Ethel
—¡S arah deja a esa pato terca y sal de aquí! —gritaba Silas. Silas y Hildegarde brincaban ansiosos al otro lado de la ventana abierta de la salita de Sarah. Maxie gruñía, impaciente. En el interior, Sarah buscaba frenéticamente a Ethel.
—No puedo abandonarla —gritó Sarah hacia su espalda, apartando una pila de colada de encima del sofá y lanzando al suelo los cojines—. Se esconde porque está asustada. —¡Sarah, sal de ahí!
Para desesperación de Hildegarde, Silas se encaramó a la ventana abierta y volvió a meterse dentro. Maxie se dispuso a seguirlo; Hildegarde tiró del perro lobo ignorando sus protestas.
—¡Señor Heap, señor Heap! —gritó a través de la ventana—. ¡Vuelva, se lo ruego! No, Maxie. Abajo.
En el interior de la salita, Silas empujaba a una reluctante Sarah hacia la ventana abierta.
—Sarah —le dijo—, con pata o sin pata, hay que salir ya. Vamos.
Sarah hizo un último intento.
—¡Ethel, querida! —llamó a voces—, ¡Ethel, ¿dónde estás?! ¡Ven con mamá!
Un exasperado Silas maniobró para reconducir a Sarah hacia la ventana.
—Ethel es un pato, Sarah, y tú no eres su mamá. Tienes ocho hijos a los que hacer de madre, y todos te necesitan más que ese pato. ¡Venga, sal de una vez!
Para gran alivio de Hildegarde, un instante después Silas y Sarah estaban junto a ella. De repente, la vela que titilaba en la habitación contigua a la de Sarah se apagó. Hildegarde se apresuró a cerrar la ventana.
—¡Cuac! —Debajo de una pila de cortinas viejas junto a la puerta, se produjeron unos movimientos agitados y asomó un pico amarillo.
—¡Ethel!
Ni Silas, distraído por la repentina aparición de Jenna volviendo la esquina en el extremo más alejado del Palacio, ni Hildegarde, que se disponía a cerrar la ventana, fueron lo bastante rápidos para evitar que Sarah volviera a saltar dentro. Hildegarde, sin embargo, sí fue suficientemente veloz para impedir que Silas se encaramara tras Sarah.
—No, señor Heap. Quédese aquí —dijo con firmeza, aferrando la manga de Silas para asegurarse—. Señora Heap, vuelva, por favor, ¡oh, no…!
Mientras Sarah desenterraba a Ethel de debajo del montón de cortinas, la puerta de la salita se vino abajo. Una ola de oscuridad fluyó hacia el interior, y Sarah lanzó un grito terrorífico y penetrante que Jenna no olvidaría jamás. Sarah se aferró a la pata, sin dejar de gritar con la boca muy abierta, y desapareció de la vista humana. Como la oscuridad se arremolinaba hacia la ventana abierta, a Hildegarde no le quedó más remedio que cerrarla y aplicarle un rápido antioscuridad para asegurarse de que nada escapara.
—¡Sarah! —gritó Silas, golpeando en la ventana—, ¡Saraaah!
Llegó Jenna, sin aliento.
—¡Mamá! —jadeó—, ¿Dónde está mamá?
Incapaz de hablar, Silas señaló hacia la habitación.
—¡Sácala de ahí, papá, sácala! —chillo Jenna.
Silas sacudió la cabeza.
—Es demasiado tarde. Demasiado tarde… —Mientras hablaba, la vela sobre la mesita junto a la ventana se consumió y se apagó. La salita de Sarah había sido tomada por la oscuridad.
En el camino bajo la ventana se produjo un silencio de pasmo. Hildegarde lo rompió con reticencia.
—Creo… —dijo con delicadeza—, creo que deberíamos irnos ya. No podemos hacer nada.
—No pienso abandonar a mamá —repuso Jenna con gesto resuelto.
—Princesa Jenna, lo siento mucho, pero ya no podemos hacer nada por ella —dijo Hildegarde con suavidad—, Marcia ha ordenado que vayamos al otro lado del cordón.
—Me da igual lo que haya ordenado Marcia —le espetó Jenna—. No abandonaré a mamá.
Silas rodeó a Jenna con su brazo.
—Hildegarde tiene razón, Jenny —dijo, llamándola por su nombre de niña, algo que Jenna no había oído desde hacía años—. Mamá no querría que nos quedáramos aquí. Querría, y de ti en particular, que nos pusiéramos a salvo. Vamos.
Jenna sacudió la cabeza, incapaz de hablar. Pero dejó de resistirse y permitió que Silas la sacara de allí.
El deprimido grupo caminó despacio por la hierba, que empezaba a espolvorearse de blanco a medida que el frío de la noche incursora convertía la cellisca en nieve. Se dirigieron hacia el silencioso círculo de magos, escribas y aprendices que sostenían sus cordones púrpura. De repente, el cielo se iluminó con un silbido. Jenna dio un brinco.
