La cámara segura
Mientras Beetle volvía a ocupar su lugar a la cabeza de la convocatoria, la persona que debería haber estado guiándola se encontraba enclaustrada en el sótano de una casa de la Grada de la Serpiente. Nadie oyó que, un poco más arriba, un mago casi sin resuello llamaba con fuerza a la puerta principal.
Septimus estaba escuchando a Marcellus Pye hablar de los peligros y defensas contra la oscuridad. El tiempo pasaba muy despacio. Hasta el momento llevaba al menos una hora, si no más, hablando de los peligros.
Alquimista y aprendiz se sentaban en el interior de una cámara sin ventanas que parecía un túnel. La atmósfera era opresiva, y el aire estaba cargado por el humo de una vela de cera; además, un débil rastro de oscuridad persistente estaba poniendo nervioso a Septimus. A diferencia de Marcellus Pye, que se sentaba delante de él en una cómoda silla de respaldo alto, Septimus estaba incómodamente sentado en un irregular banco de piedra. Entre ellos había una mesita, cubierta con una gruesa capa de sebo de vela, sobre la que otra vela candente aportaba su contribución en aquella atmósfera viciada.
Sin embargo, Marcellus parecía tranquilo. Estaba en su cámara segura secreta con su aprendiz, dándole instrucciones para que se defendiera de la oscuridad, y así, en lo que a él concernía, era como debían ser las cosas. Una cámara segura era algo que todo alquimista que se respetara a sí mismo poseía siempre, aunque nunca lo admitía. En lo que ahora Marcelo llamaba «su primera vida» como alquimista, quinientos años atrás, en el pasado, había instalado su cámara segura entre dos habitaciones adyacentes al sótano de su casa. Ocupaba el espacio de manera tan inteligente que ninguno de sus posteriores habitantes notó nunca los pocos centímetros que había robado de cada habitación.
Marcellus en persona había construido la cámara, no había tenido más remedio que hacerlo él mismo. En la época de los alquimistas del Castillo, uno de los inconvenientes de la profesión era que resultaba imposible conseguir un constructor. Cuando el constructor sabía que la obra que le encargaban era para un alquimista, de repente le salía mucho trabajo, o se caía de una escalera y «se rompía una pierna» o tenía que irse a un lugar distante a cuidar a un pariente lejano que se había puesto enfermo. Con cualquier excusa, aquella sería la última vez que el alquimista vería al constructor. Ello se debía a que los peligros de trabajar para un alquimista se habían convertido en leyenda entre los constructores del Castillo; leyenda que pasaba de maestro a aprendiz: «Nunca trabajes para un alquimista, chico —o chica, aunque solían ser chicos—». «En cuanto acabes el trabajo, lo más seguro es que te encuentren flotando en el Foso boca abajo para que guardes el secreto de lo que acabas de construir. Por mucho oro que te ofrezcan, no vale la pena, créeme.» Aunque aquello no se podía aplicar a todos los alquimistas, hay que decir que la creencia tenía cierto fundamento.
Marcellus Pye poseía muchos talentos, pero la construcción no era uno de ellos. El exterior de la cámara era pasable, porque Marcellus había cubierto su tosca manipostería con grandes paneles de madera en las dos habitaciones afectadas. Sin embargo, el interior de la cámara era un desastre. Marcellus no se había percatado de lo difícil que era construir paredes rectas, y que siguieran rectas con el tiempo, así que las paredes se acercaban cada vez más a medida que se levantaban, y casi se unían en el techo. Cuando hubo instalado la falsa pared, detrás de la cual guardaba sus más arcanos tesoros, la cámara segura no era más que un pasillo claustrofóbico.
Septimus estaba casi inducido al trance por el parpadeo de una multitud de velas colgadas de los diversos recovecos y grietas, obra de la peculiar noción de la manipostería que tenía Marcellus. La cámara tenía rayas negras del hollín de las llamas, y gruesos riachuelos de cera corrían por las paredes y brillaban bajo la luz amarilla. Lo único que evitaba que Septimus se quedase dormido era el modo en que las piedras de la pared le clavaban sus filos, como si lo señalaran con dedos enfadados. De vez en cuando, se retorcía incómodo y se reclinaba contra otro saliente puntiagudo, algo distinto.
