Cuarentena
En el interior del Palacio, ajena a los acontecimientos que se desarrollaban silenciosamente a su alrededor, Sarah Heap se encontraba encaramada en lo alto de una inestable escalera de tijera en el vestíbulo de entrada del Palacio. A la luz de una preciosa lámpara de araña (Maizie Smalls había tardado más de diez minutos en acabar de encender todas las velas), Sarah se afanaba en clavar una pancarta en la que podía leerse FELIZ 14.° CUMPLEAÑOS, JENNA Y SEPTIMUS encima de la arcada que daba paso al Largo Paseo.
El sonido de pasos que llegaban desde el exterior no le hizo ninguna gracia.
—¡Puñetas! —murmuró Sarah en voz baja.
Sabía que algunos de esos pasos pertenecían a Marcia Over-strand; de algún modo, Marcia siempre se las apañaba para entrar en los sitios como si fuera la dueña del lugar. Sarah forcejeó irritada con la pesada pancarta por encima de su cabeza. «Qué pronto llega Marcia —pensó—. Bueno, tendría que echar una mano hasta que empezase la fiesta. Por los dioses que había un montón de cosas por hacer. “¡Uuuy!” Podría sujetar la escalera, para empezar.»
El sonido de los pasos, que sonaban como el crujir de cenizas mientras se acercaban por el camino, se convirtió en el decidido repiqueteo de una pitón púrpura avanzando sobre madera cuando cruzaron el puente sobre el Foso ornamental. Tras ellos, podían oírse los ruidos sordos de los pasos igual de decididos —pero menos característicos— de los acompañantes de Marcia.
Las puertas del Palacio se abrieron, y el repiquetear de pasos recorrió el suelo de piedra del vestíbulo. Se detuvieron bajo la escalerilla de Sarah.
—Sarah Heap —anunció Marcia.
¿Por qué había sonado Marcia tan oficiosa?, se preguntó Sarah con cierto enojo. Se dio la vuelta, martillo en mano, sujetando entre sus labios los dos últimos clavos.
—¿Magia? —dijo Sarah, dignándose por fin mirar hacia los visitantes que esperaban abajo—. Ah, hola Beetle y Hildegarde —dijo, contenta de ver a los dos acompañantes de Marcia, Beetle y Hildegarde, pero no tanto de ver a la joven bruja que venía con ellos. Se sacó los clavos de la boca—. Llegáis pronto —dijo—. Pero me vendría bien un poco de ayuda. Cuando se monta una fiesta, siempre hay más cosas que hacer de las que uno piensa.
—Mamá —dijo la joven bruja.
Sarah casi dejó caer el martillo.
—¡Por los dioses, Jenna! ¡Eres tú! No sabía que se tratara de una fiesta de disfraces.
—Y no lo es, mamá, pero… —empezó a decir Jenna, tratando de explicarse antes de que Marcia metiera la pata.
Sarah miró con desaprobación.
—Mira, no entiendo por qué vas por ahí con esos ropajes de bruja —dijo—. No deberías, la verdad. Resulta muy desagradable.
—Lo siento. Todo ha sido un poco precipitado. Pero…
—No me vengas con cuentos. La fiesta a punto de empezar, y fíjate…
—Mamá, escucha…
—La fiesta se ha cancelado —dijo Marcia.
Sarah dejó caer el martillo y no le dio en el pie a Marcia por muy poco.
—¿Cómo? —dijo airadamente.
—Cancelada. Tú y cualquiera que esté dentro del Palacio tenéis cinco minutos para abandonarlo.
Sarah bajó de la escalera como un rayo.
—Marcia Overstrand, ¿cómo te atreves?
—Mamá —dijo Jenna—. Escucha, por favor, es importante, hay algo que…
—Gracias, Jenna, ya me encargo yo —dijo Marcia—, Sarah, mi trabajo consiste en garantizar la seguridad del Palacio. Hay un cordón entorno al edificio y voy a ponerlo en cuarentena.
Sarah la miró exasperada.
—Mira, Marcia, no hay necesidad de llegar a ese extremo. No sé qué te habrán contado Septimus o Jenna sobre la fiesta, pero no hagas caso, de verdad. Su padre y yo estaremos aquí, y no tenemos intención de que las cosas se salgan de madre.