—No pasa nada —dijo Hildegarde—. No es más que la señal para activar el cordón. Justo en ese momento, un extraño zumbido, como un montón de abejas en un caluroso día de verano, se propagó hacia ellos. Causaba una extraña inquietud… Las abejas no forman parte en ningún caso de una nevosa noche de invierno.
Jenna volvió la vista hacia el Palacio… su Palacio, ahora que lo pensaba. Desde que Alther fuera desterrado, Jenna paseaba cada noche por el río y hablaba con el desamparado fantasma de Alice Nettles. Alice y ella contemplaban el Palacio, Alice decía lo bonito que estaba con cada una de sus ventanas iluminada y Jenna creía lo mismo. Pero ahora, como Alther, las luces se habían esfumado… cada una de las velas se habían apagado. Jenna recordó cómo era el Palacio cuando se instaló allí por primera vez con Silas y Sarah, pero había una diferencia importante: entonces siempre había una ventana iluminada… la salita de Sarah, donde se sentaban cada noche. Ahora no había nada.
Todas las miradas estaban puestas en ellos mientras Hildegarde, Silas, Jenna y Maxie se acercaban con paso lento al cordón. Hildegarde eligió un punto entre dos escribas, Partridge y Romilly Badger, quienes se encontraban a cada extremo del cordón frente a la entrada del jardín de Sarah Heap. De algún modo, Partridge había terminado compartiendo su cordón con Romilly, en lugar de tener a un espaciador mago entre ellos, como era lo acostumbrado. Al otro lado de Romilly y Partridge, el círculo de magos, escribas y aprendices, conectados por diversos metrajes de cordón púrpura, se desplegaba en la noche. Todos emitían el zumbido continuado y grave que disponía el cordón para que Marcia alzara el telón de seguridad.
Romilly y Partridge asintieron con la cabeza al paso de Jenna, pero ninguno sonrió; habían visto y oído lo que había sucedido. Con toda resolución, siguieron con su zumbido grave.
Silas dio un paso hacia delante.
—¡No lo toque! —chilló Hildegarde, que ya comenzaba a estar agotada y que, después de haberlo visto saltar al interior de la salita, no estaba muy segura de la prudencia de Silas.
Silas la miró contrariado.
—No iba a hacerlo —dijo con indignación—. No podemos tocar el cordón —le susurró a Jenna—, Rompería la magia.
—Pues ¿cómo se supone que vamos a cruzarlo? —preguntó Jenna, irritada.
—Tranquila, princesa Jenna —dijo Hildegarde con dulzura—. Podemos cruzarlo, pero hay una forma concreta de hacerlo. Necesitamos un poco de esto… —Hildegarde echó mano de su cinturón de submaga para obtener su propio trozo de cordón conductor. Lo desenroscó y alzó un cordón púrpura de muy poca longitud—, ¡Ay! Creo que no es lo bastante largo.
—Longitud estándar para submaga —dijo Silas—. Suficiente solo para una persona. —Su cinturón de mago ordinario era mucho más largo—. Usaremos el mío. Yo también puedo hacer algo útil. Bien, ahora haremos lo siguiente: nos vamos a poner muy juntos… ¡Maxie, ven aquí!
Jenna corrió tras Maxie y lo arrastró de vuelta; el perro lobo la miró con grandes y marrones ojos acusadores. Mantuvo sujeto a Maxie, y Silas procedió a rodearlos a todos con su cordón conductor púrpura. Poco después, un paquete andante de tres personas y un perro lobo arrastraba los pies hacia el cordón que Partridge y Romilly sujetaban. En otra circunstancia, Jenna habría ido riéndose, pero ahora lo único que podía hacer era contener las lágrimas; cada paso la alejaba de Sarah, abandonada en la oscuridad. Volvió la mirada hacia el Palacio, y vio cómo un resplandor mágico de color púrpura lo cubría como un velo, sometiendo a cuarentena todo lo que había en su interior. Se preguntó si Sarah era consciente de lo que había pasado…, si ahora Sarah podía ser consciente de algo…
Mientras tanto, Silas enlazaba cuidadosamente ambos extremos de su cordón conductor al cordón de cordones principal, sin tocarlo. Partridge y Romilly, atentamente, alzaron su cordón como una cuerda de saltar y el paquete de personas y perro lobo arrastraron los pies por debajo del cordón y pasaron al otro lado.
—Bueno, ya está —suspiró Silas—, Estamos fuera.
—Mamá no lo está —dijo Jenna mientras avanzaban despacio a través del jardín, a lo largo de los pulcros caminos que discurrían entre los lechos de hierba de Sarah.
—Lo sé —dijo Silas con sobriedad—, Pero no se quedará ahí para siempre, Jenna.