—Estate quieto y presta atención, aprendiz —dijo Marcellus Pye con dureza desde su cómoda silla— Es posible, es más que posible, es seguro que tu vida dependerá de ello.
Septimus reprimió un suspiro.
Finalmente, Marcellus llegó al motivo por el que Septimus había ido a verlo.
—Supongo que esta noche intentarás recuperar al fantasma de Alther Mella de las antesalas de la oscuridad...
—Sí, sí… Me voy a las antesalas de la oscuridad. A medianoche.
Mientras pronunciaba las palabras, Septimus sintió una mezcla de emoción y miedo. De repente, el momento crucial de su aprendizaje resultaba muy real.
—¿Y querrás entrar en las antesalas de la oscuridad a través del portal de la Mazmorra Número Uno?
—Sí, eso mismo. ¿No es el único lugar por el que se puede entrar? —preguntó Septimus.
Marcellus Pye le dirigió una mirada burlona.
—Ni mucho menos —dijo—, pero es el único lugar al que puedes llegar a tiempo para la medianoche de hoy. Hay otros portales, algunos de ellos extraordinariamente efectivos para asuntos como este, en los que el tiempo es menos importante. Sin embargo, ninguno de ellos está en el Castillo.
Septimus se preguntó por qué Marcia no le había hablado de esos otros portales, posiblemente más eficaces, mientras Marcellus cogía una vela de la mesa y se levantaba de la silla con un leve quejido. Aparentando el anciano que realmente era, el alquimista caminó despacio por la cámara hasta la falsa pared del fondo que, como Septimus notó, estaba recubierta con los mismos paneles de madera que la habitación exterior. Marcellus presionó con la mano uno de los paneles, lo corrió a un lado e introdujo la mano en el espacio que quedaba abierto. Septimus oyó el tintineo del cristal chocando contra el cristal, el traqueteo de pequeñas cosas que se movían dentro de una caja metálica, el golpe de un libro y, luego, aliviado, oyó por fin:
—¡Lo tengo!
Mientras Marcellus regresaba con su paso cansino, Septimus casi se pone de pie de un salto y corre a buscarlo. La luz de la vela proyectaba sombras teatrales sobre el rostro del alquimista, y a medida que avanzaba hacia Septimus con la mano extendida, Marcellus tenía exactamente el mismo aspecto que la primera vez que Septimus lo vio, un hombre de quinientos años que lo agarraba y lo arrastraba a través de un espejo hasta el mundo secreto que hay detrás del Castillo. No fue un buen momento. Aquel recuerdo turbó a Septimus más que cualquier otro elemento de la tensa preparación de su semana oscura.
Sin percatarse del efecto que había tenido sobre Septimus, Marcellus Pye volvió a ocupar su lugar. Parecía contento.
—Aprendiz, tengo en mi mano algo que te protegerá cuando atravieses el portal hasta la oscuridad.
Abrió el puño para revelar una pequeña y dentada caja de yesca. Septimus sintió una horrible desilusión. ¿En qué estaba pensando Marcellus? Él ya tenía su propia caja de yesca y tenía mucho mejor aspecto que aquella. Y probablemente funcionara mejor; Septimus se enorgullecía de ser capaz de encender fuego en quince segundos. Beetle y él habían hecho una competición para ver quién encendía fuego antes, y Septimus había ganado las cinco veces.
Marcellus le ofreció la caja de yesca.
—Ábrela —dijo.
Septimus hizo lo que le pedían. Dentro encontró los habituales componentes de una caja de yesca: una pequeña rueda dentada, un pedernal, unas finas tiras de tela empapadas en la famosa y muy inflamable cera del Castillo, y un poco de musgo seco.
Septimus ya había tenido bastante. El comentario de despedida de Marcia le volvió a la memoria: «Esas cosas de la alquimia no son más que trucos de ilusionismo, Septimus, mucho ruido y pocas nueces. Nada de eso funciona realmente, es una auténtica basura».
