En la Casa del Dragón
Jenna volvió lentamente por el muelle hasta el sendero de maleza en la orilla del río. Vio el resplandor púrpura del telón de seguridad que iluminaba el cielo, y supuso que sería alguna clase de magia para aislar el Palacio… Y su madre estaba dentro. Hundió las manos en los bolsillos, y el pulido bronce de la llave que le había dado Silas tocó su mano.
No quería pasar la noche sola en su antigua casa. Quería estar con Septimus, pero si Septimus no estaba, lo siguiente mejor era su dragón. Empezó a caminar a lo largo del sendero junto al río, vadeando la hierba alta y helada hasta que llegó a un alto portalón. Clavado en el portalón había un tosco, y algo chamuscado, cartel de madera. Ponía:
CAMPO DEL DRAGÓN ENTRE BAJO SU PROPIA RESPONSABILIDAD NO SE PAGARÁN INDEMNIZACIONES ANTE NINGUNA EVENTUALIDAD, SEA PREVISIBLE O DE OTRO TIPO.
FIRMADO: BILLY POT (SR.)
CUIDADOR DEL DRAGÓN POR DESIGNACIÓN
Jenna no pudo por menos que sonreír. El cartel estaba realmente firmado, pues la ortografía de Billy era extraordinariamente precisa. En el extremo más lejano del campo, se podía ver la forma alargada y baja de la Casa del Dragón silueteada contra la luz púrpura. Caminando con cuidado para evitar ciertos montones sospechosamente malolientes sobre la hierba, se dirigió hacia la Casa del Dragón. En ocasiones, hablar con un dragón es lo único que tiene sentido.
Ahora que Escupefuego ya no era un molesto ocupa en el patio de la Torre del Mago, sino dueño de su propio terreno, su Casa del Dragón estaba abierta toda la noche. Cuando Sarah Heap había preguntado al respecto, Billy Pot, indignado, le había explicado que «el señor Escupefuego es un caballero, señora Heap, y a los caballeros no se les encierra por la noche». La razón más determinante, que Billy no había mencionado, era que, en su primera noche en la Casa del Dragón, Escupefuego se había comido las puertas.
Así que, mientras Jenna atravesaba con cuidado el campo, vio la oscura silueta del hocico romo de Escupefuego descansando al borde de la rampa que conducía al cobertizo. Jenna se envolvió en su capa de bruja y se echó la capucha sobre el rostro, disfrutando de la sensación de confundirse con el entorno que le proporcionaba su nuevo atuendo. Se acercó en silencio a la Casa del Dragón con intención de deslizarse entre la paja tibia y enroscarse junto a la confortable corpulencia de Escupefuego.
La Casa del Dragón era un lugar oscuro y maloliente. Y también ruidoso. Por lo general, los dragones tienen un dormir inquieto, y Escupefuego no era una excepción. Resoplaba, gruñía, resoplaba, husmeaba. Su estómago de fuego rugía y el ordinario gorgoteaba. De cuando en cuando, un enorme ronquido sacudía el techo de la Casa del Dragón y hacía traquetear el anaquel de palas para excrementos de Billy Pot.
En el interior de la Casa del Dragón, Septimus estaba recostado contra el cálido estómago de fuego de Escupefuego. Había tomado una decisión: era hora de regresar a la Torre del Mago. Hora de ponerse ante Marcia y explicarle por qué se había perdido la magia más importante que se había realizado en el Castillo en muchos años. Se puso en pie lentamente y… ¿qué era eso? Un crujido entre la paja, como de una rata… pero más grande que una rata… mucho más grande… moviéndose sigilosamente… con premeditación… con un sutil toque de oscuridad. Venía hacia él. Con los músculos en tensión, Septimus no se movió. Se dio cuenta de que Escupe-fuego seguía durmiendo, lo cual era extraño. Escrutó la oscuridad, forzando los ojos para ver. El crujido se acercaba cada vez más.
Se produjo un repentino traspié entre la paja, pero Escupefuego siguió durmiendo. ¿Por qué no se despertaba Escupe— fuego?, pensó Septimus. El dragón era muy quisquilloso con respecto a quién entraba en su casa. Odiaba a los extraños; apenas unos meses atrás, Escupefuego casi se había comido a un turista a quien se le había ocurrido entrar.
Fue entonces cuando Septimus vio al intruso salir de las sombras y comprendió por qué Escupefuego no se despertaba. Era una bruja; debía de haberle lanzado algún tipo de hechizo de sueño. Además era una bruja oscura; la delantera abotonada de la capa con los símbolos bordados era como las que llevaban las del Aquelarre de las Brujas del Puerto. Septimus se agachó y observó a la tambaleante figura que se acercaba, percibiendo su trayectoria a lo largo de las púas. Sacó de su bolsillo su ordenada bobina de hilo oscuro. Esperó hasta que la bruja estuvo tan cerca que con su siguiente paso lo pisaría… y entonces se abalanzó sobre ella. Lanzó el hilo, que tenía un peso sorprendente para su tamaño, alrededor de los tobillos de la bruja y tiró. Ella cayó sobre él con un grito desgarrador.
