Cordón
La noche había caído mientras Septimus había estado aislado en la cámara segura. Salió al exterior, donde lo recibió un aire frío y seco, y subió por la Grada de la Serpiente, se ajustó la capa y caminó deprisa para intentar librarse del frío que parecía haberlo calado hasta los huesos. Al final de la grada, tomó la Carrera de la Rata, un callejón muy trillado que daba directamente a la mitad de la Vía del Mago.
La noche más larga era uno de los momentos favoritos de Septimus. Cuando era niño soldado en el ejército joven, siempre la esperaba con ilusión; aunque en aquella época no tenía ni idea de que también era su cumpleaños, le parecía especial. Le encantaba ver todas aquellas velas colocadas en cada ventana del Castillo. El Custodio Supremo y sus compinches no veían con buenos ojos aquella práctica, pero era una costumbre demasiado antigua para desarraigarla, y se había convertido en un pequeño símbolo de resistencia. Ese significado en concreto se le había pasado por alto al joven Septimus, lo único que sabía era que ver las luces le hacía muy feliz.
Pero ahora, la noche más larga tenía una importancia mayor; era un símbolo de esperanza y renovación: conmemoraba el día en que Marcia lo rescató del ejército joven. A pesar de la tarea que le aguardaba aquella noche, Septimus paseó por la Carrera de la Rata con una sensación de familiar emoción y felicidad. Unos fríos copos de aguanieve se posaron brevemente en su cara, que miraba hacia arriba mientras sonreía ante las antiguas casas, todas con una sola y valiente vela ardiendo en cada ventana. Respiró el aire fresco, para librarse de los empalagosos gases de la vieja casa del alquimista, y apartó sus sentimientos de culpabilidad con respecto a Marcia y lo que sabía que ella consideraría un acto de deslealtad hacia ella.
Septimus estaba decidido a hacer lo que sintiera que debía hacer. Era su decimocuarto cumpleaños, un día que se reconocía en todo el Castillo como el principio de la independencia. Ya no era un niño. Era un adulto, y tomaba sus propias decisiones.
Pocas calles más allá, el reloj de la Plaza del Pañero empezó a dar las campanadas. Septimus contó seis y aceleró el paso. Llegaba tarde. Había prometido a su madre que llegaría a las seis.
Mientras caminaba presuroso por la Vía del Mago, descubrió que las cosas no eran como él había esperado. La vía estaba abarrotada, como suele ocurrir la noche más larga, pero en lugar de gente que paseaba, charlaba y señalaba una de las ventanas más interesantes (pues los últimos años se había producido una auténtica epidemia de cuadros vivos en los escaparates de muchas tiendas), todo el mundo estaba muy quieto mirando hacia el Palacio. Era bastante extraño, pero lo que le preocupó más fue el angustioso silencio que reinaba.
—Me sorprende que no estés allí también, aprendiz —dijo una voz en alguna parte, cerca de su codo. Al decir la palabra «aprendiz», varias cabezas se volvieron hacia Septimus.
Miró a su alrededor y se encontró junto a él a Maizie Smalls, que realmente hacía honor a su nombre.
—Ya sabes, en el cordón. Alrededor del Palacio…
—¿Cordón? ¿Alrededor del Palacio?
—Sí. Espero que mi gato esté bien. Binkie odia los cambios en su rutina. Ahora ya es un gato viejo, ¿sabes?, y… oh…
Pero Septimus ya se había ido. Había salido disparado hacia el Palacio. Se abrió paso entre la muchedumbre más deprisa de lo que imaginaba. En cuanto alguien veía que era el aprendiz extraordinario que se abría camino o les pisaba los talones, se apartaban con respeto, salvo Gringe, que lo detuvo y se dirigió a él enfurruñado.
—Es mejor que te des prisa, chaval. Llegas un poco tarde, ¿no?
Pero Gringe lo dejó pasar cuando Lucy protestó.
—Déjalo, papá. ¿No ves que tiene prisa?
Septimus agradeció el gesto de Lucy y siguió adelante; al pasar, vislumbró a Nicko hablando con el hermano de esta, Rupert. Pero no tenía tiempo ni para saludar a Nicko; Septimus estaba desesperado por llegar a Palacio.
