~~ 25 ~~

Simon y Sarah

Sarah Heap parecía más pequeña de lo que Simón recordaba. De hecho, cuando las cosas que habían ido a buscarla volvían al vestíbulo de entrada, Simón no pudo ver ni rastro de Sarah. Durante un breve instante de esperanza, pensó que, después de todo, su madre no estaba allí. Pero según se acercaban, Simón distinguió los descoloridos rizos rubios de Sarah, apenas visibles entre el grupo que la escoltaba. Murmurando con ese estilo agitado que tienen las cosas cuando saben que algo desagradable le va a suceder a un humano, azuzaron a Sarah Heap hacia Simón. Sarah se quedó mirando a Simón, horrorizada, y en su rostro Simón leyó lo que tanto había temido ver: su madre pensaba que aquello era cosa suya.

—Mamá, mamá, por favor, yo no he sido. ¡Yo no he sido! —dijo Simón, convertido al instante en un chiquillo acusado injustamente de algo.

Estaba claro que Sarah no le creía.

—¡Oh, Simón! —suspiró. Pero los siguientes segundos hicieron que Sarah cambiara de idea.

—Y ahora, abrirás la puerta —recitó la Cosa estranguladora.

—N… no —tartamudeó Simón.

—Lo harás —le aseguró la Cosa.

Apartó de un empujón a una Cosa más pequeña que había junto a Sarah, levantó sus huesudas manos y las engarzó en torno al cuello de la mujer, que parecía, pensó Simón, extremadamente delgada y frágil.

—Simón —susurró Sarah—, ¿Qué es lo que quieren?

—Quieren salir, mamá. Pero no pueden. Quieren que yo lo haga en su lugar.

—¿Salir fuera, al Castillo? —Sarah estaba horrorizada—. ¿Todas estas? ¿Ahí fuera? ¿Con toda esa pobre gente?

—Sí, mamá.

Sarah miró con indignación.

—Ningún hijo mío hará algo así, Simón.

—Pero, mamá, si no lo…

—¡No! —dijo Sarah con fiereza. Cerró los ojos.

La Cosa apretó sus dedos alrededor del cuello de Sarah.

—¡No! —gritó Simón. Saltó sobre la Cosa para liberar a su madre, pero las otras cuatro cosas se abalanzaron sobre él.

—¡Déjala, déjala, por favor! —gritó Simón.

—Cuando abras la puerta, la dejaré —replicó la Cosa, apretando la garganta de Sarah con los pulgares.

Las manos de Sarah arañaban inútilmente a la Cosa, y emitía jadeos mientras luchaba por respirar.

Simón estaba desesperado.

—No… por favor, déjala.

Los ojos vacíos de la Cosa se fijaron en Simón.

—Abre… la… puerta —ordenó.

Simón miró desesperadamente a su alrededor, buscando la ayuda de Sir Hereward. Pero el fantasma había sido desplazado hacia atrás por el grupo de cosas apiñadas para poder ver mejor, y todo cuanto Simón alcanzaba a ver era la punta de la espada agitándose inútilmente en el aire. Estaba solo.

Sarah emitió un fuerte y áspero jadeo y se quedó flácida.

Simón no podía soportarlo más: estaba matando a su propia madre. Lo único que tenía que hacer era abrir una condenada puerta y ella viviría. Si no lo hacía, moriría. Semejante certeza lo abrumaba. Era lo único que importaba. Todo lo demás pertenecía al futuro, pero su madre estaba muriendo en ese preciso instante, ante sus ojos. Simón tomó una decisión: todo el mundo tendría que aprovechar su oportunidad; al menos tendrían una… no como Sarah, que no tenía ninguna a menos que él se la proporcionara. Se acercó a las puertas del Palacio y puso las manos sobre la delgada película de magia que cubría la vieja madera. Y luego, odiando cada segundo que transcurría, Simón Heap pronunció las palabras que habrían de permitirle revocar la cuarentena.

La Cosa soltó a Sarah como si fuera una patata caliente; para las cosas, los humanos no eran objetos agradables de tocar.

—Ábrela —le siseó a Simón.

Simón giró el enorme picaporte de bronce y tiró hacia sí para abrir las pesadas puertas dobles. Las cosas salieron del Palacio como un chorro de aceite sucio, pero Simón no les prestó atención; estaba arrodillado sobre las desgastadas losas de piedra caliza, sosteniendo a Sarah. Ella tomó una larga y sibilante bocanada de aire, tan larga que Simón se preguntó cuándo acabaría. Poco a poco, el moteado azul de su rostro se tiñó de rosa, y los ojos de Sarah se abrieron parpadeando. Levantó la vista hacia su hijo mayor, confundida.

—¿Simón? —gruñó con un susurro dolorosamente ronco. Lo miró como si lo estuviera viendo por primera vez—, ¿Simón?

Con gran ternura, Simón la ayudó a incorporarse. Una repentina ráfaga de nieve se coló por las puertas abiertas. Sarah lo miraba fijamente, recordando.

—Simón, no habrás… —susurró.

Simón miró hacia Sir Hereward, sin atreverse a responder.

El fantasma miró a Simón con tristeza. No había nada que decir. Él habría hecho lo mismo por su propia madre, pensó.

—Simón —dijo Sarah—, No las habrás dejado salir, ¿verdad? Oh, no…

Sarah volvió a hundirse hacia el suelo y Simón la depositó con sumo cuidado. Se sentó a su lado, sosteniéndole la cabeza entre sus manos. Había cometido un error. Lo sabía. Pero solo había podido elegir entre dos malas opciones. ¿Qué clase de elección es esa?