Septimus se puso en pie. Marcia tenía razón, como de costumbre. Tenía que salir de aquella pequeña cámara opresiva llena de gotas de cera de vela, que olía a secretos oscuros. Anhelaba volver a ser partícipe del mundo cotidiano del Castillo una vez más. Quería correr por las calles, respirar el aire frío y nuevo, ver la miríada de luces del Castillo parpadeando en las ventanas, ver a la gente pasear de un lado a otro, admirando, o no, las luces de sus vecinos. Pero sobre todo, quería estar con personas que no fueran un quisquilloso alquimista de cinco siglos de edad, convencido de que él aún era su aprendiz.
Marcellus tenía otras ideas.
—Siéntate, aprendiz —dijo en tono severo—. Esto es importante.
Septimus se quedó de pie.
—No, no lo es. Es una vieja caja de yesca. Eso es todo. No puedes engañarme.
Marcellus Pye sonrió.
—Parece ser que ya te he engañado, aprendiz, porque no es lo que parece.
Septimus suspiró. No existía nada en el mundo capaz de desconectar a Marcellus.
—Paciencia, aprendiz, paciencia. Sé que esta cámara es muy pequeña, sé que huele a cerrado y a aire viciado, pero lo que te voy a enseñar solo puede ser revelado aquí. No sobrevivirá mucho tiempo fuera, en la oscuridad. —Marcellus levantó la mirada hacia Septimus con expresión seria—, Septimus, no puedo, y no pienso dejar que te aventures indefenso en la oscuridad. Siéntate. Por favor.
Septimus se sentó reticente y suspiró de nuevo.
—Verás —dijo Marcellus cogiendo la caja de yesca—, como todos los disfraces oscuros, esto no es lo que parece. Igual que te pasará a ti cuando entres en la oscuridad.
—Lo sé, máscaras, pantallas, engaño... ya he repasado todos esos temas con Marcia.
—Bueno, claro que los has repasado —Marcellus hablaba en tono conciliador—. No habría esperado que fuera de otra manera, pero hay algunas cosas a las que ni siquiera los magos extraordinarios tienen acceso. Para eso estamos, o estábamos, los alquimistas. Mantenemos contacto con la oscuridad. Nos adentramos allí donde los magos no se atreven a pisar.
Esas revelaciones eran más de lo que Septimus había sospechado, dadas las advertencias de Marcia sobre los alquimistas, pero aquella era la primera vez que oía a Marcellus admitirlo.
El alquimista prosiguió.
—Como aprendiz de alquimia, también tienes derecho a saber cómo trabajar con la oscuridad. Está muy bien que los magos peguen la cabeza al suelo como una de esas aves… ¿cómo las llamáis?
Septimus no estaba segura.
—¿Gallinas? —sugirió.
Marcellus soltó una carcajada.
—Las gallinas servirán. Como gallinas, picotean lo que tienen ante sí, pero no comprenden lo que realmente es. A ve ces la llaman de otro modo, como otro o reverso, pero eso no cambia nada. La oscuridad sigue siendo oscuridad la llames como la llames. Así que ahora, aprendiz, debes decidir si das tu primer paso en la oscuridad al modo de la alquimia, y ves lo que en realidad hay dentro de la caja de yesca, o al modo de los magos, y no ves más que un viejo pedernal y un poco de musgo seco. ¿Qué prefieres?
Septimus pensó en Marcia y supo lo que debería decir. Pensó en Beetle y en realidad no estaba seguro de lo que diría.
Y luego pensó en Alther. De pronto, Septimus tuvo la extraña sensación de que Alther estaba sentado justo a su lado. Se volvió y vio un momentáneo destello púrpura, la insinuación de una barba blanca. Luego despareció, dejando a Septimus con la certidumbre de que nunca volvería a ver a Alther a menos que dijese:
—A la manera de la alquimia.
Marcellus sonrió aliviado. Le había preocupado sobremanera la idea de que Septimus se aventurara en la oscuridad al habitual estilo de los magos, simplemente teniendo buenos pensamientos y creyendo que todo iría bien. El viejo alquimista también se sentía un poco triunfante. Por el momento, había recuperado a su aprendiz.