—Al parecer, las cosas ya se han salido de madre, Sarah —dijo Marcia. Alzó una mano para detener las siguientes objeciones de Sarah—, Sarah, escúchame, no estoy hablando de la fiesta.
Y diría que el hecho de que tú y Silas hayáis estado aquí no parece haber servido de protección alguna frente a nada en absoluto. De hecho, me sorprende, incluso me decepciona, que Silas haya permitido que esto suceda.
—No es más que una pequeña fiesta de cumpleaños, Marcia —dijo Sarah al instante—. Pues claro que hemos permitido que suceda.
—Sarah, por todos los dioses, escucha lo que te digo. ¡No estoy hablando de la fiesta de cumpleaños! —replicó Marcia con la misma presteza— Y, ya de paso, deja también de sacudir ese martillo.
Sarah miró el martillo que sostenía en la mano, como sorprendida de tenerlo allí. Se encogió de hombros y lo dejó en un peldaño de la escalerilla.
—Gracias —dijo Marcia.
—¿De qué estás hablando, entonces? —exigió saber Sarah.
—Hablo de tu inquilino de la buhardilla.
—¿Qué inquilino? No tenemos inquilinos —dijo Sarah, indignada—, Puede que alguna vez las cosas no hayan ido muy bien, pero, hasta el momento, no hemos tenido que alquilar el Palacio como si fuera una casa de huéspedes. Y aunque lo hiciéramos, no creo que necesitemos tu permiso, muchas gracias. —Sarah plegó la escalera haciéndola chasquear con furia y empezó a tirar de ella hacia el Largo Paseo. Beetle se adelantó y se la cogió de las manos.
—Gracias, Beetle —dijo Sarah—, muy amable. Disculpa, Marcia, tengo cosas que hacer. —Y se puso a recoger los restos de serpentinas que había tirados por el suelo.
—Mamá —dijo Jenna, tendiéndole unas cuantas serpentinas caídas—. Mamá, por favor. Aquí hay algo horroroso. Tenemos que…
Pero Sarah no estaba de humor para escuchar.
—Y tú ya te puedes ir quitando esa capa de bruja, Jenna. Su olor es tan atroz como su aspecto…
Marcia elevó la voz.
—Es mi último aviso. Estoy a punto de poner en cuarentena este edificio. —Sacó su reloj y lo sostuvo en la palma de la mano—. Tienes cinco minutos a partir de este momento para abandonar el edificio.
Eso ya fue demasiado para Sarah. Se puso muy tiesa, con los brazos en jarras, el pelo completamente revuelto, y elevó aún más la voz.
—Mira, Marcia Overstrand, ya estoy más que harta de tu irrupción en el cumpleaños de mi hija, y de mi hijo, claro está, y de que vayas desbaratándolo todo. Te agradecería que, por esta vez, te marcharas y nos dejaras en paz.
Hildegarde había estado observando consternada cómo Marcia manejaba los procedimientos. Antes de su promoción a la torre del mago, Hildegarde había servido en la puerta de Palacio. Conocía bien a Sarah Heap y le caía muy bien. Hildegarde se adelantó y posó la mano en el brazo de Sarah.
—Sarah, lo siento mucho, pero esto es muy serio —dijo—. Es cierto que hay alguien en vuestra buhardilla y, al parecer, ha establecido allí un dominio oscuro. La señora Marcia ha dispuesto un cordón de protección alrededor del Palacio para evitar que el dominio escape y ahora, por la seguridad de todos los que estamos en el Castillo, tiene que poner el Palacio en cuarentena. Siento mucho que tenga que ser hoy, precisamente, pero no nos atrevemos a posponerlo por más tiempo. ¿Lo comprendes, verdad?
Sarah miró a Hildegarde con incredulidad. Se pasó una mano por la frente y se dejó caer en un viejo y maltrecho sillón. El asiento dejó escapar un débil gemido, y Sarah se puso en pie de un brinco.
—Oh, lo siento, Godric —dijo, disculpándose ante el muy desvaído fantasma que se había quedado dormido en el sillón años atrás. El fantasma siguió durmiendo.
—¿Es eso cierto? —le preguntó Sarah a Marcia.
