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Ladrones en la noche

Mientras Jenna y Septimus se encontraban en la solitaria grada, con las oscuras aguas del Foso a su derecha y la expansiva oscuridad del Castillo a su alrededor, oyeron resonar el eco de un sonido aleteante que se aproximaba a ellos.

—Deprisa, Jenna. Volvamos al interior.

Jenna asintió. Era un sonido espantoso, como si se acercara una cosa.

Septimus buscaba a tientas la llave, cuando una voz lo llamó:

—¡Aprendiz!

¡Aprendiz!

La nerviosa figura de Marcellus Pye, con un zapato que parecía haber sido mordido por un perro, surgió por un hueco entre dos casas y se apresuró hacia ellos.

—¡Gracias a los dioses que estás aquí! —Se inclinó ligeramente ante Jenna, como hacía siempre, y consiguió que se molestara… como ella hacia siempre—. Princesa, no os había reconocido de entrada. ¿Os dais cuenta de que lleváis una capa de bruja auténtica?

—Sí, lo sé, gracias —dijo Jenna—. Y antes de que lo pregunte, la respuesta es no, no me la voy a quitar.

Marcellus la sorprendió.

—Espero que no. Podría ser útil. Y, además, no seríais la primera princesa bruja del Castillo.

—¡Ah! —Jenna no estaba del todo complacida. Había dado por sentado que ella era la primera princesa bruja.

—Marcellus —dijo Septimus, impaciente—, Jenna necesita un lugar seguro. He pensado en la cámara de seguridad...

Marcellus no dejó terminar a Septimus.

—Aquí no está segura, aprendiz. La señorita Djinn sabe que tengo una cámara de seguridad, hay que declarar todas las cámaras al Jefe de los Escribas Herméticos, y me temo que nuestra jefa de los escribas herméticos ya ha desvelado todos nuestros secretos. —Marcellus sacudió la cabeza con tristeza. No soportaba ver lo que le había sucedido al Manuscriptorium—. Ya hay cosas en el exterior —prosiguió—. No tardarán en llegar aquí, y la princesa Jenna quedaría atrapada igual que una rata. Tenemos que ir a algún lugar que el dominio oscuro tenga dificultad en encontrar.

—Pero el dominio oscuro se está extendiendo muy deprisa —protestó Septimus—, Pronto estará por todas partes. Jenna debería abandonar el Castillo.

—Sep, aún sigo aquí —dijo Jenna, molesta—, Y no voy a abandonar el Castillo.

—Muy cierto, princesa —dijo Marcellus—. Dicho lo cual, creo que al dominio le resultará difícil meterse en los Dédalos, e incluso una vez dentro no le será fácil propagarse. Así que sugiero que nos dirijamos allí y nos… ¿cómo lo llaman en el ejército joven, aprendiz?

—¿Reagrupemos? —sugirió Septimus.

—¡Ah, sí! Reagrupemos. Lo ideal sería que encontráramos un pequeño habitáculo que no llame la atención, en el fondo de un callejón sin salida, con una ventana de escape.

Jenna sabía exactamente dónde encontrar uno. Sacó la llave que Silas le había dado no hacía mucho.

—¿Qué es eso? —preguntó Septimus.

—Pues una llave, Sep —se guaseó Jenna.

—Ya sé que es una llave. Pero, ¿de dónde?

Jenna sonrió.

—De un pequeño habitáculo que no llama la atención, en el fondo de un callejón sin salida, con una ventana de escape —explicó.

Marcellus Pye cerró tras él la puerta de su casa con un suspiro y miró hacia sus ventanas sin luz. Septimus había insistido en que apagara las velas, cosa que lo había dejado muy abatido.

—Venga, vamos. Tenemos que irnos —les instó Marcellus.

—Llamaré a Escupefuego —dijo Septimus—, Algo debe de haberlo espantado. No puede estar lejos.

Marcellus parecía dudar. Las cosas le habían ido bastante bien durante quinientos años sin tener que subirse en un dragón, y no tenía prisa por que fuera de otro modo. Pero Septimus ya estaba llevando a cabo la ululante llamada, que reverberó por las casas apiñadas de la Grada de la Serpiente e hizo temblar al alquimista.

