Día de reconocimiento
Después de que Escupefuego hubiera despegado del Campo del Dragón, Septimus lo había conducido lejos del Palacio sobrevolando el río. Había virado hacia la derecha justo antes del despeñadero dentado de la roca del Cuervo y ahora volaban por encima del Foso. Septimus se asomó por encima del ancho y musculoso cuello de Escupe-fuego y miró hacia abajo por el lado derecho para ver el Castillo. Se quedó sin aliento. Parecía como si alguien hubiera derramado un charco enorme de tinta china sobre el Pala— ció y la Vía del Mago. La irregular forma oscura, incluso mientras miraba, se desplazaba hacia el exterior a medida que se apagaban más velas y antorchas.
Jenna iba sentada en su puesto habitual de navegante, en la depresión que se creaba entre los omóplatos del dragón, detrás de Septimus.
—¡Qué oscuro está ahí abajo! —gritó por encima del ruido de las alas de Escupefuego.
Septimus buscó algún signo del telón de seguridad de Marcia. Creyó que quizá, solo quizá, había distinguido un tenue destello púrpura en lo más profundo de la negrura, pero no podía asegurarlo. De lo único que estaba seguro era de que el telón de seguridad había fallado.
Por lo menos, observó Septimus con alivio, Marcia sabía lo que estaba sucediendo. El avance de la negrura se había detenido ante el muro que rodeaba el patio de la Torre del Mago, y vio cómo, desde sus límites, el escudo de seguridad viviente empezaba a elevarse hacia el cielo nocturno, cubriendo la torre con un cono de brillantes luces añil y púrpura, los colores que indicaban, al ojo experto de Septimus, que Marcia estaba en el lugar. Era una vista magnífica y se sintió orgulloso de formar parte de la Torre del Mago… aunque le daba un poco de pena no haber participado en la magia.
Volaron lentamente a lo largo del Foso, manteniendo los muros del Castillo a su derecha. El dominio oscuro se extendía con rapidez, y Septimus sabía que ningún lugar del Castillo estaría a salvo durante mucho tiempo. El único faro de luz, la Torre del Mago y su hogar, estaba ahora cerrado para él y para Jenna. Solo tenían una elección: dejar el Castillo y huir para ponerse a salvo o encontrar algún sitio en el interior del Castillo donde pudieran esconderse y mantener a raya a la oscuridad.
Jenna le dio unos golpecitos en la espalda.
—Sep, ¿qué estás haciendo? Tenemos que ir al Palacio. ¡Tenemos que sacar a mamá de allí!
Habían llegado ya al otro extremo del Foso. El puente de dirección única quedaba a su izquierda, y delante de ellos, en la otra orilla del río, con las luces encendidas, estaba la destartalada figura de la Taberna del Rodaballo Agradecido. Septimus se planteó aterrizar allí, las luces resultaban tan acogedoras…, pero necesitaba tiempo para pensar. Hizo virar a Escupefuego en redondo y volvieron atrás. Septimus hizo volar despacio a Escupefuego para poder ver en qué medida, y a qué velocidad, se extendía el dominio oscuro.
Sobrevolaron el puente levadizo, que estaba levantado, como cada noche. La oscuridad aún no había llegado allí, aunque la única vela en la ventana del piso superior de los Gringe no permitía asegurarlo. Pero había otros signos de que aún seguían bien; Septimus podía ver la fina capa de nieve que cubría el camino reflejando la luz de las velas de las casas dispuestas detrás de la casa del guarda. También vio, mientras descendía para echar un vistazo más de cerca, el rectángulo de una lámpara proyectado sobre la calzada desde una puerta abierta en la parte trasera de la casa del guarda.
