenzuelos no se quejaron mucho más. Estaban cansados, asustados y aliviados por el regreso de Stanley sano y salvo. Conducidos por él, desfilaron hasta el hueco en el muro y, retornando a la infancia, formaron un cúmulo de ratas, exactamente como estaban cuando Stanley los encontró, y se resignaron a pasar una noche incómoda. Cuando Stanley se aseguró de que estaban bien instalados dijo, de muy mala gana:

—Tengo que hacer una cosa. No tardaré. Quedaos aquí y no os mováis ni un centímetro.

—No nos moveremos —respondieron a coro con voz soñolienta.

Stanley partió de inmediato por el Sendero Exterior hacia el astillero de Jannit Maarten, murmurando malhumorado para sus adentros:

«Ya deberías saberlo, Stanley. No te mezcles con magos. Ni con princesas. Ni siquiera con una sola princesa. Una sola princesa es peor que media docena de magos, por lo menos. Cada vez que te enredas con una princesa o con un mago, sobre todo con los Heap, acabas metido en alguna búsqueda absurda en mitad de la noche, cuando podrías estar calentito y tan ricamente en tu cama. ¿Cuándo aprenderás?»

Stanley corría a lo largo del Sendero Exterior. No tardó en asaltarlo un segundo, un tercero y un cuarto pensamiento, poniendo en tela de juicio la sensatez de su excursión.

«Pero ¿qué estás haciendo, rata insensata? No tienes porqué ir en busca de otro de los insufribles Heap. En realidad, no dijiste que lo harías, ¿no? De hecho, ni siquiera tuviste la ocasión de decir nada, ¿no es así, Stanley? ¿Y eso por qué? Porque, si echas la vista atrás, cerebro de rata, la propia madre de los insufribles Heap intentó matarte. ¿Ya lo has olvidado? Y, por si no te hubieras dado cuenta, hace un frío que pela, este camino es una trampa mortal, sabe Dios qué está pasando en el Castillo y no deberías haber dejado solos ahí fuera a tus cuatro vástagos; ¿acaso no son tan importantes como un puñado de fastidiosos magos…? ¡Por mi santa tía Doris ¿qué demonios es eso?!»

Un rugido, salvaje y áspero, rompió el silencio. Esta vez sonó cerca. Demasiado cerca. De hecho, sonó como si lo tuviera encima. Stanley se pegó contra el muro y miró hacia arriba. No se veía más que el inmenso y oscuro cielo nocturno, moteado con unas cuantas estrellas empañadas. Stanley sabía que los muros del Castillo que se alzaban detrás y por encima de él pertenecían a las casas altas y estrechas adosadas al Foso. Pero sin un solo rayo de luz, la rata no podía ver nada.

Mientras Stanley esperaba, preguntándose si sería seguro moverse, se dio cuenta de que podía ver algo. En la quieta superficie del Foso, justo en la siguiente curva, un tenue reflejo de luz captó la atención de la rata. Provenía precisamente, supuso, del lugar al que se dirigía: el astillero de Jannit Maarten. El reflejo de luz elevó considerablemente la moral de Stanley. Decidió continuar con su misión… aunque ello implicara a un insufrible Heap.

Al cabo de unos minutos, Stanley dio un saltito desde el Sendero Exterior y corrió por el astillero, esquivando la maraña de enseres marineros que poblaban el patio de Jannit, en dirección a la maravillosa vista de una ventana iluminada. Estaba claro que pertenecía a la barcaza del Puerto y que, hablando con rigor, se trataba de un ojo de buey iluminado, pero a Stanley le daba igual. La luz era luz, y donde había luz, había vida.

La escotilla del camarote del ojo de buey estaba cerrada y atrancada, pero eso no detendría a una rata mensaje. Stanley dio un bote hasta el techo de la cabina, localizó la salida de aire, un tubo abierto en forma de asa de paraguas, y se coló dentro.

Nicko jamás había oído gritar a Jannit Maarten. En realidad, fue más bien un fuerte chillido, corto y agudo, muy agudo. No parecía en absoluto Jannit.

—¡Una rata! ¡Una rata! —gritó Jannit.

Jannit empezó a dar brincos, cogió una llave cercana, siempre había una llave cerca de ella, y descargó un golpe. Los reflejos de Stanley superaron una dura prueba. En fracciones de segundo, la rata saltó a un lado.

—¡Rata mensaje! —chilló agitando las patas delanteras en el aire.

Con la llave en alto para asestar otro golpe, Jannit miró a la rata que, de pronto, acababa de aterrizar en medio de la mesa, a punto de tirar la vela encendida. Stanley miraba la llave con particular interés. Los congregados en torno a la mesa miraban a Stanley.

Jannit Maarten, enjuta, con el rostro como una nuez, bronceado por el viento, y el cabello gris ferroso recogido en una coleta de marinero, era una mujer con aspecto de ir en serio. Muy despacio, bajó la llave. Stanley, que había estado conteniendo la respiración, exhaló con alivio. Miró hacia las caras expectantes que lo rodeaban y disfrutó del momento. Para una rata mensaje, de eso se trataba: el dramatismo, la emoción, la atención, el poder.

