Asuntos equinos
La familia Gringe estaba en el piso superior de la casa del guarda. Habían vuelto pronto a casa de su tradicional paseo de la noche más larga por la Vía del Mago porque la señora Gringe se había sentido ignorada por Rupert, quien había estado hablando con Nicko la mayor parte del tiempo, y había exigido regresar a casa. Así que se habían perdido el levantamiento del telón de seguridad, aunque para ellos no significara gran cosa, ya que los Gringe sentían gran recelo hacia la magia.
La señora Gringe estaba sentada en su sillón, desenredando un calcetín de punto con gestos rápidos e irritados, mientras Gringe hurgaba en la pequeña fogata que ellos mismos se permitían en la noche más larga. La chimenea estaba fría y ahogada por el hollín, el fuego se negaba a prender y estaba llenando de humo la habitación.
Rupert Gringe, tras cumplir con su deber filial del paseo de cada año por la Vía del Mago, estaba cerca de la puerta, ansioso por irse. Tenía una novia nueva, la capitana de una de las barcazas del Puerto, y quería estar allí para reunirse con ella cuando la barcaza de madrugada llegará al astillero.
Junto a Rupert estaba Nicko Heap, que tenía las mismas ganas de marcharse. Nicko había ido con ellos porque Rupert se lo había pedido. «Si hay alguien más, no habrá tantos gritos», había dicho Rupert. Pero esa no era la única razón por la que había ido Nicko. Lo cierto era que estaba preocupado. Snorri y su madre habían salido en su embarcación, el Alfrún, para viajar hasta el Puerto; «solo un paseíto marítimo, Nicko. Regresaremos en poco días», había prometido Snorri. Cuando le preguntó el motivo de la salida, Snorri se había mostrado evasiva, pero Nicko sabía cuál era: estaban poniendo a prueba la capacidad de navegación del Alfrún. Sabía que la madre quería que Snorri y el Alfrún volvieran con ella a casa, y algo le decía a Nicko que eso era lo que quería también Snorri. Y cuando Nicko pensaba en ello, cosa que intentaba no hacer, la idea de que Snorri se marchara le producía una sensación de libertad, teñida de tristeza, y después de la animada charla de Lucy sobre casamientos, Nicko anhelaba volver al astillero. «Al menos entre barcos, uno sabe a qué atenerse», pensó.
Lucy sonrió a su hermano intentando apartarlo de la puerta; sabía exactamente cómo se sentía. Mañana, Lucy estaría lejos, en la barcaza de primera hora del Puerto, y ya no podía esperar más.
—¿Entonces has reservado un sitio para el caballo, Rupert? —le preguntó, no por primera vez.
Rupert la miró exasperado.
—Sí, Lucy. Ya te lo he dicho. La barcaza matinal tiene dos compartimentos para caballos, y Trueno irá en uno. Seguro. Maggie lo ha dicho.
—¿Maggie? —preguntó su madre, levantando la vista de la media que estaba deshilachando, con repentina atención.
—La capitana, madre —se apresuró a decir Rupert.
A la señora Gringe no le pasó por alto que Rupert se había puesto de un tono rosa brillante; su rostro contrastaba con el color zanahoria de su pelo de pincho—, ¡Ah!, ¿es capitana, entonces? —La señora Gringe tiró de un nudo, dispuesta a deshacerlo—, Curioso trabajo para una chica.
Rupert ya era lo bastante mayor para entrar al trapo sin más. Ignoró los comentarios de su madre y prosiguió la conversación con su Lucy.
—Baja al astillero mañana temprano, Lucy. Sobre las seis. Nosotros… o sea… yo te ayudaré a subirlo antes de que lleguen los pasajeros.
Lucy sonrió a su hermano.
—Gracias, Rupert. Lo siento. Hoy he estado todo el día un poco nerviosa.
—Todos lo estamos —dijo Rupert. Abrazó a su hermana y Lucy le devolvió el abrazo. No veía mucho a Rupert y lo echaba de menos.
Cuando Rupert se hubo marchado, Lucy sintió sobre ella la mirada de sus padres. No era una sensación muy cómoda.
—Iré a ver cómo está Trueno —dijo—. Creo que acabo de oírlo relinchar.