—Muy sabio —dijo Marcellus—. Ahora deja de comportarte como una gallina y da tu primer paso consciente en la oscuridad. Comprendes que solo debes hacerlo si quieres, ¿verdad?
Septimus asintió con la cabeza.
—Entonces dilo.
—¿Qué tengo que decir?
—Que quieres hacerlo. Di: «Quiero».
Septimus vaciló. Marcellus aguardaba.
Hubo una larga pausa. Septimus tenía la emocionante sensación de estar a punto de cruzar un umbral que ni la propia Marcia había cruzado.
—Quiero —dijo.
Como si alguien hubiera soplado, todas las velas de la cámara se apagaron. La temperatura descendió en picado.
Septimus soltó una exclamación.
—No debemos asustarnos de la oscuridad. —La voz de Marcellus llegaba a través del humo de las velas apagadas.
Septimus oyó al alquimista chasquear los dedos. De inmediato, las velas volvieron a encenderse, pero la cámara siguió fría, tan fría que Septimus podía ver el vapor que formaba su aliento flotando en el aire.
Marcellus había conseguido captar ahora toda la atención de Septimus.
—Aprendiz, tu primera paso es elegir el nombre que usarás cuando estés tratando con la oscuridad. Los magos, si es que se atreven a llegar hasta aquí, suelen dar la vuelta a su nombre, pero no se dan cuenta de lo peligroso que es. Nunca te librarás de la oscuridad si haces eso, siempre podrán encontrarte. Los alquimistas somos más listos. Tomamos tres de las últimas letras de nuestro nombre y le damos la vuelta. Te sugiero que hagas eso.
—S… U… M… —dijo Septimus.
Marcellus sonrió.
—Sum: soy. Muy bien. Si tienes que usar tu nombre, eso es lo que dirás. Se parece mucho a la verdad, pero no es lo bastante verdad para que te encuentren. Ahora ya hemos llegado al motivo por el que estamos aquí: aprendiz, ¿deseas tomar un disfraz oscuro?
Septimus asintió.
—Dilo —le animó Marcellus—. No puedo llevarte por todos estos pasos con una mera inclinación de cabeza. Debe quedar claro que deseas seguir.
—Sí, lo deseo —dijo Septimus con voz un poco temblorosa.
—Muy bien. Aprendiz, coloca el yesquero encima de tu corazón, así…
Septimus se puso la caja de yesca sobre el corazón. Notó que le atravesaba una punzada fría, como un cuchillo de hielo.
Marcellus siguió con sus instrucciones.
—Deja quieta la mano como si fuera de piedra, deja de moverla. Bien. Ahora repite estas palabras conmigo.
Y así el viejo alquimista empezó a recitar, usando palabras inversas que Septimus no había oído nunca antes, palabras que sospechaba que tampoco Marcia había oído nunca. Le helaron más que la presión helada del yesquero, más que el aire gélido del interior de la cámara. Cuando Septimus hubo pronunciado las últimas palabras —«Oy et onedro euq saes otse: adraug sum»—, le castañeteaban los dientes de frío.
—Abre la caja —dijo Marcellus.
Al principio, Septimus pensó que la caja de yesca estaba vacía. Lo único que veía era el deslustrado metal gris del interior, y sin embargo, cuando lo miraba atentamente, no estaba seguro de que fuera metal lo que estaba viendo. Parecía brumoso, como si hubiera algo y al mismo tiempo no estuviera allí. Con cautela, como si creyera que algo podía morderle, metió el dedo en la caja. El dedo le dijo que había algo dentro del yesquero, algo suave y delicado.
—Lo has encontrado. —Marcellus parecía muy complacido—, O, más bien, te ha encontrado a ti. Eso está bien. Ahora sácalo y mételo.
Sintiéndose como si estuviera jugando a «imagínate que…» con Barney Pot, Septimus juntó el pulgar y el índice y cogió algo escurridizo, que apenas estaba allí. Notó como si sacara telarañas de un frasco, telarañas que la araña del frasco no quería soltar. Septimus tiró fuerte y, mientras levantaba la mano, vio que de la caja salía un largo trozo de tela fina como la seda.