Nerviosos, esperaron en la grada, escudriñando las sombras, imaginando movimientos.

Tras unos minutos, Marcellus susurró:

—No creo que tu dragón venga, Septimus.

—Pero tiene que venir cuando yo lo llamo —dijo Septimus, preocupado.

—Quizá no pueda, Sep —susurró Jenna.

—Ni lo digas, Jen.

—No quiero decir que le haya… o sea, yo… —Jenna se contuvo. Se daba cuenta de que si seguía solo empeoraría las cosas.

—Con dragón o sin dragón, no podemos esperar más —dijo Marcellus—. Si tenemos cuidado, podemos recorrer distancias cortas a través del dominio oscuro. Mi capa tiene ciertas… propiedades, podríamos decir, y tú, aprendiz, tienes un pequeño yesquero que puede ser útil. —Jenna interrogó a Septimus con la mirada—, Y vos, Princesa, estaréis lo bastante protegida con vuestra afiliación a… —Marcellus echó un vistazo a los distintivos de su capa de bruja—, ¡Madre mía! No hacéis las cosas a medias, ¿eh? ¡El Aquelarre de las Brujas del Puerto! Muy bien, vámonos. Iremos por los Cañones del Castillo.

—¿Los Cañones del Castillo? —preguntó Jenna, a quien le gustaba pensar que era la que más sabía del Castillo—, Nunca he oído hablar de tal lugar.

—Me temo que pocas princesas lo han hecho. Aunque ahora que tenéis otras, esto… alianzas, puede que eso cambie —dijo Marcellus con una sonrisa—. Los Cañones no son, podríamos decir, lugares saludables. Los que los utilizan suelen tener motivos para esconderse. Sin embargo, yo los conozco bien y podemos deslizamos por ellos de noche sin ser vistos. Tengo mucha práctica en esa técnica.

Aquello no sorprendió a Jenna. Marcellus se envolvió en su capa haciendo un teatral remolino y, con el mismo dramatismo, Jenna hizo lo propio con su capa de bruja, cubriéndose la cabeza con la capucha para ocultar su diadema de oro. En comparación con sus compañeros, Septimus, vestido con el verde de aprendiz, se sintió un poco soso. Se fue tras ellos, sintiéndose como un aprendiz de ladrón a la sombra de sus maestros.

Casi de inmediato, Marcellus se coló por un estrecho hueco entre las casas. Un viejo cartel medio tapado por la hiedra anunciaba: APRIETA TRIPAS, APERTU. Los ásperos ladrillos les enganchaban las capas mientras se abrieron paso por el laberinto, entre el revoltijo de casas que se apiñaban detrás de la Grada de la Serpiente. Sus pasos no hacían ruido, pues caminaban sobre años de hojas caídas, musgo y el ocasional montículo leve de algún pequeño animal muerto. Sintiéndose a su vez como un animalillo que se escabullía en su madriguera, Septimus no dejaba de mirar hacia arriba, con la esperanza de ver el cielo. Pero la oscuridad de la noche sin luna y las nubes cargadas de nieve no le dejaban ver nada. En una o dos ocasiones, creyó haber visto una estrella, que quedó oscurecida por la negra forma de una chimenea o el ángulo de un tejado al doblar otra esquina. La única luz provenía del reconfortante resplandor del anillo del dragón, cuando su mano derecha se ponía por delante.

A medida que se internaban, los Cañones se estrechaban, a veces hasta el punto de obligarlos a caminar de lado, apretándose contra imponentes paredes que amenazaban con aplanarlos. Septimus se imaginaba que eran aplastados entre las paredes como las hojas secas que Sarah Heap guardaba entre las páginas de su libro de hierbas. Deseaba poder estirar por completo los brazos en todas direcciones sin golpearse los nudillos contra los ladrillos, poder correr libremente en la dirección que le viniera en gana, y no arrastrase como un cangrejo entre rocas. A cada paso, tenía la impresión de estar internándose cada vez más en un lugar del que jamás podría escapar.

