Cosas de Palacio
Mientras Merrin deambulaba por el Manuscriptorium, intimidando a Jillie Djinn y escribiendo palabrotas en los escritorios de los escribas, los acontecimientos que había puesto en marcha estaban empezando a desplegarse.
En lo alto de Palacio, una Cosa abrió la puerta de una diminuta estancia sin ventanas al final del pasillo de Merrin.
—Es… el… momento…
—dijo.
Confuso, desaliñado y to do magullado por la recogida, Simón Heap, lentamente, se puso en pie.
—Ven —ordenó la cavernosa voz de la Cosa.
Simón no se movió.
—Ven.
—No —graznó Simón, tenía la garganta dolorosamente seca por la falta de agua.
La Cosa se apoyó con indiferencia en el marco de la puerta y miró a Simón con lo que podría haber sido una mezcla de diversión y aburrimiento.
—Si no vienes, la puerta se cerrará —canturreó—. Quedará cerrada durante un año. Transcurrido el cual, la única persona que podrá abrir la puerta será tu madre.
—¿Mi madre?
—Estará encantada de volver a verte, sin duda. —La Cosa hizo un ruido como de gallina estrangulada; Simón sabía que, en el lenguaje de una Cosa, aquello era una risotada—, A pesar de que no serás más que un montón de harapos viscosos en su buhardilla.
—¿En su buhardilla? ¿Ahí es donde estoy? —preguntó Simón, que no recordaba nada de la recogida.
—Estás en el Palacio. —La cosa retrocedió a través de la puerta—, Si no vienes ahora, cerraré la puerta. Y luego le echaré la llave.
La puerta empezó a cerrarse. Simón imaginó a Sarah Heap abriéndola al cabo de un tiempo… tal vez al cabo de unos años.
—¡Espera! —gritó, y salió corriendo de la habitación.
Simón siguió a la Cosa, que se dedicaba a arrastrar los pies con su peculiar desplazamiento cangrejil por el pasillo de la buhardilla, y descendía golpeteando los mismos escalones estrechos que Jenna y Beetle habían subido aquella tarde. Simón temía lo que pudiera encontrarse. ¿Tal vez la Cosa tenía a sus padres prisioneros… o algo peor? ¿Y Jenna? Sabía que, si alguno de ellos lo veía con la Cosa, darían por sentado que había sido él. Le echarían la culpa de todo. Simón sintió que un sentimiento de antigua autocompasión se cernía sobre él, pero lo dejó de lado. Él se bastaba para culparse, se dijo con severidad.
La Cosa arrastraba los pies con sorprendente rapidez por el amplio pasillo superior, y Simón la seguía a su paso, con la sensación de estar chapoteando en melaza. Se lo tomó como una buena señal; tenía entendido que esa era la sensación que se tenía cuando se caminaba a través de la oscuridad, pero nunca la había experimentado.
Un silencio opresivo impregnaba el Palacio. Incluso los fantasmas nocturnos que solían frecuentar las distintas salas y pasillos estaban calmados y silenciosos, salvo uno —una institutriz— que era presa del pánico. Sus gritos intermitentes cortaban el aire y hacían que a Simón le corrieran escalofríos por la espalda. Muchos de los fantasmas habían estado haciendo su regular desfile nocturno por el pasillo, esperando que la Princesa los viera, cuando la oscuridad había caído de forma inesperada. Ahora se habían quedado pegados, incapaces de moverse a través del espesor de la oscuridad, y Simón no podía hacer otra cosa por ellos más que atravesarlos. Cada vez que sentía una suave ráfaga de aire frío y un poco rancio, se ponía enfermo. Pero un fantasma al que no atravesó fue el de Sir Hereward; fue Sir Hereward quien lo atravesó a él.