Stanley examinó a su audiencia con el ojo dominante y confiado de una rata que sabe que no será, al menos durante los próximos minutos, aplastada por una llave. Miró al receptor de su mensaje, Nicko Heap, solo para constatar que se trataba de él. Lo era. Reconocería en cualquier sitio aquel cabello pajizo tejido de trencitas de marinero. Y también aquellos brillantes ojos verdes de los Heap. Junto a él estaba Rupert Gringe, con su corta cabellera brillando pelirroja a la luz de la vela, y, por una vez, no fruncía el ceño. De hecho, Rupert tenía una sonrisa en el rostro mientras miraba a la joven algo regordeta que se sentaba junto a él. Stanley la conocía. Era la capitana de la barcaza del Puerto. También tenía el pelo rojo, mucho más que Rupert Gringe. Y también sonreía, e incluso a la luz de la vela parecía muy amistosa, aunque Stanley no estaba muy convencido. La última vez que la había visto, le había tirado un tomate podrido. Aunque eso era mejor que una llave de tuercas…

Nicko interrumpió las reflexiones de la rata.

—¿Para quién es el mensaje, pues? —dijo.

—¿Cómo?

—El mensaje. ¿Para quién es?

—Ejem. —Stanley aclaró su garganta y se irguió sobre sus patas traseras— Debe tenerse en cuenta que, debido a la actual… eeh… situación y a las circunstancias a ella referidas, no se trata de un formato convencional de mensaje. Así pues, no se acepta responsabilidad alguna por la exactitud, o falta de la misma, de este mensaje. No requiere el abono de tarifa alguna, pero pueden encontrar una caja de donativos para los nuevos desagües de la Puerta Este de la Atalaya en la puerta del Servicio de Raticorreos. Se advierte que el dinero de la caja se recoge al caer la noche.

—¿Ya está? —preguntó Nicko—. ¿Has venido a hablarnos de los desagües?

—¿Qué desagües? —dijo Stanley, cuya verborrea solía ir por delante de sus pensamientos. Y acto seguido, en cuanto logró atrapar sus propios pensamientos, añadió tajante—: —No, por supuesto que no.

—Yo a ti te conozco —dijo Nicko de repente—. Tú eres Stanley, ¿verdad?

—¿Por qué lo pregunta? —preguntó Stanley con recelo.

Nicko se limitó a sonreír.

—Ya me parecía a mí. Pues bien, Stanley, ¿para quién es el mensaje?

—Para Nicko Heap —replicó Stanley, sintiéndose un poco ofendido, aunque sin saber muy bien por qué.

—¿Para mí? —Nicko parecía sorprendido.

—Si es usted, sí.

—Pues claro que soy yo. ¿Cuál es el mensaje?

Stanley tomó una profunda bocanada de aire.

—«Encontrar a Nicko… Nicko Heap, en el astillero de Jannit. Dile lo que está pasando. Dile dónde estamos. ¿Lo harás?»

Nicko palideció.

—¿Quién lo envía?

Stanley se sentó sobre un montón de papeles.

—Bueno, yo no voy por ahí llevando mensajes como este para cualquiera, como podéis comprender… en especial, dada la presente, eeh… situación. Sin embargo, considero no ser, al menos hasta cierto punto, un mero mensajero, sino estar ejerciendo funciones de representante personal de… ¡aaay!

Nicko apretó con el dedo la oronda barriga de la rata.

—¡Aaay! Eso duele —protestó Stanley—, No hay necesidad de recurrir a la violencia, oiga. Solo la bondad de mi corazón me ha hecho venir hasta aquí.

Nicko se inclinó sobre la mesa y miró cara a cara a la rata.

—Stanley —dijo—. Si no me dices de inmediato quién envía el mensaje, yo mismo te estrangularé. ¿Lo pillas?

—Sip. Lo pillo. A la primera.

—¿Quién lo envía, entonces?

—La Princesa.

—Jenna. *

—Sí. La princesa Jenna.

Nicko miró a sus compañeros, la luz de la única vela situada en el centro de la mesa proyectaba sombras sobre sus rostros preocupados. Durante unos minutos, las cabriolas de Stanley los habían distraído de lo que sucedía en el exterior… pero no por mucho tiempo. Toda la preocupación por sus familias y amigos, que estaban en el Castillo, volvieron a emerger a la superficie.

—Muy bien —dijo Nicko lentamente—. Pues… dime: ¿dónde está Jenna? ¿Quiénes son «ellos»? ¿Están a salvo? ¿Cuándo envió el mensaje? ¿Cómo es que tú…?

Ahora le tocó a Stanley interrumpir.

—Mirad —dijo con cansancio—, ha sido un día muy largo. He pasado por unas cuantas experiencias desagradables. Os lo explicaré todo, pero antes, una taza de té y unas galletas harían maravillas.

Maggie fue a levantarse, pero Rupert la detuvo.

—También ha sido un día muy largo para ti —dijo—. Yo lo haré.

Se hizo el silencio, roto únicamente por el leve siseo de la pequeña cocinilla… y por el repentino y aterrador rugido de algo allí fuera, en lo más profundo de la oscuridad.