—¡Aaah! ¡Ay, ay, ay!
—¿Jen? —jadeó Septimus.
—¿Sep? Mis tobillos. ¡Oh, Sep, hay una serpiente! ¡Quítamela… quítamela! ¡Ay, hace daño! ¡Me quema!
—¡Oh, Jen. Lo siento, oh, lo siento! Ya te la quito. Estate quieta. ¡Estate quieta!
Jenna se quedó tan quieta como podía soportar, y Septimus desató el hilo oscuro todo lo rápido que pudo. Una vez quitado, Jenna empezó a frotarse furiosamente los tobillos.
—Ay, ay, ay… ¡aaah!
Septimus se puso en pie de un brinco.
—Vuelvo enseguida, Jen. No te muevas.
—Es poco probable —murmuró Jenna—. Creo que se me van a desprender los pies.
Septimus se apretujó para pasar junto a las coriáceas alas plegadas de Escupefuego y desapareció detrás de la espinosa cabeza del dragón. Poco después, reapareció y volvió rápidamente junto a Jenna.
—Ay, ay, ay… —se quejaba Jenna—. ¡Ay! —Allí donde el hilo oscuro le había tocado la piel, le habían salido unas brillantes ronchas rojas y sentía como si se le estuviera clavando un alambre al rojo vivo.
Septimus se arrodilló y frotó cuidadosamente con un paño húmedo y un tanto pegajoso sobre las irritadas marcas rojas. De inmediato, la cruel picazón desapareció, y Jenna exhaló un suspiro de alivio.
—¡Oh, Sep, es fantástico! Ha parado. Ha parado. ¿Qué es eso?
—Mi pañuelo.
—Eso ya lo sé, tonto. ¿Pero qué es la cosa pegajosa que lleva?
Septimus eludió la pregunta.
—Tienes que llevarlo durante veinticuatro horas, ¿de acuerdo? Ni hablar de quitártelo.
—Vale. —Jenna asintió y probó a tocarse los tobillos; ya no sentía más que una cálida vibración en las atenuadas marcas rojas—. Esto brilla. ¿Qué es?
—Bueno, eh…
Jenna miró a Septimus con suspicacia.
—Sep, dímelo. ¿Qué es?
—Baba de dragón.
—¡Puaj, qué asco!
—Es muy potente, Jenna.
—¿Tengo que llevar baba seca de dragón durante veinticuatro horas?
Septimus se encogió de hombros.
—A no ser que prefieras que vuelva lo oscuro.
—¿Lo oscuro? —Jenna miró a Septimus. Su voz se convirtió en un susurro—. ¿Eso era? ¿Y qué haces tú trasteando con cosas oscuras, Sep?
—Yo podría preguntarte lo mismo —dijo Septimus.
—¿Eh?
—Jen, a ti te puede parecer que una capa de bruja es un buen disfraz, pero no lo es, la verdad.
—Ya lo sé —dijo Jenna con toda tranquilidad.
—¿Que ya lo sabes?
Jenna asintió.
—Pero yo creía que nadie podía llevar una capa de bruja oscura a menos que fuera… —Septimus miró a Jenna. Jenna le sostuvo la mirada—. Jen… ¿no serás…?
Jenna se puso a la defensiva.
—Solo soy una novicia.
—¿Solo una novicia? Jen. Yo… Tú… —A Septimus no le salían las palabras.
—Sep, han pasado cosas.
—Pues tú dirás.
Jenna ahogó un sollozo.
—¡Oh, ha sido tan horrible! Se trata de mamá…
Se sentaron en la paja, en la parte trasera de la Casa del Dragón, y Jenna le contó a Septimus lo de Merrin, lo del dominio oscuro y lo que le había sucedido a Sarah. Ahora, por fin, comprendía lo que había estado sucediendo desde que dejara a Marcia por la tarde.
Jenna terminó de contar su historia y se quedó en silencio. Septimus no dijo nada; sintió como si el mundo entero se viniera abajo.
—Todo es un asco, Jen —acabó diciendo.
—Odio los cumpleaños —dijo Jenna—, En los cumpleaños siempre pasan cosas. Todo lo que uno quiere se estropea. Es horrible.
Guardaron silencio un momento.
—Jenna. Lo siento muchísimo —dijo Septimus rompiendo el silencio.