Durante el inicio del dominio oscuro, Sir Hereward había permanecido obstinadamente en su puesto fuera del dormitorio de Jenna, con la espada preparada. No estaba muy seguro de para qué estaba preparado, pero al fantasma no iba a pi— liarle un poco de oscuridad durmiendo la siesta. Sin embargo, a medida que la oscuridad fue profundizando e infiltrándose hasta el último rincón, hasta la última grieta, incluso Sir Hereward acabó poniéndose nervioso. En dos ocasiones, el fantasma había percibido algo que iba hacia la puerta de Jenna… había oído el quejido delator de la puerta y los chirridos de las anillas de la cortina al ser apartada a un lado… pero en las dos ocasiones su espada no había atravesado más que aire. Sir Hereward ansiaba un poco de luz para poder ver y una buena pelea limpia contra algo real. Así que, cuando se oyeron los pasos humanos de Simón, haciendo crujir las antiguas tablas del suelo, perturbando el aire de un modo que los fantasmas y las cosas no hacen, Sir Hereward echó a correr por el pasillo que conducía a la habitación de Jenna y emboscó a Simón al espeluznante grito de «¡Ya te tengo, bribón!».
—¡Arg! —gritó Simón, muy asustado.
La Cosa miró hacia atrás por un instante y continuó con su paso de cangrejo hacia la galería en lo alto de la escalera principal. Simón siguió con decisión a la Cosa, pero Sir Hereward no iba a dejar escapar a su enemigo tan fácilmente. Fue tras él, lanzándole espadazos mientras se alejaba. Simón se sintió como si le atacara un molino de viento. Una y otra vez, la espada de Sir Hereward silbaba sobre él. Aunque la espada del fantasma no tenía sustancia, era una sensación muy desagradable tener un sable fantasmagórico dándote estocadas. De hecho, tal era la ira del fantasma que la esgrimía, que la espada incluso causaba un sonido, un afilado «fiuu, fiuu», cuando cortaba el aire. Simón sabía que si la espada de Sir Hereward hubiera sido real, ya no estaría de una pieza; probablemente, no estaría ni de dos ni de tres. No era un pensamiento consolador.
—¡Tú! ¡Sé quién eres! —Fiuuu, fiuuu.
La asombrosa potencia de voz de Sir Hereward llenó el espeso silencio… y dejó pasmada a la institutriz, que se quedó callada por un momento, lo cual era de agradecer.
—Reconozco tus cabellos de Heap —fiuuu—, y tu cicatriz. La Princesa me lo ha contado todo sobre ti —fiuu, fiuu—. Tú, bribón, eres la oveja negra de los Heap —fiuu—, ¡Eres el malvado hermano que secuestró a su propia hermana indefensa! —Fiuuu, fiuuu, fiuuu, se envalentonó Sir Hereward.
Simón siguió adelante, en pos de la Cosa, mientras trataba de dilucidar qué demonios iba a hacer. Pero resulta difícil pensar mientras un fantasma armado desencadena una retahila de insultos y un torrente de espadazos bien dados.
Sir Hereward no le daba respiro.
—¡No creas —fiuuu— que puedes escapar de la justicia, canalla! ¡Me vengaré! —Fiuuu, fiuuu—, ¿Cómo puedes tratar a una joven princesa de forma —fiuuu— tan vil?
Simón pensó que era preferible ignorar al fantasma y seguir adelante, pero eso solo pareció encolerizar más a Sir Hereward.
—¡Bribón! ¡Corres como el cobarde que sin duda eres! —Fiuuu—. ¡Detente y lucha de una vez como un hombre! —¡Fiuuu, fiuuu, fiuuu!
De pronto, Simón ya no pudo más. Se detuvo y se volvió para encararse con su tormento.
—Soy un hombre —dijo—, cosa que no se puede decir de ti.
Sir Hereward bajó su espada y miró a Simón con absoluto desprecio.
—Una burla barata, caballero, pero no esperaba menos. Disponte a luchar.
Simón se sentía muy cansado. Extendió las manos para mostrar que no tenía un arma.
—Mire, Sir Como-se-llame, no quiero pelear. No en este momento. Aquí ya están pasando suficientes cosas sin necesidad de esto, ¿no le parece?
—¡Ja! —se burló Sir Hereward.
—Y siento muchísimo lo de Jenna… la princesa Jenna. Hice algo terrible y haría cualquier cosa por repararlo, pero no puedo. Le he escrito pidiéndole que me perdone, y espero que un día lo haga. Es todo lo que puedo hacer.
—¡Silencio! —ordenó la Cosa.
Sir Hereward escudriñó la oscuridad y vio la débil sombra de la Cosa. Pero la Cosa no veía —ni oía— al fantasma. Había optado por aparecer únicamente ante Simón; el fantasma tenía experiencia de sobra para no arriesgarse a aparecer ante cualquier cosa oscura.