Intentó quitarse de la cabeza las opresivas paredes buscando velas encendidas en las ventanas, pero apenas había ventanas que ver. Las enormes superficies de piedra que se alzaban a ambos lados bloqueaban toda vista, y pocos eran los que habían puesto una ventana en una pared que daba a otra pared a tan solo un brazo de distancia. Pero una o dos veces Septimus vio el resplandor revelador de una vela por encima de ellos, reflejándose en la pared opuesta, y su ánimo mejoró un poco.

Por fin, siguieron a Marcellus hasta un espacio más amplio y el alquimista levantó la mano en señal de aviso. Se detuvieron. Al final de aquel espacio había un banco de niebla oscura; habían llegado al borde del dominio oscuro.

Jenna y Septimus intercambiaron miradas de inquietud.

—Aprendiz —dijo Marcellus—, es hora de abrir tu yesquero.

Jenna observó con gran interés cómo Septimus sacaba un maltrecho yesquero de su bolsillo y abría la tapa. Lo vio sacar algo de su interior, pero no podía decir de qué se trataba. Septimus murmuró unas extrañas palabras que la princesa no logró captar, y alzó las manos en el aire. Tuvo la impresión de que algo empezaba a descender flotando muy despacio y se posaba sobre él, pero no estaba segura. No parecía haber cambiado en nada. De hecho, se parecía más a un mimo que otra cosa… algo parecido a lo que tenían que hacer en las clases de interpretación en el Teatrillo de los Dédalos, cosa que a Jenna siempre le había dado mucha vergüenza.

Sin embargo, Marcellus y Septimus parecían satisfechos, así que Jenna supuso que algo debía de estar pasando. Y a continuación, apreció un cambio: la luz del anillo de dragón de Septimus pareció, de algún modo, más fugaz, como si una delgada gasa se moviera encima de él. Y, cuando miró a Septimus e intentó captar su mirada, se dio cuenta de que algo de él la esquivaba. Estaba allí, pero no estaba allí. Un poco asustada, Jenna dio un paso atrás. A veces tenía la sensación de que Septimus formaba parte de cosas que ella nunca llegaría a comprender por completo.

Marcellus miró a sus dos responsabilidades detenidamente. Estaban tan preparados como jamás podrían estarlo, pensó.

Y ahora mismo lo iban a comprobar: había llegado el momento de adentrarse en el dominio oscuro. Les señaló hacia el fondo del callejón. Se detuvieron donde la niebla pasaba rodando frente a ellos: estaban tan sumamente cerca que, si quisieran, podrían tocarla.

—Yo iré primero —dijo Marcellus—, luego, vosotros, caminad juntos. Mantened un paso constante, respirad con calma. Mantened la mente despejada, ya que la oscuridad intentará alejaros de vuestro camino provocándoos pensamientos seductores sobre vuestros seres queridos. No hagáis caso de nada y, sobre todo, no os asustéis. El miedo atrae cosas oscuras como un imán. ¿Entendido?

Jenna y Septimus asintieron con la cabeza. Ninguno de los dos podía creer que estuvieran a punto de meterse, por voluntad propia, en aquel muro de oscuridad en movimiento. Tanto el disfraz oscuro de Septimus como la capa de bruja de Jenna los protegían de los cautivadores pensamientos que atraían a la gente al dominio oscuro. Era extraño, pensó Jenna, que su capa de bruja le permitiera ver el dominio oscuro como lo que era en realidad: un aterrador manto de maldad.

Volvieron a intercambiar miradas y, acto seguido, siguieron, juntos, a Marcellus, para internarse en la niebla oscura.

El disfraz oscuro de Septimus le sentaba como una segunda piel. Se movía fácilmente a través de la densa niebla oscura, pero tanto Marcellus como Jenna tenían que esforzarse. La capa de bruja de Jenna le proporcionaba menos protección; no la envolvía por completo, como era el caso del disfraz oscuro de Septimus, y no era tan poderosa, ni mucho menos. La capa de Marcellus aún lo protegía menos, si cabe; no había tratado tanto con lo oscuro como le gustaba hacer creer a la gente. Pero cualquier residuo de oscuridad ofrece protección en un dominio oscuro, y Marcellus y Jenna conseguían avanzar a pesar de sentirse como si estuvieran chapoteando a través de pegamento y respirando copos de algodón. Les asaltaban oleadas de fatiga, pero a base de grandes dosis de fuerza de voluntad consiguieron seguir adelante.