—¿Y eso cómo lo sabes? —preguntó Jenna.
—Porque no voy a permitirlo —dijo Silas—. Ayudaremos a Marcia a resolver todo esto.
—Marcia es la causante de todo esto —dijo Jenna, irritada—. Si no hubiera intentado darle órdenes a mamá y se hubiera molestado en explicarle la situación, a Sarah le habría dado tiempo de salir.
—Y si tu madre no hubiera salido corriendo detrás de un pato, también le habría dado tiempo de salir —señaló Silas—, Pero eso no viene al caso —añadió enseguida, al advertir la tempestuosa expresión de Jenna—, Tenemos que llegar a la Torre del Mago. Marcia necesitará toda la ayuda posible.
Cruzaron la puerta del muro del jardín y tomaron el pequeño callejón trasero que conducía a la Vía del Mago, hacia la izquierda, y al río, hacia la derecha. Silas abría la marcha con Maxie; Jenna y Hildegarde los seguían en silencio. Al final del callejón, Jenna se detuvo.
—Yo no voy a la Torre del Mago —dijo airadamente—. Estoy harta de magos. Y estoy harta de magos que lo estropean todo… especialmente el día de mi cumpleaños.
Silas la miró con tristeza. No sabía qué decir. Jenna estaba muy irritable últimamente y, dijera lo que dijera, nunca era lo bastante bueno… y, además, pensó, que fuera vestida con esas horrendas ropas de bruja tampoco ayudaba. Rebuscó en su bolsillo, sacó una gran llave de latón y se la tendió.
—¿De dónde es esa llave? —preguntó Jenna.
—De casa —dijo Silas—. Nuestra casa en los Dédalos. He estado arreglándola. Poniéndola al gusto de tu madre. Era… era una sorpresa para su próximo cumpleaños. Ella siempre quiso ir a casa. Pero ahora… bueno, ahora al menos tú puedes ir a casa.
Jenna se quedó mirando la fría y pesada llave en la palma de su mano.
—Eso no es nuestra casa, papá. Nuestra casa es donde está mamá, allí. —Señaló al Palacio, la fila superior de ventanas de la buhardilla oscura apenas visible por encima del muro del callejón.
Silas suspiró.
—Lo sé, pero necesitaremos algún sitio donde dormir por el momento. Te veré allí más tarde… la Gran Puerta Roja, el Paseo de Ida y Vuelta. Ya conoces el camino.
Jenna asintió. Se quedó mirando cómo Silas se encaminaba a paso ligero hacia la Vía del Mago.
—¿Queréis que vaya con vos? —preguntó Hildegarde, que se había mantenido a una discreta distancia de Jenna y de Silas.
Y al no recibir respuesta, preguntó—: Jenna… princesa Jenna, ¿os encontráis bien?
—No. Y no —dijo Jenna con brusquedad, cortando en seco a Hildegarde antes de que su simpatía le resultara excesiva. Se dio la vuelta y echó a correr por el callejón.
Hildegarde decidió no seguirla. La princesa Jenna necesitaba estar un rato a solas.
Jenna recorrió de vuelta el callejón hasta pasado el muro del jardín, siguió por el recodo que discurría por el borde del Campo del Dragón, y se dirigió hacia el río. El frío nocturno se le metió en el cuerpo mientras corría, y se echó la capucha de bruja sobre la cabeza para conservar el calor. El oscuro brillo apagado del río se hizo visible y, ya sin resuello, aminoró la marcha. El callejón llegó a su fin en un pequeño y descuidado embarcadero, y Jenna lo recorrió. Al final del embarcadero, se sentó sobre las tablas de madera húmeda y musgosa, se envolvió en su capa y contempló cómo las oscuras aguas fluían perezosas y en silencio bajo sus pies. Y allí, sentada, pensó en Sarah atrapada en el Palacio, preguntándose qué habría sido de ella. Recordó historias de la niñez. Cuentos oscuros contados por la noche alrededor del fuego, cuando ya debería estar durmiendo; cuentos narrados por magos de visita en el concurrido salón de los Heap en los Dédalos, de gente que regresaba años después del interior de un dominio oscuro, con la mirada atormentada y vacía, enloquecida, balbuceando incongruencias. Recordó las discusiones susurradas acerca de qué podía haber reducido a aquellas gentes a tal estado, todo tipo de detalles espantosos que, bien entrada la noche, se colaban en la cabeza de la gente. Y no podía dejar de pensar que todas esas cosas terribles podrían estar sucediéndole ahora, en ese preciso instante, a su madre.
Lágrimas silenciosas resbalaban por su cuello mientras miraba el río. Los copos de nieve empezaron a cuajar en su capa de bruja, y el frío procedente del agua la hizo tiritar, pero ella no se dio cuenta. Lo único que quería era encontrar a Septimus y explicarle lo que había sucedido.
Pero ¿dónde estaba Septimus?