El emisario
La marea de magos ordinarios fluyó hasta detenerse ante una pequeña fachada tenuemente iluminada a unos noventa metros avanzando por la Vía del Mago a mano derecha. Un cartel colocado encima de la tienda anunciaba que se trataba del NÚMERO TRECE, MANUSCRIPTORIUM MÁGICO Y VERIFICACIÓN DE HECHIZOS, SOCIEDAD ANÓNIMA.
Beetle dio un paso adelante separándose de la flota protectora de magos y levantó la vista hacia su antiguo, y en otro tiempo amado, lugar de trabajo. Las ventanas estaban empañadas debido al aliento de los veintiún escribas que trabajaban duro en el interior, y a través de la tira de cristal enturbiado, por encima de las pilas de libros y manuscritos en equilibrio, pudo ver un resplandor de luz amarilla. Pero era una ventana bastante sombría para ser la noche más larga, el régimen de Jillie Djinn no permitía malgastar ninguna luz de adorno.
Beetle sintió lástima por los escribas que trabajan mientras la Vía del Mago era un hervidero de actividad, pero se alegraba de que aún estuvieran allí. Le había preocupado la idea de que hubieran salido pronto esa noche, como siempre hacían en su época de Encargado de la oficina y botones general. Pero la mano de Jillie Djinn se había hecho más férrea sobre el Manuscriptorium desde que Beetle ya no trabajaba allí. No creía en los permisos para salir antes, sobre todo si eran para divertirse.
Dos magas, las hermanas Pascalle y Thomasinn Thyme, dieron un paso adelante.
—Nos encantaría ser sus escoltas, señor Beetle, si nos necesita.
Beetle pensó que necesitaba toda la ayuda que pudiera conseguir.
—Gracias —dijo.
Respiró hondo y abrió la puerta. Se oyó un fuerte «ping», y el contador de la puerta pasó al número siguiente. La oficina estaba hecha un desastre y aquello entristeció a Beetle. La gran mesa, que él había mantenido tan limpia y ordenada, era, un desbarajuste de papeles y dulces a medio comer, el suelo estaba sin barrer y se pegaba bajo sus pies, y se percibía claramente el olor de algo pequeño y peludo que había muerto bajo una de las muchas estanterías de papeles descuidados.
Beetle recorrió con la mirada la deprimente sala, y reparó en el delgado panel mitad madera mitad cristal que separaba la oficina de lo que era el Manuscriptorium propiamente dicho: la antigua pintura grisácea se desconchaba de las paredes y guirnaldas de telarañas serpenteaban desde el techo. Se preguntó si tal vez no habría notado cómo se había ido deteriorando mientras trabajaba allí. Pero de una cosa estaba seguro, habría notado el estado de la pequeña puerta reforzada que se encontraba detrás de la mesa y que llevaba hasta la Librería de Libros Salvajes; estaba cerrada con dos gruesas planchas claveteadas. Beetle se preguntó cómo habría conseguido entrar alguien en aquella sala para limpiar. Por lo que parecía, a los actuales gestores del Manuscriptorium no les importaba. El estado de la librería de libros salvajes no era algo que mereciera que le prestaran atención.
De pronto, la puerta de cristal que llevaba al Manuscriptorium se abrió y salió la jefa de los escribas herméticos. Llevaba un largo pañuelo en el que Beetle pudo ver las iniciales JEH, su colección de títulos estaba delicadamente bordada alrededor del borde en distintos colores. «Así que aquello era lo que Jillie Djinn hacía en las largas noches que pasaba sola en sus habitaciones del piso superior del Manuscriptorium, pensó Beetle…
Jillie Djinn parpadeó sorprendida al ver a Beetle flanqueado por dos magas.
—¿Sí? —le espetó.
Beetle había estado apretando con fuerza el pergamino de emisario, esperando ese momento. De repente dio dos golpe-citos rápidos en el pergamino y lo sostuvo ante sí. Un débil destello púrpura recorrió los bordes del pergamino, le asaltó una sensación de calor y al momento el pergamino se amplió, de modo que estaba sosteniendo la versión grande. Era sorprendentemente fina y delicada (porque en cuestión de magia nada puede ser creado ni destruido), pero Beetle pensó que aquello solo le añadía un aire de misterio e importancia. Observó la expresión de Jillie Djinn y pudo ver que, por un momento, se sintió impresionada, pero al instante volvió a imponerse su expresión habitual, de leve enfado.
Beetle estaba decidido a ser escrupulosamente educado.
—Buenas noches, jefa de los escribas herméticos —dijo—. Estoy aquí como emisario de la maga extraordinaria.