Cuando llegó a la verja del Palacio, Septimus supo que Gringe tenía razón; había llegado tarde, demasiado tarde. Extendiéndose por el césped del Palacio, unos cuantos metros dentro de la verja, estaba el cordón: una larga fila de magos, aprendices y escribas, que rodeaban el Palacio, cada uno agarraba un trozo de cordón púrpura que lo unía a la persona siguiente. Desde la quietud y la concentración de quienes lo formaban, Septimus observó que el cordón estaba completo. Nunca había visto un cordón de verdad, aunque en la Torre del Mago a veces se hacían prácticas en el patio, y algunos aprendices una vez formaron un cordón, para disgusto de Gringe, alrededor de la garita de la puerta norte, a fin de tomarle el pelo. Septimus sabía que lo ideal sería que todos los del cordón se dieran las manos, como niños en el popular juego del Castillo «Ahí vamos alrededor de la Torre del Mago», pero, para poder rodear el edificio más grande del Castillo, todas las personas que formaban el cordón tenían que usar un trozo de cuerda conductora mágica, de la cual todos los magos, aprendices y escribas con contrato siempre llevaban un trozo consigo, allí adonde fueran.
Septimus se paró delante de la contenida multitud que miraba el cordón e intentó averiguar qué estaba pasando. Estar fuera de algo mágico era una sensación desacostumbrada para Septimus, y no le gustaba lo más mínimo. Pero pronto se dio cuenta de que se había librado por los pelos. Si hubiera llegado unos minutos antes, Marcia habría querido que él participara y, con el disfraz oscuro en lo hondo de su bolsillo secreto, no se habría atrevido. El alivio que sintió al no haber tenido que darle explicaciones a Marcia casi hizo que se le olvidara una pieza histórica de magia, casi.
Septimus no pudo resistir echar una mirada desde más cerca. Se escabulló a través de la verja del Palacio y caminó despacio por la hierba. Al acercarse, vio cuatro figuras dentro del cordón que se movían deprisa hacia las puertas del Palacio. Una era, claro está, Marcia. La segunda, al percatarse, Septimus tuvo una sensación que bien podría equipararse a los celos: era Beetle. Beetle estaba ocupando su lugar. Y había otras dos personas que los seguían. Una de ellas estaba seguro de que era Hildegarde, y la otra era una bruja. ¿Qué estaba ocurriendo?
Septimus se había detenido a una distancia del cordón que consideraba segura. Y entonces se dio cuenta de que debió de haber murmurado algo, porque la aprendiza de la enfermería, Rose, que formaba parte del cordón, se volvió. Sonrió a Septimus y movió los labios en silencio:
—Chissst, es silencioso.
—¿Por qué? —preguntó moviendo los labios sin emitir ningún sonido.
Rose se encogió de hombros y puso cara de «no tengo ni idea».
Septimus se sintió profundamente frustrado. Miles de preguntas pasaron por su mente. ¿Qué había ocurrido? ¿Habría hecho Silas alguna estupidez? ¿Dónde estaba Jenna? ¿Dónde estaban sus padres? ¿Estaban a salvo? Y de inmediato, un horrible pensamiento cruzó su mente: ¿tendría aquello algo que ver con lo que había oculto en el desván, aquello a lo que Jenna le había pedido que echara un vistazo la noche anterior? ¿Era todo lo sucedido culpa suya?
Septimus se puso en marcha a lo largo de la parte exterior del cordón. El aire era frío, y caía una dispersa aguanieve que aterrizaba en las capas de invierno de los magos y los escribas, y se aposentaba brevemente en los sombreros de lana y en las cabezas desnudas por igual antes de fundirse. Las manos que sostenían los cordones (no se permitía llevar guantes, pues rompían la conexión) estaban rojas y frías, y algunos de los aprendices más jóvenes que, llevados por la emoción, habían salido corriendo de sus talleres sin sus capas, estaban tiritando.
Sin dejar de vigilar el Palacio mientras pasaba, Septimus intentó recordar lo que Jenna le había dicho la noche antes. «Hay algo malo ahí», era todo lo que podía recordar de sus palabras. Pero sabía que no le había dado ni la más mínima oportunidad de contarle nada más. Examinó el Palacio en busca de pistas de lo que estaba ocurriendo. Parecía igual que siempre, sólido y apacible en la noche de invierno, pero entonces algo captó su atención. Se apagó una vela en una ventana del piso de arriba. Septimus se detuvo detrás de una línea de magos ancianos que llevaban una colección de bufandas de colores y sombreros de lana y levantaban la mirada hacia las ventanas de Palacio. Otra vela murió, y luego otra. Una a una, como fichas de dominó que caían despacio, clic… clic… clic…, las velas se extinguieron. Septimus sabía que Jenna tenía razón: algo malo había ahí arriba.