—Es lo que intentaba explicarte, si me hubieras escuchado.
—No intentabas explicarme nada —puntualizó Sarah—, Has venido dando órdenes. Como siempre. —Miró a su alrededor, preocupada—, ¿Dónde está Silas?
Su pregunta obtuvo por respuesta el sonido de unos pasos que llegaban corriendo desde arriba. Silas Heap, con la túnica azul de mago ordinario ondeando al viento, bajaba de dos en dos los escalones de la majestuosa escalera que conducía al vestíbulo, mientras gritaba:
—¡Todo el mundo… fuera! ¡Fuera!
Silas patinó hasta detenerse al pie de las escaleras y, por primera vez en su vida, pareció alegrarse de ver a Marcia.
—Marcia —resopló—. Gracias a los dioses que estás aquí. Mi puerta de seguridad ha cedido. Ha salido de la buhardilla. Está en el piso de arriba y se está extendiendo por todo el lugar… muy deprisa. ¡Tenemos que declarar una cuarentena!
¡Tienes que hacer un llamamiento, establecer un cordón si nos queda tiempo… y…!
—Ya está hecho —le dijo Marcia a Silas, enérgica—. El cordón de magos está en posición.
Silas enmudeció impresionado.
Marcia iba al grano.
—¿Queda alguien más en el Palacio?
Sarah sacudió la cabeza.
—Snorri y su madre se han marchado en su barca. Los Pot se han ido a casa. Maizie está fuera, con la iluminación, la cocinera estaba resfriada y se fue a casa, y todavía no ha llegado nadie para la fiesta.
—Bien —dijo Marcia. Miró hacia lo alto de la escalinata, hacia el amplio descansillo que daba a la galería de donde partía el corredor superior que recorría el Palacio. A lo largo de la galería, las velas ardían con normalidad, pero el oscurecimiento de la luz donde el corredor se extendía a izquierda y derecha indicó a Marcia que las luces más alejadas se estaban extinguiendo. El dominio oscuro se acercaba.
—Todo el mundo fuera del edificio —dijo—. ¡Ahora mismo!
—¡Ethel! —jadeó Sarah. Tras lo cual, echó a correr y desapareció por el Largo Paseo.
—¿Ethel? ¿Quién demonios es Ethel? —Marcia elevó la vista hacia la galería. La llama de la vela más lejana empezaba a extinguirse.
—Ethel es una pata —dijo Silas.
—¿Una… pata?
Silas se fue corriendo en busca de Sarah… y de Maxie, al que, según acababa de recordar, había dejado por la mañana sentado junto al fuego.
Arriba, en la galería, la primera vela se había apagado y la llama de la siguiente empezaba a vacilar. Marcia miró a Jenna, a Beetle y a Hildegarde.
—Se mueve deprisa. Si no establezco ya la cuarentena, se va a escapar. Y, francamente, no estoy muy segura de que nuestro cordón pueda contenerlo. Estamos muy separados unos de otros. Y está claro que no me dará tiempo a levantar un telón de seguridad
—No puedes abandonar a mamá y a papá —exclamó Jenna.
—No tengo elección. Están poniendo en peligro a todo el Castillo… por un pato.
—¡No puedes hacer eso! Voy a buscarlos. —Y, dicho lo cual, Jenna echó a correr. Hildegarde salió tras ella y la agarró por la capa de bruja.
Jenna se revolvió con furia.
—¡Suéltame!
La capa tenía un tacto horrible, pero Hildegarde la sujetó con obstinación.
—No, princesa Jenna, no debéis ir. Es muy peligroso. Iré yo. Deben de estar en la salita de Sarah, ¿no?
Jenna asintió con la cabeza.
—Sí, pero…
—Los sacaré por la ventana. —Hildegarde miró a Marcia, calculando cuánto tardaría en llegar a la salita de Sarah—, Dame… cuenta hasta cien y luego hazlo. ¿De acuerdo?
Marcia miró en dirección al rellano. Un muro de densa oscuridad bloqueaba ya toda la vista de los pasillos. Sacudió la cabeza.
—A setenta y cinco.
Hildegarde tragó saliva.
—De acuerdo. A setenta y cinco. —Y salió corriendo.