—Ya lo veo —replicó Jillie Djinn con frialdad—. ¿Y ahora qué es lo que quiere?
Regocijándose en su papel oficial, Beetle empezó a leer las palabras que aparecían presurosas en el pergamino.
—Le informamos de que se está llevando a cabo una convocatoria en el Castillo. Se requiere con efecto inmediato la presencia de todos los escribas con contrato de aprendizaje —proclamó.
Jillie Djinn parecía decidida a fastidiar.
—Puedes decirle a la maga extraordinaria que aquí estamos llevando a cabo un trabajo importante —refunfuñó—. Los escribas del Manuscriptorium no dejarán todo y saldrán corriendo por el capricho de la maga extraordinaria. —De uno de sus diversos bolsillos sacó un pequeño reloj y lo miró entornando los ojos— Estarán libres cuando el Manuscriptorium cierre, dentro de dos horas, cuarenta y dos minutos y treinta y cinco segundos, para ser precisos.
El emisario de Marcia Overstrand no tenía tanto tiempo. Intentó, aunque sin lograrlo del todo, reprimir una sonrisa mientras las palabras exactas que necesitaba se desplegaban ante él. Saboreando el momento, Beetle las leyó despacio.
—Nos complace avisarle de que las condiciones de la convocatoria declaran que los escribas del Manuscriptorium estarán disponibles siempre y cuando sean requeridos. Si no se cumple esa condición, se invalidarán los términos de la Oficina.
Jillie Djinn estornudó en su inagotable pañuelo.
—¿Por qué se los requiere? —exigió saber resoplando de indignación.
Las palabras del pergamino emisario seguían desplegándose, y todas ellas contaban con la aprobación de Beetle; ni él mismo lo habría dicho mejor.
—Me complace informarle de que no estoy autorizado a divulgar esta información. Cualquier pregunta o queja a este respecto debe remitirla por escrito a la Torre del Mago una vez se retire la convocatoria. Recibirá la respuesta en siete días hábiles. Ahora le exijo que ponga de inmediato a sus escribas a nuestra disposición. Que así sea.
Jillie Djinn dio media vuelta sobre sus talones, volvió a entrar airadamente en el Manuscriptorium y cerró de un portazo la endeble puerta. Beetle se quedó mirando a sus dos escoltas, que parecían bastante abatidas.
—Habíamos oído que era una mujer difícil —susurró Pascalle.
—Pero no sabíamos que lo era tanto —concluyó Thomasinn.
—Se ha vuelto mucho peor —dijo Beetle—, Mucho peor.
Desde el otro lado de la partición, Beetle oyó un súbito estallido de animada charla, seguida del golpe de veintiún pares de botas cuando los escribas bajaron de sus pupitres.
Por encima del murmullo de voces, se oían los chillidos de Jillie Djinn.
—No señor Foxy, no se trata de tiempo libre. Todos ustedes mañana saldrán dos horas, cuarenta y dos minutos y treinta y cinco segundos más tarde.
La puerta de la oficina principal se abrió, y Foxy salió a la cabeza de los escribas. Al ver a Beetle se sorprendió.
—Hola, Beet. Eres caro de ver. Nos han llamado para una práctica de convocatoria, y tú ya sabes quién se ha puesto de un humor de perros.
—Lo sé. —Beetle sonrió al tiempo que movía el pergamino delante de Foxy—, Se lo acabo de decir.
Foxy dejó escapar un silbido grave y sonrió también.
—Debí de habérmelo imaginado. Así que tenemos la noche más larga libre, al fin y al cabo. ¡Gracias, Beet!
—No, Foxy. Esto va en serio. Estás convocado.
—¿Y tú estás dirigiendo la convocatoria? Estoy impresionado.
—Yo solo soy el mensajero, Foxy. —Con una fioritura, Beetle dio dos golpecitos en el final del pergamino y se guardó la versión reducida, y ahora muy fría, en el bolsillo. Y levantando la voz añadió—: Todo el mundo fuera, por favor, y únanse a los magos ordinarios. Nos dirigimos hacia la verja de Palacio, donde nos congregaremos y aguardaremos nuevas instrucciones. Una vez fuera, por favor, guarden silencio; es una convocatoria silenciosa. Por favor, lo más deprisa que puedan… ¡Aaay! ¿Partridge, te importaría vigilar donde pones tu gordo pie?
—Me alegro de verte, Beetle —sonrió Partridge mientras él y Romilly Badger se abrían paso entre la aglomeración de impacientes escribas.
La emoción que suscitaba la convocatoria daba la impresión de ser contagiosa, y a nadie parecía importarle tener que trabajar hasta tarde al día siguiente. Beetle contó los escribas y, finalmente, Foxy y él salieron de la oficina.