«No ayudaste a Jenna porque estabas ocupado y nervioso con la idea de mantener tu estúpida cabeza clara para tu semana oscura, y ahora mira lo que ha pasado —se dijo a sí mismo muy enfadado—, Y te largaste a una oscura cámara alquímica cuando sabías que Marcia no quería que fueras, y ahora no has podido participar en la magia más asombrosa que probablemente verás en tu vida. Eso, cabeza de chorlito, es lo que pasa cuando te acercas a la oscuridad. Te hace pensar solo en ti mismo. Te aleja de las personas que quieres. Y ahora no tienes a nadie con quien hablar, te está bien merecido.»
Septimus se alejó del cordón y de su camaradería mágica y se internó en la noche. Había llegado a la orilla del río y caminaba deprisa hacia el embarcadero de Palacio, cuando el fantasma de Alice Nettles se le apareció de sopetón. Desde el destierro de Alther, Alice ya no se aparecía, pero con Septimus hizo una excepción. Alice era el único fantasma que el chico conocía que siempre parecía reaccionar ante los cambios de tiempo y esa noche, aunque sabía que Alice no notaba el frío, parecía congelada.
—Hola, Alice —dijo.
—Hola, Septimus —contestó Alice con una voz lejana.
Se volvió hacia Septimus y, por primera vez en su nueva existencia, el fantasma de Alice Nettles alargó la mano para tocar a un ser humano.
—Tráeme a mi Alther, aprendiz. Devuélvemelo —dijo poniendo las manos en los hombros de Septimus.
—Haré lo que pueda, Alice —respondió Septimus, pensando en lo frío que era el tacto de Alice.
—¿Te irás hoy? —preguntó.
La llave de la Mazmorra Número Uno, que daría inicio a su semana oscura, pesaba en su bolsillo, pero el cordón había sumido los planes de Septimus en la confusión. No tenía ni la más remota idea de lo que estaba pasando, ni de lo que Marcia estaría haciendo a medianoche. Vaciló unos instantes.
Alice miró a Septimus con preocupación.
—No me has contestado, aprendiz.
Septimus vio desesperación en los ojos de Alice y tomó una decisión. Tal vez hubiera defraudado a Jenna, pero no pensaba hacer lo mismo con Alice. Entraría en la Mazmorra Número Uno tanto si Marcia estaba allí como si no.
—Sí, Alice. Iré a buscar a Alther.
—Gracias —dijo Alice sonriendo—. Te lo agradezco en el alma.
Septimus dejó a Alice paseando por el embarcadero y mirando de manera ensoñadora el río. Caminó despacio por la ribera del río, que estaba sumida en la oscuridad. Nunca, ni siquiera en el ejército joven, Septimus se había sentido tan solo. Se percató de que se había acostumbrado a ser el centro de las cosas, de ser una parte integral e importante de la vida mágica del Castillo. Ahora que de repente se encontraba —literalmente— fuera del círculo mágico, se sentía desolado.
Paseó por la larga hierba que crecía justo en la orilla, mientras las oscuras y frías aguas del río discurrían en silencio. Caían pequeños copos de nieve que se posaban en su gruesa capa de lana, y la hierba parecía crujir con la helada bajo sus pies. Mientras caminaba, Septimus notaba la presencia amenazadora del Palacio. Como la escena de un horrible accidente, sus ojos se sentían atraídos hacia el lugar. Y cada vez que levantaba la mirada con sensación de temor, veía apagarse otra ventana, y no podía hacer otra cosa más que imaginar que Jenna estaba aún allí, atrapada en alguna parte.
Siguió a lo largo de la ribera del río, convencido de que podía haber detenido lo que fuera que estaba pasando si hubiera ayudado a Jenna cuando se lo pidió, pero era demasiado tarde. Jenna ya no estaba allí para pedírselo. Ahora estaba solo, y la culpa no era de nadie más que de él.
Septimus llegó a la verja que se abría en el alto seto hacia el campo del dragón. La abrió. Solo quedaba una criatura con la que podía hablar: su dragón, Escupefuego.