Septimus hizo que Escupefuego volara bajo a lo largo del Foso. Era un alivio comprobar que las velas seguían ardiendo en las ventanas de las casas adosadas a los muros del Castillo, así como los faroles en el astillero de Jannit Maarten y en la recién llegada barcaza nocturna del Puerto, que acababa de atracar. Pero más abajo, el embarcadero del Manuscriptorium
estaba oscuro. No meramente sin luz, sino tan oscuro que era casi invisible. Si Septimus no hubiera sabido que estaba allí, habría pensado que se trataba de un espacio vacío. Y, sin embargo, por alguna extraña razón, las casas del otro lado seguían iluminadas.
Lo que Septimus no había podido ver era que el dominio oscuro había seguido a Merrin hasta el Manuscriptorium y se había extendido por todas las instalaciones, que llegaban hasta el Foso. Merrin pretendía convertir el Manuscriptorium en su cuartel general, al menos hasta que consiguiera entrar en la Torre del Mago. Pero estar al mando no era tan divertido como esperaba, y menos ahora que Jillie Djinn no estaba allí para poder intimidarla. El viejo lugar vacío resultaba bastante espeluznante, más aún con el sello de la Cámara Hermética brillando misterioso a través de la oscuridad, tras el cual, aunque Merrin lo ignoraba, Beetle buscaba frenéticamente el amuleto de suspensión, que ahora languidecía en el cubo de la basura del patio con el resto de los contenidos del cajón de asedio.
Con la sensación de tener el código emparejado atascado en la garganta, Merrin había subido las escaleras hacia las habitaciones de Jillie Djinn para hacerlo bajar con su provisión de galletas y planear su próximo movimiento. Con la boca llena de galletas gomosas, miró por la ventana y captó un vislumbre de Escupefuego al pasar volando. «¿Qué estaba haciendo ahí arriba? —maldijo Merrin—, ¡Cosas estúpidas! Ni siquiera podían ocuparse de una tarea tan sencilla como deshacerse de un patético dragón.» Pues muy bien: él le daría una lección a ese dragón. Él se encargaría. Merrin sonrió a su oscuro reflejo en la ventana sucia. ¡Uy, claro que lo haría… de una forma u otra! El dragón no tendría la menor posibilidad frente a lo que había planeado. «Esto va a ser divertido», se dijo Merrin.
Escupefuego voló bajo, pasando por las pequeñas ventanas de las buhardillas con sus velas titilantes, hasta que llegaron a la Grada de la Serpiente. Debajo de ellos, a la izquierda de la grada, estaba el embarcadero de Rupert Gringe, donde felizmente ardían todavía un par de cubos que contenían antorchas. Las casas del otro lado de la grada también seguían intactas; muchas parecían haber adoptado la costumbre de Marcellus de encender bosques de velas, y toda la grada brillaba con gran intensidad.
Septimus había tomado una decisión: Alther tendría que esperar. Utilizaría su disfraz oscuro para rescatar a Sarah y luego se quedaría a combatir el avance de la oscuridad. Pero no podía poner en peligro la seguridad de Jenna. Viró con Escupefuego sobre el Foso hacia los lindes del Bosque, de manera que el dragón tuviera sitio para girar y una buena trayectoria hacia la Grada de la Serpiente, donde pensaba aterrizar.
—¡¿Qué estás haciendo?! —gritó Jenna.
—¡Aterrizando! —gritó Septimus.
—¡¿Aquí?!
—¡No, aquí no! ¡En la Grada de la Serpiente!
Jenna se inclinó hacia delante y gritó en el oído de Septimus.
—¡No, Sep! ¡Tenemos que rescatar a mamá!
Septimus volvió la cara hacia Jenna.
—¡Tú no, Jen! ¡Es demasiado peligroso! ¡Iré yo!
—¡Ni hablar! ¡Yo también voy! —gritó Jenna por encima del silbido del aire que las alas del dragón barría hacia abajo.
Escupefuego se estaba alineando para la delicada maniobra de descenso sobre la Grada de la Serpiente, pero Septimus no r, podía concentrarse con Jenna gritándole en la oreja. Hizo virar al dragón una vez más.