Los ojos negros de Marcellus Pye brillaban de emoción a la luz de la vela.
—Lo has conseguido… —Suspiró con alivio—. Has encontrado tu disfraz oscuro.
El disfraz oscuro le recordó a Septimus una de las vaporosas bufandas de Sarah Heap, aunque Sarah prefería colores más vivos. Aquel era un color indeterminado que a Sarah le habría parecido apagado; también era mucho más larga que cualquier bufanda de Sarah. Septimus siguió tirando de la caja de yesca, y el disfraz oscuro seguía saliendo, cayendo en delicados e ingrávidos pliegues que llegaban hasta el suelo. Septimus empezó a preguntarse qué longitud tendría en realidad.
Marcellus respondió a la pregunta que no había llegado a verbalizar.
—Será todo lo largo que necesites. Ahora, aprendiz, un consejo. Te sugiero que le quites un hilo ahora mismo, es fácil, y que te lo guardes. Será tan fuerte como una cuerda; según mi experiencia, siempre puede resultar útil tener algo un poco oscuro a mano cuando uno se aventura por esos reinos.
No era la primera vez que Septimus se preguntaba qué secretos guardaba Marcellus en el pasado, pero lo que decía tenía sentido. Tiró de un hilo de la trama suelta, y empezó a enrollarlo de manera ordenada.
Marcellus lo miró con expresión aprobadora.
—Has hecho bien. Recuerda que el poder oscuro de este hilo, cuando lo saques, empezará a evaporarse en unas veinticuatro horas. No lo guardes en tu cinturón de aprendiz; no querrás que afecte a ningún amuleto o hechizo. En tu bolsillo estará bien.
Septimus asintió, eso ya se lo había imaginado.
—Ahora, te sugiero que vuelvas a meter el disfraz oscuro en el yesquero —dijo Marcellus—, Todo el tiempo que pasa fuera de la cajita, incluso aquí dentro, debilita un poco su poder.
Siguiendo las indicaciones de Marcellus, Septimus pronunció las palabras «oy et yod saicarg, rop rovaf, etariter», y el disfraz oscuro se evaporó dentro de la caja de yesca como el humo.
Marcellus contempló a su aprendiz con satisfacción.
—Muy bien. Te obedece bien. Justo antes de entrar en el portal oscuro, abre la caja y dale esta orden: «Etsiv Sum». Ahora que te conoce, se pegará a ti como una segunda piel. Ten cuidado de no llevarlo lejos de la oscuridad, pues pronto se disolvería en la nada; por ese motivo te lo he enseñado en esta cámara. Úsalo bien.
Septimus asintió.
—Así lo haré.
—Y una última cosa.
—El disfraz oscuro podría corromper la magia. No lleves esta caja a la Torre del Mago.
Septimus estaba consternado.
—Pero… ¿qué pasa con mi anillo dragón?
—Llevas puesto el anillo. Es parte de ti, y el disfraz oscuro protegerá cualquier parte de ti. —Marcellus sonrió—. No te preocupes, brillará tan fuerte como siempre para ti, aprendiz, aunque los demás no lo vean.
Septimus miró su anillo, que resplandecía en la penumbra de la cámara segura. Notaba un gran alivio. Se sentía perdido sin él.
Marcellus le dio sus últimas instrucciones.
—Cuando regreses con Alther (como sé que harás) debes traer el disfraz directamente aquí para guardarlo. ¿Lo entiendes?
—Lo entiendo —dijo Septimus—, Gracias. Muchas gracias, Marcellus. —Guardó con cuidado el yesquero en el bolsillo más profundo y secreto de su túnica de aprendiz y añadió—: Te veré luego. En la fiesta.
—¿Fiesta? —preguntó Marcellus.
—Ya sabes…, mi fiesta de cumpleaños. Conjenna. En el Palacio.
—Ah, sí, claro, aprendiz. Lo había olvidado.
Septimus se levantó para marcharse. Esta vez, Marcellus Pye no lo detuvo.