—Uno —empezó a contar Marcia—. Dos, tres, cuatro… —Hizo señas a Beetle y a Jenna para que salieran. Jenna negó con la cabeza.
Beetle cogió a Jenna del brazo.
—Tienes que salir de aquí —dijo—. Tus padres no querrían que te quedaras. Hildegarde los sacará.
—No. No puedo irme sin mamá y papá.
—Jenna, no tienes otra opción. Eres la Princesa. Debes ponerte a salvo.
—Estoy harta de estar a salvo —dijo entre dientes.
Pero Beetle retrocedió hacia las puertas del Palacio, llevándose a Jenna con él. Una vez fuera, sacó del bolsillo un pequeño y grueso tubo.
—Tengo la bengala —le hizo saber a Marcia.
Marcia levantó el pulgar.
—Treinta y cinco, treinta y seis…
—¿Qué bengala? —preguntó Jenna.
—La bengala para activar el cordón. Por si acaso.
—¿Por si acaso qué?
—Bueno, por si acaso la cuarentena no funciona. Por si se escapa algo.
—¿Te refieres a algo como mamá y papá? —dijo Jenna, liberando su brazo de la presa de Beetle.
—¡Claro que no! Por si se escapa algo oscuro.
Pero Jenna no estaba para escuchar nada. Echó a correr por el pequeño sendero que circunvalaba hasta la parte posterior del Castillo, con la capa de bruja al viento. Beetle suspiró. Deseó que Jenna se hubiera deshecho de la capa de bruja. Jenna ya no volvería a parecer la misma.
Angustiado, Beetle se quedó esperando entre las dos antorchas encendidas que flanqueaban el puente. A través de las puertas abiertas del Palacio podía ver el montón de regalos de cumpleaños abandonados, las serpentinas tiradas, la pancarta de feliz cumpleaños... Ahora, de forma extraña, todo aquello parecía fuera de lugar mientras Marcia, vestida de purpura y con los nervios en tensión, iba y venía, sin dejar de contar. Beetle vio cómo la última vela en lo alto de las escaleras titilaba y se apagaba, y el muro de oscuridad, no una oscuridad nocturna, sino algo más denso, más sólido, empezaba a descender hacia la figura que iba y venía por la zona inferior.
Beetle miraba a Marcia como un halcón, aterrorizado ante la idea de no captar su señal. La maga extraordinaria retrocedía hacia la puerta. Seguía contando, alargando la cuenta todo lo que podía con la intención de proporcionarle a Hildegarde el mayor margen posible.
—Ciento cuatro, ciento cinco…
Con cada paso que Marcia retrocedía, la oscuridad avanzaba. A Beetle le recordó un gigantesco lagar que había visitado una vez, donde podías meterte dentro y ver cómo la plancha prensadora descendía hacia ti. En aquella ocasión a Beetle le había parecido aterrador… Y ahora volvía a parecérselo.
El descendente techo de oscuridad llegó hasta la lámpara de araña, y todas las velas chisporrotearon de pronto. Beetle vio a Marcia levantar la mano derecha. Empujó el perno de ignición dispuesto en el lateral de la bengala, la sostuvo estirando el brazo y dio un brinco ante la repentina explosión de luz que salió disparada hacia el cielo. La multitud apostada más allá se quedó con la boca abierta de admiración, pero desde el cordón llegó el sonido más apagado de un zumbido sostenido, como si el Palacio estuviera rodeado por un gigantesco enjambre de abejas. El cordón ya estaba activo. Marcia saltó fuera, cerró de golpe las gruesas puertas de madera, puso una mano en cada puerta y empezó la cuarentena.
La magia era tan potente que incluso Beetle, que no era una persona excesivamente mágica, podía ver, al tiempo que el zumbido del enorme círculo de magos, aprendices y escribas llenaba el aire, cómo la púrpura bruma resplandeciente de magia se arremolinaba en torno a las puertas y se extendía, deslizándose a través de las oscurecidas ventanas del Palacio, sometiendo a cuarentena cualquier cosa que hubiera en su interior con un delgado velo púrpura.
Beetle deseó que cualquier cosa que hubiera dentro no incluyera ni a Hildegarde, ni a Sarah, ni Silas… ni ajenna.