—¡No, Jen! —Septimus gritó mientras Escupefuego volaba de nuevo sobre el Foso en dirección hacia el Bosque—, Primero te llevaré a un lugar seguro. ¡No sabemos con qué podemos encontrarnos en Palacio!
—¡Podemos encontrarnos con mamá, tonto… tonto del culo!
Septimus estaba sorprendido. Normalmente, Jenna nunca utilizaba un lenguaje así. Lo atribuyó a la capa de bruja. Hizo girar en redondo a Escupefuego y lo encaró una vez más para aterrizar en la Grada de la Serpiente.
Escupefuego inició su segundo intento de aterrizaje.
—¡No te desharás de mí, Septimus Heap! —gritó Jenna.
—Pero, Jen…
—¡Escupefuego! —gritó la navegante—, ¡Arriba!
Escupefuego, que obedecía las instrucciones de la navegante en ausencia de las del piloto, empezó a ascender, pero no por mucho tiempo.
—¡Abajo, Escupefuego! —revocó el piloto. Escupefuego descendió. El piloto estaba al mando.
—¡Sube! —gritó Jenna.
Escupefuego subió.
—¡Baja! —gritó Septimus. El dragón obedeció. A Septimus le quedaba un último intento para convencer a Jenna.
—¡Jen, escúchame, por favor! ¡El Palacio es peligroso! Si a ti te pasa algo, no habrá más reinas en el Castillo. Nunca más. Podemos aterrizar aquí y te llevaré a casa de Marcellus, que tiene una cámara segura, incluso te puedo llevar con tía Zelda. Tú eliges. ¡Pero tienes que estar a salvo!
Jenna echaba chispas. ¿Cuántas veces la habían dejado al margen porque tenía que estar a salvo? Se inclinó hacia delante para poder gritarle mejor a Septimus y decirle que lo de ser reina le daba igual, ¡hala!… Y buscó en sus bolsillos Las normas de la reina. Enojada, sacó el libro con intención de arrojarlo al Foso, pero algo la detuvo. El librito rojo reposaba con tal naturalidad en su mano y lo percibió tan parte de ella, que de pronto Jenna supo que no sería capaz de tirarlo… De hecho, nunca podría tirarlo. Aquel librito rojo, frágil y deteriorado, contenía su historia. Pensara lo que pensase al respecto, tanto si le gustaba como si no, ella era eso, su familia era eso y, mirando hacia el Castillo oscurecido que había abajo, supo que allí era adonde pertenecía. Nada de lo que hiciera podría cambiarlo.
Y así, a lomos de un dragón un tanto desconcertado, Jenna se dio cuenta de lo que significaba en realidad el Día del Reconocimiento. De algún modo, sin ceremonias oficiales, procesiones o los tradicionales aspavientos, había sucedido. Comprendió quién era y lo aceptó. Se dio cuenta de que era el reconocimiento de algo que hacía mucho que sabía, pero que había preferido obviar. Era un poco tarde, pensó, al oír el reloj del Patio del Pañero dar las diez, pero era estupendo.
Septimus interpretó el repentino silencio de Jenna como que le había dejado de hablar por lo enfadada que estaba con él.
—¡Aterrizando! —gritó.
—¡De acuerdo! —gritó Jenna a su espalda.
Sorprendido, Septimus se dio la vuelta.
—¿De verdad? —gritó.
Jenna sonrió.
—¡Sí! ¡De verdad! ¡Lo entiendo!
Septimus le ofreció a Jenna una enorme sonrisa de alivio (no soportaba discutir con ella) y, una vez más, Escupefuego inició la aproximación hacia la Grada de la Serpiente. La grada estaba cercada por casas a ambos lados, algunas tocándose entre sí, y no era conveniente que sus ventanas fueran aplastadas por una cola de dragón mal puesta. No fue un aterrizaje fácil, incluso para un dragón acostumbrado a los estrechos confines del Castillo. Con un fuerte resoplido de entusiasmo —a Escupefuego le gustaban los retos—, el dragón agachó la cabeza.