—Eres escoria, Heap —dijo Sir Hereward, volteando su espada de nuevo—. Has traído a Palacio cosas oscuras.
Simón se exasperó. ¿Por qué la gente, incluidos los fantasmas, pensaba siempre lo peor de él?
—Mira, viejo tonto —replicó— Odio todo esto de la oscuridad. ¿Puedes metértelo en la cabeza?
La Cosa, entidad paranoica, en el mejor de los casos, se lo tomó a mal.
—¡Silencio! —gritó.
Sir Hereward no se lo tomó mejor.
—¡¿Cómo te atreves a insultarme, deslenguado?!
Simón, ya envalentonado, se encaró con Sir Hereward.
—Te insultaré si quiero, estúpido… ¡Aaaaaaaaarg! —Las manos de la Cosa agarraron de pronto el cuello de Simón.
—Es peligroso que te burles de mí —siseó la Cosa.
—Gaaarrr… —Simón se asfixiaba. El olor a descomposición le inundó las fosas nasales y las largas e inmundas uñas de la Cosa se le clavaron en la piel.
Sorprendido, Sir Hereward bajó la espada.
—Si te digo que te calles, tú te callas —Sir Hereward oyó cómo la Cosa escupía las palabras intimidando a su víctima—. Si no te callas cuando yo te lo ordene, me aseguraré de que calles para siempre. ¿Entendido?
Simón apenas consiguió asentir con la cabeza.
La Cosa lo soltó. Simón se tambaleó y cayó, entre náuseas sobre la alfombra.
—Madre mía —murmuró Sir Hereward.
La Cosa se inclinó sobre Simón.
—Levántate. Ven —ordenó.
Sir Hereward vio cómo Simón se arrastraba para ponerse en pie y, agarrándose el cuello herido, se tambaleaba detrás de la Cosa como un cachorrillo travieso. El fantasma empezó a pensar que quizá las Cosas no eran como había creído… y que, muy probablemente, también se había equivocado con Simón Heap. Decidido a averiguar qué estaba pasando, se dispuso a seguir a Simón.
—Atiende, Heap, necesito algunas respuestas —dijo el fantasma aprovechando el hecho de que la Cosa no podía oírle.
Simón miró al fantasma con desesperación. ¿Por qué no se largaba? ¿No se daba cuenta de que ya tenía suficientes problemas?
—Bien, esto es entre tú y yo, Heap. —Captó la mirada inquieta de Simón hacia la Cosa—. No te preocupes, no me aparezco a las cosas. No puede oírme.
Simón miró al fantasma y percibió una breve sonrisa conspiradora. Un pequeño rayo de esperanza cruzó su mente.
—Heap, tengo que aclarar una serie de hechos. No quiero mentiras. Limítate a asentir o a negar con la cabeza. ¿Vale?
Eso era más fácil decirlo que hacerlo, pensó Simón. Sentía como si la cabeza se le fuera a caer de los hombros. Con cuidado, asintió. La variopinta procesión formada por la encorvada y harapienta Cosa, seguida por el maltrecho joven con la ropa sucia y desgarrada y el fantasma manco, avanzó lentamente por el pasillo. El fantasma empezó con sus preguntas.
—¿Has venido al Palacio por voluntad propia?
Simón sacudió la cabeza… con mucho cuidado.
—¿Sabes por qué estás aquí?
Una lenta negación.
—¿Sabes dónde está la Princesa?
Otra lenta negación más.
—Tenemos que encontrarla. Y para ello tenemos que librar al Palacio de esta… esta infección. —La voz de Sir Hereward sonó asqueada—. ¿De acuerdo, Heap?
Con cierto alivio, Simón asintió. Resultaba menos doloroso que negar.
—¿Y estás dispuesto a ayudarme a eliminar estas… cosas?
Simón asintió con tanta vehemencia que se le escapó un gemido. La Cosa se dio la vuelta, la procesión se detuvo y a Simón se le aceleró el corazón. Se llevó las manos a su magullada garganta como si tratara de aliviarla. La Cosa miró a Simón, después se dio la vuelta y prosiguió su arrastrado andar de cangrejo hacia el rellano de la galería.