—No tardes —le instó su madre—. La cena ya casi está. Lástima que tu hermano no se pudiera esperar a cenar —aspiró por la nariz—. Es estofado.
—Me lo imaginaba —murmuró Lucy.
—¿Cómo?
—Nada, mamá. Vuelvo enseguida.
Lucy bajó ruidosamente por la escalera de madera y abrió la vieja y maltrecha puerta que conducía al puente levadizo. Tomó unas cuantas bocanadas de aire nevado y limpio de humos, y se dirigió a paso ligero hacia el viejo establo que estaba en la parte trasera de la casa del guarda, donde se hallaba Trueno. Lucy abrió la puerta y el caballo, iluminado por la lámpara que había dejado en el pequeño ventanuco alto, la miró, el blanco de los ojos centelleaba. Pateó la paja, sacudió la cabeza con su melena oscura y densa y soltó un relincho inquieto.
Lucy no sabía gran cosa de caballos, y Trueno era todo un misterio para ella. Le gustaba el caballo porque Simón lo quería mucho, pero lo miraba con cautela. Le preocupaban sus cascos: eran grandes y pesados, y nunca estaba segura de lo que Trueno iba a hacer con ellos. Sabía que incluso Simón tenía cuidado de no ponerse detrás del caballo para evitar ser coceado.
Lucy se acercó a Trueno con cuidado y, con suma delicadeza, le dio unas palmaditas en el morro.
—Viejo caballo tonto. Hacer todo ese camino para venir a verme. Simón debe de estar preocupado por tu ausencia. Se alegrará de verte, ¿no te parece? Viejo caballo tonto…
De pronto, en su mente se formó la vivida imagen de ella saliendo del astillero del Puerto montando a Trueno y la mirada de asombro de Simón al ver que era capaz de hacerlo.
Sabía que era posible; había visto a los valientes muchachos que montaban en sus caballos para bajarlos de la barcaza, en lugar de conducirlos de las bridas. No podía ser tan complicado, pensó. Solo se trataba de subir la pasarela, lo cual no era un trayecto muy largo. Luego Simón podría tomar el relevo y podrían volver juntos a caballo. Sería muy divertido…
Perdida en su ensoñación, Lucy decidió comprobar lo fácil que era montar a Trueno. En absoluto, fue la respuesta. Lucy evaluó al caballo, que era mucho más alto que ella: el lomo se elevaba por encima de su cabeza. ¿Cómo se monta la gente en los caballos? Ah, pensó Lucy, sillas de montar. Usan sillas de montar. Con cosas para poner los pies. Pero Lucy no tenía silla de montar. Los Gringe no habían encontrado una lo bastante barata, y Trueno se había tenido que conformar con una gruesa manta para caballos, que a Lucy tampoco le gustaba porque estaba cubierta de estrellas. Aunque, cuando hacía frío, le resultaba muy útil.
Lucy no se desalentó; estaba decidida a montar a Trueno. Cogió la banqueta con escalones de madera que permitía llegar al pesebre de heno, y la colocó junto al caballo. Luego subió los peldaños, se bamboleó peligrosamente en lo alto y trepó al lomo del caballo. La única reacción de Trueno fue un ligero desplazamiento de su peso. Era un caballo estable, y a Lucy le pareció como si apenas la hubiera notado. Estaba en lo cierto. Trueno apenas había notado su presencia; el caballo tenía otra cosa en mente: Simón.
—¡Maldición! —Una exclamación llegó desde algún lugar cercano al suelo. Lucy reconoció la voz.
—¡Stanley! —dijo, mirando hacia abajo desde su gran altura—, ¿Dónde estás?
—Aquí. —La voz sonaba más bien ofendida—. Creo que he pisado algo. —Una rata marrón, bastante corpulenta, se miraba la pata—. Si vas descalzo, no es muy agradable —se quejó.
Lucy estaba entusiasmada: una respuesta de Simón, tan pronto. Pero Stanley estaba muy ocupado examinándose la pata con expresión de asco. Lucy sabía que, cuanto antes se quitara la caca de caballo del pie, antes podría escuchar la respuesta de Simón a su mensaje.