Al cabo de unos minutos, se detuvieron: habían llegado a la Vía del Mago. Marcellus escudriñó con cautela. Miró a derecha e izquierda, y a la derecha otra vez, igual que solía hacer Sarah, recordó Jenna, al cruzar la vía cuando ella era pequeña. En aquel entonces, Jenna sabía qué miraba Sarah, pero ahora no tenía ni idea de qué buscaba Marcellus… ni cómo era posible que pudiera ver algo. Marcellus les hizo señas de que siguieran adelante y se internaron en la Vía del Mago.

No era un buen lugar donde permanecer. Allí el dominio oscuro se percibía más denso y se movía a su alrededor como una cosa viva. A veces notaban que algo les rozaba y, en una ocasión, el dedo de una cosa se apoyó en Marcellus, pero se deshizo de él con una maldición oscura y la cosa se escabulló. Mantenían un paso constante por el centro de la vía, concentrados en respirar despacio y con calma, inspirar y espirar, inspirar y espirar, al tiempo que medían sus pasos a lo largo de la familiar, y ahora tan extraña y aterradora, Vía del Mago.

A medida que avanzaban, Septimus empezó a tener la intensa sensación de que algo se les acercaba por detrás. Era un sentido que había aprendido a desarrollar durante sus años de aprendiz y sabía que funcionaba. Recordando lo que Marcellus había dicho, luchó contra el impulso de mirar hacia atrás, pero no podía deshacerse de la sensación de que una criatura grande se echaba sobre ellos con rapidez. Tan rápido que si no salían del camino ahora mismo… Septimus propinó un fuerte empujón a Marcellus y a Jenna, lo cual no era tan fácil en medio de un dominio oscuro, y saltaron hacia un lado.

Justo a tiempo. Un enorme caballo negro pasó como un rayo, con los ojos muy abiertos, las desgobernadas crines fluyendo en la oscuridad y Lucy Gringe aferrada a su grupa, lanzando silenciosos gritos de terror.

La espantada de Trueno tuvo el efecto de despejar temporalmente un camino a través de la oscuridad. Marcellus se recobró de inmediato y condujo a Jenna y a Septimus tras la estela del caballo, moviéndose rápidamente a lo largo del túnel en forma de caballo que Trueno había creado a través de la oscuridad arremolinada. Para Marcellus y Jenna era un alivio verse aligerados del peso de la oscuridad, aunque sabían que no duraría mucho: el espacio ya estaba siendo invadido de nuevo por la opacidad. Al final del túnel, pudieron ver que Trueno se había detenido y hasta ellos llegó el sonido amortiguado de unos gritos.

Excitada, Jenna se atrevió a susurrarle a Septimus:

—Es mamá… Puedo oír a mamá.

Septimus no estaba seguro de que fuera Sarah. A él le sonaba más a Lucy Gringe, y también se apreciaba una voz más grave.

El túnel de Trueno se fue colapsando poco a poco, a medida que los jirones invasores de niebla oscura ocupaban el espacio como el humo de una fogata que quemara algo asqueroso. Los sonidos al final del túnel se convirtieron en fantasmales susurros, pero, en aquellos ecos lejanos, Jenna estaba absolutamente convencida de poder oír la voz de Sarah. De pronto, para mayor desaprobación de Marcellus, Jenna echó a correr. No podía soportar que la oscuridad volviera a tragarse la voz de su madre. Esta vez tenía que llegar hasta ella.

Jenna corrió por el espacio abierto, obligando a Septimus y a Marcellus a seguir la capa de bruja en fuga, que se extendía tras ella como una enorme ala negra. La escena a la que llegaron no tenía ningún sentido para Septimus, y menos aún para Marcellus.