—Necesitamos un plan de acción —dijo Sir Hereward, adoptando actitud de campaña—. Lo primero que necesitamos…
Simón no oyó ninguno de los planes de Sir Hereward. La Cosa, harta de llevar rezagado a Simón, lo estaba esperando. En cuanto Simón llegó a su altura, lo agarró de sus desgarradas ropas, tiro de él por la galería y lo empujó escaleras abajo. Simón, medio corriendo, medio cayéndose, descendió hasta el vestíbulo de entrada, donde un grupo de veinticuatro cosas lo estaban esperando.
Sir Hereward se aventuró escaleras abajo con mucha cautela. Desde su ventajosa posición, contempló el penoso avance de Simón a través del vestíbulo, azuzado y golpeado a medida que avanzaba hacia las puertas del Palacio. El fantasma llegó al pie de las escaleras y, no sin cierto miedo, se metió entre el grupo de cosas. No era una experiencia gratificante. A los fantasmas no les gusta ser atravesados, pero que te atraviese algo oscuro es una sensación verdaderamente desagradable. A Sir Hereward no le había sucedido nunca, sin embargo, mientras seguía a Simón por el vestíbulo, le sucedió unas diez veces, por lo menos. El fantasma siguió adelante con resolución. Su tarea consistía en proteger a la Princesa, y, para ello, consideró que era necesario mantenerse cerca de Simón. Sir Hereward sabía que si alguien podía deshacerse de las cosas, devolver el Palacio a la Princesa, sería un joven vivo, y no un viejo fantasma manco. Y además, no le gustaban los matones. Había confundido a Simón con uno, pero ahora se había dado la vuelta a la tortilla. O a las tortillas. Si las cosas supieran hacer tortillas.
Simón había llegado a las puertas del Palacio. Una fina y titilante película de magia púrpura las cubría, por lo que la Cosa mantuvo una respetuosa distancia.
—Abre las puertas —ordenó la Cosa.
—¡Ni se te ocurra! —dijo Sir Hereward, comprendiendo de pronto lo que sucedía—. No podemos dejar que corran por todo el Castillo.
Simón ignoró a Sir Hereward; ya tenía bastante en qué pensar. Se quedó mirando fijamente a la Cosa, pero sus pensamientos iban a toda prisa. Ahora entendía por qué había sido recogido: para romper la cuarentena. Una auténtica entidad oscura no puede atravesar en ningún caso una cuarentena, ya que se trata de una poderosa clase de antioscuridad. Hacía falta un ser humano con conocimiento oscuro, conocimiento que las cosas sabían que Simón poseía. Era bien sabido que las cosas buscarían a humanos para hacer algo así, pues ningún humano puede ser totalmente oscuro: todos conservan en alguna parte un pequeño residuo de bondad. Incluso DomDaniel había tenido un poquito: el viejo nigromante, en una ocasión, recogió a un gato callejero y le puso un platillo de leche; una Cosa lo habría despellejado y se lo habría comido.
El grupo de cosas se estaba impacientando.
—Abre… abre… ¡abre! —susurraban al unísono.
Simón decidió que, fueran cuales fuesen las consecuencias para él, no abriría las puertas. Si alguien, y estaba seguro de que había sido Marcia, había puesto al Palacio en cuarentena sería por una buena razón, seguramente para mantener aislado al dominio oscuro en un único lugar y proteger el Castillo. Él habría hecho lo mismo, y también la habría reforzado con un cordón. No dudada de que Marcia lo habría hecho incluso mejor, y no quería estropearlo.
—No —graznó Simón—, No lo haré. No abriré las puertas.
—¡Bien dicho! —exclamó con brusquedad Sir Hereward.
—Abre… las… puertas… —repitió la Cosa que lo había medio estrangulado.
—No —dijo Simón.
—Entonces, puede que tu madre te convenza.
La Cosa entrelazó sus toscas y desiguales manos y Simón oyó crujir sus nudillos, uno por uno. Observó cómo se abría paso entre el grupo de cosas y, llevándose consigo a otras cuatro, se apresuró por el Largo Paseo en dirección a la salita de Sarah.
Seguramente, pensó Simón, su madre ya no estaría en el Palacio… ¿O sí?