Jenna miró a Septimus, su rostro estaba iluminado por la suave luz amarillenta que emanaba desde su anillo de dragón. No recordaba haberlo visto nunca tan triste, ni siquiera cuando era un pequeño soldado asustado.
—No es culpa tuya, Sep —le dijo con ternura.
—Sí, sí lo es. Si te hubiera ayudado cuando me lo pediste, esto no habría sucedido… si hubiera prestado atención a lo que me decías. Pero yo estaba tan ocupado con… con mis cosas. Y ahora mira en que lío estamos metidos.
Jenna pasó su brazo por los hombros de Septimus.
—Ya está bien, Sep. Hay demasiados «síes». Si yo me hubiera ocupado más del Palacio. Si lo hubiera registrado hace años cuando creí haber visto a Merrin por primera vez. Si papá hubiera hecho algo cuando se lo pedí. Si yo hubiera ido a ver a Marcia antes que a Beetle. Si Marcia le hubiera explicado bien las cosas a mamá. Si, si, si. Tú solo eres uno de una larga cadena.
—Gracias, Jen. Me alegro tanto de que estés aquí.
—Yo también.
Se quedaron sentados juntos y en silencio, arrullados por la regular respiración del durmiente Escupefuego. Ellos mismos estaban empezando a quedarse dormidos cuando oyeron algo que les erizó los pelos del cogote. Desde el exterior de la Casa del Dragón, llegó un sonido chirriante, como si alguien se frotara las uñas con un ladrillo.
—¿Qué es eso? —susurró Jenna.
Septimus notó cómo los músculos de Escupefuego se tensaban de pronto; el dragón se había despertado.
—Iré a ver.
—No, no vayas tú solo —dijo Jenna.
El chirrido avanzaba hacia la Casa del Dragón. Escupefuego dio un resoplido de advertencia. El sonido chirriante se detuvo por un momento y luego prosiguió. Septimus notó cómo Jenna lo cogía por el brazo.
—Usa esto —gesticuló con la boca, señalando hacia su capa de bruja.
Septimus asintió; después de todo, parecía que la capa de bruja servía para algo. Ocultándose bajo la capa para disfrazar su presencia humana, se deslizó hacia delante, apretujándose entre Escupefuego y el áspero lateral de la Casa del Dragón. De repente, Escupefuego hizo un movimiento extraño que a punto estuvo de aplastar a Jenna y a Septimus contra la pared. Manteniendo la cabeza en el suelo, el dragón se levantó sobre sus ancas traseras. Las púas de su espalda apuñalaron las vigas de la Casa del Dragón, profundizando los surcos que ya tenían. Soltó un bufido y su estómago de fuego gorjeó.
Septimus miró a Jenna; algo iba mal. Avanzaron en torno a las alas de Escupefuego y se detuvieron en seco: negras sobre el resplandor púrpura del telón de seguridad, se recortaban las inconfundibles formas de tres cosas.
Una de las cosas había agarrado la púa sensible de la nariz de Escupefuego y mantenía gacha la cabeza del dragón contra la paja. Escupefuego volvió a resoplar, tratando de tomar suficiente aire para hacer fuego, pero como la cosa no le dejaba levantar la cabeza, su estómago de fuego no podía hacer su trabajo. Un dragón solo puede hacer fuego si tiene los pulmones llenos de aire y la cabeza erguida.
Las otras dos cosas se iban acercando por el otro lado de la cabeza de Escupefuego. Un repentino destello de acero, púrpura en el resplandor del telón de seguridad, centelleó como advertencia. Las cosas tenían dagas. Largas y afiladas hojas para ensartar dragones.
Jenna también había visto las dagas. Hizo una señal que Septimus interpretó como «tú encárgate de uno y yo del otro». Fue solo después de que Jenna saltara como un cohete y se lanzara únicamente con su capa sobre la cosa más cercana, que Septimus cayó en la cuenta de que Jenna no tenía más armas que el factor sorpresa. Pero no se lo pensó dos veces. Mientras Jenna aterrizaba sobre la cosa, tirándola al suelo y conteniéndola entre los pliegues de su capa, Septimus saltó por encima del cuello de Escupefuego y se arrojó sobre la otra cosa. Antes de que pudiera darse cuenta, la cosa había sido derribada por un ardiente alambre en torno al cuello y por el rápido efecto de un hechizo de congelación.
Confundida, la tercera cosa, que aún sujetaba la púa nasal de Escupefuego, se quedó parada mirando. Era la cosa que Merrin había engendrado en último lugar, lo cual la convertía en la pequeña de la camada, con algunos de los peores atributos que una cosa puede tener. Había sobrevivido imitando a las demás cosas y, por lo general, jugando a «lo que haga el rey», pero tendía a vacilar y a llenarse de dudas en cuanto se quedaba sola… Y eso es lo que hizo ahora.