—Toma, coge mi pañuelo —dijo—. Un pequeño cuadrado púrpura moteado de puntos de color rosa y ribeteado con encaje verde descendió flotando desde Trueno. La rata cogió el pedazo de tela, lo miró con perplejidad, y a continuación se limpió la pata sin reparos.
—Gracias —dijo—.
Con unos saltitos sorprendentemente ágiles, Stanley subió los peldaños, se encaramó sobre Trueno, aterrizó justo delante de Lucy y le devolvió el pañuelo.
—Hummm… Gracias, Stanley —dijo Lucy, cogiéndolo con cuidado entre el índice y el pulgar—. Ahora dime el mensaje, por favor.
Apoyándose con una pata en la áspera melena negra de Trueno, Stanley se irguió y puso su voz de entregar mensajes oficiales.
—El mensaje no se ha entregado. El destinatario no estaba.
—¿Que no estaba? ¿Qué quieres decir con que «no estaba»?
—Que no estaba. Entiéndase que no estaba presente para recibir el mensaje.
—Bueno, seguramente había salido a hacer algún recado. ¿No lo esperaste? Pagué un suplemento para eso, Stanley, ya lo sabes. —Lucy parecía contrariada.
Stanley estaba molesto.
—Esperé, tal como habíamos acordado —dijo—, Y luego, por tratarse de ti, me tomé la molestia de preguntar por ahí, lo cual me llevó a decidir que no tenía sentido seguir esperando. Cogí la última barcaza de regreso por los pelos, a decir verdad.
—¿Qué quieres decir con que no tenía sentido seguir esperando? —preguntó Lucy.
—Según me dijo su servicio doméstico, no se espera que Simón Heap regrese.
—¿Servicio doméstico? ¿Qué servicio doméstico? Simón no tiene asistenta —dijo Lucy con mal genio.
—Entiéndase por servicio doméstico las ratas que viven en su cuarto.
—Simón no tiene ratas en su cuarto —dijo Lucy, ligeramente ofendida.
Stanley se rió entre dientes.
—Pues claro que las tiene. Todo el mundo tiene ratas. El tiene, o tenía, seis familias debajo del suelo. Pero ya no. Se fueron cuando algo bastante desagradable se presentó allí y se lo llevó. Me topé con ellas por pura chiripa. Estaban buscando otro sitio en el muelle, pero no es fácil; las propiedades más convenientes están hasta los topes de ratas, no te puedes ni hacer una idea de cuántas…
—¿Algo desagradable se lo llevó? —Lucy estaba atónita—. Stanley, ¿de qué estás hablando?
—La rata se encogió de hombros.
—No lo sé. Mira, tengo que ir a casa, a ver que hace mi nidada. Llevo fuera todo el día. Sabe dios cómo lo habrán dejado todo. —Stanley se disponía a bajar de un salto, pero Lucy lo cogió por la cola. Stanley la miró ofendido—. No hagas eso. Es de muy mala educación.
—Me da igual —le dijo Lucy— No te irás hasta que me cuentes con detalle lo que has oído sobre Simón.
Una repentina ráfaga de aire abrió de par en par la puerta del establo y salvó a Stanley de contestar.
Trueno levantó la cabeza y olisqueó el aire. Se puso a patear el suelo con inquietud y Lucy empezó a sentirse un tanto insegura. .. Trueno tenía algo mágico y estaba un poco asustado. Había sido el fiel caballo de Simón durante los momentos más oscuros de su amo, y entre ambos existía una conexión inquebrantable. Y ahora Trueno sabía que su amo andaba cerca. Y allí donde estuviera su amo, allí debía estar Trueno.
Así que Trueno se fue. Echó hacia atrás la cabeza, relinchó y salió por la puerta del establo; al ponerse a trotar en la noche sus cascos resbalaban sobre el empedrado cubierto de nieve. Sin prestar más atención a Lucy que si tuviera un mosquito en el lomo, el caballo galopó hacia el lugar donde sabía que su amo lo esperaba.
El repicar de los cascos de Trueno era el único sonido que perturbaba el laberinto de calles desiertas que conducía desde la Puerta Norte hasta la Vía del Mago… aparte de algún que otro grito de lo más penetrante.
—¡Párate! ¡Para, caballo tonto!