—¿Quieres que venga también la señorita Djinn? —preguntó cauteloso Foxy—. Puedo ir a buscarla si quieres.
—Gracias, Foxy, pero Marcia dice que prefiere que no venga.
—Sí, lo comprendo perfectamente —dijo Foxy—. Mira, tengo que ir a cerrar el armario de los amuletos. Es parte del trabajo. No es que tenga ningún amuleto que encerrar, pero no queda bien si no lo hago.
Beetle miró hacia fuera. El gentío de magos, aprendices y escribas aguardaban, mirándolo expectantes.
—Date prisa —le dijo.
Foxy asintió con la cabeza y salió pitando. Al minuto, el muchacho había vuelto y le hacía frenéticas señas a Beetle.
— Beetle… está aquí. Otra vez.
—¿Quién está aquí?
—¿Quién dirías? Daniel Cacademurciélago Hunter.
—¿Merrin?
—Sí. Comosellame. Él.
Beetle pidió a sus dos magas escoltas que llevaran al Palacio a los magos y a los escribas que aguardaban.
—Os alcanzaré lo antes que pueda —prometió—. Muy bien —añadió dirigiéndose a Foxy—, Rápido. Enséñamelo.
Foxy abrió muy despacito la puerta que daba al Manuscriptorium y señaló hacia el interior. Beetle echó un vistazo. Lo único que vio fueron las hileras de altas y vacías mesas, cada una bañada por su propio charco de tenue luz amarilla. No había ni rastro de Merrin… ni de Jillie Djinn.
—No lo veo —susurró Beetle.
Foxy miró por encima del hombro de Beetle.
—¡Jolines! Lo he visto. Sé que lo he visto. Lo más probable es que esté en la Cámara Hermética.
Beetle estaba indignado.
—No debería entrar ahí.
—Eso díselo a la señorita Djinn… él va a donde le da la gana —dijo Foxy sombríamente mientras cerraba la puerta—. Está tramando algo, Beet.
Beetle asintió. Sin duda tenía toda la razón.
—¡Gusano esmirriado! —gruñó Foxy.
Ciertamente, el gusano esmirriado tramaba algo. Se encontraba, tal como Foxy sospechaba, en la Cámara Hermética.
Merrin estaba esperando, y no le gustaba esperar. Para matar el tiempo, comía un largo cordón de regaliz que había sacado del cajón secreto de la gran tabla redonda que ocupaba el centro de la Cámara Hermética. El cajón había sido llenado con un alijo de regaliz pegajoso, mientras su antiguo contenido languidecía en el cubo de basura del patio.
Merrin estaba encantado con su trabajo de las tardes. Creía que cada vez era más bueno en sus tareas oscuras. Había usado una pantalla oscura y había salido del Palacio justo delante de las narices de Sarah Heap, lo cual había resultado muy divertido, sobre todo cuando le puso la zancadilla. Y ahora, como Jillie Djinn se había vuelto quisquillosa con él, también lo había arreglado. Jillie Djinn no volvería a hacerlo nunca más, pensó Merrin, mientras sonreía con satisfacción frente al antiguo Espejo que estaba apoyado contra la pared.
Merrin miró en la oscuridad del Espejo, y detrás de él vio el reflejo de la jefa de los escribas herméticos, sentada encorvada sobre la gran mesa redonda que había en el centro de la cámara. Ensayó unas expresiones más en el cristal, tamborileó con el pie en señal de impaciencia y se acercó al Abaco, donde empezó a pasar las cuentas adelante y atrás sin parar, de un modo tan molesto que cualquiera salvo la intimidada Jillie Djinn le habría gritado que se detuviera en el acto.
Merrin exhaló un profundo suspiro. Estaba aburrido, y ni siquiera había escribas a quienes poder molestar. Acarició la idea de ir al sótano a romper algo, pero el Escriba de la Conservación le daba miedo. Deseó que todas las cosas se dieran prisa. ¿Por qué tardaban tanto? Lo único que tenían que hacer era traer el dominio oscuro consigo, ¿acaso era tan difícil? Dio una patada a la pared. ¡Estúpidas cosas!
Dejando a Jillie Djinn con la mirada perdida, Merrin salió al pasaje de las siete esquinas y supervisó el Manuscriptorium oscuro y vacío. Daba algo de miedo sin los escribas. No pensaba pasar más tiempo en aquella pocilga, pensó, pero sería un buen lugar para las cosas. Las mantendría alejadas de él, y así podría ir a donde le diera la gana y hacer lo que le diera la gana. ¡Hala!