Fue un aterrizaje perfecto. Escupefuego se posó con suavidad en el centro de la grada y plegó las alas con aire de satisfacción, produciendo un sonido parecido al crujido de cuero viejo. El piloto y la navegante se deslizaron de sus puestos hasta la grada brillante de aguanieve.
—Escupefuego —dijo el piloto—, ¡Quédate!
Escupefuego miró al piloto con curiosidad. ¿Por qué quería el piloto que se quedara en tan mal sitio? ¿Había hecho algo mal? La navegante salió en su ayuda.
—No le puedes decir a Escupefuego que se quede, Sep.
—Solo unos minutos, Jen. Luego iré a buscar a mamá.
Pero la navegante de Escupefuego se mantuvo firme.
—No, Sep. ¿Y si vuelven las cosas? Tienes que quitarle el quedarse. No es justo.
Septimus suspiró. Jenna tenía razón.
—Está bien. Escupefuego, mantente a salvo en lugar de quedarte —dio unas palmaditas en el hocico del dragón—, ¿De acuerdo?
Escupefuego resopló. Sacudió la cola y lanzó por los aires un penacho de agua del Foso. El dragón contempló cómo el piloto y la navegante se encaminaban hacia una puerta, unos cuantos metros arriba, a la izquierda, donde la grada se nivelaba. Vio cómo el piloto metía una llave en la cerradura y la giraba y ambos desaparecieron al cruzar la puerta, que se cerró tras ellos.
Escupefuego vigiló la puerta, esperando a que volvieran a salir. Y mientras vigilaba, extendió sus alas, listo para despegar rápidamente… por si acaso. No le gustaba la grada. Era estrecha y estaba llena de escondrijos por ambos lados. A Escupefuego tampoco le gustaba lo que estaba pasando en el Castillo; podía oler la oscuridad, podía sentir su proximidad.
Y entonces, de repente, vio un movimiento en las sombras. El mantenerse a salvo del piloto lo espoleó y así, mientras un grupo de cosas salían arrastrándose para echarse sobre él en un movimiento de pinza, cuchillos en ristre, Escupefuego alzó sus alas y, con un potente golpe descendente, se elevó por los aires. Miró hacia abajo y vio a las cosas que lo observaban desde la grada. Un momento después, se produjo un sonoro ¡chof!: una cantidad de caca de dragón particularmente grande había hecho diana.
A Jenna no le gustaba demasiado la casa de Marcellus. Olía a algo que le recordaba a otra época, una época de hacía quinientos años.
—¿Tenemos que meternos aquí? —preguntó con inquietud.
—Marcellus dispone de una cámara de seguridad —dijo Septimus—. Donde tú podrás estar, ya sabes, a salvo.
Miró a su alrededor. El estrecho vestíbulo y el tramo de escaleras que conducían al piso superior estaban iluminados con velas, como siempre, pero en el aire flotaba la quietud, lo que le indicó que la casa estaba desierta. Septimus sintió un vacío. Se dio cuenta de que él mismo también necesitaba la compañía de Marcellus… y su consejo.
—No está —dijo categóricamente.
Jenna estaba perpleja.
—Tiene que estar. Todas esas velas están encendidas.
—Siempre lo hace —explicó Septimus—. Ya le he dicho que un día llegará y se encontrará la casa ardiendo, pero no me hace caso.
—No quiero quedarme aquí sola, la verdad —dijo Jenna visiblemente nerviosa—. Es tan siniestro…
—Vamos —dijo Septimus—, Nos subiremos en Escupefuego y esperaremos a que Marcellus regrese.
—No pienso abandonar el Castillo —dijo Jenna, con un tono de advertencia en la voz.
—Ni yo tampoco. Solo nos mantendremos en el aire. Montados sobre Escupefuego estaremos a salvo. —Septimus abrió la puerta y salió al exterior. Jenna oyó un profundo suspiro.
—¿Qué pasa? —preguntó.
—Escupefuego… Se ha ido.