Al principio, todo lo que Septimus pudo ver fue a Trueno, pateando y sacudiendo la cabeza, con los ojos desorbitados: un caballo aterrorizado deseando huir. Un hombre lo sujetaba por las crines y le hablaba en voz baja sin demasiados resultados, le pareció a Septimus. Al otro lado del caballo, prácticamente oculta por el voluminoso cuerpo de Trueno y la estrellada manta de caballo, vio el dobladillo de la túnica bordada y las gruesas botas de Lucy Gringe, y luego vio la capa de bruja de Jenna… y cuatro pies que salían por debajo. Y entonces, cuando Trueno se volvió de repente, vio a Jenna. Estaba arropada en los brazos de Sarah, a la que había envuelto con la capa como si ya nunca fuera a dejarla partir. Lucy también se abrazaba a alguien…

—¡Simón! —exclamó Septimus. Se volvió hacia Marcellus—. Mi hermano. Tenía que ser eso. Claro que sí. El está detrás de todo esto. De eso hablaba aquella horrible carta: «Cuidado con la oscuridad». Ahora lo entiendo.

Simón lo oyó todo.

—¡No! —protestó—. No, no es eso. No lo es. Yo…

—¡Cállate, gusano! —le espetó Septimus.

Marcellus no sabía qué estaba pasando. Pero sí tenía la certeza de que un dominio oscuro no era el lugar adecuado para una disputa familiar.

—Créeme, esto no tiene nada que ver conmigo —dijo Simón, medio suplicando, medio enfadado por verse culpado una vez más de algo que no había hecho.

—¡Mentiroso! —bramó Septimus, colérico—, ¡¿Cómo te atreves a venir aquí y…?!

—¡Silencio, aprendiz! —saltó Marcellus.

Sorprendido al oír que le hablaba de aquella manera, pues Marcellus siempre era escrupulosamente educado, Septimus se quedó a media frase.

Marcellus aprovechó aquel silencio fruto de la sorpresa.

—Si apreciáis vuestras vidas, haréis, todos vosotros, lo que yo diga —se impuso con gran autoridad—. De inmediato.

El peligro de la situación no admitía réplica. Todos, incluso Simón, asintieron.

—Muy bien —dijo Marcellus—. Jenna, tú ya sabes adonde ir, así que abrirás la marcha con el caballo. Eso te ayudará a despejar un poco el aire. —Simón se disponía a protestar, pero Marcellus se lo impidió—. Si quieres sobrevivir harás lo que yo diga palabra por palabra. Septimus, tu madre está muy débil; observarás que tu disfraz puede cubriros a los dos. Eso la protegerá de lo peor. Yo iré detrás con la señorita y con Simón Heap… pues, según presumo, ese eres tú, ¿no? —Simón asintió—, Nos moveremos manteniendo esta formación: uno, dos, tres. Es el modo más efectivo de desplazarse a través de este medio viscoso. Avanzaremos en silencio, como un solo hombre. No cabe disensión alguna. Ninguna en absoluto. ¿Ha quedado claro?

Todos asintieron.

Y así, como los gansos en invierno, quedó dispuesta la formación en V: Jenna con Trueno, Septimus y Sarah Heap compartiendo el disfraz oscuro, seguidos por Marcellus, que había echado su capa por encima de Simón, por un lado, y de Lucy, por el otro.

Al ponerse en marcha, Jenna murmuró en voz baja su destino. No sabía por qué lo había hecho, pero, en cuanto lo hizo, la princesa tuvo claro que Trueno encontraría el camino. Abandonó enseguida la Vía del Mago y se dirigió hacia las callejuelas que la llevarían hasta la entrada más próxima de los Dédalos. En medio de la niebla oscura, Jenna descubrió que el silencio le venía bien. Le permitía concentrarse, y había algo en la capa de bruja que le hacía sentirse segura en medio del peligro que los rodeaba. Se movía sin problemas a través de la oscuridad y, cuando miró a su alrededor para comprobar que todos la seguían, vio que, al igual que Trueno antes, estaba abriendo un camino para los que venían detrás. No era la primera vez que le asombraban los poderes de su capa.

Aquella terrible noche, nadie en el Castillo, ni remotamente, se movió entre la niebla oscura con una despreocupación semejante a la de Jenna. Su alegría por haber encontrado a Sarah sana y salva lo superaba todo. El dominio oscuro o la repentina y sospechosa aparición de Simón apenas le preocupaban. Había recuperado a su madre, y aquello era lo único que le importaba.

Y todas la rutas que había aprendido hacía tantos años para obtener su Título de Extramuros de los Dédalos conducían al mismo lugar hacia el que ahora se dirigía: a la Gran Puerta Roja, en la calle del Ir y Venir.