Los segundos siguientes fueron un desbarajuste. Escupe-fuego sintió cómo la cosa aflojaba su presa. Con un fiero y rápido movimiento, echó hacia arriba su cabeza. La cosa de la nariz salió volando. Como si fuera un montón de colada harapienta arrojado por los aires por una lavandera furiosa, surcó los aires, atravesó las ramas que sobresalían de un abeto y desapareció por encima del alto seto que separaba el Campo del Dragón del recinto del Palacio. En su vuelo, chocó y rebotó contra el campo de fuerza púrpura del telón de seguridad, que, salvo en el punto de fusión, seguía funcionando perfectamente, y salió despedida en dirección opuesta, hacia el río. Segundos después, se pudo oír el leve, pero sumamente satisfactorio, sonido de la cosa al caer en el río.
Jenna y Septimus se sonrieron el uno al otro con cautela. Habían caído tres, pero… ¿cuántas quedaban?
La cosa abatida por Septimus yacía inerte sobre la paja con una larga hebra de hilo oscuro casi perdida entre los ralos pliegues de su cuello. Jenna seguía envolviendo con su capa la cabeza de la otra cosa, pero era algo que no quería seguir haciendo por mucho tiempo.
—Sep, no puedo moverme —susurró—. Si me levanto, esta cosa se levantará también.
—Déjale la capa encima, Jen. Es una capa oscura y no deberías trastear con ella. Déjala ahí y seguirá asfixiando a la cosa por sí sola.
Jenna no se dejó impresionar.
—No pienso dejar mi capa. Ni hablar.
Septimus miró nervioso a su alrededor, preguntándose si habrían más cosas. No quería discutir con Jenna en aquel preciso momento, pero había una serie de temas que tenían que aclararse.
—Jen —susurró con apremio—. Me parece que no te das cuenta. Tu capa es una capa de bruja oscura. Eso no es bueno. No deberías ir por ahí ir jugando con ella.
—No voy por ahí jugando con nada.
—Sí que lo haces. Deja la capa.
—No.
—Jen —protestó Septimus—, es la capa la que habla, no tú.
Jenna clavó en Septimus su mirada de Princesa.
—Escúchame, Sep, soy yo la que habla… no un pedazo de lana, ¿de acuerdo? Esta capa es cosa mía. Cuando quiera deshacerme de la prenda lo haré como es debido, para que nadie pueda quedársela. Pero, de momento, quiero conservarla. Te olvidas de que tú tienes todas esas cosas raras de magia para protegerte. Tú sabes qué hacer contra la oscuridad. Yo no. Esta capa es todo cuanto tengo. Me la han dado a mí y no voy a dejarla encima de esta cosa repugnante.
Septimus sabía cuándo ceder.
—Muy bien, Jen. Quédate con tu capa. Congelaré también a esa cosa.
Con pericia, Septimus murmuró una rápida congelación.
—Ya puedes coger tu capa, Jen —dijo—. Si eso es lo quieres.
—Sí, Sep. Eso es lo que quiero. —Jenna desenvolvió su capa de la cosa y, para espanto de Septimus, se la puso.
Septimus decidió dejar el hilo oscuro profundamente clavado en los andrajosos pliegues de piel del cuello de la otra cosa. Había experiencia por las que no tenía intención de pasar, y hurgar entre los pliegues del cuello de una cosa era una de ellas. De cerca, las cosas desprenden un olor asqueroso, como de rata muerta, y el contacto directo con ellas es algo repugnante. Cuando un humano las toca, se les desprenden tiras de piel viscosa y se adhieren a la carne como pegamento.
Escupefuego había estado observando con interés la eficacia con que el piloto y la navegante habían inmovilizado a sus atacantes. Una teoría muy extendida afirma que los dragones no pueden mostrar gratitud, pero no es cierta: simplemente la muestran de un modo que la gente no puede reconocer. Obediente, avanzó pesadamente para salir de la Casa del Dragón. Evitó con cuidado pisar ningún pie y se abstuvo de resoplarle a Septimus en la cara: eso era gratitud de dragón en su máxima expresión.
Septimus permaneció cerca de la confortable corpulencia de Escupefuego y escudriñó el campo del dragón teñido de un inquietante púrpura.
—¿Crees que hay más cosas? —susurró Jenna, mirando a sus espaldas, intranquila.
—No lo sé, Jen —murmuró Septimus—. Podrían estar en cualquier sitio… por todas partes. ¿Quién puede saberlo?
—Por todas partes no, Sep. Hay un sitio al que no pueden ir. —Jenna señaló hacia el cielo.
Septimus sonrió.
—Vamos, Escupefuego —dijo—. Salgamos de aquí.